Este es el día de la resurrección; resplandece, oh pueblo. Pascua, Pascua del Señor. Cristo Dios nos ha conducido de la muerte a la vida, y de la tierra al cielo. Cantemos el himno de victoria (Irmos de la Oda I, del Canon de Pascua)
Os saludo, amados hermanos y hermanas en Cristo, con estas jubilosas palabras, para que despierten constantemente en nosotros un espíritu gozoso, especial y elevado, una oleada de fortaleza espiritual, y una brillante esperanza del futuro mejor que nos espera.
También os envío este gozoso saludo pascual a vosotros, nuestros amados sufrientes, el pueblo Ortodoxo Ruso que es perseguido y sufre en Rusia bajo el yugo de la mano opresora por causa de la santa Fe, con la esperanza de que nuestra voz os llegue.
En estos tiempos que vivimos, llenos de grandes tristezas, el único consuelo para nosotros es nuestra santa Fe con sus elevadas promesas, su radiante esperanza y sus expectativas que nos aportan paz al espíritu. Pues verdaderamente, nunca antes el mal, ahora tan victorioso en casi todo el mundo e infiltrado tan profundamente en la vida del hombre, e incluso en el redil de la Iglesia, había alcanzado tal poder, tal nivel de tensión. Sólo podemos oponernos a este mal con nuestra santa Fe, pues este mal avanza triunfante por el camino de la mentira con toda clase de engaño e iniquidad, venciendo a las personas que no creen en la Verdad, y que han preferido más la mentira.
“Y esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1ª Juan 5:4). De esta manera somos consolados por el amado discípulo de Cristo, que estuvo al pie de la Cruz del Señor, contemplando los inexpresables sufrimientos del Señor, y que fue hecho digno de ser el primero en llegar a su tumba abierta, creyendo, con otros discípulos y seguidores, para experimentar la gran alegría de Su Resurrección (Juan 20:2-8).
Este gran hecho milagroso, sin precedentes en la historia del hombre, la Resurrección de Cristo, es el fundamento de nuestra fe, su piedra angular. Cristo resucitó, venciendo la falsedad humana y a la misma muerte, a la que fue sentenciado por esta falsedad. La verdad triunfó sobre la mentira, la vida conquistó a la muerte, y esto encuentra naturalmente una resplandeciente y jubilosa respuesta en nuestros corazones, oprimidos por el engaño, que tiemblan ante el rostro de la muerte. Por eso, nuestro oficio pascual es tan festivo y jubiloso, por eso nos regocijamos tanto, y por cuenta propia, alabamos a Cristo Resucitado en este día resplandeciente, la fiesta de su Resurrección, esta verdadera “fiesta de las fiestas, y triunfo entre los triunfos”. “Que los cielos se alegren, que la tierra se regocije, y que el mundo entero, tanto visible como invisible, festeje este día, porque Cristo ha Resucitado, oh gran alegría” (Tropario de la Oda I, Canon Pascual).
De hecho, esto no es sólo una imaginación, como algunas personas intentan demostrar superficialmente, pues son desafortunados en gran manera a causa de su estancamiento espiritual y su obstinada incredulidad. La verdad de la Resurrección gloriosa de Cristo está más allá de cualquier duda, en virtud del hecho de que su Resurrección fue presenciada por muchas personas de diferentes ámbitos de la vida, que vieron a Cristo resucitado en momentos diferentes, y no sólo una vez. Además, sería totalmente imposible entender y explicar este fervor inusual, este extraordinario gozo del espíritu, que hizo que los apóstoles, inicialmente atemorizados y temerosos, se volvieran valientes y celosos predicadores de la enseñanza de Cristo por todo el mundo. Debemos tener en cuenta que los discípulos del Señor, durante la predicación del Evangelio de Cristo, no sólo enseñaban a la gente una moral cristiana vacía, sino que, como podemos apreciar claramente en los Hechos de los Apóstoles, ante todo predicaron a Cristo crucificado y su Resurrección de entre los muertos al tercer día, acompañando y confirmando su predicación con muchas señales milagrosas. Esta predicación del Señor resucitado cautivó y conquistó los corazones de los hombres, e hizo de la gente su seguidora entusiasta, dispuesta a sellar su fidelidad inquebrantable a Cristo con su propia sangre.
Sólo la gran verdad de la Resurrección de Cristo puede explicar la rápida propagación de la fe cristiana sobre toda la faz de la tierra, incluso ante las condiciones y situaciones más desfavorables. ¿Qué más podría obligar a miles de personas durante tantos siglos, soportando tormentos indescriptibles, a derramar su sangra y dar su vida por Cristo? ¿Qué otra fuerza podría hacer que los ricos, los nobles, los hombres de gran posición, e incluso los emperadores del mundo pagano se apostaran humildemente al pie de la Cruz de Cristo glorificando su Resurrección? De hecho, ¿que podría conseguir que hombres y mujeres renunciaran a sus frutos vanos, comodidades y placeres de este mundo que se encuentra en el mal, consiguiendo que se retirasen a los desiertos, montañas, cuevas y precipicios para vivir una vida agradable a Dios en incesante oración, silencio, ayuno y luchas, con el propósito de allegarse más a Cristo en la otra vida, que Él nos abrió por su gloriosa Resurrección de entre los muertos?
San Pablo, apóstol de los gentiles, experimentó el poder creador de vida de Cristo resucitado en innumerables ocasiones durante su vida. Así, dice: “Si solamente para esta vida tenemos esperanza en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres” (1ª Corintios 15:19), pues como él mismo explica: “Y si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana también nuestra fe” (1ª Corintios 15:14). El apóstol Pablo, a quien Cristo se le apareció muchas veces, aunque también fue discípulo de Cristo en esta vida terrenal, así mismo testifica con convicción: “Mas ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que durmieron” (1ª Corintios 15:20). “Porque como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados” (1ª Corintios 15:22).
“Pero cada uno por su orden: como primicia Cristo; luego los de Cristo en su Parusía; después el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya derribado todo principado y toda potestad y todo poder. Porque es necesario que Él reine hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies. El último enemigo destruido será la muerte” (1ª Corintios 15:23-26).
Esta es la verdadera fuente de nuestro gozo resplandeciente en el día glorioso de la Resurrección de Cristo. La Resurrección de Cristo es para nosotros la afirmación gozosa y convincente del triunfo final de la Verdad de Dios, el triunfo sobre el mal, el triunfo sobre la muerte. Sin embargo, para ser participantes de este triunfo final de la Verdad de Dios y celebrar esta victoria sobre el mal con Cristo, la victoria sobre la muerte, debemos ser “crucificados con Cristo” en esta vida terrenal, para que podamos unirnos a su Resurrección. Con la ayuda de la gracia de Dios, otorgada por la virtud de las obras de Cristo, debemos vencer el mal (es decir, el pecado) que mora en nosotros. Al recibir el santo misterio del Bautismo, estamos obligados a hacer esto. En la maravillosa lectura que la Iglesia ha asignado para el Gran y Santo Sábado, el santo apóstol Pablo pregunta: “¿Ignoráis acaso que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, en su muerte fuimos bautizados? Por eso fuimos, mediante el bautismo, sepultados junto con Él en la muerte, a fin de que como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida” (Romanos 6:3-4). “Sabiendo que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte ya no puede tener dominio sobre Él. Así también vosotros tenemos por muertos para el pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (Romanos 6:9, 11). Esta es la clara enseñanza de la Palabra de Dios para nosotros sobre el poder y el sentido del gran y glorioso hecho de la Resurrección de Cristo.
¡Cómo se puede alegar y enseñar lo contrario, como hacen los herejes contemporáneos, soñando con el establecimiento de algún tipo de “Reino de Dios” terrenal! Están dispuestos a legitimar la unión pecaminosa de la humanidad, que ha traicionado a Cristo resucitado, a este mundo que yace en el pecado, con todos sus placeres vanos, comodidades y beneplácitos. “Cristo nos ha conducido de la tierra al cielo…”, por su Resurrección, y así, ¿cómo y por qué, después de esto, regresaríamos a la tierra, de la cual hemos sido arrancados, aunque temporalmente, y deberíamos seguir caminando sobre ella? Volver a unirnos con el mundo (Es Decir, con lo terrenal) es una ingratitud insensible a Cristo resucitado, una burla insana a la santidad de su Resurrección.
¡No! Si los cristianos no son más que “cristianos de nombre”, debemos acabar con la vida terrenal, llena de pasiones pecaminosas. “Celebramos el exterminio de la muerte, la destrucción del hades, el comienzo de la vida eterna…”, y todos nuestros pensamientos y sentimientos deben estar dirigidos hacia “el día sin ocaso del Reino de Cristo”, que nos espera, y hacia el cual debemos esforzarnos con todo nuestro corazón.
“Purifiquemos nuestros sentidos de todo lo terrenal, y contemplemos a Cristo, con la radiante luz inaccesible de la Resurrección, y escuchemos con claridad: ¡Regocijaos, cantemos el himno de victoria!
Alegrémonos también nosotros, pues Cristo ha resucitado. ¡Oh júbilo eterno, Cristo ha Resucitado!
Pascua de 1963
Catecismo Ortodoxo
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