El hombre sentenció a Dios a muerte; por su Resurrección, Él sentenció al hombre a la inmortalidad. A cambio de unos golpes, Él le abraza; por el abuso, una bendición; por la muerte, la inmortalidad. El hombre no había mostrado nunca tanto odio a Dios como cuando lo crucificó, y Dios nunca mostró tanto amor por el hombre como cuando resucitó. Incluso el hombre quiso reducir a Dios como a un mortal, pero Dios, por su resurrección, hizo al hombre inmortal. El Dios crucificado ha resucitado y ha abatido a la muerte. La muerte ya no tiene lugar. La inmortalidad ha cubierto al hombre y a todo el mundo.
Por la resurrección del Dios-Hombre, la naturaleza humana ha sido conducida irreversiblemente al camino de la inmortalidad, y se ha hecho terrible para la muerte misma. Pues antes de la resurrección de Cristo, la muerte era terrible al hombre, pero después de la resurrección de Cristo, el hombre se ha hecho más terrible a la muerte. Cuando el hombre vive por la fe en el Dios-Hombre resucitado, vive sobre la muerte, fuera de su alcance; es el estrado de sus pies:
“¿Dónde quedó, oh muerte tu victoria? ¿Dónde, oh muerte, tu aguijón?” (1ª Corintios 15:55)
Cuando el hombre que pertenece a Cristo muere, simplemente deja a un lado su cuerpo como si fuera una vestidura, del cual se revestirá de nuevo en el día del Temible Juicio.
Antes de la resurrección del Dios-Hombre, la muerte era la segunda naturaleza del hombre: la vida era primera, la muerte segunda. Pero por Su resurrección, el Señor lo cambió todo: la inmortalidad se ha convertido en la segunda naturaleza del hombre, se ha vuelto natural al hombre, y la muerte, en no natural. Así como antes de la resurrección de Cristo, era natural a los hombres ser mortales, también después de la resurrección de Cristo, era natural a los hombres ser inmortales.
Por el pecado, el hombre se hizo mortal y transitorio; por la resurrección del Dios-Hombre, se ha vuelto inmortal y perpetuo. En esto consiste el poder, la fuerza, la omnipotencia de la resurrección de Cristo. Sin esto, no habría Cristianismo. De todos los milagros, este es el más grande. Todos los otros milagros lo tienen como fuente y conducen a la resurrección. Por ella crece la fe, el amor, la esperanza, la oración y el amor por Dios. Mirad: los discípulos fugitivos, habiendo abandonado a Jesús cuando murió, volvieron a Él por Su Resurrección. Mirad: el centurión confesó a Cristo como el Hijo de Dios cuando vio la resurrección de la tumba. Mirad: los primeros cristianos se hicieron cristianos porque el Señor Jesús resucitó, porque la muerte había sido vencida. Esto es lo que ninguna otra fe tiene; esto es lo que eleva al Señor Jesucristo por encima de todos los otros dioses y hombres; esto es lo que, de la forma más indiscutible, muestra y demuestra que Jesucristo es el Único Verdadero Dios y Señor de todo el mundo.
A causa de la Resurrección de Cristo, a causa de Su victoria sobre la muerte, los hombres fueron, continúan siendo, y continuarán siendo cristianos. La historia del cristianismo no es más que la historia de un único milagro, a saber, la Resurrección de Cristo, que se une ininterrumpidamente en los corazones de los cristianos día tras día, año tras año, a través de los siglos, hasta el Temible Juicio.
El hombre no nace, de hecho, cuando su madre lo alumbra al mundo, sino cuando llega a creer en Cristo Resucitado, y entonces nace a la vida eterna, mientras que una madre da a luz hijos para la muerte, para la tumba. La resurrección de Cristo es la madre de todos los cristianos, de todos los inmortales. Por la fe en la Resurrección, el hombre nace de nuevo, nace para la eternidad. “¡Esto es imposible!”, dice el escéptico. Pero escuchad lo que el Dios-Hombre resucitado dice:
“Todo es posible para el que cree” (Marcos 9:23)
El verdadero creyente es el que vive, con todo su corazón, con toda su alma, con todo su ser, según el Evangelio del Señor Jesucristo Resucitado.
La fe es nuestra victoria, por la cual conquistamos la muerte; fe en Cristo Resucitado. “¿Dónde quedó, oh muerte tu victoria? ¿Dónde, oh muerte, tu aguijón?”. El aguijón de la muerte es el pecado. El Señor “eliminó el aguijón de la muerte”. La muerte es una serpiente; el pecado son sus colmillos. Por el pecado, la muerte inyecta su veneno en el alma y en el cuerpo del hombre. Cuantos más pecados tiene el hombre, más mordeduras tendrá por las que la muerte verterá su veneno en él.
Cuando una avispa aguijonea a un hombre, este usa toda su fuerza para extraer el aguijón. Pero cuando el pecado lo hiere, ¿qué se hará con el aguijón de la muerte? Debemos invocar al Señor Jesús Resucitado con fe y oración, para que Él pueda eliminar el aguijón de la muerte de nuestra alma. Él, por su amorosa compasión, lo hará, pues está lleno de misericordia y amor. Cuando muchas avispas atacan el cuerpo del hombre y lo hieren con muchos aguijones, este hombre es envenenado y muere. Lo mismo ocurre con el alma del hombre, cuando muchos pecados lo hieren con sus aguijones: es envenenado y muere con una muerte sin resurrección.
Venciendo al pecado en sí mismo por Cristo, el hombre vence a la muerte. Si habéis vivido el día sin vencer un solo pecado vuestro, sabed que habéis sido encaminados al abismo de la muerte. Venced uno, dos o tres de vuestros pecados y observad: os habréis convertido en el más joven de los jóvenes que no envejecen, jóvenes en inmortalidad y eternidad. No olvidéis que creer en la Resurrección de Cristo significa llevar una lucha continua contra el pecado, contra el maligno, contra la muerte.
Si un hombre lucha contra los pecados y las pasiones, este demuestra que realmente cree en Cristo Resucitado; si lucha contra ellos, lucha por la vida eterna. Si no lucha, su fe es vana. Si la fe del hombre no es una lucha por la inmortalidad y la eternidad, entonces decidme, ¿qué es? Si la fe en Cristo no conduce a la resurrección y a la vida eterna, entonces ¿de qué nos sirve? Si Cristo no resucitó, significa que ni el pecado ni la muerte fueron vencidos; entonces, ¿por qué creer en Cristo?
Mas aquel que por la fe en la resurrección de Cristo lucha contra cada uno de sus pecados será reafirmado en él, gradualmente, el sentimiento de que Cristo en verdad ha resucitado, en verdad ha extraído el aguijón del pecado, en verdad ha vencido a la muerte en todos los frentes del combate. El pecado disminuye gradualmente el alma del hombre, conduciéndola hacia la muerte, transformándola de inmortal a mortal, de incorrupta en corrupta. Cuantos más pecados, más mortal es el hombre. Si el hombre no siente en sí mismo la inmortalidad, sabe que está en el pecado, en malos pensamientos, en sentimientos lánguidos. El cristianismo es una llamada: lucha contra la muerte hasta el último aliento, lucha hasta alcanzar la victoria final. Todo pecado es una deserción; toda pasión es retroceso; todo vicio es una derrota.
No debemos sorprendernos de que los cristianos también mueran corporalmente. Esto es debido a que la muerte del cuerpo es la siembra. El cuerpo mortal es sembrado, dice el apóstol Pablo, y crece, y se convierte en un cuerpo inmortal (1ª Corintios 15:42-44). El cuerpo se disuelve, como una semilla sembrada, para que el Espíritu Santo pueda acelerarlo y perfeccionarlo. Si el Señor Jesucristo no hubiera resucitado en el cuerpo, ¿qué uso tendría para Él? No habría salvado a todos los hombres. Si su cuerpo no resucitó, entonces ¿para qué fue Él encarnado?
¿Por qué se revistió con un cuerpo mortal, si no le concedía nada de Su divinidad?
Si Cristo no resucitó, entonces ¿por qué creer en Él? Para ser honesto, yo nunca habría creído en Él si no hubiera resucitado y no hubiera, así, vencido a la muerte. Nuestro mayor enemigo fue destruido y se nos concedió la inmortalidad. Sin esto, nuestro mundo sería un plano ruidoso de estupidez y desesperación, pues ni el cielo ni bajo el cielo hay tan gran estupidez como en este mundo sin la resurrección; y no hay tan gran desesperación como esta vida sin inmortalidad. No hay ningún ser en este mundo tan miserable como el hombre que no cree en la resurrección de entre los muertos. Más le valdría a ese hombre no haber nacido.
En nuestro mundo humano, la muerte es el mayor tormento y el horror más inhumano. La libertad de este tormento y horror es la salvación. Tal salvación fue otorgada al género humano por el Vencedor de la muerte, el Dios-Hombre Resucitado. Mostró al género humano el misterio de la salvación por su Resurrección. Ser salvado significa asegurar a nuestro cuerpo y a nuestra alma la inmortalidad y la vida eterna. ¿Cómo podemos alcanzarlo? Por ningún otro medio que no sea una vida teantrópica, una nueva vida, una vida en el Señor Resucitado, y por la resurrección del Señor.
Para los cristianos, nuestra vida en la tierra es la escuela en la que aprendemos cómo asegurarnos la resurrección y la vida eterna. Pero, ¿qué utilidad tiene esta vida si no podemos adquirir para ella la vida eterna? Mas, para resucitar con el Señor Jesucristo, el hombre debe primeramente sufrir con Él, y vivir Su vida como la suya. Si hace esto, entonces en Pascua podrá decir con San Gregorio el Teólogo:
“Ayer fui crucificado contigo, hoy vivo contigo; ayer fui enterrado contigo, hoy resucito contigo” (Tropario 2, Oda 3, Maitines de Pascua).
Los cuatro Evangelios de Cristo puede resumirse en estas pocas palabras:
“¡Cristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!”
Cada una de estas palabras es un Evangelio, y en los cuatro Evangelios está el significado del mundo de Dios, visible e invisible. Cuando todo conocimiento y todo pensamiento de los hombres estén concentrados en el clamor del saludo pascual: ¡Cristo ha resucitado!, el gozo inmortal acogerá a todos los seres y responderán con júbilo: ¡En verdad ha resucitado!.
Cristo ha resucitado de entre los muertos, por su muerte ha vencido a la muerte, y a los que estaban en los sepulcros les ha dado la vida.
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