La Ortodoxia es idéntica en fe y culto, con el contenido de fe y de culto cristiano original. Pero el hecho paradoxal y absolutamente auténtico es que, siendo en su esencia una extensión de la fe, culto y espiritualidad de la Iglesia indivisible desde el principio, la Ortodoxia sigue respondiendo perfectamente a las necesidades espirituales actuales de los pueblos que le han conservado. Ella no ha modificado su esencia después de tantos períodos históricos por los que la humanidad ha atravesado en estos dos mil años. Ella no ha hecho del elemento temporal de unos u otros de esos momentos históricos, elementos esenciales de su ser, de manera que ahora le sea difícil eliminarlos. Ella no se medivalizó como el catolicismo romano, no es un producto de las manifestaciones renacentistas como el protestantismo y no busca ni siquiera ahora alguna modificación esencial para adaptarse a los tiempos actuales, por medio de la secularización. Ella ha permanecido en los valores esenciales y permanentemente humanos de la devoción, de las preocupaciones simples, profundas y permanentes del hombre en su relación con lo absoluto. Ella ha ayudado al hombre a dar una respuesta a las distintas preguntas surgidas a través de los tiempos, a través de la respuesta que le ha dado siempre a las preguntas fundamentales. Ella no se identificó con la dura armadura y las complejas formas de lucha del caballero medieval, ni con el severo traje y el código social disimulador del burgués individualista, sino que ha mantenido el mismo vigor de movimiento y simpleza de pensamiento, así como la manifestación directa y esencial del hombre natural de siempre, logrando ser siempre la misma y siempre actual.
La Iglesia Ortodoxa no introdujo en su santuario interior y no dejó que penetrara los rasgos simples de su fe, las diversas y complicadas invenciones de algunos instruídos, quienes se dejaron llevar más por el deseo de ciertas delicias de gimnasia intelectual, que por la emoción profunda y completa de la relación de misterio entre el hombre y Dios. La Ortodoxia no mezcló nunca los arabescos innecesarios de la mente humana en la esencia simple, insondable y grandiosa, permanente e inevitablemente vivida del misterio de la salvación. Podría afirmar que ella ha mantenido siempre un carácter popular, y el pueblo, en su naturalidad, ha estado siempre abierto solamente a los problemas reales y esenciales de la vida.
Por eso, la Ortodoxia ha ganado, con su exposición simple de los aspectos fundamentales del misterio de la salvación, la atención del hombre de cualquier tiempo. Ella ha ganado la comprensión del hombre de siempre, porque ha actualizado la vivencia de estos menesteres y respuestas fundamentales, indiferentemente si se trató del hombre de la Edad Media, del Renacimiento o de nuestro tiempo, porque esas necesidades y esa sensibilidad son comunes a todos los tiempos. La Ortodoxia no tuvo necesidad de las especulaciones escolásticas medievales, para encontrarse en realidad con el hombre de entonces, así como no necesita auto-secularizarse para encontrarse con el hombre contemporáneo. Al contrario, ella intuye que, auto-secularizándose, perdería totalmente la atención de este hombre, porque ya no le ofrecería en absoluto la respuesta a los problemas fundamentales de la salvación, que seguirán inquietándolo en lo profundo de su ser.
La Ortodoxia también se ha adaptado, desde luego, a los tiempos. Ella ha ayudado a los pueblos que la han guardado, en todas las circunstancias de vida por las que han pasado y en todas sus necesidades. Pero esa adaptación no ha significado nunca una modificación esencial en ella como misterio, o una sustitución de su misterio con determinada ideología. Ella ha sido siempre el mismo misterio de lo simple, fundamental y necesario para la vivencia religiosa. Pero el misterio responde no sólo a estas necesidades fundamentales de siempre, sino a todas las necesidades de la vida. El misterio cristiano debe ser puesto en evidencia, en cualquier tiempo, de acuerdo al modo de entendimiento del mismo tiempo, pero debe ser puesto en evidencia siempre en la misma integridad que satisfaga las necesidades de la salvación. Los hombres podrán extraer luego sus conclusiones teóricas y prácticas, entendiendo que el misterio de la salvación responde también a los problemas especiales de su propio tiempo, pero sólo en su calidad de misterio integral del cristianismo, sin reducirse al rol de una simple respuesta para estos problemas especiales.
Así hizo siempre la Ortodoxia y así lo sigue haciendo. En este sentido, ella comunica a los hombres al “Jesucristo, el mismo ayer y hoy” (Hebreos 13, 8), a Jesucristo, Quien, siendo el mismo, responde de la misma manera como lo hizo ayer. La Ley Antigua estaba sujeta a cambios, para que su revelación prosperara, pero heste hecho vino a modificar para siempre su razón de ser, cuando, finalmente, vino a ser cambiada por Cristo. Ese cambio provino de su incapacidad para hacerse plena como misterio de salvación. Ella pierde su sentido, “por razón de su ineficacia e inutilidad, ya que la Ley no llevó nada a la perfección, pues no era más que introducción a una esperanza mejor, por la cual nos acercamos a Dios.” (Hebreos 7, 18-19), ya que “éste posee un sacerdocio perpetuo porque permanece para siempre. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hebreos 7, 18-19).
La Ortodoxia ha entendido que no necesita cambiar nada del sacerdocio pleno de Cristo, para agregarle o reducirle algo, sino sólo ponerlo una y otra vez en evidencia, en toda su plenitud. A la Ortodoxia le suena extraña la expresión “Ecclesia semperreformanda” (Iglesia en permanente necesidad de reformarse), porque ella comunica completamente a Cristo, quien es “semperconformis cum omni tempore” (Permanente en cualquier tiempo).
El Cristianismo occidental comenzó, a partir de la Edad Media y por medio de la Escolástica, un camino de “definición”, es decir, de delimitación o concentración del misterio de la salvación, de acuerdo a las capacidades de la mente humana; este camino ha sido seguido también por la Reforma, que proviene del catolicismo. El abordaje intelectual del misterio cristiano sustituyó la vivencia integral del misterio, con la reflexión en las piezas rotas de éste.
La Ortodoxia ha vivido el misterio de la salvación en toda su plenitud, siempre. Los pocos términos nuevos adoptados por los Concilios Ecuménicos, fueron emitidos con el objetivo de no reducir el misterio a una definición racional, sino precisamente para protegerlo contra las tentaciones de racionalizarlo y limitarlo, o incluso reducirlo. Dichos términos tuvieron como propósito proteger la experiencia, por siempre, del misterio anunciado en el Nuevo Testamento, que somos salvados por el Hijo de Dios, Quien para esto se hizo hombre y permanece el mismo, eternamente, Dios y hombre, plenamente accesible a nosotros. Los Concilios han guardado el misterio de nuestra salvación, conforme el cual la fuente infinita de vida se nos hizo accesible por medio de la máxima accesabilidad del humano: nuestro semejante. Ellos rechazaron la tentación racionalista que vaciaba el misterio de la salvación y hacía vana la misma salvación, reafirmando la separación del hombre y Dios, o la identificación panteísta del hombre con Dios. El misterio de la salvación no puede ser reproducido sino paradójicamente y la Ortodoxia ha guardo el carácter paradoxal del misterio cristiano contra cualquier intento de división hecha con proposiciones racionales unilaterales.
A la Ortodoxia se le objeta que, así como el cristianismo occidental se adaptó a la mentalidad de la Edad Media y del Renacentismo, así también ella se adaptó a la mentalidad bizantina, enterrando el centro vivo del misterio cristiano en una pompa formalista y aristócrata, que ha perdido toda relación con nuestros tiempos. No negamos que la Ortodoxia sufrió una cierta influencia bizantina. Pero esta influencia no llegó a tocar el centro del misterio cristiano. Al contrario, la vivencia del misterio permaneció viva también en el período bizantino y se puede decir que no fue el pensamiento bizantino el que generó la espiritualidad cristiana de ese período, sino al contrario, la forma de vivir cristiana original generó el pensamiento y el arte bizantinos. No fue la visión bizantina de la existencia la que dio a luz a la Liturgia de la Iglesia, sino la Liturgia de la Iglesia origina produjo la visión bizantina del mundo.
Lo que se considera herencia bizantina en la vida de la Iglesia Ortodoxa es, especialmente, esa multitud de símbolos mediante los cuales se expresa le fe cristiana y su vivencia en el culto, en el arte, en la vida. Pero la influencia bizantina en la Ortodoxia desarrolló sólo un simbolismo inherente a la propagación del misterio cristiano. Las definiciones intelectuales y las exposiciones docrinarias por las que el Occidente buscó y busca suprimir la divulgación simbólica del misterio de la salvación, comienzan de la convicción que este misterio puede ser expresado exactamente por medio de palabras humanas. En realidad, este misterio, entonces cuando es reducido a su sentido literal y a definiciones intelectuales, se reduce o se desvanece. La plenitud paradoxal del misterio de la salvación se sugiere de forma más real por medio de símbolos. Hablar de la cruz y la resurrección de manera general, su representación en imágenes, su manifestación por medio de los actos simbólico-litúrgicos, sugiere aún más real y existencialmente el misterio de la salvación, que la teoría de la satisfacción sostenida por Anselmo, o la teoría protestante, que no pueden abarcar sino sólo una parte del misterio imcomprensible de la salvación.
Estas teorías son buenas sólo si no pretenden reemplazar al misterio en sí, en su plenitud imcomprensible, sino enseñar alguna parte de él, de forma relativa y provisional. La influencia bizantina consta en la voluntad de organizar todos los detalles del culto, del arte, de los gestos de la vida religiosa, de tal manera que exprese intuitiva y simbólicamente los distintos detalles del misterio de la salvación. Estos podrían dar cierta impresión de formalismo, sólo si no son manifestados con seriedad y convicción. Una liturgia oficiada en cualquier parroquia campesina, cuyos feligreses están acostumbrados a su expresión natural-simbólica, muestra de un modo claro y penetrante los rasgos esenciales del misterio de la salvación. En cualquier caso, esta expresión es la misma enseñanza doctrinaria cargada de sutilezas; mientras tanto, en Occidente han buscado muchas veces sustituir las sugerencias del misterio, con símbolos. Si la Ortodoxia necesitara adaptarse de alguna manera a las necesidades del hombre de hoy, esta adaptación no podría constar en un abandono total de las expresiones simbólicas, sino solamente una simplificación de tales expresiones, para que se vean inmediatos los grandes símbolos del misterio cristiano, correspondiente a los inmensas, simples y permanentes evidencias y necesidades espirituales del hombre de todos los tiempos.
Pero debemos reconocer que en la era bizantina la Ortodoxia presentaba otra característica más (la concordancia entre Iglesia y Estado). Los cristianos occidentales lo mencionan, pero reconocen satisfechos que actualmente esa sinfonía ya no existe. Queremos detenernos en este punto, porque consideramos que tal aspecto no es propio de la era bizantina, sino que la influencia bizantina sólo vino a acentuarlo, siendo algo inherente al cristianismo auténtico y, como tal, permaneciendo de cualquier manera en la Ortodoxia actual.
Mientras en el Occidente medieval y subsiguiente a la Edad Media apareció y se desarrolló la idea de dos imperios separados y opuestos, o dos espadas en lucha, en el Oriente cristiano se afirmaba la unidad del mundo, sostenida por el mismo Cristo Pantocrátor; el imperio estaba espiritualizado desde su interior, no estaba obligado exteriormente a someterse a una espada presuntamente espiritual, que en el fondo lo que podría estar haciendo es obrar mundanamente, sometiéndose provisionalmente al imperio seglar a través de cierta superioridad también terrenalmente. El Imperio bizantino se hacía sentir, encontrándose dentro de las mismas zonas en las que se hallaba también la Iglesia, en el marco del ordenamiento universal determinado del mismo Redentor Pantocrátor, aunque en este mismo marco tenía otras actividades y la autonomía de unos órdenes propios. Esta era una visión muy cercana a la expresada por el Santo Apóstol Pablo: “Dios colocó todo bajo sus pies, y lo constituyó Cabeza de la Iglesia. Ella es su cuerpo y en ella despliega su plenitud el que lo llena todo en todos.” (Efesios 1, 22).
En los siglos siguientes, las cosas se desarrollaron de una determinada manera también en Oriente, en el sentido de las concepciones occidentales, llegándose a una separación Estado-Iglesia. Pero la influencia occidental en este sentido se ejerció mucho más sobre el Estado que sobre a Iglesia. La Ortodoxia mantuvo su visión del mundo como un tejido unitario de razones, que tienen como centro y finalidad en el mismo Pantocrátor. Por eso, la Ortodoxia no puso nada de su parte para profundizar aquella separación, o para transformarla en cualquier clase de antagonismos y conflictos entre el orden eclesiástico y el orden estatal o cultural. Siempre encontró en la solicitud y aspiraciones profundas del pueblo una plataforma de entendimiento y de colaboración con el Estado.
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La experiencia del misterio integral de la salvación por parte de la Ortodoxia es una con la experiencia viva del Espíritu Santo, como el soplo de vida que viene del plan divino. El Espíritu Santo es el que hace siempre contemporáneo, siembre vivo el misterio de la salvación. Por eso, el Espíritu Santo ocupa un lugar tan importante en la preocupación y en el discurso de la Ortodoxia. En el Espíritu Santo, o por medio del Espíritu Santo, la Ortodoxia vive continuamente el misterio de la salvación, vive a Cristo hecho hombre, crucificado y resucitado, en Su comunicación viva e hipóstasis hacia los fieles.
Se ha hablado y se habla mucho también el protestantismo sobre el Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo (en tal concepción y discurso) de hecho se ha vuelto el factor fundamental para el individualismo orgulloso, de una originalidad de entendimiento individual nueva de la fe, no de la experiencia más allá del entendimiento del misterio. El Espíritu Santo ha sido identificado allí con fenómenos intelectuales y sentimentales, inmanentes e individualistas. Pero la experiencia auténtica del Espíritu nos eleva a una percepción más allá de la mente y del orgullo individualista del misterio, mismo que se nos abre como una realidad no inventada por nosotros, para todos. El Espíritu Santo es la cima de la obra divina de la Trinidad, venida a nuestra intimidad subjetiva y revelándose a nosotros como tal, como dicen los Padres orientales.
El Espíritu nos habla de aquella realidad divina, no como teoría intelectual, sino como misterio de vida, más allá de nuestra inmanente vida. Él conecta nuestra vida espiritual con la vida de Cristo crucificado y resucitado, haciéndola una vida común y nueva. Por eso el Espíritu es dador de vida y nos hace vivos, porque nos aleja de las especulaciones sobre Dios y sobre la salvación, hechas a la distancia, en la mismísima experiencia del misterio divino en Su trabajo salvador. La Ortodoxia, siendo la experiencia del Espíritu, como experiencia del misterio entero de la salvación, es siempre actual, porque esta experiencia siempre responde a las necesidades humanas fundamentales, a diferencia de culquier teoría intelectual, que debido a su naturaleza reducida y unilateral, es falta de vida y superada con cada paso que dé el espíritu en la línea del progreso intelectual. Esta comunión de la realidad del misterio divino de la salvación, por medio del Espíritu Santo, es una verdadera vida para el espíritu, con todo lo que significa tal forma de vida. Por eso, canta la Ortodoxia “Por medio del Espíritu Santo, toda alma resucita”, “Por medio del Espíritu Santo comienza la vida”, “El Espíritu mueve la creación”, a donde viene Él, nace la vida”, “todo se renueva”, “por el Espíritu Santo viene la sabiduría” y “todo buen don”.
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La Ortodoxia es doxológica, en el sentido extenso de que todo conocimiento sobre Dios y sobre Su labor redentora está orientada prácticamente, existencialmente. Es transformada en la oración, en el diálogo directo con Dios, en el contenido de tal diálogo, en la substancia de nuestra relación personal y viva con Él. La Ortodoxia ha mantenido el carácter auténtico de la religión como diálogo del creyente con Dios, mientras que el cristianismo occidental ha desarrollado el carácter de doctrina, de filosofía del cristianismo, de gnosis, que transforma a Dios en objeto, diluyendo Su realidad y subordinándolo a la mente humana.
Pero sólo en la relación dialógica Dios es vivido intensamente y en verdad. Por eso la Ortodoxia es la experiencia viva de Dios. Y Dios, como elemento en el diálogo con el creyente, en su momento, trabaja en su contraparte humana, la bendice, responde sus peticiones con Su consuelo y Sus dones.
Dios obra en los creyentes por medio del culto, por medio de sus sacramentos, mientras los fieles sienten y testifican la presencia de Dios en sus cantos de enaltecimiento y con las oraciones que le elevan. El culto ortodoxo sacramental es un diálogo ontológico entre Dios y los creyentes y solamente después de esto es también un diálogo verbal. Dios obra en nosotros, mientras oramos, después de recordar Sus hechos redentores y luego de alabarlo por ellos. Y, trabajando en nosotros, Dios nos abre los ojos del alma para que intuyamos Su obra, para que la sintamos y nos mueve a expresar nuestro agradecmiento por este sentimiento. Así, el culto sacramental no es solamente una forma de oración del conocimiento de Dios, sino también una fuente de conocimiento y de contínua verificación del conocimiento de siempre de la Iglesia, forma principal de la tradición viva de la Iglesia. Las palabras utilizadas en el culto son la guía hacia la experiencia de su contenido y la expresión de esta experiencia.
Los fieles ortodoxos no han obtenido la enseñanza de la Iglesia por medio de catequismos y esposiciones doctrinales, sino sobre todo del mismo culto, de la práctica sacramental del misterio de la redención. El pensamiento sobre Dios es culto y el culto es pensamiento, guía. El creyente ortodoxo no desprecia la reflexión sobre Dios y sobre Su obra salvadora, pero esta reflexión se hace en el espíritu del diálogo con Dios, es la reflexión de esa contraparte que alaba a Dios, le agradece y le pide algo, es una reflexión en el cuadro vivo del diálogo, en la experiencia del misterio divino. El pensamiento del otodoxo sobre Dios es culto, aún fuera del tiempo del culto.
Así, en el culto sacramenteal de la Ortodoxia, que es también pensamiento, trabaja el Espíritu Santo, Quien es la cima de la obra divina en nuestro interior más íntimo. En la práctica del culto se produce continuamente el suceso del encuentro con Dios. En el culto le hablamos a Dios cantando, porque sólo el canto expresa más cálidamente esa experiencia para la que no existen palabras. Cantando nuestro ser se hace más sensible a la experiencia del misterio, es llevado por el entusiasmo que produce en él la vivencia del misterio, del Espíritu dador de vida y encuentra la forma de comunicar esta vivencia entusiasta. El canto libera las palabras de su limitado sentido intelectual, haciéndolas adecuadas para vivenciar inefablemente el misterio.
Pero el culto es también, al mismo tiempo, la conversación del hombre con Dios sobre sus necesidades y las de sus semejantes, las del mundo entero, así como sus alegrías por los dones recibidos. En el culto, el hombre ve y vive, profunda y existencialmente, su necesidad de Dios y toma consciencia de lo que para él significa estar en comunión con Dios. Porque, en el Espíritu Santo, el hombre se ve a sí mismo no en el impase de su propia impotencia y la infelicidad de vivir sin conocer a Dios, sino en la esperanza optimista de su plenitud y en el comienzo de esta plenitud, que se teje en el diálogo misterioso y redentor con Dios. Por eso el culto es dinámico. El hombre se vive a sí mismo, en su integridad, elevado y puede gustar desde ya (...) de su vida eterna en Dios, en el Espíritu del amor y de la comunión con Dios y con Sus elegidos. Los íconos de los santos, los himnos de elogios dedicados a ellos, el vivir en comunión con ellos también, agrandan tal optimismo. Todo esto comprende una verdadera doctrina vital sobre el hombre, sobre lo que el hombre puede llegar a ser, mediante la profundización de su diálogo vivo con Dios y también con sus semejantes, una doctirna de la grandeza que le espera al hombre, una doctrina de la esperanza para cada creyente, de una esperanza conocida desde ya, por anticipado. Los íconos y los himnos dirigidos a los santos mantienen al creyente en cierta tensión entre la herencia recibida y la plenitud prometida, por medio del desarrollo del diálogo ontológico con Dios, que es un camino escatológico. La perspectiva escatológica del culto proyecta una luz de optimismo sobre la vida presente.
El fundamento más profundo de la esperanza, de la alegría que llena todo el culto ortodoxo y que caracteriza a la Ortodoxia, es la Resurección. La celebración de la Pascua, que es el centro del culto ortodoxo, es cual una explosión de felicidad, semejante a la que vivieron los discípulos al ver al Señor resucitado. Es la explosión de la alegría cósmica por la victoria de la vida, después de la inmensa tristeza por la muerte que tuvo que soportar el mismo Soberano de la vida por haberse hecho hombre. “Que se alegren los cielos y que la tierra se goce, y que celebre todo lo visible e invisible, porque Cristo resucitó, la eterna felicidad“. Todo se llenó con la certeza de la vida, después de que todo avanzaba inexorablemente hacia la muerte. El teólogo A. Schmemann dice que esta es la mejor noticia, o el evangelio que trajo y que promulga todo el cristianismo: la alegría de la Resurección. Si el cristianismo no le diera al mundo en más esta alegría única, su razón de ser desaperecería. La alegría de la Resurección es anunciada por el cristianismo en cada domingo. Porque cada domingo está dedicado a la Resurección. Así, todo el culto vibra de la felicidad de la Resurrección y está envuelto en esa tensión escatológia de la esperanza en la victoria de la vida. “Ahora todo se ha llenado ya de luz, cielos y tierra”, proclama la Iglesia en la noche de la Resurrección. En la noche de la falta de sentido de un mundo sometido a la muerte, cubierta por un cielo cuya intención no se conocía, de un tiempo que conducía todo a la muerte, teniendo grabado en sí el sello del sinsentido, brotó vida de un sepulcro, lo que vino a llenar de la luz del sentido a todo el mundo y su tiempo, mismo que nos descubrió la intención bendita del cielo para el mundo y reveló incluso a los ángeles el sentido de la creación. El tiempo devino entonces, de un tiempo que llevaba a la muerte, de un tiempo que se desarrollaba en la oscuridad de la falta de sentido, un tiempo de resucitar, un acontecimiento luminoso, una celebración permanente. Todos los días del tiempo, todos los días del año se volvieron fiesta, asegurándonos que nos llevan a la resurrección, como llevaron a la vida venerable a los santos que celebramos en cada uno de ellos. Mejor dicho, todos los días se volvieron vísperas de un domingo eterno, como los días de la semana son la espera del domingo, porque ellos nos obligan a esforzarnos, semejante al de los santos, para llegar a alcanzar un feliz descanso como el de ellos.
La Ortodoxia acentúa con una especial fuerza la fe del cristianismo en la victoria de la vida. La lucha tanto tiempo indecisa entre vida y muerte terminó con la victoria definitiva de la vida. Ahora no tememos más a la muerte, ahora ya no nos entristece, porque ella es el paso a una vida verdadera, la cual percibimos desde ahora. La mezcla del sentido y del sin sentido, impresa en todo, por el simple hecho de que por una parte existían, por otra todo estaba sometido a la muerte, se ha vuelto ahora sólo un sentido. La vida ha triunfado definitivamente sobre la tristeza y la desolación. La creación entera está destinada, por la Resurrección, a la vida eterna; la creación entera ha sido recuperada por Aquel que la creó.