El Gólgota ya proyectaba su sombra sobre esta obra. Rusia estaba en guerra con Polonia. Mientras marchaba en pos de los ejércitos, el General Kuiprianov se detuvo en Sarov, conoció a Miguel Mansurov y, encantado por su personalidad abierta y agradable, impresionado por el sentido práctico y el desinterés con que se ocupaba de los asuntos del staretz, pensó que sería un intendente ideal para administrar sus dominios mientras él guerreaba en el Oeste. El staretz, por razones diferentes, fue de la misma opinión.
-Si quiere arrebatarte, mi goce, dijo a su fiel "Mishenka" -¿qué hacer? Me has servido bien. Ve ahora a servir a otra parte. Los campesinos del general son pobres, desamparados, su vida es dura. Es necesario no abandonarlos. Ocúpate de ellos, mi goce. Se bueno y trátalos con dulzura. Ellos te amarán, te escucharán y regresarán a Cristo. Es por eso, sobre todo, que te envío. Lleva a tu mujer contigo; y volviéndose hacia Ana Mansurov le dijo:
- Sé para él una mujer sabia; no le permitas encolerizarse, es necesario que te escuche. Y partieron contentos.
Sin embargo, la tragedia los aguardaba en la región hacia la cual se dirigían. Una epidemia asolaba el lugar. Era la malaria que, siendo esa zona pantanosa, alcanzaba allí estado endémico.
Al cabo de dos años también Miguel cayó enfermo. Entonces, escribió a su hermana rogándole pedir la ayuda del staretz. Ella, acompañada de Xenia, se dirigió a Sarov.
-Tú siempre me obedeciste, le dijo el "Anciano." Y he aquí , mi goce, que debo darte una orden para que obedezcas.
- Os escucho , Batiushka.
- Tu hermano Miguel está muy enfermo. El debe morir. Pero aun tengo necesidad de él para el convento, para las huerfanitas. Entonces, lo que debo pedirte es lo siguiente: muérete, en su lugar.
-Bendecidnos, Batiushka, respondió Elena, muy calma.
El la miró largo tiempo, hablándole de la vida eterna. Ella escuchaba sin decir palabra.
- ¡Batiushka! gritó ella. ¡Tengo temor de la muerte!
Al grito desesperado de Elena: "¡Batiushka! Tengo miedo de morir" él respondió dulcemente: "No es para nosotros sentir temor, mi goce. Para ti y para mí, esto será la felicidad." Ella pidió permiso para retirarse, pero, apenas franqueado el umbral de la puerta, cayó desvanecida. El staretz la acostó, la mojó con agua bendita y le dio de beber.
Habiendo regresado a Diveyevo, Elena guardó cama. "No me levantaré más" dijo. Impresionable como era, no es sorprendente que el shock que acababa de sufrir precipitara su deceso. Ella partió con buen aspecto, munida de los sacramentos de la Iglesia, rodeada de visiones celestiales. Era la víspera de Pentecostés. Se contaba que, al día siguiente, en tanto se cantaba en la liturgia el Himno de los Querubines, Elena, a la vista de toda la asistencia, habría sonreído tres veces, el rostro radiante, en su ataúd descubierto.
-¿Por qué llorar? No seáis necias, mis goces - decía el staretz a Xenia y a las hermanas, inconsolables por la pérdida de su "superiora terrenal" - debierais haberla visto volar hacia el Reino de Dios.
Obispo Alexander Mileant
Catecismo Ortodoxo
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