La
primera parte de la Gran Semana nos presenta una colección de temas
basados principalmente en los últimos días de la vida terrenal de Jesús.
La historia de la Pasión, como es contada y recopilada por los
evangelistas, está precedida por una serie de incidentes ocurridos en
Jerusalén y una colección de parábolas, dichos y discursos centrados en
la filiación divina de Jesús, el reino de Dios, la Parusía y el castigo
de Jesús de la hipocresía y los oscuros motivos de los líderes
religiosos. Las celebraciones de los tres primeros días de la Gran
Semana están enraizados en estos incidentes y dichos. Los tres días
constituyen una sola unidad litúrgica. Tiene el mismo ciclo y sistema de
oración diaria. Las lecciones de la Escritura, los himnos, las
conmemoraciones y las ceremonias que conforman los elementos festivos en
los respectivos oficios del ciclo destacan aspectos significativos de
la historia de la salvación, haciendo recordar los acontecimientos que
anticiparon la Pasión y proclamando la inevitabilidad y significado de
la Parusía. Es interesante señalar que los maitines de cada uno de estos
días es llamado el Oficio del Novio (Akolouthia tou Nimfiou). El nombre
procede de la figura central de la conocida parábola de las diez
vírgenes (Mateo 25:1-13). El título “Novio” sugiere la intimidad del
amor. No deja de ser significativo que el reino de Dios sea comparado a
una fiesta de bodas y a una cámara nupcial. El Cristo de la Pasión es el
divino Novio de la Iglesia. La imaginería connota la unión final del
Amante y la amada. El título “Novio” también sugiere la Parusía. En la
tradición patrística, la parábola antes mencionada está relacionada con
la Segunda Venida, y está asociada con la necesidad de la vigilancia
espiritual y la preparación, por la que somos capaces de guardar los
mandamientos divinos y recibir las bendiciones del siglo venidero.
Además, conocer algo sobre la estructura de los maitines nos ayudará a
mejorar nuestra comprensión del uso de la imagen del Novio. Se ha
mostrado que, tras el llamado Oficio Real y el Hexasalmo, la primera
parte de los maitines, como la conocemos y la practicamos hoy, es una
versión antigua del oficio monástico de Medianoche. El oficio de
Medianoche está centrado principalmente en el tema de la Parusía y está
unido a la noción de vigilancia. El tropario “He aquí que viene el Novio
a media noche...”, que se canta al inicio de los maitines del Gran
Lunes, Martes y Miércoles, une a la comunidad de fieles a esta
expectación esencial: vigilar y esperar al Señor, que vendrá de nuevo a
juzgar a los vivos y a los muertos.
Aunque
cada día tiene su propio carácter distintivo y su propia conmemoración
específica, comparten muchos temas comunes entre los que están los
siguientes.
Conflicto, juicio y autoridad
Los
últimos días fueron especialmente tristes y sombríos. La implacable
hostilidad y oposición a Jesús por parte de las autoridades religiosas
ha alcanzado proporciones incomparables. En medio de este penoso
conflicto, Jesús reveló aspectos de su autoridad divina juzgando los
planes malvados y la falsa religiosidad de sus enemigos. La beligerancia
sin tregua de los adversarios de Jesús fue completamente desenmascarada
en los días precedentes a la crucifixión. Los líderes de todos los
partidos y facciones religiosas colaboraron y conspiraron para
atraparlo, humillarlo y matarlo. Ante las trampas de sus enemigos
cercanos, Jesús predijo abiertamente su muerte y su posterior
glorificación. Sus palabras fueron una clara declaración de que su
muerte era voluntaria y se disponía en el marco del divino plan de
salvación del mundo. El poder que Él ejercía sobre sus enemigos era
concedido y controlado por Dios (Juan 12:20). La Iglesia conmemora la
Pasión, no como feos episodios causados por hombres viles y
despreciables, sino como el sacrificio voluntario del Hijo de Dios.
El
mal con su completo absurdo irrumpió violentamente sobre la Cruz, para
destruir y eliminar a Jesús y negar y abolir su mensaje. Sin embargo,
fue en sí mismo el mal el que se hacía fundamentalmente impotente e
ineficaz a causa de la soberanía del amor y la vida de Dios. Aunque el
mal asalta a los santos de Dios, no puede destruirlos.
Los
relatos del Evangelio que cuentan los hechos que condujeron a la
crucifixión también incluyen muchas parábolas y discursos en los que
Jesús criticaba severamente a los líderes religiosos por su
incredulidad, obstinación, autoritarismo e hipocresía. La severa crítica
a las clases religiosas (Mateo 21:28, 23-36) es otro claro signo de la
autoridad y excelencia de Jesús. Al preservar estos dichos de Jesús, los
evangelistas declaran que Cristo “no es sólo un maestro único, sino
también el mayor juez. Es el único con autoridad que tiene derecho a
juzgar y condenar” la mala y falsa fe y actividad religiosa. Ninguna
enfermedad del espíritu es más insidiosa, engañosa y destructiva que la
falsa religiosidad, que puede ser definida sucintamente como legalismo y
exhibicionismo religioso. Jesús lo condenó rotundamente. Advirtió
contra aquellos cuyas vidas estás medidas por ceremonias en vez
de
por la santidad, la misericordia y el amor de Dios, y contra aquellos
cuyas malas motivaciones, intenciones e incorrecciones están vestidas
con la respetabilidad de los aspectos externos de la fe y la vida
religiosa. La falsa religiosidad es un cruel engaño y una traición a la
auténtica fe religiosa. Los practicantes de tal fe artificial cierran el
reino de los cielos a los hombres, pues ni entran ellos, ni permiten
que aquellos que quieran entrar lo hagan (Mateo 23:73).
Duelo y arrepentimiento
El
tono de la Gran Semana es claramente sombrío y triste. Incluso las
vestiduras del altar y del sacerdote, según una antigua tradición, son
negras. Sin embargo, la asamblea litúrgica no se reúne para velar a un
héroe muerto, sino para recordar y conmemorar un hecho de significado
cósmico: el Hijo de Dios experimentando en Su humanidad toma forma de
sufrimiento a manos de hombres débiles, mal dirigidos y malignos.
Lloramos nuestros pecados y estamos en silencio contrito ante el
asombroso e insondable misterio de Cristo, el Dios-Hombre (Zeántropos),
que lleva su kenosis a límites extremos aceptando la muerte en la Cruz
(Filipenses 2:5-8). La Gran Semana nos revela la vergüenza absoluta de
la Caída, las profundidades del infierno, el paraíso perdido, y la
ausencia de Dios. ¡Y así nos dolemos! No hay otra forma de luchar contra
nuestra rebelión y con la insondable humildad de Dios y su
condescendencia excepto experimentando el quebranto del corazón. A
partir de este duelo es de donde nace el arrepentimiento, para ser
experimentado como el compromiso honesto del largo proceso de vida de
comprender, aceptar y elegir seguir los valores de la vida cristiana.
La
liturgia de los días del “Novio” representa la llamada más urgente y
enfática a tal arrepentimiento (metanoia). A los fieles se les recuerda
que no hay pecado mayor como el de desafiar los límites de la
misericordia divina, pues Cristo da a todos el poder de matar el pecado y
compartir Su victoria. En la Cruz, Jesús tiene una visión de todos
aquellos por los que muere. Ve a cada uno de nosotros individualmente,
salvándonos por su muerte y por su amor... Hizo esto para permitir que
Dios entrara allí donde haya sufrimiento humano, incluso en el abismo de
la muerte, acompañando al hombre a las profundidades del sufrimiento
para levantarlo de nuevo y llevarlo de vuelta a la vida, elevándolo al
cielo y poniéndolo a la derecha del Padre. El Hijo de Dios muere como
hombre para que el Hijo del Hombre pueda levantarse de nuevo como Dios.
El Hijo de Dios tuvo que
experimentar
la angustia de la ausencia de Dios para que todos los hombres que
murieran pudieran recuperar la presencia de Dios: esto es la salvación.
La Parusía
En
los días y horas antes de Su pasión, Jesús habló a sus discípulos sobre
la Parusía, es decir, Su segunda venida gloriosa. Nos invita también al
inicio de la Gran Semana a acercarnos al misterio y a reflexionar su
sentido y significado para nuestra propia vida y la vida del mundo. En
la Iglesia reconocemos que la vida eterna ha penetrado en nuestra
finitud. Sin embargo, también sabemos que la completa realización y
revelación del reino de Dios, que ya ha comenzado a desarrollarse
secretamente en el mundo, se producirá solo al final de los tiempos, en
la Parusía. La Parusía es la intervención climática de Dios en la
historia del cosmos. Es el Último Día, cuando Cristo vendrá en Su gloria
para juzgar a los vivos y a los muertos (Mateo 16:27; 25:31). Entonces,
todas las cosas serán hechas nuevas (Apocalipsis 21:5). Aunque sólo
tenemos un conocimiento parcial de las cosas que pertenecen al Último
Día, algunas son claras y ciertas. Los tiempos del fin aparecerán de
repente y cuando menos lo esperemos (1ª Tesalonicenses 5:2-3). El
momento exacto de la Parusía sólo lo conoce Dios el Padre (Mateo 24:36;
Hechos 1:7). Sin embargo, según la palabra de Jesús, este dramático y
decisivo hecho que marcará el repentino final de la historia, estará
precedido por ciertos signos que señalarán la inminente venida del
Novio. Se hace evidente por Sus palabras que la Segunda Venida no se
producirá por ningún interludio idílico, sino con calamidades cósmicas
sin precedentes, tribulaciones y desastres (Mateo 24:1-51; Marcos
13:1-37; Lucas 21:7-36). La devastación y desolación de los últimos días
ha sido prefigurada misteriosamente en los acontecimientos terribles y
espantosos que acompañaron a la crucifixión (Mateo 27:27-54).
Independientemente de cuándo venga el Último Día, siempre es inminente,
espiritualmente cercano en la vida del ser humano. Las incertidumbres y
lo impredecible en la vida humana nos permite captar, aunque vagamente,
la inminencia de la Parusía. Por ejemplo, la muerte, la indignidad
final, la abominación y el enemigo, nos acecha desde el momento en el
que nacemos. Para conseguir la victoria de Cristo sobre la corrupción y
la muerte, debemos permanecer espiritualmente vigilantes; ser firmes en
la fe; utilizar sabiamente los dones concedidos por Dios, y ser
conscientes constantemente de la primacía del amor en nuestras
relaciones. La vida que vivimos en la carne está llena del potencial y
la oportunidad para obtener el cielo o perderlo.
La
batalla decisiva contra el mal ya se ha librado y ganado. Sin embargo,
la plenitud de esta victoria no será obtenida y manifestada hasta la
Parusía. Hasta entonces, los esfuerzos sin sentido, inútiles y torpes
del maligno intentarán robarle a la gente su dignidad y destino. Por lo
tanto, estamos obligados a guardar las palabras de San Pedro, vivas en
nuestra memoria y obrarlas en nuestras vidas. Escribió: “Humillaos por
tanto bajo la poderosa mano de Dios, para que Él os ensalce a su tiempo.
Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él mismo se
preocupa de vosotros. Sed sobrios y estad en vela: vuestro adversario el
diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar.
Resistidle, firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos
sufren vuestros hermanos en el mundo. El Dios de toda gracia, que os ha
llamado a su eterna gloria en Cristo, después de un breve tiempo de
tribulación, Él mismo os hará aptos, firmes, fuertes e inconmovibles”
(1ª Pedro 5:6-10). La Iglesia siempre está orientada hacia el futuro, al
siglo venidero. Así, es eskhaton o Último Día, que marcará el comienzo
del reino de Dios en poder y gloria, forma parte de una constante
referencia tanto como personas, como comunidad. “La Iglesia no muestra
su identidad por lo que es, sino por lo que será.... Debemos pensar del
eskhaton como el inicio de la vida de la Iglesia, el “arjé” (principio),
que hace nacer a la Iglesia, le da su identidad, la sostiene e inspira
en su existencia. La Iglesia existe, no porque Cristo muriera sobre la
Cruz, sino porque Él se levantó de entre los muertos, lo cual significa
que el reino ha venido. La Iglesia refleja el futuro, la etapa inicial
de las cosas, no un hecho histórico del pasado”. Esta visión
escatológica es una característica fundamental de nuestra fe. Modela la
conciencia de los cristianos ortodoxos y guía la vida y actividad de la
Iglesia. La Iglesia es, ante todo, una comunidad de fieles constituida
por la presencia del amor de Dios. Establecida por la acción redentora
de Dios, sostenida y vivificada por el Espíritu Santo, la Iglesia en
oración siempre está constituida y actualizada como el Cuerpo de Cristo.
Impregnada por la gozosa y abrumadora presencia de Cristo resucitado
(Mateo 28:20), la Iglesia está llamada a compartir Su resurrección, la
vida deificada y a anhelar y esperar la venida en plenitud de la
manifestación de Su gloria y poder (2ª Pedro 3:12). El siglo venidero,
(el reino de Dios), es conocido y experimentado por los fieles tanto
como un don y como una promesa, es decir, algo dado y, al mismo tiempo,
algo anticipado. Mediante la adoración en general, y los sacramentos en
particular, experimentamos una relación personal con Dios, que infunde
Su vida en nosotros. Experimentamos Sus energías increadas, tocando,
sanando, restaurando, purificando, iluminando, santificando y
glorificando, tanto a la vida humana como al cosmos. Participamos en los
hechos salvíficos de la vida de Cristo, para ser continuamente
renovados. Experimentamos
continuamente
la presencia del Espíritu Santo que mora y se activa dentro de
nosotros, conduciéndonos a revestirnos con la vida de la resurrección.
Nuestra preparación para el reino ya ha comenzado con nuestro bautismo y
crismación. Se sustenta y avanza por medio de la Eucaristía. Los
sacramentos nos dan poderes por los que podemos acercarnos a Cristo y a
su reino. Estos poderes son dinámicos y están destinados a ser
desarrollados por nosotros. Así, nuestra preparación para el reino es un
movimiento que envuelve progreso, tanto como un regreso, así como un
avance hacia Dios. El progreso comienza con el regreso del hombre de su
distanciamiento a su propia autenticidad. Fundamentalmente, esto
significa un regreso a Cristo, el arquetipo y modelo del hombre. Al
mismo tiempo, este regreso también es un progreso encaminado a Dios. “El
regreso es simultáneamente también un progreso hacia adelante, y el
progreso hacia adelante es un regreso. Es un regreso de la naturaleza
humana a sí misma, y un progreso hacia adelante en si mismo, pero al
mismo tiempo es un regreso y un progreso hacia adelante en Dios y
Cristo, pues no es posible que haya desarrollo de la naturaleza humana,
excepto en Dios y Cristo.... La nueva o futura era se desarrolla
promoviendo la disolución o transformación de la era presente”. El siglo
venidero no surgirá a partir de algún progreso evolutivo biológico o
histórico, ni será simplemente el resultado de logros humanos mediante
un constante avance de la civilización. Efectivamente, el nuevo mundo se
está obrando por sí mismo, pero en el misterio de la fe, oculto a los
sabios de este mundo (1ª Corintios 1:19-21; 2:6-9). El reino, después de
todo, es de Dios y no del hombre. Sin embargo, la “era mesiánica
comenzada por la Encarnación sólo puede ser establecida con la
colaboración de la humanidad. Esta colaboración es llamada sinergia. Nos
preparamos para la Segunda Venida, el triunfo final de la justicia y la
vida sobre el maligno y la muerte, estando unidos por fe al Salvador
crucificado y resucitado”. Además de estos temas compartidos, cada uno
de los tres días del “Novio” tiene su propia conmemoración especial que
lo distingue de los otros dos.
Gran Lunes
En
el Gran Lunes conmemoramos a José el Patriarca, el amado hijo de Jacob.
Figura importante del Antiguo Testamento, la historia de José se cuenta
en la sección final del Libro del Génesis (caps. 37-50). A causa de sus
cualidades excepcionales y su extraordinaria vida, nuestra tradición
litúrgica y patrística retrata a José como “tipos Christou”, es decir,
como un prototipo, prefiguración o imagen de Cristo. La historia de José
ilustra el misterio de la providencia de Dios, promesa y redención.
Inocente, casto y justo, su vida nos da testimonio del poder del amor y
la promesa de Dios.
La
lección que debemos aprender de la vida de José, puesto que conduce a
la redención final traída por la muerte y resurrección de Cristo, se
resume en las palabras que dirigió a sus hermanos que previamente le
habían traicionado: “‘No temáis. ¿Estoy yo acaso en lugar de Dios?
Vosotros pensasteis hacerme mal, pero Dios lo dispuso para bien para
cumplir lo de hoy, a fin de conservar la vida de mucha gente. Así, pues,
no temáis; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros niños’. Y los
consoló, hablándoles al corazón” (Génesis 50:19-21). La conmemoración
del noble, bendito y santo José nos recuerda que en los grandes hechos
del Antiguo Testamento, la Iglesia reconoce las realidades del Nuevo
Testamento. Así mismo, en el Gran Lunes la Iglesia conmemora el
acontecimiento de la maldición de la higuera (Mateo 21:18-20). En la
narración del Evangelio se dice que este acontecimiento sucedió al día
siguiente de la entrada triunfante de Jesús en Jerusalén (Mateo 21:18;
Marcos 11:12). Por esta razón, encuentra su sitio en la liturgia del
Gran Lunes. El episodio también es muy revelante para la Gran Semana.
Junto al acontecimiento de la purificación del templo, este episodio es
otra manifestación del divino poder y autoridad de Jesús, y también una
revelación del juicio de Dios sobre la incredulidad de las clases
religiosas judías. La higuera es símbolo de Israel que se vuelve estéril
por su incapacidad de reconocer y recibir a Cristo y Sus enseñanzas. La
maldición de la higuera es una parábola en acción, un gesto simbólico.
Su sentido no debe perderse por nadie en ninguna generación. El juicio
de Cristo sobre los infieles, incrédulos, impenitentes y sin amor será
cierto y decisivo en el último día. Este episodio deja claro que el
cristianismo nominal no sólo es inadecuado e insuficiente, sino que
también es despreciable e indigno del reino de Dios. La genuina fe
cristiana es dinámica y fructífera. Impregna a todo el ser y causa un
cambio. La fe viva, verdadera e inalterable hace al cristiano consciente
del hecho de que ya es un ciudadano del cielo. Por tanto, su forma de
pensar, sentir, actuar y ser debe reflejar esta realidad. Los que
pertenecen a Cristo deben vivir y caminar en el Espíritu, y el Espíritu
hará surgir frutos en ellos: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí mismo (Gálatas 5:22-25).
Gran Martes
En
el Gran Martes, la Iglesia nos llama a recordar dos parábolas, que
están relacionadas con la Segunda Venida. Uno es la parábola de las diez
vírgenes (Mateo 25:1-13); la otra es la parábola de los talentos (Mateo
25:14-30). Estas parábolas señalan la inevitabilidad de la Parusía y se
ocupan de temas tales como la vigilancia espiritual, la mayordomía, la
responsabilidad y el juicio.
De
estas parábolas, aprendemos al menos dos cosas básicas. Primero, el Día
del Juicio será igual a la situación en el que las damas de honor (o
vírgenes) de la parábola se encontraron a sí mismas: algunas preparadas,
y otras no. El tiempo en que uno se decide por Dios es ahora y no en un
punto indefinido en el futuro. Si “el tiempo no espera a nadie”,
ciertamente la Parusía no es una excepción. La tragedia de la puerta
cerrada ‘es que son las personas las que la cierran, no Dios. La
exclusión de la fiesta de bodas, es la exclusión del reino por nuestra
propia mano. Segundo, se nos recuerda que la vigilancia y la preparación
no significan un rendimiento fatigoso, una elaboración sin espíritu de
obligaciones formales y vacías. Ciertamente no significa inactividad y
pereza. Significa alerta espiritual, atención y vigilancia. La
vigilancia es la profunda determinación personal a encontrar y hacer la
voluntad de Dios, acogiendo todo mandamiento y virtud, y guardando la
mente y el corazón de todo pensamiento y acción maligna. La vigilancia
es el intenso amor de Dios. San Hesiquio el Sacerdote lo describe con
estas palabras: “Por su Encarnación, Dios nos dio el modelo para una
vida santa y nos volvió a llamar de nuestra antigua caída. Además de
muchas otras cosas, nos enseñó, tan débiles como somos, que debemos
luchar contra los demonios con humildad, ayuno, oración y vigilancia.
Pues cuando, tras su bautismo, se fue al desierto y el maligno vino a él
como si fuera simplemente un hombre, comenzó su lucha espiritual
ayunando y ganó la batalla por este medio, y sin embargo, siendo Dios, y
Dios de dioses, no tuvo necesidad de tal medio. Ahora voy a decirte en
un lenguaje sencillo y directo lo que considero como tipo de vigilancia
que gradualmente purifica la mente de los pensamientos apasionados. Un
tipo de vigilancia consiste en examinar muy de cerca cada imagen mental o
provocación, pues sólo por medio de una imagen mental puede Satanás
fabricar un pensamiento maligno e insinuarlo a la mente para llevarlo
por el mal camino. Un segundo tipo de vigilancia consiste en liberar el
corazón de todos los pensamientos, manteniendo profundamente en silencio
e inmóvil, y en oración. Un tercer tipo consiste en acudir continua e
insistentemente al Señor Jesús Cristo pidiendo ayuda. Un cuarto tipo es
tener siempre el pensamiento de la muerte en la mente. Estos tipos de
vigilancia, hijo mío, actúan como porteros y barra de acceso a los malos
pensamientos. Otro tipo que, junto con los demás, también es efectivo,
es fijar la mirada en el cielo y no prestar atención a nada material”.
Gran Miércoles
En
el Gran Miércoles, la Iglesia invita a los fieles a centrar su atención
en dos figuras: la mujer pecadora que ungió la cabeza de Jesús poco
antes de la pasión (Mateo 26:6-º3), y Judas, el discípulo que traicionó
al Señor. La primera reconoció a Jesús como Señor, mientras que el
último se apartó del Maestro. La primera fue hecha libre, mientras que
el otro se convirtió en esclavo. La primera heredó el reino, mientras
que el otro cayó en la perdición. Estas dos personas ponen ante nosotros
preocupaciones y temas relacionados con la libertad, el pecado, el
infierno y el arrepentimiento. El sentido completo de estas cosas sólo
se puede entender en el contexto y por la perspectiva de la verdad
esencial de nuestra existencia humana. La libertad pertenece a la
naturaleza y al carácter del ser humano porque ha sido creado a imagen
de Dios. El hombre y su verdadera vida se define por su Arquetipo
increado que, según los padres griegos, es Cristo. La grandeza última
del hombre, en palabras de un teólogo “no encuentra en su ser la mayor
existencia biológica, animal racional o política, sino en su ser como
animal deificado, en el hecho que constituye una existencia creada que
ha recibido el mandato de convertirse en un dios”. En el análisis final,
el hombre se vuelve auténticamente libre en Dios, en su habilidad para
descubrir, aceptar, perseguir, disfrutar y profundizar en la relación
filial que Dios le confiere. La libertad no es algo extraño y
accidental, sino intrínseco a la genuina vida humana. No es un artilugio
del ingenio y la sabiduría humana, sino un don divino. El hombre es
libre, porque su ser ha sido sellado con la imagen de Dios. Ha sido
revestido y posee cualidades divinas. Refleja en sí mismo a Dios, que
como alguien ha dicho, revela en sí mismo una existencia personal, un
distintivo y una libertad”. La verdad última del hombre se encuentra en
su vocación para convertirse en una existencia personal consciente, un
dios por la gracia. El ejercicio elemental de la libertad radica en la
decisión y el deseo consciente de cumplir la vocación para ser una
persona o negarlo, para convertirse en un ser de comunión o en una
entidad de muerte, para ser un santo o un demonio. Puesto que el hombre
es capaz de resistir a Dios y alejarse de Él, puede disminuir y
desfigurar la imagen de Dios en Él a límites extremos. Es capaz de hacer
un mal uso, abusar, distorsionar, pervertir y degradar los poderes y
cualidades naturales con los que ha sido revestido. Es capaz de pecar.
El pecado lo convierte en un fraude y en un impostor. Limita su vida al
nivel de la existencia biológica, robándole el esplendor y la capacidad
divina. Carente de fe y juicio moral, el hombre es capaz de convertir la
libertad en libertinaje, rebelión, intimidación, y esclavitud. El
pecado es más que romper las reglas y transgredir los mandamientos. Es
el rechazo voluntario de una relación personal con el Dios vivo. Es una
separación y una alienación, un camino de muerte, “una existencia que no
llega a buen término”, usando las palabras de San Máximo el Confesor.
El pecado es la negación de Dios y el alejamiento del cielo. Es la
seducción,
abducción
y cautiverio del alma por medio de provocaciones del maligno, por el
orgullo y los placeres insensatos. El pecado es la luz convertida en
oscuridad, el heraldo del infierno, el fuego eterno y las tinieblas de
afuera. “El infierno”, según un teólogo, “es la libre elección del
hombre, es cuando se encarcela a sí mismo en una carencia agonizante de
vida, y deliberadamente rechaza la comunión con la amorosa bondad de
Dios, la verdadera vida”. Pecar es perder la marca, no darse cuenta de
la vocación y destino de uno. El pecado trae el desorden y la
fragmentación. Disminuye la vida y causa que las partes más puras y
nobles de nuestra naturaleza terminen como pasiones, es decir,
facultades e impulsos que se han distorsionado, estropeado, violado, y
finalmente se han hecho ajenas a la verdad misma. El pecado no es sólo
una disposición. Es una elección deliberada y un hecho. Del mismo modo,
el arrepentimiento no es simplemente un cambio de actitud, sino una
elección de seguir a Dios. Esta elección implica un cambio radical,
existencial, que está más allá de nuestra capacidad para cumplirlo. Es
un don revestido por Cristo, que nos lleva a Él por medio de Su Iglesia,
para perdonarnos, sanarnos y restaurarnos en su totalidad. El don que
nos da es un corazón nuevo y puro. Tras haber experimentado este tipo de
reintegración, así como el poder de la libertad espiritual que procede
de ella, nos damos cuenta de que una verdadera vida virtuosa es más que
el despliegue ocasional de la moralidad convencional. La impresión
exterior de la virtud no es más que vanidad. La verdadera virtud es la
lucha por la verdad y la elección deliberada de nuestra propia libre
voluntad de ser imitadora de Cristo. Entonces, en palabras de San
Máximo, “Dios, que anhela la salvación de todos los hombres y desea su
deificación, marchita su engreimiento como la higuera estéril. Hace esto
de modo que prefieran ser justos en realidad en vez de en apariencia,
desechando el manto de moralidad hipócrita y persiguiendo genuinamente
una vida virtuosa en la forma en la que el Logos divino desea. Entonces,
vivirán con reverencia, revelando el estado de su alma a Dios en vez de
desplegar la apariencia externa de una vida moral a sus prójimos”. El
proceso de sanación y restauración de nuestra naturaleza dañada, robada,
herida y caída está en curso. Dios es misericordioso y paciente con Su
creación. Acepta a los pecadores arrepentidos tiernamente y se regocija
por su conversión. Este proceso de conversión incluye la purificación e
iluminación de nuestra mente y corazón, para que nuestras pasiones
puedan ser educadas continuamente en vez de ser erradicadas,
transfiguradas y no suprimidas, utilizándolas positivamente y no de
forma negativa. El acto de arrepentimiento no es ninguna clase de
ejercicio morboso y triste. Es un hecho y una empresa que produce
regocijo, que libera la conciencia del peso y la ansiedad del pecado y
regocija al alma en la
verdad
y el amor de Dios. El arrepentimiento comienza con el reconocimiento y
renuncia a los malos caminos. De este dolor interior se procede al
reconocimiento verbal de los pecados concretos ante Dios y el testigo de
la Iglesia. “Siendo consciente, tanto del propio pecado como del perdón
que Dios le extiende”, el pecador arrepentido se vuelve libremente
hacia Dios en una actitud de amor y confianza. Entonces centra su yo más
verdadero y profundo, su corazón, continuamente en Cristo, para ser
igual a Él. Experimentando el amor de Dios como libertad y
transfiguración (2ª Corintios 3:17-18), autentifica su propia existencia
personal y muestra preocupación que surge del corazón, y compasión y
amor por los demás. “He pecado más que la prostituta, oh piadoso Señor, y
sin embargo nunca te he ofrecido el fluir de mis lágrimas. Pero en
silencio me postro ante Ti y con amor beso tus purísimos pies,
suplicándote que como Maestro me concedas la remisión de los pecados, y
clamo a Ti, oh Salvador: ‘Líbrame de la inmundicia de mis obras’”.
Mientras la mujer pecadora trajo miro perfumado, el discípulo fue a un
encuentro con los transgresores. Ella se regocijó por verter lo más
preciado, él se apresuró a vender al que está por encima de todo precio.
Ella reconoció a Cristo como Señor, él se apartó del Maestro. Ella fue
liberada, pero Judas se hizo esclavo del enemigo. Lamentable fue la
falta de amor de él. Grande fue el arrepentimiento de ella. Concédeme
también tal arrepentimiento, oh Salvador, Tú que sufriste por amor a
nosotros, y sálvanos.
Catecismo Ortodoxo
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