Sunday, September 6, 2015

No debemos desesperar aunque pequemos ( San Pedro de Damasco )



Aunque no seas como deberías ser, no debes desesperar. Ya es bastante malo el que hayas pecado; ¿por qué, además, haces a Dios erróneo considerándole en tu ignorancia tan impotente? ¿Es Él, quien por amor creó el gran universo que contemplas, incapaz de salvar tu alma? Pues si afirmas este hecho, así como Su encarnación, solo haces peor tu condenación. Por lo tanto, arrepiéntete, y Él recibirá tu arrepentimiento, como aceptó el del hijo pródigo (Lucas 15:20), y el de la pecadora (Lucas 7:37-50). Pero si el arrepentimiento es demasiado para ti, y pecas habitualmente, incluso cuando no quieres, muestra humildad al igual que el publicano (Lucas 18:13): esto es suficiente para asegurar tu salvación. Y de igual modo, el que peca sin arrepentirse, puesto que no desespera, debe considerarse como la peor de las criaturas, y no se atreverá nadie a juzgarlo o censurarlo. Más bien, se maravillará de la compasión de Dios, y estará lleno de gratitud hacia su Benefactor, y así podrá recibir muchas otras bendiciones. Incluso si está sometido al maligno por el cual peca, aún así, en el temor de Dios, desobedece al enemigo cuando este último intenta hacerlo desesperar. A causa de esto tiene su porción en Dios; pues es agradecido, da gracias, es paciente, teme a Dios y no juzga para que no sea juzgado. Todas estas son cualidades cruciales. Es lo mismo que dice San Juan Crisóstomo sobre la Gehena: es casi de mayor beneficio para nosotros que el reino de los cielos, ya que a causa de esto muchos entran en el reino de los cielos, mientras que pocos entran por el bien del mismo cielo; y si entran en él, esto es en virtud de la compasión de Dios. La Gehena nos persigue con temor; el reino nos abraza con amor, y con ambos somos salvados por la gracia de Dios (Homilía sobre la 1ª Carta de Timoteo, cap 15:3) Pues si los que son atacados por muchas pasiones del alma y del cuerpo, lo soportan todo pacientemente, no descuidando renunciar a su libre voluntad, y no desesperando, entonces serán salvados. De forma similar, el que ha alcanzado el estado libre de la pasión, de la libertad del temor, y de la ligereza del corazón, rápidamente cae si no confiesa continuamente la gracia de Dios, no juzgando a nadie. En efecto, si se atreve a juzgar a alguien, hace evidente que, habiendo adquirido la riqueza, ha confiado en su propia fuerza, como testifica San Máximo. San Juan Damasceno dice que si alguien aún sujeto a las pasiones, y aún privado del conocimiento espiritual, es puesto a cargo de alguien, este está en gran peligro; y también la persona que ha recibido el desapego y el conocimiento espiritual de Dios pero no ayuda a su prójimo. Nada beneficia tanto al débil como el alejamiento al silencio, o al hombre sujeto a las pasiones y sin conocimiento espiritual, como la obediencia combinada con el retiro. Ni hay nada mejor como reconocer la propia debilidad e ignorancia, ni nada peor que no reconocerlas. Ninguna pasión es tan detestable como el orgullo, o tan ridícula como la avaricia, “Pues es la raíz de todos los males” (1ª Timoteo 6:10): pues aquellos que con gran trabajo encuentran plata, y la esconden de nuevo en la tierra, permanecen sin beneficio. Esto es por lo que el Señor dice:“No os amontonéis tesoros en la tierra” (Mateo 6:19), y otra vez: “Porque allí donde está tu tesoro, allí también estará tu corazón” (Mateo 6:21). Pues la inteligencia del hombre es arrastrada por la nostalgia de las cosas en las que se ocupa habitualmente, ya sean cosas terrenales, o pasiones, o bendiciones celestiales y eternas. Como dice San Basilio el Grande, ‘un hábito persistente adquiere toda la fuerza de la naturaleza’ (Gran Regla 6). Una persona débil debe prestar atención, sobre todo, a las inspiraciones de su conciencia, para que pueda liberar su alma de toda condenación. De lo contrario, al final de su vida se arrepentirá en vano y llorará eternamente. Aquel que no pueda soportar, por amor a Cristo, una muerte física como la de Cristo, debería, al menos, soportar una muerte espiritual. Así, será un mártir con respecto a su conciencia, no sometiéndose a los demonios que lo asedian, o a sus propósitos, sino que los vencerá, como hicieron los santos mártires y los santos padres. Los primeros fueron martirizados corporalmente, los últimos espiritualmente. Forzándose uno a sí mismo, se puede derrotar al enemigo; por un leve descuido, cualquiera es cubierto de oscuridad y es destruido. (Un tesoro de conocimiento divino, en la Filocalía,vol. 3)


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La Confesión - San Ignacio Briantchaninov


Para los Santos Padres, la herida del pecado no queda restringida a un miembro particular, sino que contamina el ser entero. Al abarcar el cuerpo y el alma, toma posesión de todas las fuerzas y propiedades del hombre. Al prohibir a Adán y Eva de probar el árbol del conocimiento del bien y del mal, Dios calificó esa gran úlcera de muerte: “¡El día que comas, morirás!” (Gen. 2:17). Y de hecho, tan pronto como hubieron comido del fruto prohibido, nuestros ancestros sintieron la muerte eterna. Sus miradas se hicieron carnales, vieron que estaban desnudos. La toma de conciencia de la desnudez de sus cuerpos revela la repentina desnudez de sus almas que acababa de perder la belleza de la inocencia sobre la cual reposaba el Espíritu Santo. Las miradas revelaron la vergüenza de sus almas que escondió de ahí en adelante todos los componentes del pecado: el orgullo, la impureza, la tristeza, la acedia, la desesperación… ¡Qué herida más grande fue la muerte del alma! ¡Qué vetustez irreparable fue la pérdida de la re-semblanza de Dios! ¡ El Apóstol llama a esta gran pena la ley del pecado y el cuerpo mortal (Rom. 7: 24-25). El espíritu y el corazón, una vez traídos a la muerte, se dirigieron completamente a la tierra, sirviendo de forma sumisa a los deseos corruptibles de la carne. Se oscurecieron y se volvieron pesados, hasta volverse carne. La carne no fue más capaz de entrar en relación con Dios, ya no pudo más heredar la belleza eterna y celestial (1 Cor. 6:50). Esta gran pena se apoderó del género humano entero, volviéndose algo exclusivo que alteró el estado de cada persona.

Examinando mi úlcera, observando mi inmersión en la muerte, he obtenido una amarga tristeza. Estoy perplejo, ¿Qué hacer? ¿Seguiré el ejemplo del antiguo Adán, que viendo su desnudez se afano por esconderse de Dios? ¿Me justificaré como él rechazando la falta sobre el pecado? ¡Es inútil esconderse de Aquel que todo lo ve! ¡Es inútil justificarse delante de Aquél que siempre vence cuando debe juzgar!

En vez de con hojas, me revestiré con lágrimas de arrepentimiento. En vez de justificación, ofreceré un sincero reconocimiento de mis faltas. Revestido de lágrimas de arrepentimiento, me presentaré delante de Dios. ¿Dónde Le encontraré? ¿En el paraíso? Pero he sido expulsado, el Querubín que guarda el acceso (al paraíso) no me dejará entrar. ¡La misma pesadez de mi carne me clava a la tierra, mi prisión!

¡Valor!, pecador e hijo de Adam. ¡La luz ha surgido de tu prisión, dios ha descendido al lugar de tu exilio a fin de elevarte a tu patria celestial perdida! ¿Quieres conocer el bien y el mal? ¡Él te deja este conocimiento!. ¿Quieres ser como Dios? ¡Tu alma se hace semejante al diablo y tu cuerpo al de las bestias! Pero al unirte a Él, Dios te hace dios por Su gracia, ¡Él te perdona tus pecados!, ¡y no es suficiente! Él extirpa de tu alma la raíz del mal, la contaminación pecaminosa, el infierno sembrado por el diablo. Él te hace poseedor del remedio para sanarte del pecado tantas veces como caigas a causa de tu debilidad. Ese remedio, es la confesión de los pecados. ¿Quieres despojarte del viejo Adán, a ti a quien el Santo Bautismo ya ha revestido del nuevo Adán, pero que las iniquidades cometidas han vuelto a sumergirte con la vestidura de la muerte? ¿Quieres, tú que te has esclavizado al pecado por la violencia de los hábitos, recuperar la libertad y la santidad? ¡Sumérgete en la humildad!

¡Vence la vergüenza presuntuosa que te enseña a fingir maliciosamente e hipócritamente la justicia, hundiéndote cada vez más en la muerte del alma! ¡Rechaza el pecado! ¡Hazle la guerra por una confesión sincera! ¡He aquí el remedio que debe preceder a todos los demás! Sin eso, la oración, las lágrimas, el ayuno y todos los otros remedios son insuficientes, insatisfactorios e inconsistentes. ¡Orgullosos, id pues con vuestro padre espiritual para encontrar a sus pies la misericordia del Padre Celestial! Sólo la confesión sincera y frecuente puede liberarte de tus habitudes pecaminosas, haz tu arrepentimiento fértil, y tu enmienda sólida y verdadera.

Escribo estas líneas instructivas, llenas de exhortaciones y llamadas al orden, acusándome a mí mismo durante unos de estos breves y raros momentos de compunción donde los ojos del alma se abren al conocimiento de sí mismo. ¿Es posible que tú, que vas a leer estas líneas con fe y amor en Cristo, encuentres alguna cosa útil, que suscitará un suspiro de corazón, una oración del alma? Tu alma de tanto sufrir la voluntad del pecado, vio asiduamente delante de sí, el océano de perdición. El descanso está en un solo refugio: la confesión de sus caídas y de sus pecados.


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