Wednesday, May 4, 2016

Vi la Santa Luz ( Padre Savva Achileos )


                                Prólogo

Se han dicho y se han escrito muchas cosas sobre la Santa LUZ. Sin embargo, no importa lo que se haya recopilado, pues la Santa LUZ aún es un fenómeno enigmático. Esta misteriosa Luz surge espontánea e inexplicablemente todos los Sábados Santos desde la Santa y Vivificante Tumba de Cristo Salvador resucitado.

Durante la primavera de 1952, se me concedió por la gracia de Dios, venerar por primera vez los santos lugares de Jerusalén. Lo más importante es que quería estar presente en los magníficos oficios de la Santa Pasión para ver la Santa LUZ.

Han pasado muchos años desde entonces. La Santa LUZ y el único oficio de aquel día especial, siempre permanecieron en mi alma como un misterio. Nadie fue capaz de darme una explicación con relación a esta Divina LUZ y satisfacer las cuestiones sin responder que se establecieron en mi mente.

¿Qué es la Santa LUZ? ¿CUÁL ES EL ORIGEN DEL FUEGO SANTO?

¿Qué sucede durante el oficio de cada Sábado Santo, cuando aparece la LUZ y cómo en un momento dado su resplandor arde como una llama?

¿Quién recibe esta Divina LUZ y la imparte entonces a todos los que la esperan?

Estas cuestiones y muchas otras no tenían respuestas para mi.

En 1980, durante la semana de Pascua, regresé por cuarta vez a Tierra Santa con un grupo de piadosos peregrinos. Nos sentimos afortunados de visitar de nuevo los memorables lugares, lo cual nos hizo sentir más ardiente e intensamente la presencia de Dios.

Una mañana, cuando había relativamente pocos peregrinos, nuestro grupo conoció a un santo hombre, el padre Mitrofanis, en la entrada del Santo Sepulcro. Vimos una amistosa y desgastada figura en este santo geronta. Su rostro ascético era deslumbrante. Su dulce y gentil sonrisa rivalizaba a la de los ángeles. Era de estatura media. Su cabello puramente blanco daba testimonio de la altura y del ascetismo de este piadoso y anciano monje. Fiel a su deber de guardián del Santo Sepulcro, servía con mucho fervor, fe y devoción.

Tras unos minutos de saludos y de darnos a conocer, el padre Mitrofanis nos describió sorprendentes escenas de su turbadora vida. Describió en detalle la dureza y los sufrimientos que padeció para llegar a Tierra Santa. Con humildad mencionó la honorable posición que obtuvo como guardián del Santo Sepulcro. También estaba profundamente perplejo y lleno de preguntas con relación a la Santa Luz.

Como confirmación de esta detallada narración, nos contó cómo finalmente fue testigo de la aparición espontánea de la LUZ, el Misterio de los siglos, el hecho que todo fiel cristiano desea ver.

Por la Gracia de Cristo, hacemos todo el esfuerzo posible para presentar en un libro estos hechos históricos detallados, tal y como fueron contados por el padre Mitrofanis. Pedimos a nuestros devotos lectores, para que por medio de ellos, Dios sea misericordioso con el ahora difunto geronta, el autor y los traductores. Sin embargo, pedimos fervientemente al Señor para que su misericordia y bendiciones sean concedidas a los lectores de este pequeño libro y para todos los que viajen a Tierra Santa.

Archimandrita Savvas Achilleos Agios Georgios, Korea 162 33 Byron

Atenas, Grecia. 


LOS PRIMEROS AÑOS DE MI VIDA.

Miltiadis Papaioannou fue el nombre dado al monje de 86 años de quien se escribe este libro. Era santo, humilde, paciente y tranquilo, como es propio de los devotos y fieles seguidores de Cristo. Era santo, inocente, humilde y tranquilo, como corresponde a un devoto y fiel seguidor de Jesús. Era, verdaderamente, una figura ejemplar rebosante de piedad. Durante 57 años completos permaneció en pie durante gran parte del día y de la noche como guardián diligente del Santo Sepulcro. Este santo lugar es donde reside el corazón de la Ortodoxia y de donde fluye la gracia y el amor sin fin.

En el día de su ordenación monástica, Miltiadis Papaioannou recibió, del Patriarca de Jerusalén, DAMIANOS I, el nombre de MITROFANIS Papaioannou. Un encuentro con el santo geronta era capaz de inspirar en el visitante y peregrino una ilimitada confianza. Sus ojos claros y brillantes calmaban el alma de los que conversaban con él. Su rostro juvenil, a pesar de su vejez, parecía como si estuviera iluminado por la LUZ y la gracia celestial del entorno santificado.

En presencia de tal persona, uno podía, literalmente, quedarse enganchado de cada palabra que procedía de este santo hombre y someterse sin reservas a la verdad de lo que decía. 


EL ENCUENTRO CON EL SANTO GERONTA.

Una mañana encontramos tiempo para un respiro, para vivir en nuestros corazones y mentes la Santa Pasión de Cristo nuestro Salvador, la Cruz, el Entierro y su Resurrección.

El santo geronta estaba esperando en la entrada del Santo Sepulcro a los primeros pocos peregrinos que llegaban temprano. Tan pronto como el padre Mitrofanis nos vio desde lejos, reconoció que éramos cristianos ortodoxos de Grecia. Gente de todo el mundo venía a venerar la tumba de Cristo. No era fácil para nadie cerciorarse quién era cada peregrino y de dónde procedía, pero el padre Mitrofanis no tuvo dificultad en darse cuenta de que éramos compatriotas. Estaba esperando a que nos acercáramos a él, y tras saludarnos, comenzó a hablar.

“¿Sois de la patria de Grecia, el país libre y cristiano? Bienvenidos. Que vuestra peregrinación sea una bendición para vosotros, hijos míos. Que Cristo os conceda venir todos los años a venerar este santo lugar”.

Le dimos las gracias y besamos su mano. Y el santo varón, como si lo conociéramos desde hacía muchos años, empezó inmediatamente a conversar con nosotros. Poco a poco, la cálida y cordial conversación se convirtió en un relato de la vida del anciano asceta. Empezó contándonos sorprendentes experiencias a las que había sobrevivido por la gracia de Cristo Resucitado.

Quisimos escuchar con gran entusiasmo la continuación y el final. Mientras escuchábamos, a menudo conteníamos la respiración mientras contaba hecho increíbles. Algunas veces, nuestros ojos se llenaban con lágrimas de emoción. Otras veces, un escalofrío se apoderaba de nosotros cuando escuchábamos horribles historias de sus desgracias. A menudo le interrumpíamos para anticiparnos a aprender más.

“¿Qué pasó entonces, santo Geronta?”. Y él, lleno de emoción como si estuviera en medio de estos hechos, revivía sus durezas y agonías. Con un giro hábil y diestro de sus palabras, regresaba a sus años de juventud. Tras un momento de silencio, con simplicidad y calma, empezó a contarnos la historia de su vida.

“En 1921, yo tenía exactamente 21 años. Mi familia era del pueblo de Pulantzaki, en el hermoso y renombrado distrito del Ponto (Asia Menor), llamado Kerasounta. Durante los días de mi juventud hubo una gran persecución contra los cristianos ortodoxos por parte de los turcos musulmanes, mientras a diario sucedían masacres sin precedentes de población desprotegida. Mujeres, niños, y ancianos eran asesinados indiscriminadamente. Los demás, para salvar sus vidas, huían de un lugar a otro para esconderse. Mil familias de nuestra área fueron masacradas. Fueron añadidos a la legión de mártires de la fe. Otras mil personas fueron arrestadas, encarceladas, y conducidas a sufrir torturas inimaginables. Terminaban sus vidas bajo la presión de horribles tribulaciones, aflicciones y sufrimientos. Así, también ellos recibieron una recompensa celestial por sus sufrimientos.

A los que sobrevivían, les esperaban más pruebas y miserias. Tras su desafortunado arresto eran conducidos a un lugar distante en el Kurdistán. Yo estaba entre las víctimas que sobrevivieron. Mis padres y hermanos no sobrevivieron. Fueron asesinados y murieron por su fe y por amor a su patria. No pude estar con ellos, ayudarlos, o incluso escuchar sus últimas palabras. Era un infierno real.

Sin pan y sin agua, y con dolor, temor y agonía en nuestros corazones, sólo el cielo sabe cómo soportamos durante dos meses el terrible trasiego desde Kerasounta hasta Kurdistán. Durante aquel tiempo fuimos cruelmente maltratados y perseguidos. Al llegar a nuestro destino, los que sobrevivieron eran menos que los que habían muerto.

(Es imperativo que los hechos documentados, pero raramente mencionados del genocidio turco, ordenado por Kemal Ataturk, de la población griega de Asia Menor sea publicado. ¡¡Es insanamente irónico que tales actos barbáricos como los perpetrados a principios del siglo XX, sean repetidos al final del siglo. Los Poderes Occidentales, que supuestamente se consideran a sí mismos cristianos y muy civilizados, usen la OTAN y las Naciones Unidas para atacar incesantemente y sin misericordia a la indefensa población serbia, simplemente porque son cristianos ortodoxos.)

Para los que sobrevivieron, aún se disponían más tribulaciones y miseria. No había ni comida ni agua. El descanso corporal estaba prohibido. El angustioso viaje terminó con insoportable trabajo forzado como el que los primeros cristianos se vieron obligados a hacer. La producción de “grava” había destruido las pocas fuerzas corporales que quedaban. Abandonado a la furia y dureza de los bárbaros, éramos como muertos vivientes que a penas podíamos movernos. Se nos ordenaba picar piedras, a veces durante bajo el abrasador calor del sol, y otras veces durante el amargo y severo frío.

Los prisioneros morían bajo la presión de circunstancias desesperadas.

Un leve respiro venía a mi camino cuando se me ordenaba distribuir el poco pan permitido a cada prisionero. Se preparaba bajo primitivas e insalubres condiciones con masa en la que se amasaban toda clase de materiales ofensivos y finalmente se cocía en un horno de hollín sucio.

A pesar de las terribles dificultades, sentía la misericordia y el amor de Dios en la profundidad de mi alma. Estaba agradecido de que mi vida se hubiera salvado porque realmente se me presentaba una bendición.

Digo esto porque en esta distante región de Dieberkir donde estaba prisionero, me enteré por boca de otros de que cerca de allí había una pequeña comunidad sometida de cristianos ortodoxos griegos. Tras mucho suplicar, se me concedió permiso para visitarla. Allí encontré una pequeña iglesia y al sacerdote del pueblo. Con mis pocas horas de libertad, fui a confesarme y luego recibí la Santa Comunión. Estaba pletórico y sentí, a pesar de las aflicciones y peligros, que estaba en el cielo. Una misteriosa gracia sublime se cernía sobre mí y me sumergí en un océano de bienaventuranza espiritual. En aquel momento, hice una promesa a Dios, un voto sincero. 


              LA PROMESA DE MI VIDA

El santo varón permaneció en silencio durante algunos minutos. Cuando levantó su cabeza, vimos un rostro lleno de lágrimas. “Entonces, ¿qué paso? Por favor, cuéntenoslo geronta”. Tras un profundo suspiro, el padre Mitrofanis continuó: “Cuando salí de la Iglesia aquel día, envuelvo en la invisible presencia de la gracia divina, levanté mis ojos al cielo y dije: ‘Dios mío, ayúdame a soportar las imposiciones de mis captores y servir en Tierra Santa, la cual santificaste con tu presencia en la tierra, y en la que tus divinos pies caminaron. Ayúdame a convertirme en tu siervo, a servir a los santos ascetas que guardan y protegen tus sagrados lugares’. Cuando sea libre de este bárbaro e inhumano encarcelamiento, quiero servirte, oh Señor, humildemente donde pueda ser útil. Ayúdame a llegar donde está tu gracia, y realizar incluso la peor de las tareas y todo lo que me pueda ser encomendado”.

“Dije estas palabras”, continuó el padre Mitrofanis, “y en mi interior sentí un gran alivio. Una mano invisible acariciaba mi rostro”.

La pesadez que pesaba sobre mi a causa de mi confinamiento forzado, me abandonó y me sentí como si estuviera volando por encima de la tierra. Mis ojos cansados se llenaron de lágrimas por los pensamientos y sentimientos que se apoderaban de mi y no me ayudaban a ver por donde andaba. Veía otros mundos en mi mente, mundos espirituales, santos, gloriosos y benditos. No veía mi esclavitud, la pena, el hambre, la falta de sueño y los demás sufrimientos y dolores. Veía la Tierra Santa, en la que el Señor nació y fue crucificado.

Sin embargo, en mi interior, en esta bendita atmósfera mística e invisible, surgía en mí otro mundo extraño y siniestro. Alzaba su estatura temible, mostrando la semilla de la desesperación. Quería, persistente y vengativamente, cortar las alas de mi alma. Trataba de clavarme a la tierra de la injusticia. Ante mis ojos se alzaba el fantasma de la guerra, de los peligros, las salvajes e inhumanas matanzas, el futuro indefinido, el mañana con preguntas sin respuesta. Una batalla extraña y obstinada se creaba en mi interior. Luché para estrangular y sofocar los sentimientos celestiales que deleitaban y emocionaban mi alma”.
                   LA TEMIBLE BRUJA
Con estos pensamientos que el santo varón tenía, le atraparon recuerdos desdichados y horribles. Sin embargo sintió, como creímos, un humilde, pero alegre, alivio porque nos había hecho una confesión pública. Contó su vida con gran detalle. Revivió todo lo que su tormentosa vida había soportado. Este recuerdo imprimió intensamente los estigmas de la penuria y los recuerdos amargos sobre su personalidad. Nuevamente, alzó su rostro, nos miró y continuó: “Mientras regresaba de la iglesia, tras haber sido probado por la batalla de mis sentimientos, vi de lejos a una mujer, aparentemente una aparición que llevaba algo en su mano. Era un trozo de tela. Lo alzaba para que la gente lo viera de cerca y lo agitaba en el aire, de izquierda a derecha.

Mientras lo agitaba, gritaba algo en lengua turca. Aunque gritaba desde lejos, era imposible distinguir lo que decía.

Cuando me acerqué a ella, empecé a ver gradualmente las características de su rostro. Era un rostro negro y temible. Sus labios morados estaban hinchados; sus dientes, escasos y descoloridos. Sus ojos, como carbones al rojo vivo y su completo aspecto horripilante condujo a mi mente al abismo del infierno. Realmente era un demonio en forma de mujer. Con sus gritos, se jactaba de sus malignos poderes “FALTZE (bruja) FALTZE. Pronostico el futuro, pronostico el futuro”. Y con los inquietos movimientos de su cuerpo, se escuchaba el sonido de una campana que llevaba en su mano izquierda.

Escuchando que podía presagiar el futuro, estuve tentado a utilizarla para resolver mis dilemas. Inmediatamente se alzó en mi mente una pregunta. ¿Cuándo terminaría la guerra y la masacre? Quería saberlo. Nada más. Era una oportunidad para arrojar un poco de luz sobre el desconocido y oscuro futuro de mi vida. Me acerqué con temor, pero con la determinación de resolver mis incertidumbres. La temible bruja era un vivo engaño, afirmando tener la habilidad de ver el futuro. El maligno demonio que se escondía en su interior tenía influencia sobre los curiosos caminantes que, en su desesperación, también querían respuestas a los problemas de sus vidas.

Sentí una extraña fuerza empujándome hacia la dirección de esta terrible criatura. Era como si una mano invisible tirara de mi hacia ella e intentara unirnos. Di unos pasos hacia delante. Sólo un pequeño espacio me separaba de ella. Con voz temerosa, pregunté:

“¿Cuándo terminará la Guerra? ¿Cuándo? Respóndeme y pídeme el precio que quieras”.

A mi agonizante pregunta, el salvaje rostro de la bruja comenzó a temblar y contraerse. Un oscuro mundo maligno, más salvaje que el primero, encolerizó a la bruja. Sus ojos parecían salirse de sus órbitas. Su rostro cambió de color. De negro, se volvió púrpura. Entre sus dientes separados, su lengua empezó a susurrar extrañas y peculiares palabras sobre hechos e incidentes. Sólo con la ayuda del espíritu maligno pudo ser consciente de sus declaraciones.

Ahora, continuó en turco:

“¡Eres un joven muy bello! ¡Muy bello! Tu rostro resplandece”, gritaba. Y en su cacareo, la escuché hablarme en un griego roto. “Has recibido la Comunión. Eres un cantor”. Este espíritu impuro no tenía poder para acercarse a mi, porque había recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo y porque había cantado para gloria de Dios. Sí, cantar era un bálsamo para mi atormentada alma. Alejaba mi desesperación. Me fortalecía durante las horas de mi sufrimiento.

Entonces se Presentaron estas Cuestiones en mi Mente:

¿Cuáles son las explicaciones con relación a la luz y la oscuridad? ¿Cuál es la relación entre Dios y el maligno? De repente la bruja intentó acercarse a mi con gritos espantosos. Sin embargo, ningún demonio tenía el poder de enfrentarse a la gracia, que me rodeaba a causa de la Santa Comunión, que había recibido sólo un momento antes. Dios me protegía.

Retrocedí unos pasos; intenté alejarme de su mal aliento mientras ella venía hacia mi. A causa de mi temor, estaba listo para huir, pero tenía que preguntarle algo. “¿Cómo sabes todo esto?”. Sin embargo, con sus murmullos, sus gemidos y su rechinar de dientes, mi temerosa pregunta se perdía como una piedra pequeña que desaparece en olas de espuma. Recuerdo solo que se volvió hacia mi, y desesperada, respondió con voz agitada: “No tienes patria aquí. Vete, vete lejos. Lejos te está esperando El GRANDE. Nunca abandones el canto, nunca, nunca”.

Y en este persistente “nunca”, sus palabras se desvanecían como la voz de una persona sumergida en una tormenta. Su mirada lasciva miraba hacia otros mundos. Su boca se deformó. Se llenó de espuma temblaba.

Fui vencido. Sus pocas palabras resonaban insistentemente en mis oídos.

“No tienes patria aquí. Vete, vete lejos. Lejos te está esperando EL GRANDE. No abandones el canto, nunca, nunca”.

“Dios mío”, me decía a mi mismo, “¿quién le dijo que me revelara estas palabras? Ayúdame, Dios mío”. Estaba tan perturbado mientras regresaba al campamento, que no me di cuenta de que había llegado. Allí, todos los prisioneros cristianos estaban reunidos. Caminé con escepticismo y llegué a la panadería. Mi trabajo diario comenzaba de nuevo.

Con pesar en mi alma, distribuí el pan de la esclavitud a mis semejantes”. 


            MI ESCAPADA MILAGROSA

“Desde aquel día”, continuó el santo hombre, “dentro de mí nació una extraña pasión. Quería escapar, salir, vivir libre. Pero surgían dudas aterradoras que me desanimaban en mi determinación para huir”.

“¿Cómo podría tener éxito en tal plan?. En primer lugar, estaba ubicado en una peligrosa situación en un territorio desconocido y aislado. Incluso si tuviera éxito escapando, ¿a dónde iría?. Por la poca geografía que conocía, supuse que después de Kurdistán debía llegar a la frontera de Siria, después al Líbano y, vagamente, imaginé Palestina en la distancia. Sin embargo, mi mayor dificultad era algo más. ¿Qué pasa con mi pasaporte?. En algún lugar en el camino podría ser arrestado. Entonces, ¿qué debo hacer?. Mi pensamiento era: ahora soy un refugiado y un prisionero. Aún seré un refugiado y un prisionero después de ser arrestado. Seguí diciéndome a mí mismo que era mejor estar en manos de otros que en manos de los turcos. Diré la verdad. Contaré mi vida, mi pena y mis sufrimientos. Dios iluminará a aquellos con los que me encuentre. Les diré cuál es mi destino. Les contaré mi deseo y la promesa de mi vida. Dios les revelará mi inocencia y por medio de la intervención de Dios, me ayudarán. Dios, sólo Dios.”.

“Con una mezcla de pensamientos de temor, gozo y anticipación, esbocé en mi mente un esquema para escapar. Con escrupuloso cuidado y toda precaución, preparé una bolsa con una manta, algo de pan, y un poco de agua. La salida del sol me mostraría en qué dirección debía ir. Una noche, cuando estaba seguro de que nadie estaba despierto, hice la señal de la cruz, recé y me a través de la oscuridad hacia la salida del campo. Mi escapada fue echa con éxito.

Nadie, ni siquiera mis amados compañeros de prisión tenían la menor idea de mi plan.

Tras mi escapada, comencé a prepararme para la multitud de eventualidades imprevistas que me aguardaban. Me di cuenta de que tendría que atravesar montañas y llanuras. Debía ocultarme cada vez que viera gente.

Debía viajar continuamente noche y día sin detenerme. Sólo cuando mi cuerpo cansado y torturado llegaba a su límite, me tumbaba, sin importar dónde, para recuperar las fuerzas y continuar así mi camino.

Las primeras horas fueron, de hecho, espantosas. Corría como un ciervo perseguido por sabuesos. Temía que quizá los guardias infieles descubrieran mi ausencia y ordenaran buscarme. Toda aquella noche fue una aventura peligrosa e inolvidable. Me parecía escuchar voces, gritos, murmullos, y toda clase de sonidos a mi alrededor. Estaba obsesionado por la idea de que los soldados estuvieran intentando perseguirme para atraparme y arrestarme. En mi mente podía ver a mis captores, tras descubrir mi escapada, azotándome furiosamente con venganza. Así, me vi en el camino, huyendo presa del pánico, para no ser capturado y devuelto con cadenas al confinamiento y finalmente siendo ejecutado.

El amanecer, con su dulce sonrisa, se encontró conmigo en la frontera siria. La alegría disminuía mi fatiga. El hecho de que fuera joven estaba a mi favor. Tenía 23 años cuando me atreví a correr el riesgo de escapar en condiciones peligrosas. Ignoré los peligros, las penas y el cansancio. A pesar de la dureza, tenía mucha fortaleza y resistencia. Era capaz de soportar el hambre y la sed y no sucumbí a los rigores que tuve que soportar.

Tras tomar las medidas necesarias y las precauciones oportunas, entré en Siria. Pasé la frontera sin que nadie me viera. Avanzaba poco a poco, siempre a través de caminos montañosos. De repente, descubrí que me estaba acercando a un distrito habitado. Era la ciudad de Alepo.

Durante un momento, me senté para descansar y recuperarme de las terribles experiencias de mi huída. Desde un lugar estratégico en las montañas, la ciudad se extendía ante mía.

Tras recuperar mis fuerzas, me dirigí hacia la ciudad poco a poco esperando a que el sol se pusiera para no exponerme a ojos curiosos. Caminaba por las cales como cualquier otra persona. No mostré ni temor ni curiosidad. Comí un poco de pan y llené mi pequeña cantimplora con agua de la primera fuente que encontré. Comencé a orientarme hacia la salida de la ciudad. Pronto estaba en la dirección hacia mi meta: ¡Jerusalén!.

Escalé montañas, siguiendo caminos, allí donde estuvieran. Me abrí paso a través de ríos. Mi viaje continuaba día y noche sin descanso. Mis pasos se apresuraban con anticipación a mi destino. No tenía temor y no me desalentaba disuadiendo mis esfuerzos. Nunca sentí la soledad. Un compañero invisible parecía guiarme. Nunca en mi vida me habría imaginado encontrarme en tales terribles y extrañas circunstancias. Finalmente pasé sin peligro un puesto fronterizo con centinelas de aspecto feroz. Me apresuré y ante mí apareció un gran edificio. Durante unos minutos, lo miré con aprehensión hasta que me di cuenta de que era un hospital.

Ahora, me sentía seguro porque no ya no estaba en peligro de ser preguntado. Esto me dio un sentimiento de seguridad. aprovechándome de la tranquilidad y el aislamiento, me senté a descansar. Mis pies estaban doloridos y los movía con gran dificultad. Sacando mi única manta, la extendí en el suelo. Cansado como estaba de la larga caminata, me quedé dormido sin saber durante cuánto tiempo. Lo único que no podía olvidar era mi indescriptible fatiga y cansancio. Pero mi plan siempre fue el mismo y mi destino no cambiaba.

Al final, me desperté de un terrible sueño pesado que me había hecho descansar tremendamente. Atravesé la ciudad y llegué a su bullicioso puerto. ¿Qué noté? Sobre todo a la gente, los barcos en los muelles, el movimiento, los sonidos…. Vi la bandera griega en algunos barcos y escuché la lengua griega. Grecia había enviado barcos a Beirut para recoger a sus ciudadanos perseguidos que habían escapado milagrosamente del genocidio de Turquía.

Nuestra madre patria los llevaba a su tierra libre para que sobrevivieran y estuvieran a salvo. Dentro de mi escuché débilmente una voz que me decía: “Tienes una oportunidad. No la pierdas. Vete a Grecia ahora que tienes la oportunidad. No necesitas el pasaporte. ¿Qué necesitas de Tierra Santa?. La promesa que hiciste, olvídala. Ahora tienes un punto de inflexión en tu vida”.

Luché contra esta tentación: ¿persistir en mis planes o volver a Grecia?. ¿Cumplir mi destino, mantener mi voto, o olvidar mi promesa a Dios?. No, no, me repetí. Continuaré mi viaje y no tendré en cuenta ni el esfuerzo ni las dificultades.

Así que de nuevo estaba en mi camino, esta vez con apatía e indiferencia en mis movimientos. Rogué para que apareciera lo necesario para apaciguar mi hambre. De algún modo, me orienté de nuevo para continuar en la dirección correcta hacia Tierra Santa.

Persistí en mis esfuerzos y me alenté con los pensamientos de mi meta. Mi mayor preocupación era el hecho de que no tenía pasaporte. Sin embargo, nadie me había pedido ningún documento hasta ese momento. Una mano invisible me protegía constantemente. Continúe mi viaje día y noche. Antes del amanecer, tenía ante mí Sidón, que estaba cerca del final de mi destino. Llegué a esta ciudad costera tras un difícil camino de muchos días. Atravesé montañas, valles, ríos, bosques y cuevas. Me acostaba a dormir allí donde encontraba refugio, para descansar y recuperar las fuerzas.

Tras atravesar Sidón, llegué a la siguiente gran ciudad, Tiro, también en la costa. Cuando me aproximaba allí, la vida de Cristo en la tierra vino a mi mente, y los lugares que mi Señor visitó con Sus discípulos. En Sidón y Tiro había reinado la idolatría. En la región de estas dos ciudades, había una mujer cananea, idólatra. Ella acudió al compasivo Maestro y le pidió con lágrimas que sanara a su hija, que estaba poseía. Tras una breve conversación, el Señor descubrió la confianza de esta mujer, cuando Él le dijo: “Oh mujer, grande es tu fe; hágasete como quieres” (Mateo 15:28).
        EL ENCUENTRO INESPERADO

El recuerdo de este bello relato evangélico parecía disipar mi fatiga, pues me sentí reanimado y fortalecido para seguir. Tras una breve oración, me dije a mí mismo: “Sólo un pequeño sufrimiento y llegaré al final. Sólo un poco de valor, y podré cumplir mi promesa.

Continué siguiendo mi camino, y pronto llegué a Tiro, donde nuevamente, con alguna súplica, conseguí algo de comida. Tras un pequeño descanso, continué mi viaje, siempre tomando precauciones, para no ser detectado ni arrestado.

A una corta distancia de la ciudad, había una empinada cuesta por la que subí a las montañas, pues era necesario evitar caminos y áreas pobladas. Mi cansancio y fatiga se desvanecían mientras cantaba y rezaba a cada paso: “Aunque atraviese un valle de tinieblas, no temeré ningún mal, porque Tú vas conmigo” (Salmos 22:4).

De repente, siguiendo el camino, me encontré inesperadamente con un lugareño. No tenia tiempo para ocultarme. No era fácil, ni irme, ni evitar el encuentro. Una mano invisible me puso frente a frente con el extraño.

Mi encuentro con él fue tan repentino que, sin darme cuenta, me paré en seco. Le miré a los ojos con expresión de temor en mi rostro. Sentía la necesidad de huir, de darme la vuelta y correr, sin importar en qué dirección. Sin embargo, algo me detuvo y me hizo no intentar nada para evitar a este hombre.

Él se dio cuenta de mi apuro. Se detuvo y me miró sin decir nada. Los dos estábamos allí de pie, el uno esperando para ver si el otro abría primero la boca. Yo quería hablar, pero, ¿qué podía decir?. ¿En qué lengua debía dirigirme para saludarle? Si me preguntase, ¿cómo respondería?. Para mí, era uno de los momentos más difíciles de mi huída. Tras volver en mí, le saludé en lengua turca. Mientras tanto, intentaba mantener mi compostura. Mientras aún estaba perplejo sobre cómo reaccionar, escuché al lugareño saludarme también en turco.

El temor me conquistó, pero al mismo tiempo, también el júbilo. Con un sentimiento confuso de alivio, caí a sus pies. Empecé a besarlos y empecé a implorar: “Por favor, no me descubras, no me traiciones”, le decía una y otra vez.

“¿Quién eres tú?”, preguntó el lugareño.

“Soy un refugiado de Turquía. Los turcos masacraron a mis padres, a mis hermanos y a todos mis parientes. Soy el único que se salvó. Fui arrestado con muchos otros y fuimos hechos prisioneros para ser ejecutados. Milagrosamente, escapé del campo para salvarme. Quiero llegar a Tierra Santa, Jerusalén. Este es mi destino”. Cuando el lugareño escuchó mi súplica y conoció la dureza de mi vida, empezó a llorar. Con voz sollozante y asfixiada me contó su vida.

“Soy armenio. Viví como tú, y fui testigo de la masacre más brutal que el mundo haya conocido. Vi con mis propios ojos la ferocidad en su plena locura. También sufrí las persecuciones de los turcos. Todo lo que me has descrito, lo conozco. No temas. Te ayudaré en lo que pueda”.

Es imposible describir mi felicitad tras su confesión y la conversación con el lugareño. La extenuación de tantos días desapareció. Tuve la oportunidad de conversar en la lengua que conocía. El misericordioso Señor me guió para conocer a esta persona gentil. Todas las dudas y preguntas que tenía, serían respondidas. Ahora sabría claramente, y con seguridad, en qué dirección debía ir, qué peligros podrían aparecer y cuán lejos era la distancia que me separaba de mi meta. Le conté a mi amigo armenio todo lo relacionado con mi sueño y la distancia que me separaba de mi meta. Le conté mis sueños y mis planes.

Él me dijo claramente: “Si no te hubieras encontrado conmigo, te habrías cruzado plenamente con los guardias fronterizos. Tu fin habría sido trágico porque estos guardias están listos para disparar sin aviso previo, y sin interrogatorios o investigaciones. Cualquier cosa sospechosa dispone un ataque inmediato”.

Miré a lo alto del cielo y di gracias a Dios: “Señor, Tú has guiado mis pasos hasta ahora. Complácete en estar conmigo hasta el final. Suplico Tu protección. Que ruego que me defiendas y me dirijas”.

El anciano lugareño armenio levantó entonces su mano y señaló a una montaña muy alta y dijo: “Escalarás por allí, hijo mío. Entonces descenderás por el otro lado hasta llegar a Elma. Es un pueblo donde viven latinos y kurdos. Intenta no encontrarte con la policía. Que Dios te acompañe”.

Le di las gracias. Miré en la distancia la elevada montaña y empecé a moverme. Pasaron muchas horas; horas y horas de camino para llegar y escalar la montaña. Él me aconsejó cómo evitar a los guardias fronterizos. Al pie de la montaña había un valle interminable, y en un punto distinguí el pueblo de Elma. Definitivamente tenía que ir a través del pueblo para llegar a la ciudad de Akris, cerca de Haifa.

Caminé durante tres días y tres noches. El ascenso y descenso de las montañas destrozó completamente mis zapatos. Sin ninguna protección, tuve que andar entre zarzas, piedras afiladas y madera astillada. Sin embargo, nada impedía que el corzo corriera. Mis pies cansados tenían tal resistencia que pensé que estaba volando en vez de andar. El cansancio y la fatiga desaparecieron rápidamente cuando pensaba que estaba cerca de mi objetivo.

En la hermosa ciudad de Akris había una comunidad griega.

El lugareño armenio me aseguró esto cuando me conoció. Mi estancia allí iba a ofrecerme un cambio agradable. Me encontraría con gente con la que hablar y contar mis problemas. Esto restauraría mi fuerza y mi valor. Con estos pensamientos, todas las dificultades de mi vida parecían desaparecer.

Tras el esfuerzo y el viaje ininterrumpido de tres días y tres noches, llegué a Akris. Estaba seguro de que esta era la ciudad, pues desde lejos escuché el sonido de la campana de una iglesia. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
LA PATRULLA DE POLICÍA EN MI CAMINO

Aún no me había recuperado de mi excitación, cuando vi por entre la calle desierta a una patrulla de policía. No había ni hombres ni animales a la vista. La dificultad en la que me encontraba era grande. Mi sangre se congeló. Mis rodillas empezaron a temblar. Me quedé atónito y no sabía qué hacer.

Sin prestar atención a ningún temor, tomé valor. Sentí nuevamente una mano invisible dándome fortaleza. Recuperé mi compostura. Con un movimiento natural retrocedí un poco y susurré una oración apresurada: “Protégeme, Señor, protégeme en esta situación crítica”.

Mi paz era estable y tranquila, y mi movimiento era natural. La bolsa que llevaba a mi espalda y el bastón que llevaba me hacían parecer un pastor. No hice movimientos sospechosos. Caminé por la calle y pasé la patrulla. El peligro estaba fuera del camino antes de que me diera cuenta.

El cambio de mi ruta me llevó a otro pueblo muy pequeño con pocas casas. Estaba a las afueras de Akris. No quería atravesar el pueblo. Vi un lugar desierto y me encaminé hacia allí. En este camino había una cueva que, obviamente, había sido usada por pastores.

Aquella noche me quedé allí. Cesé todo movimiento y no se escuchaba nada que indicara la presencia de hombres o animales. Mi cansancio era tan grande que me quedé dormido. No sé durante cuanto tiempo dormí, pero cuando abrí los ojos, estaba amaneciendo, con la bienvenida del sol.

Mis planes originales se pospusieron. Puesto que no podía visitar Akris, mi objetivo ahora era Haifa.

Tuve que viajar durante tres horas a través de las montañas por empinadas pendientes, siguiendo caminos tortuosos y senderos estrechos, con gran dificultad. Viajé por terreno duro. En la distancia estaba la ciudad de Haifa. ¡Finalmente estaba en Palestina!.
     LAS PRIMERAS LETRAS GRIEGAS

En este punto, el padre Mitrofanis hizo un profundo suspiro. Su voz se sofocó. Las lágrimas salían de sus ojos y caían por sus dos huesudas y pálidas mejillas. Sin darnos cuenta de esto, los que escuchábamos con suspense y nos sobrecogíamos por sus sentimientos, nos hicimos participantes en aquel momento de sus ofrecimientos. Sus emociones se hicieron nuestras, y sus lágrimas llenaron nuestros ojos. La pena estremecía nuestro corazón y, llenos de expectación por escuchar más, le pedimos que continuara.

El padre Mitrofanis continuó: “Mi alegría era inmensa. Mi gratitud a Dios era grande. Por lo que me dio, me sacrificaría por Su amor. Debo cumplir mi PROMESA, servirle con todas mis fuerzas.

Con la ayuda de Dios, todo fue bien y la luz de mis sueños resplandeció. Unos pocos días más, seguí repitiendo, unos pocos días más y llegaré al lugar que tanto he anhelado. Y repitiendo estas palabras me apresuré a llegar a la ciudad. Me sentí bienvenido trasver las primeras casas. El mar, con sus olas en calma, dulce y tranquilamente anunciaban las palabras triunfales de mi llegada. Todo parecía estar sonriéndome. ¡Ojalá se supiera que era el único que había escapado por poco de ser ejecutado unos meses atrás!. Como un animal a punto de ser atrapado, huí para escapar de los infieles sedientos de sangre. Supe con gran fe que me encontraría en mi camino con alguien que hablara griego conmigo. Mientras me apresuraba, los recuerdos, los pensamientos y los sueños se precipitaban en mi mente. De repente, allí, en la ciudad de Haifa, apareció ante mí una hermosa e impresionante estructura. Con su fina y distintiva arquitectura, me parecía ser uno con la tierra, el mar y el cielo”.

Cuando más me acercaba a aquellos edificios, más me admiraba. En poco tiempo vi un letrero de mármol con letras doradas. Desde lejos podía ver los letreros que se representaban en tres lenguas: griego, árabe e ingles: “HOTEL JERUSALÉN, EL SANTO SEPULCRO”. Sólo el nombre “Santo Sepulcro” era suficiente para estremecerme. Un sudor frío heló todo mi cuerpo. Las lágrimas salían de mis ojos y humedecían mi rostro cansado. Me mareé y mi vista se oscureció. No podía ver nada y me desmayé. No sé durante cuánto tiempo estuve desmayado. Cuando me desperté, me levanté y de nuevo mi las letras griegas del letrero. Después me aseguré de que eran reales y no un fingimiento de mi imaginación. Empecé a hacer reverencias y a arrodillarme. Debí hacer esto unas cuarenta veces y entonces me levanté.

Di unos pasos hacia delante para encontrar la entrada al hotel. Entonces escuché una conversación en griego. Palabras griegas, lengua griega… ¿Un sueño o realidad?. Mi alegría era tan grande que mi cansancio, mis sufrimientos y fatigas se borraron de mi mente.

¿Dónde estaba mi cansancio?. ¿Dónde estaba mis pies sangrientos?. ¿Dónde estaba mi hambre y mi sed?. ¿Y el temor y las noches sin dormir?. Todo se esfumó. Anduve unos pasos. Las vestimentas rasgadas y descoloridas de mi encarcelamiento, mis zapatos destrozados, mis doloridos pies, todo mostraba el rastro de mi desgracia. Al primer hombre con el que me encontré lo saludé en griego. Estas primeras palabras en mi propia lengua sonaron como el dulce sonido de la campana en mis oídos.

“¿De dónde vienes, muchacho?”, me preguntó el gentil hombre. “De muy lejos”, respondí, y mis ojos se llenaron de lágrimas. Esta persona era en manager del hotel. Me dio la bienvenida y no tenía ni idea de su importante posición.

“Dime, ¿de dónde vienes?”, insistió de nuevo con un tono serio e impositivo.

“De Turquía”, respondí, “de la matanza de Asia Menor, donde fui capturado por los turcos y fui llevado a prisión.

Iba a ser ejecutado, pero hice una escapada desesperada. Tras arduas y formidables andanzas, he llegado a este lugar, donde he escuchado las primeras palabras griegas. Durante un mes he viajado a pie y quiero seguir para poder llegar a Tierra Santa. Hice una gran PROMESA y debo cumplirla.

Mi nuevo amigo estaba emocionado. Sin embargo, mientras pasaban los minutos de nuestra conversación, mi presencia se conoció en poco tiempo. En un rato, ya no era un desconocido para este gentil hombre. Otros griegos, asistentes, y empleados del hotel empezaron a acercarse. Su interés se acrecentó en poco tiempo mientras me encontraba rodeado por un gran número de personas que me preguntaban para conocer algo seguro de boca de alguien que sufrió y sobrevivió a los desastrosos hechos de Asia Menor. Las noticias del salvajismo contra la población griega en Turquía no sólo eran lentas en llegarles, sino que a menudo se distorsionaban. Nadie conocía exactamente la tragedia o la crueldad de las persecuciones, ni sobre la carnicería de mujeres inocentes y niños, y en general de toda la gente griega que estaba indefensa, sin armas ni aliados.

El martirio del cristianismo primitivo y el de este siglo sólo eran conocidos por unos pocos. Las noticias de estas tragedias eran guardadas en secreto por razones políticas. Las persecuciones, el temor, y el terror sufrido por los ortodoxos del siglo XX, no sólo igualó, sino que sobrepasó a las que se infligieron durante el mandato del Imperio Otomano desde 1453 hasta 1821.

“Era el 28 de octubre de 1923”, continuó el padre Mitrofanis, “una fecha inolvidable, el día de mi llegada al primer lugar de libertad.

Todos mis compatriotas empezaron a rodearme con mucho amor y afección. Me trajeron ropa nueva para vestirme y zapatos nuevos para calzar mis doloridos pies. Tomé un baño caliente, que me limpió y me reanimó. Mis nuevos amigos dispusieron una suntuosa mesa ante mí con deliciosa comida, y finalmente me dieron una cama limpia para que mi cuerpo torturado y enfermo se recuperara y se recostara.

¡Un océano de amor!. Después de tantos años, ¡cómo podía abrumarme por un trato tan gentil!.

El padre Mitrofanis miró hacia arriba y dijo: “En mis oraciones de aquella noche pedí a Dios que recompensara a esa agradable gente que me proveyó tan amoroso cuidado”. Tras una pausa continuó: “A la puesta del sol, las campanas de la iglesia del Profeta Elías comenzaron a sonar para Vísperas. Esta iglesia y el hotel, pertenecían a la jurisdicción de la Hermandad del Santo Sepulcro, cuya misión era servir a la comunidad griega en los aspectos espirituales y de adoración, así como en otras diferentes necesidades.

Pronto llegó la congregación de cristianos ortodoxos y empezó el oficio de Vísperas. Tímidamente me acerqué al lugar del cantor, y comencé a cantar en voz baja.

Cuando el cantor me escuchó, me pidió que continuara. Le di las gracias y seguí sus indicaciones, turnándome en el canto con él. Tras el oficio, la gente vino a conocerme y a interesarse por mis infortunios. Incluso el obispo Keladion pidió verme.

El obispo era una figura ascética, ornado grandemente con dones divinos, y entre ellos se contaba el discernir los corazones de los que estaban cerca de él. Invariablemente juzgaba con rectitud a cualquier persona que veía. No se equivocó sobre mi presencia. Inmediatamente conjeturó el celo religioso que yo tenía a pesar de mi edad. Quiso hablar conmigo sobre las cosas que había escuchado sobre mí.

Yo, con miedo y lleno de respeto por el clero, cuando escuché que el obispo quería verme, comencé a reaccionar reaciamente. Por mi cabeza pasaron diferentes pensamientos. “¿Cómo me pondría frente al obispo?”, me preguntaba. “¿Qué querrá el obispo de mí?. Quizá Dios lo haya iluminado y quiere ayudarme a llevar a cabo mi deseo ardiente de servir en Tierra Santa”.

Lleno de agonía y vergüenza, acudí a él con un custodio. Era la primera vez que iba a la oficina del obispo. Se abrió la puerta de la gran, imponente y hermosa sala de recepción. En las paredes había retratos con estilizados y adornados marcos con imágenes de los patriarcas que habían servido en el pasado. Detrás del escritorio del obispo, habían iconos del Señor y de la Santísima Theotokos. El suelo estaba cubierto con sencillas alfombras. Las sillas de la habitación con sus tallas bizantinas estaban simétricamente situadas en el gran salón. La atmósfera de la habitación creaba en el visitante una sensación de temor y reverencia.

El obispo me hizo un gesto: “Ven, hijo mío. ¿Quién eres?. Tu voz es hermosa y melodiosa, encantadora, como la del ruiseñor que alaba a Dios con himnos durante la tranquila noche de primavera. He sabido que eres un refugiado, que sufrió muchas desgracias y me conmoví cundo escuché sobre tus pruebas. Te ruego que te sientes conmigo. Mi afección paternal y mi amor ilimitado te rodeará siempre. Estarás a mi diestra”.

En ese momento, no sabía que pensar sobre esas inesperadas palabras. Me adelanté unos pasos, y cuando me acerqué a él, incliné mi cabeza al suelo en veneración y al levantarme besé su mano”.

“Hijo mío, tal humildad no es necesaria”. Yo le respondí: “Esto no es algo momentáneo. Desde mi niñez, mis piadosos padres me enseñaron a mostrar respeto a los obispos y sacerdotes de nuestra Santa Iglesia”.

El obispo permanecía en silencio mientras escuchaba.

Pude ver que estaba pensando algo muy profundamente. Levantó sus ojos, me miró y me dijo: “Hijo mío, aprecio tu carácter y tengo en consideración las cosas que tus padres inculcaron en tu alma. Quiero que te quedes conmigo. Aquí vivirás confortablemente. Cantarás y servirás a Dios, a quien amas tanto”.

Pensé que mis oídos me engañaban. Era increíble lo que estaba escuchando. He aquí que soy un joven iletrado, sin elevada educación, y sin habilidades especiales. ¿Qué quiere este obispo de mí que me promete tanto?. Instintivamente abrí mi boca, y con el apropiado respeto, le dije: “Su Gracia, le doy las gracias y me conmuevo por su interés paternal y su amor. Sin embargo, tengo que cumplir la promesa de mi vida. La promesa es una: llegar a Tierra Santa. He pasado por el “fuego y la espada”, por peligros y sufrimientos inimaginables, hambre y sed. He pasado noches sin dormir y he andado interminablemente. Pero el Señor me dio fuerza y valor para sobrevivir. Es algo maravilloso cómo Dios me ha traído hasta aquí. Los salmos expresan las pruebas que he soportado. Ahora, ¿cómo no voy a cumplir mi PROMESA?. Todo lo que he pedido, Dios no me lo ha negado. ¿Cómo puedo renegar de la PROMESA que he hecho en Su Santo Nombre?. Se lo agradezco, pero mi decisión permanece constante y firme. Quiero cumplir mi objetivo aunque sea en el último momento sobre la tierra”.

Ante la firmeza de mi carácter y la finalidad de mi resolución, el obispo, lleno de emoción, no quiso presionarme más. Nuestro encuentro, incluso sólo algunos minutos, me dio la oportunidad de ver muchas cosas. Inmediatamente entendió mi propósito, y rápidamente llegó a sus conclusiones. Me miró de forma paternal, y me dijo: “Hijo mío, admiro la determinación de tu noble decisión. Aprecio tus principios. No quiero ser un obstáculo en tu fin. Si sirves a Cristo aquí, en Sus Santos lugares, el mismo servicio ofrecerás al patriarcado. Espero que consigas tu propósito final”.
      JERUSALÉN. LA CIUDAD DE DIOS.

Con esas palabras, el obispo terminó el asunto de su propuesta. Abandonó su intento de persuadirme para quedarme en Haifa, en el Metoquion. Después de nuestra conversación, continué los preparativos para mi partida. Era 1 de noviembre de 1923, el día que marcaba el inicio de resto de mi vida, una vida bendecida con la riqueza de la gracia de Dios. Mi viaje en tren hasta la Ciudad Santa se desarrolló sin incidentes y fue placentero, ya que disfrutaba con anticipación de mi nueva existencia. Finalmente, en pocas horas, llegué a Jerusalén, la más santa de las ciudades.

Verdaderamente, ¿cómo puedo contar las impresiones de este primer día?. Mis pensamientos y aspiraciones al final se convirtieron en una increíble realidad.

Ahora, cualquier pasaje bíblico de la vida de Cristo se haría más vivo en mi mente y sería más intenso para mí.

Era asombroso pensar que mis sueños y deseos estaban próximos a realizarse. Mi corazón exultaba de gozo sabiendo que mi PROMESA se cumpliría.

Entramos por la parte amurallada de la ciudad, por la puerta de David, cerca de donde, una vez, estuvo el palacio real de David.

Un sacerdote ortodoxo de habla árabe estaba allí esperando para recibirnos. Las estrechas calles sólo acogían a los peatones. Para movernos, nos veíamos obligados a andar por las incontables subidas y bajadas de las calles empedradas hasta llegar al patriarcado.

Eran las 2 de la tarde cuando la campana de la Santa Iglesia de la Resurrección empezó a sonar y a escucharse por toda la ciudad. Del mismo modo que una cinta graba el sonido y lo preserva durante años, así mismo aún puedo escuchar esas alegres campanas repicando con su sagrado e imponen
          MI PRIMERA PEREGRINACIÓN

El padre Mitrofanis se detuvo durante unos momentos y bajó su cabeza. Levantó sus manos cruzadas, que descansaban sobre su pecho, y con ellas se cubrió sus ojos. Permaneció así durante un momento y entonces continuó.

“Después de que sonaran las campanas, vi movimiento en todo el personal del patriarcado. Allí había personal con uniforme especial. A continuación había novicios con su hábito monástico y gorros. Entonces, las campanas sonaron de nuevo, y dieciocho obispos y sacerdotes empezaron a bajar hacia la entrada de la Iglesia de la Resurrección.

Me quedé sin habla ante esta visión. Con reverencia y admiración, seguí a lo que parecía ser las Huestes celestiales de ángeles y arcángeles alineados para glorificar a Dios. Todo el orden sacerdotal formaba una procesión angélica aquí en la tierra para el oficio de Vísperas.

Antes de que pudiera darme cuenta, también me encontraba dentro de la Santa Iglesia de la Resurrección. Impacientemente, buscaba con mis ojos a derecha e izquierda para ver dónde estaba la tumba de Cristo. Cerca estaba el venerable monje, padre Artemio.

“Padre”, le pregunté, “¿dónde está la Tumba de Cristo?”. “Aquí, hijo mío”, respondió. Y con su mano derecha señaló una pequeña pero alta estructura, como una capilla, construida con magnificencia y grandeza.

A la entrada de la capilla vi que la gente entraba reverentemente para adorar allí. Por encima de la entrada del Santo Sepulcro habían lámparas sagradas encendidas y ardiendo con aceite puro de oliva. Las conté. Había 34 kantilia (lámparas).

Cuando el padre Artemio me vio mirándolas, me explicó: “Hijo mío, aquí hay gente de diferentes lenguas y nacionalidades con sus propias interpretaciones del cristianismo. Todos tienen derecho aquí, y todos luchan para quitar a los ortodoxos su autoridad sobre el Santuario. De las lámparas doradas encendidas, 14 pertenecen a los ortodoxos, 13 pertenecen a los armenios y 7 a los latinos (católicos romanos). El padre Artemio me indicó que siguiera adelante.

Me acerqué con gran temor. Mis rodillas temblaban. Me agaché y entré en el primer santo del Santo Sepulcro. Allí, ante mí, encima de una especie de pequeña columna había un trozo de piedra en una vitrina de cristal. Le pregunté al monje que había allí, si era tan amable de decírmelo. Él respondió: “Este es un trozo de la losa de piedra que el ángel hizo rodar de la Tumba. Sólo se salvó un trozo. El resto, trozo a trozo, se lo llevaron reyes y príncipes, gobernadores y gente sencilla. Sólo quedó esta pequeña parte y ha sido preservada a través de los tiempos como una santa reliquia. Ahora es utilizada como altar durante la Divina Liturgia”.

Levanté mis ojos para examinar más de cerca el entorno sagrado. Vi más kantilias doradas encendidas, alineadas unas al lado de otras. Mientras estaba allí mirándolas, el monje continuó: “¿Ves estas lámparas de aquí?. Cinco pertenecen a los ortodoxos, que las encienden todos los días. Las otras cinco pertenecen a los latinos. Cuatro pertenecen a los armenios y la que cuelga sola pertenece a los coptos de Egipto”.

Tras detenernos en la primera parte de la capilla, avancé con asombro al entrar en el santuario interior, donde estaba la Tumba. Aquí, la segunda entrada era muy pequeña en comparación con la primera.

La altura de la puerta era más baja, lo cual hacía imposible entrar en posición vertical. Por tanto, una persona tenía que inclinarse hacia delante para poder entrar.

Momentáneamente, mis ojos vieron una inscripción sobre el dintel, que decía:

“¿Por qué buscas entre los muertos al que está vivo? Ha resucitado”.

Estas eran las palabras que el ángel dirigió a las mujeres miróforas la mañana de Pascua. Sentí como si el mismo ángel se apareciera ante mí, y me mostrara el lugar donde los discípulos habían enterrado a Cristo. Avancé con la cabeza inclinada, frente a la tumba sagrada. Temblando, caí de rodillas y me puse a rezar. No pude evitar que mis lágrimas cayeran sobre la Tumba de Cristo.

“Esto”, dije, “es el fin de un largo y agonizante viaje. Estaba aquí, no en mi imaginación, sino en realidad. Estuve arrodillado mucho tiempo mientras las lágrimas de mi gratitud caían libremente para dar gracias al que me había traído aquí”.

Tras mi veneración con la cabeza inclinada, me volví hacia atrás y salí con un temor abrumador. Cuando salí de la Tumba de Cristo, encontré al padre Artemio esperándome. En aquel momento, mi vivo deseo era visitar el Gólgota, donde Cristo fue crucificado. Era la hora del oficio de Vísperas en la sagrada Iglesia de la Resurrección. Multitud de personas estaban congregadas esperando para asistir. El padre Artemio me miraba, y viendo mi impaciencia, me llevó de la mano hasta donde estaba el Calvario.

Inmediatamente me encontré ante una subida muy alta de paso escarpado. Ascendí sin dificultad. Cuando llegué a la cima, allí, ante mí, se representaba el Cristo Crucificado. Mientras estaba viendo Su Santo rostro cayendo a la diestra, mis ojos se fijaron en el apenado rostro de Su Santa Madre y en el de San Juan. Lo que contemplé, hizo que se agitara tanto mi corazón y mi alma, que nuevamente mis ojos se llenaron de lágrimas.

Me conmoví tanto que pensé que iba a desmayarme. Parecía, más allá de toda acreencia, que estaba realmente aquí, en el lugar del sacrificio del Cordero e Hijo de Dios. Aquí probé el dolor y la pena de la Santa Theotokos y del discípulo amado. Aquí estaba experimentando el Divino Sacrificio por la salvación de la humanidad.

Cuando me recuperé de las abrumadoras emociones que surgieron en mí, me arrodillé y recé. Una fragancia parecía surgir de la Cruz. Alguien debe ser extremadamente sensible a la divinidad del Lugar para detectar la dulce y delicada esencia que es signo de la gloria de Dios. Aquí, el peregrino, en esta sobrecogedora escena del Calvario, es transportado al mundo celestial.

Habiendo expresado mi profunda devoción, humildemente ofrecí una enorme gratitud al que había sido crucificado por mi salvación. Me fui con reverencia y profunda humildad. El oficio de Vísperas ya había empezado y podía escuchar el primer himno mientras se estaba cantando. Me acerqué al ambón del cantor y empecé a acompañarle con mi voz. No puedo olvidar con cuánto sentimiento cantaba esta primera tarde los himnos de nuestra Iglesia “Señor, a Ti te clamo” (Salmos 141).

Las vísperas de aquel día aún están en mi alma y a menudo las revivo en mi mente.

Cuando todo el mundo salió, me quedé casi solo para disfrutar de la belleza y la santidad de todo lo que había dentro de la iglesia. Mientras me disponía a salir, un santo asceta anciano se acercó a mí. Tenía una frágil figura, y un cuerpo casi esquelético se ocultaba dentro de su vestidura de monje. Su presencia evocaba un profundo respeto. Lo recuerdo como una sombra más que como una persona.

Era el Padre Gerasimos, el sacristán del Santo Sepulcro. Él protegía todo lo que era santo y sagrado tal como es preservado hoy por el Patriarcado de Jerusalén, desde diferentes vestiduras sagradas, hasta cálices bizantinos. La posición y el oficio del sacristán del Santo Sepulcro es muy significativa y requiere un gran sentido de responsabilidad para la custodia de todas las reliquias. El padre Gerasimos empezó a hablar conmigo. Me preguntó de donde venía y que tenía planeado hacer. Brevemente, le conté sobre mi origen y la historia de mi vida. Entonces, le revelé mi sueño y mi anhelo. Le conté la PROMESA que había hecho de servir en el Santo Sepulcro y ser uno de sus guardianes.

Cuando terminó nuestra conversación, hice tres postraciones ante el santo hombre. Besé su mano y añadí: “Santo padre, quisiera pedirle un favor. ¿Podría escucharme en confesión, por favor?”.

El padre Gerasimos aceptó con mucha dulzura y en aquel mismo día hice mi primera confesión en Tierra Santa. Desde entonces, sentí en mi interior una sensación de paz y seguridad, porque tenía un padre espiritual, un Don del cielo, una Bendición de Dios.

El padre Gerasimos me acogió con mucho amor y afección. El Sacramento de la Confesión creó en mi vida un gran y santo lazo espiritual. Tras mi penitencia, el padre Gerasimos me preguntó: “¿Quieres quedarte conmigo?”.

“Con todo mi corazón, santo padre”, respondí, “y serviré donde me ordene, en cualquier lugar de Tierra Santa. Por amor a Cristo viajé muchos kilómetros atravesando innumerables adversidades”.

Cuando el padre Gerasimos escuchó mi petición, me aceptó y me hizo novicio. Le obedecí y cumplí todos sus mandatos. Una inimaginable calma interior también sobrecogió mi ser y sentí una profunda alegría. No puedo recordar nunca a mi padre espiritual amargado. Practiqué una gran obediencia y realicé toda labor que me imponía para mi progreso espiritual.

Pasaron seis meses desde aquel día. No supe lo que había fuera de la Iglesia de la Resurrección (si ni tan siquiera había una ciudad), porque nunca intenté visitarla y conocerla. No tenía ningún otro pensamiento, ni me preocupaba por saber cómo era el resto de Jerusalén. Nunca tuve curiosidad por explorar los alrededores. Sólo me ocupaba de una cosa: de la obediencia a mi geronta. Mi preocupación se volvió enteramente hacia los oficios de vigilia, a los ayunos y a las oraciones. Sólo esto tomó posesión de mí. Sólo a esto se disponían mis preocupaciones. Finalmente, el canto a Dios fue la quintaesencia de mi vida espiritual.

                        MI ASIGNACIÓN

El padre Mitrofanis continuó: “Todo este tiempo seguí un riguroso periodo de prueba. Un día, se me notificó que fuera al Patriarcado. Se me dijo que se me anunciaría algo especial.

Toda mi vida y mi conducta habían sido conocidas por el Patriarca Damianos I. ¿Por qué quería verme?. Muchas preguntas surgieron en mi cabeza y me preguntaba qué tendría el padre reservado para mí. ¿Quería descargarse de mí?. ¿Hice algo malo y no era consciente de ello?. ¿Quería anunciarme algo en mi favor o algo contra mí?. Con estos pensamientos me preparé para lo peor.

Con un escolta, nos dirigimos hacia el Patriarcado. Fui conducido ante el santo patriarca, que estaba sentado en su escritorio. “Hijo mío”, me dijo cuando me vio, “tu conducta en el Patriarcado, tu obediencia y toda tu vida ha llegado a mis oídos”. Desde hoy te asigno como GUARDIÁN del Santo SEPULCRO. Debes realizar tus deberes con celo y devoción. Debes servir en el Santo Sepulcro con fe y auto negación, y que el Señor Omnisciente te recompense en Su Reino celestial. Con la bendición de Dios y mis oraciones, avanzarás en virtud. Que Dios te acompañe, hijo mío”.

Tras hacer mis postraciones, besé la mano del santo patriarca, le di las gracias con evidente emoción y me fui. No podía parar las lágrimas que surgían de mí. Por fin se cumplía mi sueño. ¡Quién podría haber creído que yo, sin un mínimo de educación y con limitadas capacidades y habilidades, sería un día honrado con tal santo deber!. ¡Cómo decidió el patriarca ni tan siquiera elegirme a mí!. Sólo Dios lo sabe. Hice mi PROMESA y hoy se me ha considerado digno de realizarla. Te doy gracias, Señor, te doy gracias.

El asombro y la alegría llenaron mi ser y seguía diciendo: “¡yo, guardián de la Tumba de Cristo!”. ¡Qué sorprendente pensamiento encontrarse en tal encomienda!. La posición es envidiable y muchos sueñan con ello. Pero sólo los que son llamados por Dios son dignos de ello. Yo mismo me sentía indigno y atribuía todo el asunto a un milagro.

La historia de este deber tiene sus raíces desde el tiempo en que Cristo fue enterrado y los guardias fueron dispuestos allí para vigilar: “No sea que sus discípulos vengan a robarlo y digan al pueblo: ¡Ha resucitado de entre los muertos!” (Mateo 27:64).

Sólo a los de fe ortodoxa se les permite el privilegio de este noble y exaltado llamamiento. Por tanto, los no ortodoxos no se encuentran entre los que guardan la Tumba de Cristo.

Y el padre Mitrofanis continuó contándonos: “Desde aquel día en que se me concedió el más grande y honrado deber, di gracias a Dios a cada hora e intenté, en todo lo posible y con todo sacrificio, ser consecuente con mis responsabilidades. Como guardián de la Tumba de Cristo debía estar alerta ante cualquier irreverencia o desacralización inesperada. Multitud de fieles, así como de cristianos no ortodoxos de todas partes del mundo venían como peregrinos a la Tumba Sagrada. Venían, y sin que nadie les obligara, o les sugiriera, o les compeliera, caían de rodillas y adoraban. Encenderían una o más velas para expresar su devoción y su amor a Cristo, el Salvador Resucitado.

Millones de velas se encienden durante el año. Ningún otro santuario del mundo atrae a tantos peregrinos. Es una veneración interminable a la Tumba vivificadora, al Gólgota y al Pesebre del Nacimiento de Cristo. Los fieles se preguntan qué atrae a tal multitud de gente, donde todos se arrodillan y adoran una Tumba vacía.

“Grande eres, oh Señor, y tus obras son maravillosas”, dijo el padre Mitrofanis, e hizo la señal de la cruz. ¡Su experiencia le permitió ver muchas cosas y ser testigo de signos, lágrimas y oraciones de muchísimos fieles!. Continuó diciendo: “El guardián de la Tumba es también responsable de la ceremonia de la Santa Luz que se pasa a toda la gente, como bendición divina y celestial, cada año en el Sábado Santo. Esta bendición también es disfrutada por los no ortodoxos que aceptan la autenticidad de la fe. Hay quienes, por ignorancia o incredulidad, niegan la autenticidad de la Ortodoxia. Como resultado, ahora ha miles de cismas y herejías por todo el mundo”.
   MI NUEVO GERONTA (Padre Espiritual)

Desde el día de mi nombramiento, se me asignó otro padre espiritual, el padre Anatolios, un anciano asceta y guardián del Sepulcro que sería responsable de mí como geronta. Obedecía todos sus mandatos. Era estricto y no se comprometía con nada que fuera en contra de su conciencia y su deber. No le gustaban las contradicciones y no daba la bienvenida a los dudosos con sus ociosas preguntas. Cuando daba una orden, quería que fuera cumplida con obediencia y humildad, las dos características distintivas de un monje devoto.

Por tanto, empecé en silencio y en oscuridad a hacer todo lo que me pedía. Dejé de ser conspicuo y quise que mis servicios fueran hechos de la forma más secreta y humilde posible. Estando dedicado a Dios, practiqué la sumisión y la humillación. Estas se convirtieron en una segunda naturaleza mía. Muy pronto fui revestido en la ceremonia de ordenación monástica.

La solemne iniciación grabó en mí la seriedad del nuevo papel y de mi misión y deberes. Durante los ritos, el patriarca Damianos I, me cambió el nombre de Miltiades al de siervo de Dios Mitrofanis, y fui tonsurado. Ahora, yo tenía el mismo nombre de una figura destacada del Patriarcado de Constantinopla al servicio de Cristo.

Durante un momento, el padre Mitrofanis mostró que quería terminar su historia. Estaba preocupado de que hubiera cansado a sus oyentes, pero estábamos esperando con impaciencia escuchar más y seguir la historia de su vida. Lo más importante es que queríamos que nos contara cómo fue capaz de vislumbrar la Santa Luz. Resumió su narración y de nuevo todos nosotros volvimos a ser sus oyentes, que con fe y confianza escuchábamos todas sus palabras.

Con ardiente anticipación, quisimos conocer el milagro de la Santa Luz que se produce todos los Sábados Santos. El fenómeno de una Luz Divina que aparece en el límite del Sacrosanto Sepulcro llenaba nuestras mentes con asombro y admiración y quizá con tintes de duda.

¿Cómo podía encenderse esta Luz sin la intervención humana?

¿Podía ser una ilusión o era un fraude presente? ¿Podían haber secretos solamente conocidos por pocas personas?. ¿Podía ser que los del exterior, fuéramos engañados?. Todas estas, y muchas preguntas más, agitaban nuestras dudas.

Durante siglos, la gente de todas los credos han buscado explicaciones para la mística pidiendo respuestas responsables, auténticas y reales. Para nosotros, era una gran oportunidad. Tratábamos de aprender, puesto que el padre Mitrofanis había ganado nuestra confianza. Durante cincuenta y siete años completos había sido guardián del Santo Sepulcro. No podíamos dejar que esta oportunidad se nos escapara. Le pedimos que continuara contándonos todo lo que sabía, todo lo que vio.
LA SANTA LUZ: EL CONTINUO MILAGRO DE LOS SIGLOS

El padre Mitrofanis vio nuestro deseo y persistencia. Se conmovió por nuestro ferviente deseo. Vio con qué atención escuchábamos. Mientras pensaba si continuaba o se detenía, de repente la invisible Gracia Divina lo visitó e iluminó su rostro. Sus ojos claros se convirtieron es espejos brillantes. Nos miró con mucha afección y continuó. “La Santa LUZ”, nos dijo, “no está definida. Nadie puede localizarla o contenerla. Es ilimitada e interminable. En el pasado, tanto como puedo recordar, muchos han escrito sobre la Santa Luz. Chrysostomos Papadopoulos la menciona en su libro “La historia de la Iglesia de Jerusalén”. También, sobre el mismo tema, T. P. Themelis escribió con el título “La ceremonia de la Santa Luz”, sobre el centésimo centenario de la sagrada Iglesia de la Resurrección. Si mi memoria no me falla, Adamantios Koraes escribió el libro “Diálogo sobre la Santa Luz en Jerusalén”.

Grande y digna de veneración era la carta de Nicéforo Theotokos a Mihailo Lariseon, que preguntó sobre la Santa Luz. En el Capítulo de 1457 hay una importante disertación sin publicar sobre “La Luz del Sepulcro”, de Neófito Kafsokalivitis. Se han escrito muchas otras obras, de las cuales no me acuerdo ahora”.

Estábamos verdaderamente asombrados por su memoria y conocimiento sobre la Santa Luz, pero interrumpió nuestra admiración cuando nos dijo: “Siento no poder discutir con vosotros tanto los aspectos históricos como científicos de la Santa Luz. Os contaré lo que me ha enseñado mi experiencia durante tantos años. Os describiré con detalle todo lo que pude ver con mis propios ojos. Mi fe en Dios era y es infinita. Me elevó a la cima de la Gracia Divina. Llenó un tremendo espacio vacío en mi corazón que estaba lleno de dudas, pensamientos y preguntas sobre la LUZ.

Cuánta gente, incluso hoy en día, siente un vacío en su ser que los atormenta.

Misteriosamente, de alguna manera fui hecho digno y tuve una visión de la Santa Luz. Entonces, el enorme vacío que se cernía sobre mí, desapareció. No había rastro de duda que atacara mi mente. La Gracia de la Santa Luz me permitió ser testigo de un hecho que raramente es capaz de experimentar de primera mano.

En 1925, cuando se me encomendó servir como guardián de la Tumba de Cristo, estaba obsesionado con la pregunta: ¿Qué es la Santa Luz?. En aquel tiempo, la Pascua estaba próxima. Hasta entonces, en los años pasados, permanecí alejado del Santo Sepulcro. Era un observador, como lo era cualquier otra persona. Era un peregrino entre miles de peregrinos. pero ahora, las cosas habían cambiado radicalmente. Ya no era un espectador indiferente, sino fiel. Era responsable de todo lo que tuviera lugar según el orden y el oficio de la Santa Luz. El padre Anatolios, mi austero padre espiriutal, no aceptaba ninguna desobediencia a sus órdenes, ni permitía que se vislumbraran vacilaciones y dudas. Cuando llegó finalmente la Santa Semana de la Pasión del Señor, me dijo con estricto tono de voz: “Escucha y pon atención en cuanto a lo que debes preparar para la mañana del Sábado Santo. A las 9 en punto tomarás 5 kilos de cera pura de abeja que habrá sido bendecida de ante mano durante cuarenta días durante los Divinas Liturgias diarias. Está destinada sólo para el oficio de la Santa Luz. Calentarás la cera con un utensilio especial, que está apartado para este propósito. La cera caliente se utilizará para sellar la entrada de la Tumba hasta que llegue el momento en que entre el Patriarca.

A las 10 en punto escucharás un golpeteo rítmico. Guardias especiales seleccionados, con uniformes tradicionales, y con sus largos estandartes de madera, despejarán el camino a través de la multitud de gente. De esta manera, la procesión con el Patriarca y un séquito de sacerdotes se dirigirán hacia la Iglesia de la Resurrección. Todos permanecerán con temor ante la belleza y esplendor de la marcha ceremonial hacia la casa de Dios. La fe ortodoxa considera que es propio honrar a nuestro Señor Jesús Cristo con el más fino esplendor y belleza.

Durante un momento, el padre Anatolios se detuvo y entonces recalcó: “Padre Mitrofanis, veo que te estás dejando llevar por lo que te estoy contando. Es hora de parar. Más tarde escucharás más, pero ahora debes asegurarme de que estás listo para llevar a cabo toda la responsabilidad en el Santo Sepulcro. Es la primera vez en muchos años que no tomaré parte sirviendo en esta ceremonia. Llevarás a término tu misión con extremo cuidado y atención. De lo contrario, si fallas, tú, así como yo, que te he confiado este servicio, deberemos abandonar el Patriarcado. Ten mucho cuidado, padre Mitrofanis”.

Le aseguré que estaba prestando atención precisamente a cada detalle. Tras convencerlo de la verdad de mis palabras, continuó: “Entonces, el patriarca entrará en la Santa Iglesia de la Resurrección. Siguiéndole estarán los líderes de otros dogmas, los armenios, los latinos, los abisinios, los coptos, y los sirios, que irán al Trono Patriarcal, todos en fina, unos detrás de otros, para besar la mano del Patriarca. Siguiendo este orden establecido, entonces tienen derecho a recibir la Santa Luz de manos del patriarca. Este hecho significativo es un reconocimiento oficial de que sólo la Ortodoxia posee la VERDAD y la Tradición Apostólica en su plenitud. Los armenios quisieron una vez obtener el derecho a ser los únicos en entrar en el Sepulcro para la ceremonia de la Santa Luz.

Cuando escuché este hecho sorprendente, pregunté con mucha angustia: “Santo geronta, ¿cómo podían querer desplazar a los ortodoxos de esta honrada posición de tantos años como sucesores de Cristo y de Sus apóstoles?”.

Él respondió así: “No, he aquí lo que sucedió. Cuando en el año 1517 los árabes ocuparon Jerusalén, los armenios sacaron ventaja de su presencia. Se acercaron al gobernador musulmán y con presentes de oro, pidieron que se les permitiera el privilegio de recibir la Santa Luz. Esto pidieron y esto consiguieron. También le imploraron que a los ortodoxos se les prohibiera la entrada al Santo Sepulcro para el sagrado ritual”.

Hasta entonces, tales órdenes eran desconocidas y sin precedentes. Los cambios inesperados dieron lugar a una tristeza y angustia inimaginable entre los fieles ortodoxos. Amaneció el Sábado Santo y la Santa Iglesia de la Resurrección fue cerrada a todos los ortodoxos. Incluso tampoco se permitió entrar al patriarca y al clero. Con ellos, se reunieron huestes de peregrinos ortodoxos de todas partes del mundo. En aquel día hubo mucho llanto y lamento. Todos los fieles, con lágrimas, rezaran a Dios para que previniera esta injusticia inaudita. Se entristecieron por las acciones inesperadas de los armenios contra los ortodoxos. Precisamente, por encima del recinto de la Iglesia de la Resurrección, el emir musulmán se había sentado en el pináculo de un minarete. Eligió este lugar para ver todos los movimientos. Fue vencido por la angustiosa pregunta: “¿Qué pasará ahora?”. Por esta razón, estaba siguiendo todo movimiento con plena atención.

El patriarca estaba arrodillado en la entrada de la Santa Iglesia. Llevaba en su mano el manojo de treinta y tres velas y rezaba. Las lágrimas caían de su rostro mientras suplicaba a Dios:

“Señor, Tú que aborreces la injusticia, escucha las oraciones de tus hijos. Haz que Tu gloria aparezca con Tu milagro y no prives de Tu Santa Luz a Tu pueblo fiel”.

El padre Anatolios estaba observándome y dijo: “Estoy seguro de que has visto la columna del lado izquierdo de la entrada a la Iglesia. Seguramente has notado que hay una división vertical ennegrecida en una parte de la columna. Ha estado así durante más de 400 años.

“He observado este detalle, padre”, dije, “e incluso algo más. Lleno de asombro me incliné para examinarla con detalle y descubrí una delicada fragancia surgiendo de esta columna de piedra, la misma fragancia que continuamente sale del Gólgota, donde estuvo la Cruz”.

En ese fatídico sábado de 1517, la Divina Luz no visitó el Santo Sepulcro, donde estaban los armenios esperando. En vez de eso, ante los ojos asombrados del clero y de los peregrinos, la Santa Luz, resplandeciendo brillantemente, golpeó la columna con el sonido de un feroz viento. Instantáneamente, la columna se dividió y se ennegreció cerca de la parte inferior. Las oraciones del patriarca y de su pueblo habían sido escuchadas.

Muchos de los que no creen, preguntan: “¿La Santa Luz despide humo y ennegrece todo lo que toca?”. No olvides que la Santa Luz no deja de tener la misma cualidad que una llama común y que cualquier llama tiene humo.

“Entonces, ¿Por qué es llamada la Santa Luz?”.

“Porque procede de la Santa Tumba espontáneamente, sin intervención humana. Es concedida por medio de la gracia del Espíritu Santo, que aparece como una brillante luz al principio y entonces, como “lengua de fuego”, como en el día de Pentecostés, a los discípulos de Cristo”.

Cada año, en la hora justa en la que esta Luz aparece en la Santa Tumba, una NUBE puramente blanca se presenta ante el patriarca. Cuando aparece un intenso resplandor luminiscente, entonces levanta con fe y piedad las velas que sostiene. De repente, maravillosa e inconcebiblemente se encienden.

Ahora, ¿puedes imaginar qué tuvo lugar en el patio de la Iglesia?. Todos los fieles, el clero, los asistentes, salieron corriendo clamando con altas voces y doxologías. Las campanas de la Iglesia empezaron a sonar jubilosamente. Toda la naturaleza, todo, el cielo y la tierra, todos entonaban himnos de gloria y de acción de gracias al Verdadero Dios. Es prácticamente imposible describir la alegría y felicidad de aquel día.

Después, se hizo un acto de auto-sacrificio que ha sido registrado históricamente. El emir musulmán, que estaba siguiendo todo el hecho desde lo alto del minarete, se transformó en un testigo entusiasta de la Ortodoxia. Tan pronto como vio este milagro, gritó en voz alta:

“¡Grande es la fe de los cristianos!. Ahora creo en Cristo Resucitado. Lo adoro como Verdadero Dios”.

Al mismo tiempo, con este reconocimiento y esta declaración, saltó desde el minarete al vacío al patio de la Santa Iglesia. ¡Y he aquí el milagro!. No le pasó nada. No sufrió ninguna lesión tras su caída. Los musulmanes estaban avergonzados. Tan pronto como escucharon la confesión y observaron el valor del emir, se precipitaron sobre él, lo cogieron, y lo decapitaron en el acto. Lo consideraron un traidor a la fe del Islam. Mahoma no quería traidores en sus filas. Los cristianos reunieron con gran amor y cuidado el cuerpo del mártir que fue bautizado con su propia sangre. Lo enterraron como un fiel hijo de la Ortodoxia y como mártir de Cristo. Sus santos restos se conservan y se guardan en el Santo Monasterio de la Gran Panagia (La Santísima Virgen María)”.

“¿Y a los armenios, geronta?. ¿Qué les pasó?”

“Los armenios, después de este disgusto, salieron de la Iglesia y desaparecieron. Pasó mucho tiempo hasta que reaparecieron en Tierra Santa. Nunca más han inatentado desplazar a los ortodoxos del Santo Sepulcro.

Ahora, puesto que has escuchado algo que no conocías hasta ahora, escucha y pon atención a lo que debes hacer en tu papel de servidor de la Tumba. Debes llevar a buen término tu misión.

Después de la Divina Liturgia en la Iglesia de la Resurrección el Sábado Santo, el patriarca bendice a los dirigentes de otras fes. Entonces se dirige a la entrada del Santo Sepulcro. Allí alrededor están las máximas representaciones del gobierno civil, y militares de alto rango de las inmediaciones, y de diferentes partes del mundo.

Desde las 10 de la mañana del Sábado Santo, hasta las 11, se hace una rigurosa búsqueda de cualquier instrumento o utensilio que pueda encender, dentro del Santo Sepulcro. Encima de este santo monumento de la Ortodoxia, cuelgan 43 lámparas que están encendidas día y noche.

13 pertenecen a los ortodoxos; 13 pertenecen a los latinos.

13 pertenecen a los armenios y 4, a los coptos monofisitas.

Todas ellas forman una cortina de oro. Son como las huestes celestiales portadoras de antorchas, suspendidas sobre la Tumba de Cristo. Dentro del Santo Sepulcro, a última hora, sólo los representantes autorizados de los armenios, los latinos y los coptos, junto con los ortodoxos, entran en la Tumba con el fin de apagar las 43 lámparas. Se toman precauciones para que, en ningún momento, ni por error ni intencionalidad, permanezca encendida ninguna lámpara o para que nada sospechoso esté presente.

Tras una completa y exhaustiva búsqueda hecha en el Santo Sepulcro, se hace una segunda y una tercera búsqueda para asegurarse de que ninguna persona, ni nada prohibido, esté dentro de la Tumba. Sólo entonces salen los inspectores.

En ese momento, a las 11 en punto, el proceso para el sellado de la Tumba está listo para empezar. La cera caliente bendecida ahora se utilizará para asegurar y sujetar dos cintas puramente blancas en forma de X sobre la puerta del Santo Sepulcro.

Después de que se haya puesto la cera en las cuatro esquinas de las cintas, entonces, en el centro exacto donde se cruzan las cintas, se depositará más cera. El resto de ella será puesta alrededor de la puerta. Finalmente todos los puntos serán sellados con el sello oficial del Patriarcado.

Estos procedimientos nos recuerdan los desesperados esfuerzos de los líderes judíos, que querían sellar la Tumba del Señor de la Vida. Hicieron todos los esfuerzos posibles para tomar todas las medidas que pudieron para guardad a Cristo muerto. Fueron al gobernador romano de Jerusalén, Poncio Pilato, para recibir permiso según la ley. Así, le dijeron los fariseos: “Señor, recordamos que aquel impostor dijo cuando vivía: ‘A los tres días resucitaré’. Manda, pues, que el sepulcro sea guardado hasta el tercer día, no sea que sus discípulos vengan a robarlo y digan al pueblo: ‘Ha resucitado de entre los muertos’, y la última impostura sea peor que la primera. Pilato les dijo: ‘Tenéis guardia. Id, guardadlo como sabéis’. Ellos, pues, se fueron y aseguraron el sepulcro con la guardia, después de haber sellado la piedra” (Mateo 27:63-66).

Tras el sellado de la Tumba, tiene lugar una magnífica y majestuosa procesión tres veces alrededor del Santo Sepulcro. A la cabeza están los estandartes patriarcales, los servidores del altar llevando velas, cruces y emblemas de los querubines. El patriarca sigue con una hueste de sacerdotes revestidos con ornamentos dorados. Alrededor se pueden escuchar los cantos de los himnos bizantinos con sus tonos sagrados. Los peregrinos que observan esta solemne procesión se sienten transportados al cielo. Más bien, el cielo desciende a la tierra y a cada peregrino, e incluso brevemente, se convierten en ciudadanos del Reino celestial.

Al final de la tercera vuelta, el patriarca se pone frente a la entrada del Santo y Vivificador Sepulcro. Ante todos los oficiales y los peregrinos, el Patriarca es cacheado de nuevo por vigilantes. Cualquier sospecha de algo capaz de producir luz dentro del Santo Sepulcro, debe ser erradicada. Entonces, el patriarca, ataviado con la Santa Estola (epitrajil), y la casulla episcopal (Omoforio), está listo para entrar en el Santo Sepulcro. Precisamente a las 12 del medio día del Sábado Santo, se cortan las cintas de la entrada y se rompen los sellos y se abre la puerta.

El padre Anatolios me dijo: “Ten cuidado de poner cuidadosamente sobre la losa de mármol de la Tumba Vivificante, la santa lámpara (apagada) con esta caja dorada especial”.

En este punto, apareció una extraña expresión sobre el rostro tranquilo del padre Mitrofanis. El tono de su voz cambió de repente. Estaba reviviendo todo lo que discutió con su geronta. Y con gestos que expresaban la perturbación de su alma, nos contó:

“Tan pronto como escuché ‘lámpara’, una gran nube de duda surgió en mi mente. ¡Vela!, me dije a mí mismo. ¿Qué hace una lámpara en la Santa Tumba, puesto que la Santa Luz desciende del cielo?”. La vacilación y la interminable batalla de dudas era evidente en mis ojos. Como un rayo de luz, mi rostro quedó sorprendido. El triste anuncio del mandato de mi geronta, era inesperado. Mi geronta, el padre Anatolios, vio mi vacilación, pero no prestó atención y continuó: “Tras esto, pondrás en la Tumba el Santo Libro que se guarda en la sacristía del Santo Sepulcro. Precisamente, en la página en la que se encuentran las santas oraciones de la Santa Luz, allí pondrás una vela gruesa”.

Al escuchar el segundo mandato y las palabras “gruesa vela”, la fe que tenía desapareció. Una nube oscura de incredulidad intentó cubrir mi alma.

“¿Vela?”, pregunté con asombro y desmayo. ¿Cuál es la necesidad de la vela?. Casi no había terminado mi exclamación de duda, y como un rayo en tiempo de tranquilidad, escuché la voz estricta y severa de mi Geronta.

“¿Dónde está tu fe?”. ¿Dónde está tu Obediencia, que es la mayor virtud de un Monje?. ¿Dónde está tu Piedad?. ¿Las has Perdido todas?. Has escuchado “vela” y ya está vencido por la incredulidad. El maligno ha luchado contigo y te ha conquistado. Ha puesto en ti pensamientos de impiedad e irreverencia. ¿No sabes que nuestra Ortodoxia se sostiene por la fe, y la fe de los cristianos sufre en cualquier prueba o esfuerzo?. Ten cuidado de no perder tu alma. Ten cuidado, padre Mitrofanis, ten cuidado… No juegues con lo divino. Debes obedecerme con devoción y prudencia y hacer todo lo que te diga. No traiciones nuestra fe sin mancha”.

Con seriedad, se levantó de su silla: “¿Tienes algo que preguntar ahora?”.

“No”, le respondí. Hice una postración y besé su mano.

“Ve, y que Dios esté contigo. Hazlo todo con precisión y en el orden correcto”.
                  PASCUA SIN ALEGRÍA

“Recuerdo”, continuó el padre Mitrofanis, “que dentro de mí, tras mi encuentro con el padre Anatolios, un enorme vacío se apoderó de mí. La presencia de la “lampara” y de la “vela” me torturaban. Estaba luchando contra estas dos. Como dos gigantes que luchan para que uno gane al otro, del mismo modo, dentro de mí había una lucha similar, interminable y parecida. La fe resistía a la incredulidad, la realidad a la duda, y los hechos tangibles en un oscuro juego a expensas de los fieles del mundo, me produjeron una confusión dolorosa. Aquí estaban los visitantes no deseados (los demonios), donde uno no tolera a los otros. La fe estaba dentro de mí, inquebrantable como el granito. Sin embargo, la duda empezó a perforar y devorar sus fundamentos y llevarla persistentemente a la ruina. La fe en Dios es viva por cosas visibles e invisibles, pero siempre creyente.

Como dijo el apóstol Pablo: “La fe es la sustancia de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Por otro lado, la duda intenta con su presencia, alterar, desarraigar y destruir todo lo santo y divino que es creado por medio de la gracia de Dios en el alma del hombre.

“Con estos hechos y los recuerdos del drama de mi vida, se abría el telón de la Semana Santa. El primer himno solemne de la Iglesia se escuchó para inspirar a los verdaderos creyentes. Con su profundo significado, condujo a toda alma a participar en la Pasión del Salvador. “En este día, los sublimes sufrimientos brillan sobre el mundo como una Luz de salvación”. Mientras tanto, los peregrinos empezaron a llegar en gran número para poder observar y participar en la Pasión, y después regocijarse en la Resurrección de Cristo. Yo, al mismo tiempo, emprendí mis obligaciones. Mientras un día sucedía al siguiente y el Viernes Santo estaba cerca, y después el Sábado Santo, yo sufría un gran temor. Me preguntaba a mí mismo: ¿Seré capaz de llevar a cabo satisfactoriamente todo lo que mi geronta espera de mí?. Me faltaba experiencia, y el valor me había abandonado. Después de casi dos meses de ayuno estricto acompañado de obligaciones persistentes y exigentes, sentí que estaba a punto de sucumbir. Sin embargo, el pensamiento de mi voto de servicio, me revivía.

Cuando llegó el Sábado Santo, revisé mis obligaciones. La cera para sellar estaba lista para ser preparado como me dijo mi geronta. Obtuve las cintas blancas que serían usadas para sellar la Tumba. Finalmente preparé la santa lámpara y puse la gran vela gruesa en la página apropiada del Libro de Santas Oraciones. Todo este tiempo estuve a merced del agotamiento. Unas rodillas débiles y una sudoración profusa fueron el resultado de mi temor y ansiedad por mi consecución final.

Continué trabajando fervientemente en mis tareas. Las dificultades de las responsabilidades urgentes me presionaban sin piedad. Todo parecía estar aliado contra mí y amenazándome. ¿Sobreviviría hasta el final o me abandonarían mis fuerzas?. Conquistado por el pensamiento del éxito o del fracaso, las últimas horas de la fase crítica de mi misión estaban a punto de llegar. Con ayuda de Dios (pues yo carecía de las fuerzas necesarias para continuar), todo, hasta el último detalle, estaba a punto. Cuando se comprobó el Santo Sepulcro por última vez y todo estuvo cuidadosamente dispuesto, completé las disposiciones finales. Puse la santa lámpara en una caja dorada especial, y el Santo Libro de oraciones con la vela gruesa entre las páginas indicadas. Entonces, me fui.

El Santo Sepulcro fue sellado. Comprobé por última vez todo y me puse cerca de la entrada. Tras la última vuelta de la procesión, a las 12 en punto justo del mediodía, la Tumba fue abierta cuando el sello de cera y las cintas fueron quitadas de la puerta. El primero en entrar fue el patriarca. Fue seguido por el sacerdote armenio, que como asistente, iba a observar todo movimiento del patriarca y entonces esperar en la cámara exterior. El Patriarca entró en el santuario interior.

Después de lo que parecía un lento intervalo, de repente la Santa LUZ hizo su aparición resplandeciendo en todo el espacio y en todas direcciones en la Santa Iglesia de la Resurrección. Mientras la luz revoloteaba y tocaba las mechas de las lámparas y velas, muchas se encendían misteriosamente.

Todos se alegraron. Los rostros resplandecían con el resplandor de la Santa LUZ. Sólo yo vivía en un mar de duda agonizante. Luchaba con mi fe y contra mi incredulidad. El gozo de la Resurrección y de la Santa Luz estaban ausentes en mi alma. Tuve que forzar mi rostro para expresar una amarga sonrisa. Continuamente me decía a mí mismo y me repetía constantemente: “¡Gente, simple e ignorante!. Si supierais que dentro del Santo Sepulcro había una lámpara y una vela, ¿os alegraríais?”.

Entonces, en la puerta de la cámara exterior apareció el patriarca con manojos de velas todas encendidas con la Santa Luz. Los prelados latinos y armenios recibieron cada uno sus velas para pasar la Luz a sus fieles. Cuando el prelado ortodoxo se acercó a recibir su manojo de velas, fue llevado a hombros de los peregrinos por la Iglesia de la Resurrección, donde todos esperaban encender sus velas con la Santa LLAMA. Al mismo tiempo, se podía escuchar el canto del himno de victoria Pascual, la conquista de la VIDA sobre la Muerte: ¡Cristo ha resucitado!. ¡Christos Anesti!. ¡En verdad ha resucitado!.

La alegría de la gente era tremenda. Con alegría celestial, las campanas de la iglesia proclamaban la llegada de la LUZ divina a todos los rincones de la tierra. El resonar vibrante de las campanas declaraba la UNA y ÚNICA VERDAD de la fe ortodoxa: el triunfo de la VIDA = CRISTO, sobre la Muerte = el maligno.

Aunque la alegría tremente me rodeaba, yo seguí complaciéndome en mis enturbiados pensamientos sobre la autenticidad de la Santa LUZ. Las dudas que tenía, carcomían mi alma.

“Os aseguro”, nos dijo el padre Mitrofanis, “que vivía una Pascua sin alegría, una miserable y la que nunca quise haber experimentado”.

Sin embargo, una especie de chispa infinitesimal me dio un astuto sentido de satisfacción. Puesto que era responsable de los preparativos de la Santa LUZ, debía ser el primero en entrar en el santuario interior para recoger las cosas que ya no se necesitaban. Debía ponerlos en su lugar adecuado para protegerlos contra la profanación de gente de otras religiones, de los débiles en la fe y de los gobernados por la duda o la envidia.

Para mi sorpresa, había algo que había cambiado mis oscuros sentimientos perplejos. Disolvió los fantasmas de duda que pululaban en mi cabeza. La lámpara estaba encendida, y la vela que me causaba el mayor recelo, estaba tal y como la había dejado.

Estaba precisamente en el mismo lugar en el que la puse. Me pregunté a mí mismo: “¿Porqué está la vela sin tocar?. ¿Por qué no se encendió?. ¿Para qué era necesaria la vela?. ¿Qué propósito tenía y por qué mi geronta me ordenó ponerla en la página de las Santas Oraciones?”.

Otra pregunta vino a añadirse a la primera. Contribuía al fortalecimiento de mi pequeña alegría. Era el pensamiento del sacerdote armenio que seguía de cerca cualquier movimiento del patriarca. ¿No vería ninguna sospecha existente?.

Una voz austera censuraba mi alma inquieta y repetía con severidad:

“Los que creen no dudan. Los que creen no comprueban lo que es sagrado y santo.

Los que creen no se perturban por ‘velas’ o sospechas sin base. Los milagros están más allá de toda explicación y no debemos sospechar de ellos, porque es imposible investigarlos. La investigación no tiene cabida en los milagros. Los milagros están por encima de las leyes naturales. Son celestiales. Son visitas divinas. ¿Qué hay imposible para Dios, padre Mitrofanis?. ¿Qué hay imposible?. Las cosas que son imposibles para el hombre, son posibles para Dios, reconoció el Hijo de Dios, Cristo mismo.

Una segunda voz surgió con poder para interceptar cualquier atisbo de fe que saliera de mí. Todo era una mentira y su eco sonaba horriblemente en la zona más impenetrable de mi alma. Todo era un engaño. Algo desconocido tenía lugar para que no llegara a reconocerlo en ese momento. ¿Qué hacía la ‘vela’ dentro del Santo Sepulcro si se ha producido un milagro?. O, ¿qué se supone que hacía allí la “lámpara”?. Esa ‘vela’, esa ‘lámpara’, me decía a mí mismo. Debía saber por todos los medios para qué era necesaria la ‘vela’, y para qué estaba la ‘lámpara’ dentro de la Tumba de Cristo. Sin embargo, la primera voz resurgía con más fuerza.

“¿No ves la ‘vela’ con tus propios ojos, padre Mitrofanis?. ¿Cómo podía encenderse sin el menor signo de carbón en la mecha?. ¿O quieres acusar al patriarca, a los prelados y a los sacerdotes del Santo Sepulcro de ser unos engañadores?”.

“¿Cómo podía ser esto posible, cuando se hace una búsqueda tan minuciosa y completa en el interior del Sepulcro?. ¿Qué sucede con el sacerdote armenio que estaría extremadamente alerta mientras se inspeccionaba para encontrar algún objeto con el que encender una llama, como un mechero, cerillas o cualquier instrumento de fricción?. El patriarca mismo es sometido a un examen físico exhaustivo desde la cabeza a los pies, mientras que las costuras y dobleces de sus vestiduras son sometidas también a escrutinio, así como su calzado”.

(Todas estas precauciones las toman los no ortodoxos para asegurar la veracidad del milagro. Sin embargo, se dice que hay un lado cuestionable que subyace en la razón de una búsqueda escrupulosa. Si se detectara algún fraude, esto daría motivos para desacreditar la autoridad absoluta de los ortodoxos como los únicos y verdaderos sucesores de Cristo y Sus enseñanzas. En tal caso, las otras fes tendrían las pruebas para obligar a los ortodoxos a renunciar a su posición autoritaria como guardianes de los lugares relacionados con la existencia del Señor sobre la tierra).
   EL PLAN MÁS ATREVIDO DE MI VIDA

Entonces se apoderó de mí un nuevo impulso persistente. Debo saber, debo ver qué sucede dentro de la Tumba cerrada de Cristo. Me invadió el deseo de presenciar con mis propios ojos y de primera mano qué era lo que sucedía allí. Como otro inseguro Tomás, tenía que ver por mí mismo para saber qué sucede para que produzca el milagro de la LUZ.

Estas últimas palabras del padre Mitrofanis alimentaron nuestro agónico suspense sobre lo que tenía en mente. Su fe tambaleante y sus serias preguntas empezaron a afectar también nuestras propias creencias religiosas. Tenía que contarnos más. Estábamos en un dilema: creer o no creer. Buscábamos restaurar nuestra fe.

El padre Mitrofanis notó nuestra angustia cuando vio cuán descorazonados estábamos. “No desesperéis. Sólo escuchad y glorificad a Dios. Recordad que yo era joven, sólo tenía 25 años cuando todo esto pasó”.

Aunque estaba perturbada, mi fe en la Santa Luz permanecía siempre viva en Cristo. Creía firmemente a pesar de mis dudas. En lo profundo de mi alma reinaba la cama. Una gracia celestial parecía flotar por encima de mí constantemente. Pero mis ganas de ver con mis propios ojos dentro de la Tumba cerrada no habían desparecido. Era algo que anhelaba presenciar fervientemente. Sabía que era algo extremadamente difícil y humanamente imposible, a menos que una circunstancia inesperada me permitiera contemplar el milagro.

Mis pensamientos y mi angustia eran vistos por Dios. Él sabía cuán incesante era mi anhelo. Por esta razón me concedió hechos inesperados. Permitió que sucedieran incidentes para fortalecer mi fe. Creó condiciones para que pudiera ser testigo del milagroso fenómeno y predicar eventualmente Sus maravillas.

Entonces algunos pensamientos extravagantes comenzaron a germinarse en mi cabeza.

Puesto que yo, como guardián, soy responsable del Santo Sepulcro, podría pedir un permiso especial para permanecer dentro de la Santa Tumba. Sin embargo, esto sería imposible e inalcanzable. Las regulaciones eran muy estrictas. Por tanto, era una locura incluso atreverme a preguntar. El que escuchara mi absurda petición, me despediría con severidad.

Entonces, debía ocultarme dentro del Santo Sepulcro. Esto parecía enteramente imposible, ya que ni hay espacio ni un rincón en el que esconderme, y evitar el escrutinio de los sacerdotes que investigan antes de la aparición de la Santa LUZ.

Otro tremendo obstáculo sería la ausencia en mi puesto. ¿Cómo podría estar en otro lugar en el momento crítico?. Si hubiera una forma inesperada para ocultarme dentro de la Tumba Vivificante, mi ausencia traicionaría mi responsabilidad como guardián. Justo antes del gran evento soy uno de los últimos en salir de la Tumba, y al término, soy el primero en entrar para acompañar fuera al patriarca.

Con estos pensamientos me atormentaba día y noche. Mis pensamientos siempre eran los mismos, constantes y firmes, sin absoluta renuncia por mi parte.

Debo ver con mis propios ojos.

Debo saber qué sucede dentro de la Tumba cerrada, debo, debo….

Y este “debo”, permanecía constantemente incumplido. No había forma de apaciguarlo o alejarlo. Sólo UNO conocía este anhelo mío, Dios, que conoce incluso cuantos son los cabellos de nuestra cabeza.

Aunque mi deseo estaba más allá de la realidad y era imposible cumplirse, aún creía. Me decía: “Dios no me dejará sufrir en la ignorancia. Él resolverá mi perplejidad y me permitirá tener una primera visión de la Santa Luz”.
              EL HECHO INESPERADO

Pasaban los días y no podía hacer nada más que complacerme en el ensueño de mi deseo. Mientras hacía guardia en el Santo Sepulcro, fiel en mis obligaciones, mi corazón me dolía por mis dudas con respecto a la Santa LUZ. Allí donde venía velas apagadas de los peregrinos, recordaba la “vela” gruesa del Santo Libro de Oración. Verdaderamente sufría por mi obsesión con el hecho trascendental.

El padre Mitrofanis se detuvo; permaneció en silencio durante unos minutos. Inmediatamente sus ojos se llenaron de alegría mientras al sentir que revivía por una oleada de fortaleza. Su rostro brillaba con la gracia. En su rostro apareció una amplia sonrisa. “Escuchad”, nos dijo, “lo que el Señor misericordioso me dejó en el almacén”.

Un día, un incidente inesperado cambió toda mi vida. En la pequeña cúpula del Santo Sepulcro colgaban las 43 lámparas. Y sucedió algo terrible. Por la gracia divina, Dios hizo que la cuerda que sostenía una de las cuatro hileras de lámparas doradas se rompiera. ¡Qué calamidad!. Todos se sorprendieron grandemente. Hubo un tremendo desorden y una gran confusión.

Sin embargo, tras la caída de las lámparas, se llenó un espacio vacío de mi alma. Ese hecho inesperado dio solución a mi agonía. El plan más audaz de mi vida iba a cumplirse. Los incesantes “debo” iban a hacerse realidad.

Tras conseguir algo para encaramarme, traté de quitar la cuerda rota. Y, ¡qué descubrí!. Debajo de la cúpula, en un rincón a la izquierda había una pequeña recesión, un nicho imperceptible. Era tan pequeño que a duras penas podía contener a una persona. Mi primer pensamiento fue que si pudiera ocultarme en este pequeño espacio, todo mi escepticismo podría disolverse. Este nicho era desconocido para todos. Me podría proporcionar un punto de visión para observar qué sucede con respecto a la Santa LUZ.

Con motivo de esta revelación, me di cuenta de algo muy significativo. Contemplando el imperceptible “cielo” formado por las 43 lámparas, todo el espacio por encima del Santo Sepulcro estaba cubierto con espeso hollín negro. Esta negrura se formaba por el continuo arder de las luces de las vigilias y las incontables velas encendidas como humildes ofrendas en la Tumba de Cristo. Esto contribuía a la gruesa capa de carbón de la pequeña cúpula que se convirtió en una bendita base para mi plan. Esto me proveyó un medio para ayudar a resolver mi dilema, ya fuera para restaurar mi fe completamente, o en el peor de los casos, para perderla por completo.

Después de este descubrimiento inesperado, fui a ver a mi geronta, el padre Anatolios. Tras describirle la terrible acumulación de hollín en la cúpula, expresé mi deseo de eliminar las muchas capas de carbón acumuladas allí. Le conté que es imposible darse cuenta de la cantidad de polvo y hollín que recubre la cúpula. Esta condición totalmente inaceptable permanece invisible a causa de las lámparas. Añadí que es terriblemente peligroso, porque con una gran posibilidad de que una parte del hollín se desprendiera, este caería sobre la Tumba. Ahora, si sucede durante el momento en el que no hay Divina Liturgia, pues bien. Pero, ¿y si sucede durante la Liturgia?. Añadí muchas otras justificaciones, aunque siempre, con la intención de lograr mi plan. Sin embargo, cada vez que mencionaba mi voluntad de limpiar la cúpula, mi geronta me ofrecía una firme negativa.

“Tal acto, nunca”, decía con un tono de voz severa. “No tales manejos de un solo lado”. Los de otras fes, los armenios, los latinos y los coptos, plantearán inconvenientes inesperados. Exigirán derechos y peticiones irracionales que darán lugar a resultados imprevistos e indeterminados”.

Tras el rechazo de mi geronta, que era principalmente responsable, yo, como su asistente, me conformé.

Me fui, no con la intención de desviarme de mi plan, sino de regresar con más perseverancia. Mi petición, hecha por segunda vez, y con el mismo propósito, tuvo como resultado la misma negativa firme e inmutable. Mi plan, en su primera etapa, era eliminar el hollín en la parte que no se veía de la Santa Tumba. La segunda parte de mi plan, era idear un esquema, para ocultar el interior del Santo Sepulcro. Quería estar seguro de ver con mis propios ojos lo que sucedía con respecto a la leyenda del milagro de la Santa Luz. Hablar y predicar la verdad, o ser contado entre los que no creen y los que declaran que todo es un truco, una burla, una historia falsa y muchas cosas semejantes.
EL PASO FINAL PARA EL ÉXITO DE MI PLAN

Tras muchos días de suplicarle a mi geronta, el padre Anatolios, me despedía con su rechazo habitual. Finalmente, encontré una nueva forma de lograr mi plan. Era un paso desesperado, muy atrevido y peligroso, pero muy efectivo. Debéis tener en cuenta que la Divina Liturgia se oficia en la sagrada Tumba todos los días. Los santos utensilios (la patena, el cáliz, los velos y otros utensilios), están puestos sobre la losa de mármol que cubre la Tumba. por tanto, el Santo Sepulcro se usa como una Mesa de Oblación, como un altar para los Santos Dones. En todas las Divinas Liturgias, el jerarca celebrante o el sacerdote, está de rodillas.

Esto presentaba una oportunidad favorable. Preparé en secreto un trozo de tela, una especie de toldo o baldaquín, para que tuviera las dimensiones del Sepulcro. Entonces coloqué clavos especiales listos para recibir este baldaquín improvisado con pequeños ganchos. Después, quité el hollín de la cúpula y la rocié por los lados de las lámparas, para que al menor movimiento, cayera. Este hollín empezaría a caer sobre el sacerdote celebrante durante la preparación o celebración de la Divina Liturgia.

Mi plan estaba dispuestos de tal forma que forzara a mi geronta a estar de acuerdo con él: es decir, era absolutamente necesario quitar este polvo negro. Ahora estaría convencido y me permitiría seguir adelante y limpiar la cúpula de la Santa Tumba. Yo, mientras tanto, prepararía mi lugar oculto en el niño para poder ver el milagro de la Santa LUZ.

Un día, cuando todo estaba preparado, el sacerdote ortodoxo entró para celebrar la Divina Liturgia. Cuando empezó a preparar la Liturgia, por la gracia divina, mi plan se puso en acción. Un pequeño movimiento de la lámpara fue capaz de sacudir el polvo negro que cayó sobre el mármol de la Tumba.

Entonces, el sacerdote celebrante comenzó a protestar y a culparme a mí. Quería hacer caer la responsabilidad y su indignación sobre mis espaldas, diciendo que yo era responsable de tal accidente.

Yo, con calma y apatía acepté toda la culpa. No dije nada. Inmediatamente me acerqué como si yo no supiera nada de lo que había sucedido. Tan pronto como me mostró la ceniza que caía de las lámparas de la Santa Tumba, permanecí escéptico por un momento. Entonces desplegué el baldaquín y lo puse sobre los clavos para que colgara bajo las lámparas e impidiera que cayera más hollín sobre el altar.

Hablaba diciéndome a mí mismo: “Sólo vosotros sois los responsables, todos vosotros, uno tras otro, porque no me permitisteis limpiar este polvo negro”. Al mismo tiempo, la Liturgia de los ortodoxos llegó a su fin.

El sacerdote armenio llegó para celebrar su liturgia, pero Yo, al mismo tiempo había quitado el baldaquín. Ahora, las 43 lámparas eran libres para que dejaran caer el hollín. Entonces, nuevamente sucedió como si una mano invisible moviera las lámparas y el hollín negro cayera continuamente. El sacerdote armenio, a causa de su condición, se vio forzado a salir. No podía celebrar en absoluto. Los latinos se sometieron a la misma prueba. Al mismo tiempo, estos hechos fueron conocidos por todos. Cuando las otras fes se convencieron de que era difícil celebrar la Divina Liturgia, se fueron. Al día siguiente se formularon decisiones precisas. Todos ellos, los ortodoxos, los armenios, los latinos y los coptos, decidieron que el Santo Sepulcro debía ser limpiado. Mi alegría era inimaginable. Mi plan estaba tomando forma. Su ejecución era segura. Mi geronta me llamó y me dijo: “Tenías razón. Sin embargo, no era fácil para mí tomar la iniciativa de que limpiaras la cúpula. Sabes muy bien que las otras fes también tienen derechos y privilegios. No era fácil para nosotros decidir solos. Ahora que todos están convencidos de que es necesario limpiar el lugar, sigue adelante y continúa con tu trabajo”.

Hice mi postración, le di las gracias, besé su mano y me fui.

Qué contento estaba, diciendo poco. El éxito de mi plan estaba por cumplirse más allá de lo que yo esperaba. Sin demora, comencé mi hercúleo trabajo.

El hollín estaba dispuesto en capas gruesas, como en una antigua chimenea nunca limpiada. Toda la cúpula de la Tumba estaba oculta en esta basta suciedad negra. Cualquiera podía darse cuenta de que durante más de 150 años ninguna mano había tocado o intentado quitar la mancha. Después de un intento personal sobrehumano y la gran labor que ejercí, me esperaba una gran sorpresa. Desde lo profundo del hollín debajo del polvo negro, había un hermoso icono-mosaico bizantino, una rara obra e arte, de Cristo Resucitado con dos ángeles celestiales con vestiduras blancas sentados en la Tumba. Allí, con ellos, estaban las mujeres miróforas, María Magdalena, María, la madre de Santiago y Salomé, y la Santísima Theotokos. Una multitud de ángeles llenaba el fondo de esta obra maestra única. La disposición de las piedras de todos los colores disponía una escena especialmente conmovedora que dejaba sin aliento. Sin embargo, lo más asombroso era el hecho de que esta santa obra de arte estuviera situada en el mismo lugar en el que sucedieron estos hechos divinos.

Después de completar mi fatigoso trabajo, las visitas comenzaron de nuevo. Toda persona que entraba en la Tumba era presa del asombro y la alegría. La limpieza del espacio y el reluciente icono-mosaico de la Resurrección, llenaban de admiración y entusiasmo a todos los visitantes. Al mismo tiempo, yo era felicitado por todos.

Mi geronta, el padre Anatolios, se llenó de satisfacción especial por mi habilidad para eliminar de la Tumba tal cantidad de suciedad. No tenía ni idea de lo que tenía en el almacén para el futuro próximo, la siguiente Pascua. No sabía que durante el tiempo en el que limpiaba la Tumba, tracé con detalle un esquema temerario con detalles exactos que quedaba por ser ejecutado.

De todos los visitantes, el patriarca fue quien expresó la mayor satisfacción. Pidió mi presencia, y me honró, en reconocimiento por mis esfuerzos, con una medalla del patriarcado. Fue verdaderamente un gesto inusual , porque este símbolo religioso que representa a los santos Constantino y Elena era dado sólo en ocasiones muy especiales. Esta condecoración del año 1926, me estimuló.

Pasaron los días y las semanas, y finalmente pasaron delante de mí los meses hasta que llegó la Gran Cuaresma del año 1926. Mi plan, a pesar de lo peligroso y temerario que era, debía ser ejecutado a toda costa en secreto y con toda precaución. Sin embargo, había una tremendo obstáculo, mi ausencia. ¿Cómo era posible para mí, no estar presente el Sábado Santo?. ¿Quién prepararía todos los procedimientos para la ceremonia?. Naturalmente, estaba mi geronta, el padre Anatolios. Sin embargo, el día que comencé mis obligaciones como guardián de la Tumba, él se retiró y tomó otras obligaciones en otro lugar del que no podía irse tan fácilmente. ¿Cómo podría dejar su propia misión, y hacerse cargo de mis obligaciones?.

“Sin embargo”, me decía a mí mismo, “si algo inesperado sucediera, si durante estos días me pusiera enfermo, si no fuera capaz de moverme y salir del hospital o de mi celda, si me fuera imposible servir durante la ceremonia de la Santa Luz, por cualquier razón seria, ¿qué haría él?. ¿No se ofrecería para cubrir la vacante y llevar a cabo mis obligaciones?”.

Estos pensamientos diferentes, uno tras otro, me atormentaban temerosamente. Mi plan debía ser ejecutado. El nicho estaba listo y tenía la posibilidad de protegerme y mantenerme completamente fuera del alcance de la vista. La única cosa que quedaba era idear una razón plausible para mi ausencia durante el Sábado Santo. Mi geronta debía saberlo. Pero necesitaba una excusa seria. Tuve algunos pensamientos. Estudié circunstancias improbables, que me parecían de alguna forma justificadas, y finalmente me acerqué a mi geronta con gran temor y duda.

“Padre santo”, le dije, “he recibido una carta de Grecia, informándome de que durante la Semana Santa, un pariente mío, un coronel, vendrá a visitarme. Se quedará unos pocos días y se irá el Sábado Santo. Me pone en una difícil situación con una petición. Me ha pedido que le ayude con su partida porque no conoce el idioma ni los lugares de aquí. Le prometo que durante el servicio de la Santa LUZ, al menos hacia el final, estaré presente. Sin embargo, estaré ausente el Sábado Santo por la mañana hasta ese momento. ¿Me da su bendición, geronta?”.

Cuando escuchó mi petición, se levantó de su silla, y con una austeridad sin precedentes, me dijo: “Siempre pides las cosas más difíciles e inapropiadas. El día del Sábado Santo estamos literalmente ahogados con tareas y responsabilidades, ¿y me pides estar ausente?. Lo único que te pido es que no me repitas lo que me estás diciendo ahora”.

Sus palabras fueron estrictas. El tono de su voz no permitía ninguna discusión. Con su negativa, me fui. Sin embargo, al día siguiente, regresé con gran vacilación. Durante el transcurso de nuestra discusión, que se desarrolló sobre diferentes temas, repetí mi petición. La respuesta fue una firme negativa. Pero se repitió este tema todos los días hasta el final de la Gran Cuaresma. Entonces, mis ruegos estuvieron acompañados con lágrimas, y mis lágrimas, con fervientes oraciones. Rezaba a Dios para que iluminara a mi geronta y me diera permiso para estar ausente.

Vencí tras mi perseverancia y mis continuas oraciones. Inesperadamente, en vez de su negativa, me dijo: “¿Prometes que durante el momento de la Santa LUZ estarás presente?”.

“Si”, respondí con certeza, pues estaba seguro de esto. “Entonces, vete con mi bendición. Que Dios te acompañe”.

¿Qué podía añadir a la respuesta de mi geronta?. ¿Mis sentimientos?. ¿Mi alegría?. ¿Mi agonía?. ¿El temor que me conquistó?. ¿Qué?. Pues tras esta decisión, iba a comenzar la ejecución de mi plan final.

Durante aquellos días, (el inicio de la Semana Santa), multitud de peregrinos comenzaron a llenar la Cuidad Santa. Mientras todo estaba dispuesto en mi mente febril, crecía la agitación en mi corazón y las palpitaciones en todo mi cuerpo llegaban a un punto insoportable. La fase final de mi plan aún permanecía sin solución. ¿Cómo y de qué forma subiría al nicho sin ser visto?. Naturalmente, utilizaría alguna especie de escalera. Sin embargo, después, ¿cómo quitaría esta escalera?. No me sería posible subir y al mismo tiempo quitarla. La dificultad sólo la resolvería y alguien quitara la escalera después de que yo subiera a mi lugar oculto. Sin embargo, quienquiera que fuera, sabría que yo estaría en el Santo Sepulcro. Sabría que alguien estaba oculto en el lugar que estaba estrictamente prohibido. El resultado sería terrible. Ya fuera consciente o inconscientemente, revelaría mi paradero. Inmediatamente lo sabrían los responsables. Tendría consecuencias imprevistas. La Ortodoxia sufriría la vergüenza a ojos de los otros credos. La decepción desmoronaría la confianza de la gente en sus creencias. Si todo fracasara, yo seguiría encadenado a obsesivas preguntas y dudas en lo que concierne a la Santa LUZ y mi fe.
LA SOLUCIÓN INESPERADA AL DILEMA

Con todos estos pensamientos me sentí tentado a abandonar todo mi plan, porque los riesgos que corría podían destruir mi objetivo. En el peor momento de mi desesperación, llegó la solución a mi mente. Me acordé de una persona de buen corazón, amable e inocente. Para él sería imposible concebir mis planes, y mucho menos, imaginar la jugada más hábil y audaz de mi vida. Por tanto, decidí acercarme a él.

Esta persona era el portero de la Santa Iglesia de la Resurrección que, cada día, con el uso de una escalera, abría la gran puerta de la Santa Iglesia, por la mañana, y la cerraba por la noche. Era el padre Nikandros, fiel en su deber, que gozaba del respeto y la veneración de todos. Se caracterizaba por su obediencia y su humildad ejemplar. Este simple monje era muy amado, siempre dispuesto, y nunca se negaba a servir a nadie. Me acerqué a él, y tranquilamente, con natural indiferencia, le dije:

“Padre Nikandros, necesito pedirle un favor. Sobre medianoche, después de los oficios del Gran Viernes, ¿me ayudaría con su escalera para poder inspeccionar las lámparas del Santo Sepulcro?. También necesito comprobar las lámparas de la Santa Piedra. Puesto que soy responsable, quiero evitar cualquier descuido durante el servicio de la Santa LUZ.

Tengo la sensación de que algo no esté como deba, y quiero comprobar todas las lámparas con la escalera. No es necesario que espere hasta que termine. Usted cogerá la escalera y podrá irse. Cuando lo compruebe todo, será fácil para mi bajar. Tengo una forma. No se preocupe”.

El padre Nikandros, sin ningún signo de sospecha sobre lo que yo iba a hacer, aceptó mi petición.
                      VI LA SANTA LUZ

Eran exactamente las 12:30 de la medianoche del Gran Viernes hacia el Sábado Santo del año 1926. Mis necesidades consistían en una linterna y un pequeño recipiente con agua, a penas suficiente para saciar mi sed durante las largas horas de confinamiento en el nicho. Estaba seguro de que mi plan sería coronado con éxito. Mi confianza inicial cambió gradualmente a cierto temor, pero predominaba ahora la determinación.

Cuando todo estaba preparado, llamé al padre Nikandros, que sin retraso trajo la escalera. La aseguré, subí y le dije: “Llévese la escalera. Tan pronto como acabe, bajaré”. Y así fue. No estoy en posición, ni tengo fortaleza para describiros mis sentimientos y el estado psicológico en el que me encontraba. Las horas que viví en esa inolvidable situación, lleno de temor y respeto, son indescriptibles.

El Gran milagro de los Siglos

Al principio, el sudor frío me mojó de la cabeza a los pies. Todo mi cuerpo temblaba y empecé a temblar. Me sentí como alguien que iba a ser ejecutado. Entonces, experimenté un excesivo gran temor, como nunca lo había sentido antes. Incluso hasta hoy aún busco encontrar la razón para aquel pánico. No puedo dar explicación. Mi sensación de impotencia y desconcierto no tenía precedentes. Al mismo tiempo, dentro de mí, una fuerte, intensa y amenazante voz de censura, me llevaba constantemente a la confusión. ¿Quién más se había atrevido a algo similar en el transcurso de los siglos en el cristianismo?. Si, por alguna razón, te sorprenden allí, ¿qué harás?. ¿Qué justificación darás? ¿Qué excusa te atreverás a pronunciar?. ¿Qué, Padre Mitrofanis?”.

A pesar de esos horribles pensamientos que me aterrorizaban, mi perseverancia no desistí. Debía resolver mis dudas. ¿Por qué debería vivir cada día con preguntas y dudas?. Para mi propia satisfacción, quería verificar lo que pasaba, ya fuera llamado un milagro o un engaño, necesitaba saberlo para que pudiera vivir el resto de mi vida en paz y confianza. Sin embargo, debía estar debilitado, porque mi fuerte persistencia, muy pronto estaba en decadencia y mi arrepentimiento se estaba estableciendo.

Empecé a arrepentirme de las cosas que había hecho hasta aquel momento. Sentí que algo me decía forzosamente: “¡Baja rápidamente!. ¿Por qué te enredas en tal situación?. Aún estás a tiempo. En un momento, empezará la Divina Liturgia. Terminará a las 4 de la madrugada. Inmediatamente, vendrán los armenios, y su oficio durará horas. Te verás obligado a estar continuamente en silencio, sereno y en calma. ¿Aguantarás?. Y si no, ¿entonces qué?. Después de los armenios, vendrán los latinos. Hasta las 6:15 de la mañana, cuando terminen su liturgia, no podrás hacer ningún movimiento o sonido. ¿Y si algo te molesta en la garganta y te ves obligado a toser?. ¿Entonces qué?. ¿Y bien?. ¡Ay de ti, y tres veces, ay de ti!. ¿Qué será de ti, padre Mitrofanis?”.

Empecé a lamentarme por mi decisión precipitada e imprudente. Me reprochaba a mí mismo continuamente y me decía repetidamente: “Todo el mundo cree. ¿Quién eres tú para no creer?. Piensa en las consecuencias si te descubren. ¡En qué terrible y difícil posición te encontrarás entonces!”.

Mientras todos estos pensamientos perforaban mi conciencia, mis ojos estaban pegados a mi reloj. Los minutos me parecían días y las horas parecían durar años. Las agujas del reloj, como en venganza por mi imprudencia, rechazaban moverse.

Finalmente, eran las dos en punto de la madrugada del Sábado Santo, cuando el sacerdote ortodoxo vino llegó al Santo Sepulcro para comenzar la Divina Liturgia. Tras la adoración ortodoxa, justamente a las 4 de la mañana, llegó el sacerdote armenio y comenzó inmediatamente su liturgia.

La insoportable fatiga de estar en una posición restringida agravada por la vigilia prolongada, afectó mi escucha. Todo sonido reverberaba por todo mi palpitante y febril cuerpo. La agotadora tensión y el agotamiento de los días previos combinado con la fatiga y la monotonía constantes me llevaron a tener unos mareos inimaginables. Finalmente, terminó el servicio armenio y llegaron los latinos. Para mantenerme alerta y despierto, seguí y observé muy de cerca lo que ocurría durante la duración de cada liturgia. Vi panes sin levadura, delgados y redondos, utilizados como Cuerpo de Cristo, en vez del pan que usamos los ortodoxos. Con la respiración calmada, me senté pacientemente. La necesidad de toser era innecesaria ya que tenía buena salud, pero mi boca estaba seca por la agonía. Sólo de vez en cuando ponía un poco de agua en mis labios para refrescarlos y humedecerlos.

A las 6:15 de la mañana del Sábado Santo, el último de los latinos se fue y el Santo Sepulcro fue entregado a mi geronta, el padre Anatolios.

Imaginaos el sobresalto que habría tenido si hubiera sabido que estaba allí a su alcance. En verdad, ¿qué habría pasado?. ¡Qué terrible reacción podría surgir si supiera que mis ruegos y lágrimas eran una monstruosa mentira, una mentira a la que me vi forzado a recurrir para pacificar mi duda!.

Inmediatamente, empezaron los preparativos, que en otras circunstancias yo habría el primero en llevarlas a cabo. El padre Anatolios apagó, una tras otra, las 43 lámparas del Santo Sepulcro. Entonces, fue a la entrada de la Tumba, donde estaba la Santa Piedra. Allí se ocupó de tener el sello de cera listo.

No hubo retraso en esta preparación, porque a las 11 en punto, se haría la búsqueda de cualquier instrumento capaz de encender. Inmediatamente después, las puertas de la Tumba serían selladas. Exactamente a las 12 del medio día, el Santo Sepulcro sería abierto. Cada Sábado Santo, esta rutina era hecha con atención en cada detalle. Yo estaba al tanto de todos los movimientos. A las 11 en punto, cuando la Tumba fue sellada, yo estaba completamente a oscuras. Encendí la linterna que tenía conmigo y vi en la Tumba la santa lámpara. La vi, esperando que una mano invisible le diera LUZ. Junto a ella, vi el Libro de Oración cerrado, excepto por una gruesa vena entre algunas páginas que permitiría un fácil acceso a las suplicas especiales. Apagué la linterna. Mi agonía llegaba a su clímax. Recé a Cristo.

“Señor, Tú conoces las razones de mi decisión de estar en este improbable apuro. Todo surgió por las dudas que me atormentan y me debilitan en mi fe. He imitado a tu elegido y amado Tomás. No quiso creer cuando los otros discípulos le confirmaron Tu Resurrección. En su lugar, él quiso ver por sí mismo y tocar tus heridas, y entonces, convencerse.

Yo, más débil que Tu incrédulo Tomás, te suplico ver con mis ojos lo que tiene lugar con respecto a la Santa LUZ. Oh Señor, Tú conoces mi fe, tal y como es. Mi amor no escapa a Tu omnisciencia. Mi Señor y Dios, hazme digno de ver lo que sucede para que la fe reemplace a la incredulidad. Además, incluso Tus discípulos te pidieron seguridad aunque fueron testigos de innumerables milagros. Ellos dijeron: “Añádenos fe” (Lucas 17:5)”.

Cuando terminé mi oración, encendí de nuevo la linterna para ver la Santa Tumba. La luz caía precisamente sobre la vela. “Oh, esa vela”, dije. “¿Qué está haciendo aquí esta vela?”. En un momento, interrumpí mi monólogo, porque noté que la puerta del Santo Sepulcro se abría. Con un rápido vistazo, vi que eran exactamente las 12 en punto del medio día. La agonía empezó a vencerme de nuevo, y mi corazón multiplicaba sus latidos tan rápidamente que pensé que se saldría de mi pecho. Sentí una fuerte presión sobre mí. Estaba a punto de desmayarme. Intenté controlarme con todas mis fuerzas y dar valor a mi tembloroso cuerpo. El sonido de los pasos dentro de la primera cámara de la Santa Piedra me sobrecogió. Durante un breve momento, noté la silueta del patriarca, que se agachó con el fin de entrar en el espacio de la Tumba Vivificante.

Mi excitación había alcanzado un punto temible. Sin embargo, estaba tan inmerso en un silencio interminable que a penas podía escuchar mi propia respiración. De repente se oyó el silbido de un viento suave. Era similar a una fina brisa de viento. E inmediatamente una visión inolvidable, una LUZ azul llenó toda la Tumba. Aquella LUZ azul daba vueltas y vueltas, como un fuerte torbellino, cuya fuerza puede desarraigar los árboles más altos, cogerlos y lanzarlos. La inquieta LUZ azul giraba a la velocidad del rayo y luego los movimientos fueron más lentos.

——————————–

Dentro de la luz vi muy claramente al patriarca. Las gotas de sudor caían por su rostro. Mientras estaba de rodillas, puso su dedo en la abertura del santo libro donde estaba la “vela”. Mientras tanto, colocó sobre la Tumba cuatro manojos, cada uno con 33 velas. Cuando la misteriosa LUZ cambió a un brillo estable, el patriarca abrió la página de la “vela” y empezó a leer las oraciones.

Entonces, la calmada LUZ azul, comenzó un movimiento inquieto. Era un torbellino inimaginable e indescriptible, más fuerte que el primero. Inmediatamente, comenzó a cambiar su color a una LUZ totalmente blanca, como en la Transfiguración de Cristo (Mateo 17:2). Gradualmente, la LUZ blanca empezó a tomar forma de un disco, brillante como el sol, y se detuvo inmóvil precisamente sobre la cabeza del patriarca. Vi al patriarca coger con sus manos los manojos de velas. Los levantó y esperó. Estaba esperando la llegada de la esquiva LUZ de Dios. Mientras levantaba sus manos lentamente, no muy por encima de la altura de su cabeza, instantáneamente, como si estuviera tocando un horno encendido, la santa lámpara y los cuatro manojos de velas se encendieron. En un instante, ese disco brillante desapareció ante mí.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Sentí escalofríos en mi columna mientras todo mi cuerpo ardía. Tuve la sensación de que me envolvían las llamas salvajes de un horno incandescente. Todo mi cuerpo estaba empapado de sudor, mientras que mi mente, mi corazón y mi alma parecía paralizados por la revelación celestial de la Santa LUZ.

El patriarca, profundamente conmovido, y en estado de gozo, salió. Por reverencia al santo espacio de la Tumba, inclinó su cabeza y salió hacia atrás para entrar en la cámara de la Santa Piedra. En sus manos estaban los manojos de velas encendidas por las llamas de la divina LUZ. ¡Aquí estaba la evidencia de la Gracia en su gloria!.

Ahora era el momento para que el primer manojo de velas fuera presentado al prelado ortodoxo. Por alegría, fue llevado a hombros de los fieles para llevar la LUZ a toda la Iglesia de la Resurrección. De su mano, la LUZ pasó a toda la gente, que clamaba tener sus velas encendidas por la santa LLAMA.

Los prelados armenios, los latinos y los coptos recibieron sus manojos de velas encendidas, y a su vez, distribuyeron la santa LLAMA a sus seguidores.

Las campanas de la Santa Iglesia de la Resurrección comenzaron a sonar jubilosamente mientras que toda la gente, eufórica y jubilosa, empezó a cantar con fervor himnos de alabanzas y gratitud a Cristo Resucitado.

El repique de campanas, que sonaba como las trompetas del cielo, proclamaba a los fieles el mensaje de la Resurrección, “¡que el Señor en verdad ha resucitado!”.

Durante el momento de gran alegría y con la excitación de la gente entusiasta, vi una oportunidad. Sin perder tiempo y tras un rápido vistazo, salté del nicho y bajé al espacio de la Santa Tumba. inmediatamente cogí la santa lámpara y el santo libro de oraciones del que era responsable, así como de la gruesa “vela” que había sido usada sólo como marcador de la página de oraciones. En un momento, aparecí ante mi geronta, el padre Anatolios. Él, asombrado por mi inesperada presencia, me preguntó: “¿Cómo has llegado aquí, padre Mitrofanis?”. “¿No me vio, geronta?. Estaba cerca de usted. Estaba a su lado. Prometí que estaría aquí a tiempo y aquí estoy!”.

Ahora, amigos míos, si podéis poneros en mi lugar, y si podéis percibir la gama de sensaciones que percibió mi alma, entonces, dejadme comparar dos Pascuas para vosotros, la de 1925 y la de 1926. Así como fue grandísima la tristeza que sentí en la Pascua del año anterior, así fue mucho mayor la alegría que sentí en la Pascua siguiente. Así como mi fe era inconmovible el pasado Sábado Santo, mucho más ferviente y fuerte fue en la Pascua siguiente. Allí donde mis ojos se volvían, en cualquier dirección, dentro y fuera de la Iglesia de la Resurrección, en todos lados veía ante mí, la LUZ Azul Celestial. La veía inquieta y vibrante con una increíble velocidad.

En todas partes escuchaba su débil pero penetrante torbellino, y sentía su delicado aliento fresco tocándome. Su gracia celestial me ensombrecía. La visitación del Espíritu Santo me llenaba, aunque me sentía tan indigno.

Inmediatamente, todo mi ser fue transportado a la habitación superior de Sión, allí donde los discípulos estaban reunidos y esperaban el don de lo alto, del Espíritu Santo.

El temor que se apoderó de mí, llenaba mi alma con un gozo inexpresable y mantenía mi mente en el Divino Hecho. Mediante mi imaginación seguí la visión celestial. Continuamente veía la inquieta presencia de la misteriosa y ultramundana LUZ azul llenando la Santa Tumba con su resplandor único, iluminando todo el entorno. Vi su blanca transformación y su cambio a un brillante disco de un día de verano.

Nuevamente regresé a la habitación superior de los discípulos. Traje a mi mente la infinita quietud y su espera. De repente, escuché que “ sobrevino del cielo como un viento que soplaba con ímpetu” (Hechos 2:2).

Sí, la habitación superior se transformó en un lugar para el descenso del Espíritu Santo. Para mí, la Santa Tumba sustituyó a la habitación superior. Allí, “en forma de lenguas de fuego”, aquí, en la Santa LUZ. Allí, la gracia se distribuyó a los discípulos, aquí, a la multitud de los fieles.

Pasó mucho tiempo. Sin embargo, no tenía el poder o la intención de despedir de mi mente la visión celestial. El maravilloso gozo no se iría de mi alma. Continuamente repetía: “Gloria a Ti, oh Dios”. A veces, mientras pensaba en la paciencia de Dios, con vergüenza y remordimiento, me reprendía a mí mismo por las dudas y por mi persistencia en ser testigo para creer. En Su infinito Amor, Él me concedió lo que quería y satisfizo el anhelo de mi alma.

Otros también han visto la Santa LUZ, en el santo día de Sábado Santo, mas sin embargo, no de la misma forma. Cada uno, según el grado de su fe, es hecho digno de esta visión. Algunos ven la Santa LUZ como un rayo de luz similar a un relámpago. Otros, ven la Santa Tumba rodeada de llamas. Otros, vez una pequeña LUZ, como la de una estrella brillante.

También hay no creyentes que van durante el Sábado Santo a la Iglesia de la Resurrección y piden ver la Santa Luz. Esta gente ingenua no comprende que todo depende de la fe. Puesto que no creen, malinterpretan y hablan despectivamente de todo lo que ocurre. Esto refleja el vacío en sus almas. Todo lo que quieren, es discutir con los que creen.
  MI CONCIENCIA CULPABLE Y MI       CONFESIÓN

“Alguien pensaría”, continuó el padre Mitrofanis, “que el mismo gozo y los mismos sentimientos espirituales me seguirían para siempre. Yo pensaba que la vida seguiría como de costumbre, sin que yo mencionara a nadie lo que hice y lo que contemplé. Sin embargo, después de varios días, mi alegría fue desplazada por un penoso e incesante remordimiento. Eventualmente me afligí con una tenaz melancolía que parecía luchar contra mí y extinguir mi gozo sublime. Poco a poco, estos sentimientos opuestos empezaron a despertar en mí una conciencia culpable, tan fuerte, que no era capaz de eliminarnos y encontrar algún grado de serenidad.

¡Qué he hecho!, me decía a mi mismo. ¿Qué hice tan irreflexivamente? ¿Cómo pude atreverme a algo tan estrictamente prohibido como para ocultarme en la capilla del Santo Sepulcro?. ¿Qué hay de todas las mentiras que utilicé para triunfar en mi plan?. ¿No es esto otro temible pecado?.

“Sí, un temible pecado”, una voz extraña se oyó resonar en todo mi ser.

“¿Y qué debo hacer?”.

“Debes ir a la confesión”, repetía la voz. “Debes ir a la confesión y debes ir al patriarca mismo”.

Inmediatamente tomé una firme decisión. Sin embargo, era presa del temor y me detuve en mi resolución.

Con estos sentimientos de mi lucha personal interna, la alegría se fue completamente de mí. Las lágrimas surgieron en mí y lloraba todo el tiempo. Durante cuarenta días estuve luchando por conquistar el temor y la consternación que me atormentaba. Cada día me acercaba a la puerta del patriarca, dispuesto a llamar. Sabía que debía avanzar hacia mi arrepentimiento, pero el temor y las palpitaciones siempre me hacían volverme. Este temor era tan poderoso e inflexible que me impedía obrar mi decisión.

Mis hermanos monjes se dieron cuenta. Estaban preocupados. El semblante triste de mi cara y las continuas lágrimas me traicionaron. Todos querían saber cuál era el problema. Se acercaban a mí para saber la razón de mi angustia. Cuando escucharon que algo serio me había pasado, me aconsejaron ir a la confesión. Les dije que debía ir al patriarca. Me aconsejaron un padre confesor más capaz, pero yo era firme sobre confesar con el santo patriarca.

No pasó mucho tiempo antes de que mi insana condición fuera conocida por el patriarca. Cuando escuchó de otros que yo quería visitarle, inmediatamente envió un mensaje diciéndome que me recibiría. Ahora, sólo quedaba la determinación y el valor para fortalecerme para el encuentro.

Tenía que poner fin a mi prolongada angustia. Por esta razón, y sin más retraso, decidí visitar al santo padre.

Me acerqué a la oficina del patriarca lentamente y con gran vacilación. El terror se apoderó de mí. No sabía a qué me enfrentaba. Mi corazón comenzó a latir furiosamente. Mis rodillas temblaban. Finalmente, levanté mi mano para llamar a la puerta y tímidamente, por decirlo así, entré. Hasta ahora, la necesidad de retirarme había disminuido y sentía que en ese momento podía cumplir un deber que mi conciencia me había impuesto. Tan pronto como me puse frente al santo geronta, me puse de rodillas y comencé a llorar, tanto, que era incapaz de hablar. “Acércate, hijo mío”, escuché decir al patriarca. “¿Por qué tantas lágrimas?. ¿Has matado a alguien?. Acércate. La confesión y el arrepentimiento sincero lo absuelve todo. Cristo fue crucificado para permitir que todos, justos e injustos, se arrepintieran de sus pecados y entraran en Su Reino. La confesión es un gran sacramento”.

Cuando escuché estas consoladoras palabras, “que la confesión y el arrepentimiento sincero lo perdona todo”, me fortalecí. El peso que oprimía mi alma se fue, tan pronto como pude decir: “santo padre, preferiría mil veces haber matado a alguien que lo que he hecho”.

Cuando el patriarca escuchó estas palabras, me preguntó con asombro y aún, con solicitud: “¿QUÉ ES EL FUEGO SANTO entonces, hijo mío, que has hecho y has creado en mí tal suspense?. ¿QUÉ ES EL FUEGO SANTO?. Confiesa para que tu conciencia pueda aliviarse y tu alma sea liberada del dolor de la culpa”.

Mi santo geronta, tracé un peligroso y prohibido plan. Lo que hice, y las mentiras que dije para triunfar fueron tremendas. Viví semanas y días en agonía y temor. Tras tener éxito y superar muchos obstáculos, me oculté dentro del Santo Sepulcro. Nadie, absolutamente nadie, lo supo.

Tras escuchar mi confesión, el patriarca estaba tan asombrado que su rostro cambió de color y sus ojos expresaron una temible inquietud. Se levantó de su silla, con sus manos levantadas y con una voz de temor, exclamó: “¿Cómo te atreviste a tal acato, hijo mío?”. Mi trémula voz respondió: “Para apaciguar mis dudas y para apartar mi alma de la incredulidad, santo padre. Tenía que ver por mí mismo la autenticidad de la Santa LUZ. Quería comprobar por mí mismo la aparición espontánea de la Divina LUZ”.

Aunque debía tener una mirada atemorizada en mi rostro, sentí calma y mi respuesta, con optimismo, fue convincente. Por mi parte, no se hacía evidente ninguna expresión de desesperación.

El santo geronta, recuperándose de la inesperada y sorprendente revelación, pronto se calmó. Cogió su silla y se sentó de nuevo.

Surge una analogía de toda esta escena. Así como un mar tempestuoso despierta el temor y la desesperación en los que navegan, así me sentía cuando tuve mi encuentro con el santo geronta. Sin embargo, cuando la tormenta se calma y prevalecen las aguas tranquilas, así fue cuando el patriarca recuperó su compostura. Con gentil afección paternal, y también con gran perplejidad, me preguntó: “¿Cómo fuiste capaz de ocultarte en el Santo Sepulcro, ya que no hay ningún espacio para ocultar nada?”.

“Santo padre, lo conseguí escondiéndome en un nicho que descubrí. ¿Recuerda cuánta confusión y dificultad hubo con la necesidad de la limpieza inmediata de la Santa Tumba?. Emprendí esta tarea increíblemente difícil. Puesto que hice todo lo posible para llevar a término esta obra, descubrí un pequeño espacio en un rincón bajo la cúpula. Con gran dificultad podía ocultarse una persona pequeña. Yaciendo en un lado con gran esfuerzo para no caer, permanecí allí oculto desde medianoche del Santo Viernes. Llevaba conmigo un poco de agua y una pequeña linterna que utilizaba de vez en cuando. Quería saber porqué la vela que estaba en la página del santo libro era necesaria.

En un momento determinado, sin darme cuenta, y mientras temblaba de miedo, accidentalmente apreté el botón de la linterna, y de repente, hubo una iluminación instantánea del Santo Sepulcro. Usted se dio cuenta, lo sé”.

“¡Sí, hijo mío. Sí!. Me di cuenta de esto y me sobrecogió el temor. De hecho, mencioné este incidente en el santo sínodo durante su reunión”.

“Por esta razón, santo geronta, y por todo lo que he hecho, tenía que confesar. Ya no podía soportar el pecado de mi conciencia”.

“Tras esto, ¿qué viste, hijo mío?”, me preguntó el santo geronta.

“Santo geronta, vi la Santa LUZ”. Se la describí con gran detalle, y todo lo que contemplé. El patriarca se hacía continuamente la señal de la cruz y glorificaba a Dios. Con lágrimas en los ojos, me dijo:

“Yo no vi absolutamente nada, hijo mío. Y lo que te voy a confiar ahora, no lo repetirás a nadie hasta que yo muera”.

Cuando, por la gracia de Dios, soy hecho digno de recibir la Santa LUZ de la Tumba de Cristo Resucitado, me pasa lo siguiente.

Cuando mi conciencia está tranquila y nada ocupa mis pensamientos, nada que tenga el poder de ensombrecer mi tranquilidad y mi devoción por Dios, se apodera de mí un inexpresable gozo. Tan pronto como entro en la Santa Tumba, leo unas pocas líneas del Libro de Oración. Cuando levanto los manojos de velas para la invocación de la LUZ, entonces, por la Gracia de Dios, las lámparas, así como las velas, están encendidas.

Pero si la calma no me acompaña, y no tengo la preparación adecuada y mi devoción a Dios, no tengo ese gozo increíble. Entonces, tan pronto como me inclino para entrar en la Santa Tumba, veo ya la lámpara encendida, y de ella, enciendo las velas.

Vete, por tanto, hijo mío, con mi bendición. Que Dios, que te ha hecho digno de ver la Santa LUZ, esté siempre contigo”.

Después de mi confesión, recibí la bendición. Besé con mucha humildad la santa mano del patriarca y me fui. Desde entonces, he estado lleno de paz y de calma. Desde aquel día continué con firme fe y devoción mis obligaciones. Todos los días daba gracias y glorificaba a Dios. 


LA SEGUNDA REPETICIÓN INÚTIL DE MI ACTO
Pasó el tiempo y los años se sucedieron uno tras otro. Tras mi confesión, la visión de la Santa Luz permanecía inalterada en mi mente y en mi corazón. Nadie conocía mi secreto, excepto el santo patriarca. El Sacramento de la Confesión es inviolable, y por eso, no había forma posible de que fuera revelado.

El año siguiente, 1927, mi geronta, el padre Anatolios, mostraba síntomas de fatiga y signos amenazadores de vejez. Sin embargo, continuaba manteniendo su actitud cordial, gentil y tranquila. Su serenidad procedía de su sentido de humildad en todos sus esfuerzos y ofrecimientos en Tierra Santa para gloria de Dios y de la Fe Ortodoxa.

La poca fortaleza que tenía, gradualmente lo abandonaba, y en pocos días partió hacia el Señor, a Él, que concede a todos según sus obras.

La vida siguió como de costumbre. Cada día realizaba mis tareas con gozo y entusiasmo. Cada Pascua me llenaba con la gloria y la gracia de la Resurrección. Sin embargo, no estaba totalmente satisfecho. Parecía estar buscando la bendición de la Santa LUZ en la forma en la que la había experimentado mediante la Divina dispensación del Sábado Santo del año 1926. Cada año, cuando llegaba ese día, revivía el misterioso fenómeno como lo contemplé entonces. Con ansia intenté contemplar de nuevo incluso el menor rayo de lo que se me apareció en aquel tiempo. Lo único que podía ver ahora era a los prelados dando la Santa LUZ a los miles de peregrinos. Echaba de menos la experiencia en la santidad prohibida del Santo Sepulcro.

Debo admitir que me daban alegría muchos hechos, particularmente aquel en el que el jerarca ortodoxo, con la Santa Luz, era llevado a hombres de los fieles por la Iglesia de la Resurrección. Cuando todos tenían sus velas encendidas, entonces los jóvenes árabes cristianos de Belén se agregaban a la alegría ferviente. Con una costumbre preservada de generación en generación, esto es lo que ellos hacían:

Varios jóvenes del grupo se ponían a hombros unos de otros y formaban una pirámide. Multitudes llenas de regocijo seguían esta formación, cantando con el acompañamiento de un silbido especial, que proclamaba este verso:

¡Aquí está la LUZ,

Aquí está la VERDAD,

Y aquí está la VIDA eternamente!

Todos seguían con un exuberante entusiasmo recitando himnos a la Santa LUZ. Estas antiguas alabanzas se han perpetuado hasta el tiempo presente. En este océano de júbilo se podía escuchar el estribillo al final de cada verso:

“Cristo es nuestro

Nació en nuestra aldea, Belén”.

Los acontecimientos y sonidos a su alrededor revivían en mí, recuerdos agitadores de mi alma. La aparición de la Santa LUZ impactaba claramente en mí lo que hice y lo que vi en el año 1926, cuando estaba oculto en el nicho sobre el Santo Sepulcro.

La multitud de gente cantando y las campanas sonando por toda la tierra, liberaban una gama de mis sentimientos más ocultos. Por encima de todo nunca dejé de ofrecer mis acciones de gracias (Gloria a Dios, gloria a Dios), por todas las bendiciones que me concedió tan generosamente.

Alguien pensaría que debería estar agradecido y satisfecho, pero cinco años después, deseaba ver de primera mano, la divina LUZ una vez más.

La operación general y supervisión del servicio de la Santa LUZ estaba en mis manos. Decidí trazar el mismo plan, y en el año 1931, me oculté de nuevo en el niño, para ver una vez más la venida de la Santa LUZ.

Todo se hizo en completo secreto y con absoluto éxito. Cuando llegó ese santo momento y el patriarca entró en la Santa Tumba, por alguna razón sufrí un lapso de visión. Cuando fui capaz de ver de nuevo para continuar mi vigilante atención, vi la santa lámpara encendida y las velas encendidas en manos del patriarca.

Me dije a mí mismo: “Pides demasiado, padre Mitrofanis. Dios no es alguien al que se le tiente con deseos, caprichos y dudas. Él te concedió más de lo que merecías cuando buscabas aliviar tu incredulidad. Cuando la duda puso un icono de oro en tu alma, ÉL no te abandonó. Te probó que está cerca de ti y te sigue. Si quieres disfrutar de esta misma bendición, esfuérzate y lucha para obtener Su Reino celestial. Allí, verás con tu fe la gracia celestial de la LUZ. Los elegidos del Reino del cielo verán a Dios mismo, frente a frente. Donde preside la fe, todos verán la fuente de la Santa LUZ.

En este mundo, debemos creer que mediante la fe, vivirás, padre Mitrofanis, mediante la fe te moverás y mediante la fe tendrás tu ser. Por tanto, avanza sin más pruebas peligrosas e inútiles”.
                OTRO TESTIGO NARRA

El padre Mitrofanis continuó: “Viví con estos pensamientos y decisiones hasta el mismo momento en el que os estoy hablando. Aun tan indigno como era, la gracia de Dios y Su paciencia me permitieron la última experiencia sobre esta tierra. Esto lo encerré en mi alma sin que nadie participara. El Sacramento de la confesión selló e secreto y lo guardé desde 1926 hasta 1938, el año en el que el patriarca Damianos se durmió en el Señor. Entonces sentí libertad para expresarme. Estaba libre de los lazos de la confesión, porque el santo geronta me había dicho: “Lo que te voy a confiar ahora, no lo dirás nunca a nadie, hasta que yo muera”.

Entonces, comenzó una nueva era para mí. Siempre que se me daba la oportunidad y el pensamiento de que podía impartir la fe a mis oyentes, revelaba todo lo que Dios me permitió ver.

Todos los días la gente que tenía el mismo escepticismo y las incertidumbres que yo había tenido, acudía a mí. Todo lo aparentemente velado o difícil de definir, genera preguntas y anhelos para el apoyo espiritual. Los Misterios (Sacramentos) de la Iglesia se preocupan de lo divino, y en última instancia, mediante la profunda fe, de la unión con Dios. Finalmente la humildad y la reverencia invitan a la Gracia de Dios a iluminar y eliminar las nubes oscuras de las vacilaciones. Sin embargo, hay hermanos de Tomás que “deben ver para creer”.

“Un tal caso”, continuó el padre Mitrofanis, “apareció de nuevo. Había un monje abisinio que vivía en Tierra Santa. Su nombre era desconocido para mí pero su rostro y su figura permanecerán inolvidables en mi mente. Durante treinta años estuvo atormentado por el misterio de la Santa LUZ. Tenía un profundo anhelo de ver lo que tenía lugar durante el servicio del Sábado Santo. Suplicaba y oraba a Dios. Trazó astutos planes, pero siempre se quedaban sin realizar. No era una cuestión simple pasar los ojos vigilantes de los guardias y de los responsables de la Tumba. Así, se resignaba en su deseo incumplido de ser testigo del milagro”.

En 1960, el obispo Atenagoras, como vicario del patriarca, fue a oficiar la ceremonia de la Santa LUZ. Por la intervención divina, desconocida en sí misma, el monje abisinio aprovechó una oportunidad de cierta confusión, y entró sin ser visto y permaneció sin moverse dentro del pequeño habitáculo de la Santa Piedra. El color oscuro de su piel lo hacía invisible y se hizo uno con la oscuridad del entorno. Antes de que se diera cuenta, fue encerrado dentro cuando la Tumba fue sellada. Se puso de rodillas en un rincón y permaneció muy quieto. Ninguno de los inspectores notó su presencia. Cuando el prelado ortodoxo recibió su manojo de velas encendida, el patriarca estaba listo para dar los manojos de velas a los prelados latinos y armenios. Sólo entonces se notó al incógnito ilegal.

La indignación de estos prelados no tenía precedentes. Ellos temieron por sus privilegios. Empezaron a golpear al desafortunado monje abisinio, pero permaneció tranquilo durante este repentino ataque. Fue como un mártir que, mientras sangraba y sufría penalidades, mantenía una extraña tranquilidad.

“¡Golpeadme”, decía, “tanto como queráis!. Colgadme. Matadme. Cortadme en trozos. Se me ha otorgado la bienaventuranza, que durante treinta años buscaba con todo mi corazón. Sí, vi al patriarca rodeado por una divina LUZ, brillante en su resplandor. Vi toda la Tumba radiantemente iluminada. Ahora soy feliz. Si muero en este momento, moriré en un mar de gozo celestial y de bendición divina”.

Tras este reconocimiento, esta posición valiente y la fe inquebrantable del monje abisinio, los indignados protectores de sus prerrogativas detuvieron su ataque. No prestaron atención a la presencia y al propósito del monje. Nada conmovía sus almas, ni siquiera la fe ardiente de este devoto asceta.

Sólo les preocupaba una cosa, la pérdida de sus derechos dentro de los límites del Santo Sepulcro.
EL MÁRTIR, GUARDIÁN DE TIERRA SANTA. UN NUEVO MÁRTIR

“Mucha gente”, añadió el padre Mitrofanis, no conoce ni los trabajos ni los sacrificios que se hacen por guardar los santos lugares de Tierra Santa. Sólo escuchan sobre el Santo Sepulcro. No conocen cómo son guardados este y otros lugares, y cómo son preservados. Unas pocas centésimas de pulgada constituyen los límites de los inimaginables esfuerzos que hacen los herejes para forzarlos y ocuparlos. Una ligera indiferencia por parte del guardián, o un insignificante descuido son suficientes para que otros credos subyuguen el espacio para adquirir derechos, pedir privilegios, y finalmente controlar sin tener en cuenta a los predecesores ortodoxos.

Debe quedar claro que en toda la Tierra Santa, los otros credos, es decir, los “cristianos” no ortodoxos (armenios, latinos, coptos y protestantes), tienen sus propios derechos de propiedad sobre sus respectivos santuarios, iglesias, capillas, monasterios y retiros. Además, hay mezquitas con sus minaretes para musulmanes, y sinagogas para judíos.

Nadie interfiere en su autoridad sobre esto.

La constante rivalidad entre los ortodoxos y los herejes no debería existir. En su lugar, debería haber respeto y consideración por la infalible precedencia de los ortodoxos que, como herederos de Cristo y de Su Santa Iglesia Apostólica, han guardado las enseñanzas sin corrupción durante 2000 años.

Los mártires de la Ortodoxia y los guardianes han hecho lo posible para que la gente de todos los credos y creencias visiten y adoren en Tierra Santa. Las Santas Órdenes, con espíritu de servicio, con celo y ardor, salvaguardan y mantienen la santidad de todos los santuarios consagrados, monumentos, reliquias, artefactos y todo lo que invite a la veneración. Lo mínimo que se les debe es paz, buena voluntad y no interferencia.

El servicio de la Hermandad del Santo Sepulcro de Jerusalén es incalculable, especialmente últimamente, con la formación del Estado hebreo y el soporte hostil contra Grecia. “Las amenazas”, continuó el padre Mitrofanis, “las llamadas telefónicas anónimas, con el propósito de atemorizar a los monjes, se han multiplicado para hacer salir a los ortodoxos. El motivo es que los santos lugares sean abandonados para que algunos puedan ser convertidos en hoteles y otros sean convertidos en atracciones turísticas manejadas por empleados estatales asalariados, sin tener en cuenta lo espiritual”.

Uno de los mártires recientes que pagó con su vida, su amor por Cristo, fue el padre Filomeno. Era un guardián leal del santo santuario del pozo de Jacob, en Samaria. Sufrió una horrible muerte perpetrada por desconocidos. Amplias pruebas señalaban a los judíos como los asaltantes del monje-mártir. El pueblo ortodoxo de todo el mundo, se alzó contra este espantoso crimen.

(Grecia, durante los años de la ocupación germana fue, sin ninguna duda, defensora de los judíos perseguidos. Los cristianos ortodoxos griegos arriesgaron sus vidas para protegerlos y ocultarlos. Muchas familias griegas sufrieron destrucciones porque ayudaban a los judíos. Es lamentable que, a su vez, los judíos hayan masacrado a inocentes monjes cristianos ortodoxos griegos de Tierra Santa).

Con profunda indignación y con profundo lamento por el asesinato del padre Filomeno, los cristianos ortodoxos de la comunidad griega de Londres publicaron una protesta en memoria del mártir. Aquí tenéis un extracto:

“Un mártir reciente de Cristo es el padre Filomeno, un sacerdote ortodoxo que nació en Lefkosia, Chipre, el 15 de octubre de 1913. Era el hermano gemelo del padre Elpidios, que es un monje asceta de la Santa Montaña del Athos. Ambos, a la edad de 14 años, dedicaron sus vidas a Cristo.

El padre Filomeno se alistó en la Hermandad de Santo Sepulcro en 1934. sirvió en la antigua ciudad de Sicar, en Samaria, a los pies del Monte Guerizim, donde hoy se encuentra la ciudad de Neapolis (Nablus). Allí está el pozo que fue excavado por Jacob y donde tuvo lugar el famoso diálogo entre Cristo y la mujer samaritana (Juan 4:1-42).

En la noche del 29 de noviembre de 1979, unos criminales entraron en el santuario, cogieron al gentil monje, lo maltrataron y lo torturaron. Ante sus hijos profanaron la capilla, la Cruz y el Tabernáculo del Santo Altar. Después lo amordazaron con su estola y lo golpearon con un hacha en forma de cruz. Le sacaron su único ojo sano y le ocultaron el otro. También rompieron su mandíbula inferior cortaron los dedos de su mano derecha. Con el hacha golpearon su pie izquierdo. Al salir del santuario, lanzaron una granada del ejército judío, que lo destruyó todo.

La policía fue avisada, pero hasta hoy no se conoce quien y cuántos eran los asesinos, pero es seguro que eran judíos.

No se permitió a los representantes del patriarca rezar cerca del santo cuerpo del monje, que finalmente fu entregado a ellos seis días después.

El funeral tuvo lugar en la iglesia patriarcal de Santa Tecla, por los padres de la Hermandad. Fue enterrado allí cerca de otros hermanos fallecidos.

Los compatriotas chipriotas del padre Filomeno han sufrido a manos de los judíos durante siglos. En el año 115, los judíos mataron a 240.000 griegos chipriotas para tomar posesión de la isla. Sin embargo, los cristianos no se rindieron. Debe hacerse saber que muchos clérigos de Chipre sirven en Tierra Santa para preservar y proteger todos los sagrados lugares y cosas que se preservan allí”.

Con este epílogo, la comunidad griega de Londres terminaba la declaración y rendía tributo al nuevo mártir de la Ortodoxia, el padre Filomeno. Para estos mártires, guardianes y defensores de la Ortodoxia, elevamos nuestras oraciones fervientes:

“Señor, Tú que naciste, fuiste crucificado, moriste como hombre, fuiste enterrado y resucitaste de entre los muertos para nuestra salvación, Cristo nuestro verdadero Dios, preserva y fortalece a los fieles y humildes guardianes de Tus Santos Lugares, para gloria de Tu Santo Nombre”.

                        CONCLUSIÓN

Desde el tiempo de la Resurrección del Señor hasta hoy, existe división entre la gente con respecto a la divina Persona de Cristo. Algunos son seguidores; algunos son enemigos de nuestro Señor, y en medio, están los que son tibios. En cualquier caso, todos pueden beneficiarse leyendo la historia de las experiencias del padre Mitrofanis.

Para los escépticos se provee una oportunidad para reflexionar y hacer un examen de conciencia. Para los que creen, esta historia fortalece su fe y refuerza más grandemente el amor por Cristo Resucitado. Para los dudosos y para los tibios, el relato de la columna resquebrajada por la LUZ, del padre Mitrofanis, puede encender una chispa de creencia y reconsideración de Dios, de SU AMOR, y SUS milagros.
La Columna Resquebrajada

En el lado izquierdo de la entrada a la Iglesia de la Resurrección, hay tres columnas, una al lado de otra. Una de las columnas está oscurecida y agrietada en la parte inferior. Un relato histórico confirma cómo llegó a resquebrajarse esta columna.

Durante el reina de Salim II, desde el año 1517 en adelante, los armenios quisieron ser los únicos en recibir la Santa LUZ en vez de los ortodoxos, que era quienes la recibían tradicionalmente. En aquel tiempo ocurrió un milagro insólito que nadie fue capaz de discutir.

El contemporáneo que duda podría responder con este argumento aparentemente lógico: “La columna está realmente agrietada y ennegrecida por el humo. ¿Cómo puede provenir el humo de esta LUZ?. La Santa LUZ es la presencia de Dios. Este hecho no es casual ni ninguna confabulación. Los infieles son ciegos a los milagros. Puesto que Dios es Omnisciente, no puede conocer o definir la Voluntad de Dios.

Dios también es LUZ, VIDA y poder VIVIFICANTE. Mediante este poder ilumina y preserva la vida en toda la creación. Pero la LUZ y la fuente de la LUZ (Santiago 1:17), no son sólo el Padre. La LUZ también es el Hijo (Juan 8:12). La LUZ también es el Espíritu Santo, y por esta razón el apóstol San Pablo exhorta a los fieles a caminar en la LUZ del Espíritu Santo (Efesios 5:9).

Vemos a Dios el Padre aparecer como LUZ y como NUBE resplandeciente, y también como fuego con humo. Cuando Moisés ascendió al Monte Sinaí para recibir las tablas de la Ley, hubo rayos y relámpagos, y una gruesa nube sobre la cima, y el Monte Sinaí estaba envuelto en humo porque el Señor descendió sobre él como fuego, y el humo de allí ascendió como el humo de un horno. (Éxodo 19:16-18).

El incrédulo pregunta: “¿Santa LUZ con humo?”. Dios no acepta nuestras órdenes sobre cómo debería aparecer. Dios es independiente. En la columna, se reveló a Sí Mismo “como fuego” con humo, “como el humo de un horno” para testimonio de los incrédulos. En el Monte Sinaí todo está carbonizado y ennegrecido “por los rayos” hasta hoy. Entonces, ¿por qué no debería de estarlo la columna de la entrada de la Iglesia de la Resurrección?.

El incrédulo responde de nuevo: “Esto es un engaño que los sabios han creado para engañar a los ingenuos. Sin embargo, los ‘ingenuos’ no son pocos en número. Son los millones de almas fieles de todo el mundo. Para ellos, la columna es la conciencia y la fe común, de la que surgió la Santa LUZ y luego estalló en una Llama divina para marcar el pilar bendito.
Los Heterodoxos

Antes del servicio de la Santa LUZ (cada Sábado Santo), todos los heterodoxos, (los armenios, latinos, coptos y sirios), junto con los ortodoxos, se acercan con gran humildad para venerar al patriarca, el jerarca que preside de la Ortodoxia. Los no ortodoxos lo reconocen como representante de la verdadera fe y como padre santo de la Iglesia de Jerusalén, la Iglesia, cuyo primer jerarca fue Santiago, el hermano del Señor.

Los heterodoxos aceptan al patriarca con espíritu de sumisión y obediencia. Le conceden respeto y honor. Besan con postración su mano derecha. Ahora viene la pregunta:

“Entonces, ¿es posible para los heterodoxos dar su consentimiento a una ‘representación’ fraudulenta de la LUZ para engañar a los siete o diez mil crédulos peregrinos?. No, los heterodoxos reconocen sin reservas la VERDAD de la Santa LUZ.

Por tanto, hay mucho que decir sobre a autenticidad del milagro del Sábado Santo. Es un hecho indiscutible que los creyentes de otros credos participan fervientemente en este pináculo de la celebración de la Pascua.

                 LA INVESTIGACIÓN

Para eliminar cualquier posibilidad de engaño, los heterodoxos mismos realizan una exhaustiva y extremada inspección dentro y fuera del Santo Sepulcro en busca de cualquier cosa que pueda encender materiales combustibles.

Además, el patriarca es sometido a una búsqueda corporal exhaustiva en presencia de mucha gente. Por tanto, ¿Quién puede ignorar la autenticidad de la Santa LUZ tras los estrictos exámenes de todos los procedimientos?.

Se debe recordar que cuando el patriarca está finalmente listo para entrar en el Santo Sepulcro, no entra solo. Está acompañado por un clérigo armenio monofisita, que sigue cada movimiento con estricta vigilancia a fin de evitar cualquier cosa llamativa en el desarrollo.

Sin embargo, hasta el día de hoy, y después de veinte siglos, no se ha escuchado nada perjudicial, ni se escuchará la menor calumnia a expensas de la VERDAD de la Santa LUZ. Si de vez en cuando se propagan falsos rumores sobre la verdad del milagro, la Verdad prevalece y se disipa la falsedad.

                TESTIGOS OCULARES

Multitud de gente devota con una fuerte y ardiente fe ha visto la divina LUZ. Cada uno, según la medida de su fe, es hecho digno de ser testigo de su manifestación. Hay similitudes sorprendentes en las descripciones de lo que los testigos perciben cuando aparece la LUZ. Alguien podría preguntarse si la gente de diferentes edades y géneros, quizá experimente ilusiones o alucinaciones. Los incrédulos declaran que sólo los que están psicológicamente desequilibrados tienen delirios sobre la LUZ que declaran ver.

Ciertamente no es un caso de histeria colectiva como se evidencia por el hecho de que en cada celebración de la Resurrección en Jerusalén, miles de peregrinos llegan con anticipación al glorioso evento. Cuando la Santa Luz se ve resplandecer en todos los lugares, dentro y fuera del Santo Sepulcro, dentro y fuera de la Iglesia de la Resurrección, en el Gólgota e incluso fuera del área, hay más allá de esta la comprensión, un estallido de entusiasmo, y todos parecen disfrutar de un espíritu de exaltación por el misterioso fenómeno.

                  DUDAS JUSTIFICADAS

Ahora se alza una extraña cuestión. ¿Qué explicación se puede dar a la realidad de que un gran número de personas realmente vea la Santa LUZ, y sin embargo al patriarca que preside le sea negada la visión del fenómeno?.

El celebrante de los misterios de Dios raramente es hecho digno de ver lo que realiza, porque si lo fuera, sería presa de tal temor y terror que quedaría realmente mudo.

Cuando el Profeta Zacarías, durante la hora del incienso, vio al arcángel Gabriel en pie cerca del altar del templo, y “Zacarías se turbó y lo invadió el temor” (Lucas 1:12).

¡Imaginad qué pasaría si un celebrante viera el lado invisible de lo que sucede durante la Oblación en la Santa Mesa o en cualesquiera otros misterios realizados en al Iglesia!. Estaría perplejo exponiendo lo indescriptible. Tal fue el caso de San Pablo y su visita al tercer cielo.

Otra duda razonable que el lector podría tener, es el intento del padre Mitrofanis por contemplar un milagro. Hoy en día alguien podría ocultarse fácilmente en el nicho y, estando de acuerdo con el patriarca, presentar una “llama”. Sin embargo, la colaboración para tal acuerdo secreto no es un asunto simple. El escrutinio exigente de las premisas, evita tal riesgo.

La empresa arriesgada y audaz llevada a cabo por el padre Mitrofanis, estuvo motivada por la creencia y la incredulidad que le asediaban constantemente. Su temerario empeño se hizo porque pensaba que expondría un engaño. Sin embargo, su verificación del milagro reveló su potencial para convertirse en maestro de la Verdad de la Santa LUZ, la Verdad que era posible para silenciar tanto a escépticos como a agnósticos.

Mientras residía en un hogar de ancianos de Tesalónica, el padre Mitrofanis se reunió con el autor. El padre Mitrofanis, rebosante de la gracia celestial, se preparó para encontrarse con la eterna Luz, nuestro Señor Jesús Cristo, en la Nueva Jerusalén.

                               EPÍLOGO

Un sueño noble de cualquier cristiano es viajar a Tierra Santa. Una vez se ha cumplido, incluso bajos circunstancias difíciles, y ha regresado a la comodidad de su hogar, sucede algo inexplicable, incluso años más tarde. Su mente y su corazón son consumidos con el deseo de volver a visitar y adorar de nuevo en los lugares santificados por la presencia de Cristo hace 2000 años.

Por supuesto, hay los que van simplemente por curiosidad como turistas. Si existe una chispa de fe, también ellos desarrollarán el deseo de volver.

Los fieles cristianos que viven una vida espiritual y regresan a la Tumba Vivificante de su Maestro crucificado, son tocados por las palabras del ángel: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?. No está aquí; ha resucitado” (Lucas 24:5-6).

El lugar que el ángel menciona es el centro de la salvación del hombre. De esta Tumba emana toda la Gracia y la Misericordia de Dios para la humanidad. Para la persona de fe, este lugar santísimo del planeta Tierra, no crea dudas, ni provoca vacilaciones o preguntas. Simplemente, hay una creencia en Aquel que fue enterrado y resucitó como vencedor sobre la muerte. El apóstol Pablo dijo: “Y si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe” (1ª Corintios 15:17).

Los enemigos de la Iglesia, los perseguidores y calumniadores del cristianismo, permanecen en silencio ante la indiscutible realidad del esplendor y la grandeza de la Santa LUZ. A pesar de todo lo que digan o hagan, esta LUZ resplandece en todo el universo. Los devotos peregrinos la transportan como una bendición celestial a los lugares más lejanos y la preservan durante todo el año, brillando en sus iglesias y en sus hogares.

Sin embargo, la Santa LUZ no es sólo la fuente de la Gracia divina en Tierra Santa. Es el fenómeno primario que atrae como un imán a todas las almas creyentes. La presencia de Dios en la persona de un humilde Maestro, lo bendijo todo: el sol, el aire, los árboles, las aguas, la tierra, las montañas y las quebradas, las calles y los caminos. Todo lugar nos cuenta la existencia de Cristo aquí, y también sobre sus milagros.

Cada año, gente de todo el mundo se reúne en Jerusalén para encontrar la paz, el gozo y la inspiración. Anhelan estar presentes para participar en la Divina Pasión, ascendiendo por los pasos escarpados hacia el Calvario, y para lamentarse por el sacrificio de nuestro Señor Jesús Cristo en la Cruz. Los que se acercan a la Tumba como lo hicieron las Mujeres Miróforas, se convierten en portadores de honor, amor y lealtad al Señor muerto y enterrado. Finalmente, reciben la Gracia de Cristo Resucitado, el conquistado de la muerte y del pecado.

Durante el servicio de la Santa LUZ, hay una continua y firme oración por la unidad de toda la humanidad. En esta celebración, Dios ilumina las almas receptivas para aceptar y creer en la Verdadera y Pura Fe. La realización de esto dará lugar a la realización de las palabras del Señor: “Y habrá un solo rebaño y un solo pastor” (Juan 10:16). El cumplimiento de “Venga Tu Reino, será evidente cuando las divisiones y discordias surgidas por los cismas, herejías y sectas, sean abandonadas.

Por el Padre Savva Achileos


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