El cisma entre Bizancio y Roma ha sido, sin duda alguna, el evento más trágico en la historia de la Iglesia; el mundo cristiano se rompió en dos mitades, y esta escisión, que todavía duele, ha determinado en gran medida el destino del Oriente, como el del Occidente. La Iglesia de Oriente, que es esencialmente la verdadera Iglesia de Cristo, ha visto limitado su campo cultural y geográfico de acción, dando lugar a que históricamente se le confunda únicamente con el mundo bizantino.
En cuanto a la Iglesia de Occidente, ha perdido el equilibrio doctrinario y eclesial del cristianismo primario, y este desequilibrio también dio lugar a la Reforma del siglo XVI.
En los orígenes del cisma se encuentra, vinculados indisolublemente, causas o motivos teológicos y no-teológicos, pero vamos a ver que las razones propiamente “teológicas” resultan finalmente determinantes, porque impiden la solución de las dificultades aparecidas y provocan que las tentativas de reunificación fracasen. Ellas constituyen, hasta el día de hoy, el mayor obstáculo en el que tropieza la buena voluntad ecuménica.
Comenzando ya desde el siglo IV, entre Oriente y Occidente cristianos se sentía una tensión eclesiástica respecto al status del Papa romano en la Iglesia. Esta latente tensión siguió creciendo a lo largo del tiempo, transformándose, algunos siglos más tarde, en una oposición abierta.
La disputa tiene como fondo político la aparición, en Occidente, del Imperio Carolingio y el conflicto estalla cuando los intereses políticos de aquel Imperio franco se unen a las pretensiones de jurisdicción universal del Papa, asunto que no compartían los bizantinos*.
A finales del siglo VIII, Carlomagno, rey franco, comenzó a hacer públicas sus pretensiones de adquirir el título de “emperador romano”. Al no obtener el reconocimiento de Bizancio, decidió destruir la autoridad de Constantinopla. Uno de los medios a los que recurrió, fue a las acusaciones de herejía: el emperador de Oriente no podría aspirar a suceder a los emperadores cristianos, porque “rinde veneración a los íconos y confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre a través del Hijo” y no “del Padre y del Hijo”. Estas acusaciones, aducidas por Carlomagno en sus célebres “Libros carolinos” dirigidas al Papa en el año 792, se oponían claramente a las decisiones del séptimo Sínodo Ecuménico de Nicea (787) y abrían la interminable controversia greco-latina sobre el Filioque (expresión en latín agregada al Credo, en la fórmula “…y en el Espíritu Santo, que procede del Padre…”; con el término "Filioque" se agrega “y del Hijo”, algo que no existía en el Credo original). Muchos otros obispos y teólogos francos se lanzaron entonces en la controversia, patrocinados por la corte de Aix-la-Chapelle (Aquisgrán, en español. N. del T.).
Felizmente, la Iglesia de Roma, aceptando el patrocinio político que Carlos I le ofrecía, se opuso con vehemencia a los ataques doctrinarios en contra de Oriente. Los papas Adrián I (772-795) y Leon III (795-816) actuaron en protección del Sínodo de Nicea y rechazaron con fuerza la introducción del Filioque en el Credo. Aún así, en la noche de Navidad del año 800, el Papa Leon III coronó en Roma como “emperador romano de Occidente” a Carlomagno, lo que llevó al cisma político entre Occidente y Oriente.
En el siglo VIII y especialmente en los siglos X y XI, los obispos de Roma son casi completamente dominados por los emperadores francos; no obstante, los papas lograron mostrar alguna oposición. Pero, aunque los grandes papas reformadores buscaban la independencia de la Iglesia, eran también herederos de una civilización carolingia que se definía a sí misma a través de su oposición al Oriente y que se desarrollaba fuera de la tradición de los Santos Padres de la Iglesia; únicamente latina y occidental esta civilización era común a los papas y a los emperadores de Occidente.
El Papa Nicolás I (858-867), fue una especie de luchador tenaz. Él quiso cimentar un imperio espiritual mundial, al frente del cual estaría “el sucesor de San Pedro”. Él sostenía que el merecedor de la “Silla apostólica” recibiría de Jesucristo el derecho de “pastorear” a todos los creyentes, como único legislador de la Iglesia, que podía llamar ante él para justificarse ante su trono, no sólo a los clérigos de las diferentes diócesis, sino que también a obispos, metropolias, incluso patriarcas; sin embargo, él no podría ser juzgado por nadie y sus decisiones tendrían el valor y el poder de los cánones. Este punto de vista fue afirmado en el sínodo romano del año 863, en el que también se precisó que cualquier contradicción a las decisiones papales conllevan la declaración de “anatema”.
Aunque buscaba separar el poder espiritual del puramente “terrenal”, él se sintió juzgador y guía espiritual supremo e indiscutible de los principios terrenales, en cuestiones de naturaleza eclesial. Incluso, extendió sus pretensiones jurisdiccionales en contra del titular del trono de Constantinopla, amenazando deponer al Patriarca Focio.
Por supuesto que estas pretensiones de los papas crearon tensiones entre Occidente y Oriente. Pero no era solamente eso. Los griegos acusaron a los occidentales de promover algunas prácticas no-canónicas: el celibato obligatorio para los miembros del clero, el consumo de carne de animales estrangulados y de su sangre, ayuno en sábados, consumo de alimentos de origen animal en los sábados y domingos de la cuaresma, introducción de la “misa” romana, más corta, en lugar de la Liturgia ortodoxa, la representación del Redentor con la forma de un cordero, y especialmente la doctrina sobre que el Espíritu Santo proviene “del Padre y del Hijo”, impuesta por el imperio carolingio.
También existió una disputa sobre las provincias de Italia del Sur (Calabria), Sicilia y Creta, que fueron trasladadas por el emperador León III “el Isaurio” bajo jurisdicción de Constantinopla, porque fue acusado del Papa de hereje, y territorios que el Papa pretendía permanentemente.
Otro foco de conflicto entre Oriente y Occidente era el hecho de que la mayor parte de países eslavos, aún estando a punto de adoptar el cristianismo, tenían ciertas dudas frente a las presiones políticas y religiosas que venían de parte de los dos imperios rivales: Bizancio y el Imperio Franco.
El Papa Juan VIII entendió el peligro que representaba para la unidad cristiana la actitud de sus predecesores e inmediatamente le dio la razón a los griegos en el problema del lenguaje litúrgico y en lo relativo al “Filioque”. Emisarios suyos enviados a Constantinopla condenaron junto a la Iglesia Oriental la famosa adición “y del Hijo” hecha al Credo. El Sínodo de los años 879-880 representa un modelo de la forma en la que la Iglesia Ortodoxa entiende la unidad de los cristianos: unidad en la fe, de la cual el primado romano puede ser un testigo.
No obstante, los dos pueblos, griego y romano, con predisposiciones e inclinaciones diferentes, especialmente en cuanto al idioma, cultura y civilización, arriban al siglo IX sin entenderse; se veían incluso con recelo y resentimiento.
El “papismo” se involucró también en las discusiones propias de Constantinopla sobre quién debía ocupar el sillón patriarcal, incrementando así el resentimiento de Oriente en contra de Occidente. Así, en el año 933, el emperador Romano I Lecapeno colocó a su hijo Teofilacto en la patriarquía, apartando al venerable Trifón. Para que este “movimiento” pareciera canónico, creyó adecuado dirigirse a la Iglesia de Roma, rogándole al Papa Juan XI que reconociera al nuevo patriarca. El Papa no tardó en satisfacer el deseo del emperador. Después de la muerte de Teofilacto, los patriarcas siguientes no quisieron plegarse a los intereses de Roma, haciendo más pronunciados los desacuerdos ya existentes.
En el año 1014, el emperador Enrique II de los germanos, visitó Roma para ser coronado por el Papa Benedicto VIII y además obtuvo que la ceremonia de coronación se realizara bajo el rito germánico, es decir, con la Liturgia modificada por el “Filioque”. Como consecuencia, bajo órdenes del Patriarca Sergio II, el nombre del Papa fue borrado de los dípticos de las iglesias de Constantinopla. Es decir, entonces, que desde los inicios del siglo XI la comunión entre las dos “romas” ya se había roto. Ese estado de fuerte tensión instalada entre Oriente y Occidente, llevaron a que el emperador Constantino Monómaco convocara un sínodo en Constantinopla.
Pero en el siglo XI, a diferenceia de los siglos anteriores, cuando las tensiones entre Roma y Constantinopla tendían a atenuarse constantemente, la situación adquirió incluso un tinte trágico, porque debido a una mutua ignorancia, Oriente y Occidente perdieron el criterio común que alguna vez les hizo entenderse. Para unos, el trono de Roma era el criterio único de la verdad, para los otros, el Espíritu de la Verdad descansaba sobre la Iglesia completa y se expresaba por medio de los sínodos.
El Papa Leon IX aceptó la propuesta del emperador Constantino Monómaco y envió, a principios de enero del año 1054, una delegación específica a Constantinopla, encabezada por el Cardenal Humberto de Silva. Desafortunadamente, aquél era un hombre orgulloso y engreído, que no podía soportar a los griegos – como ejemplo, podemos mencionar los epítetos injuriosos de “perro sucio, muérdete la lengua” dirigidos a Nicetas Stetathos, “stárets” del Monetario Studion, que había escrito algunas cartas en desacuerdo con los latinos – de muestra claramente el odio del cardenal de Silva en contra de los griegos; incluso, estudiosos católicos se han admirado de cómo pudo el Papa enviar a Constantinopla a alguien así de arrogante y prepotente.
El emperador recibió la delegación con honores, lo que incrementó el orgullo de los delegados romanos. El cardenal de Silva y los otros fueron hospedados en el Monasterio Studion de Constantinopla. El Patriarca Miguel Cerulario, sabiendo que no se podía esperar nada bueno de parte de los delegados latinos, les comunicó que todos los asuntos y malos entendidos eclesiales serían discutidos en sínodo (además, se dudaba de la autenticidad de las cartas oficiales de los delegados romanos, toda vez que el Papa en aquellos momentos era prisionero de los normandos y no podía, parece, firmar documentos oficiales).
Frente a las reticencias del Patriarcado bizantino, el cardenal Humberto de Silva redactó un acta de excomunión, misma que colocó sobre la Santa Mesa de la Iglesia de Santa Sofía, acta en la que aducía acusaciones graves en contra de los griegos, siendo la más absurda la que mencionaba que los griegos habían extraído del Credo la enseñanza que “el Espíritu Santo proviene también del Hijo” – Filioque – cuando cualquiera sabe que la Santa escritura, los Santos Padres de la Iglesia y los Sínodos ecuménicos hablan minuciosamente únicamente de la procedencia del Espíritu Santo de una sola fuente, Dios Padre, y no de dos orígenes, del Padre y del Hijo.
De las acusaciones en contra de los griegos, evidentemente infundadas, que llevaron al acta “anatemización” el 16 de julio de 1054, se observa claramente que los delegados papales un llegaron a Constantinopla a dialogar fraternalmente dentro de un sínodo, sino a imponer su criterio. El fondo de sus acusaciones eran simples pretextos, porque más allá de las diferencias dogmáticas, rituales y disciplinario-canónicas, además de cierta frialdad espiritual, problemas políticos y debilidades meramente humanas, el verdadero motivo de la división religiosa del 16 de julio de 1054 lo constituye una concepción eclesial equivocada de los católicos sobre el primado papal, a través del cual el obispo de Roma se sitúa por encima de todos los obispos y creyentes, error sostenido con insistencia por los subsiguientes papas.
El Patriarca de Constantinopla, convocando a sínodo, anatemizó, el 24 de julio de aquel año al cardenal Humberto de Silva, a toda la delegación romana, e incluso al Papa León IX.
Es evidente, como sostienen muchos investigadores, que aquellos contemporáneos no eran conscientes de la gravedad de los eventos de 1054 sino que, mucho más tarde, luego de la conquista de Constantinopla – en abril de 1204 - , cuando los caballeros de la IV Cruzada asaltaron y violentaron Bizancio, esta división se hizo aún más profunda.
En los siglos XIII-XV, bajo la creciente presión del Islam, que amenazaba cada vez más al Imperio Bizantino, se intentó la unificación entre Constantinopla y Roma, porque el Papa imponía, como primera condición para enviar ayuda militar desde Occidente, la unión con Roma. De esta forma, el intento más importante tuvo lugar con el Sínodo de Ferrara-Florencia, de 1438-1439, en el que los orientales se vieron obligados a aceptar los “cuatro puntos florentinos”: 1. El Papa es la cabeza de la Iglesia entera; 2. La preparación de la Santa Eucaristía se hace con pan ácimo; 3. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (Filioque); 4. La existencia del “Purgatorio”. Pero, aunque debido a presiones políticas la mayoría de los participantes firmaron este acto de unión, la Iglesia Ortodoxa nunca le ha reconocido.
Así, todos los intentos de unión entre Oriente y Occidente han sido y son condenados a fallar, toda vez que en Occidente no se acepta regresar a la tradición de los Santos Padres. Porque, en lo que concierne al primado papal, la crítica anti-romana no se refiere al mismo Apóstol Pedro y su posición personal en el grupo de los doce apóstoles o su posición en la Iglesia primaria, sino a la naturaleza de su sucesión. ¿Por qué la Iglesia Romana podría tener el privilegio exclusivo de esta sucesión, cuando en el Nuevo Testamento no se da ninguna información sobre el sacerdocio de Pedro en Roma? ¿No tendría que ser Antioquia o especialmente Jerusalén - donde Pedro, conforme a los Hechos de los Apóstoles, jugó un rol de primer plano – quienes podrían discutir con más razón el derecho de llamarse “Trono de Pedro”?
Por supuesto que los bizantinos reconocían a Roma un primado honorífico, pero aquel primado no tenía, como único origen, el hecho de que Pedro murió en Roma, sino un ensamble de factores, entre los cuales, los más importantes eran los que sostenían que Roma era una Iglesia “muy grande, antigua y conocida por todos”, según la expresión de San Irineo de León, porque en ella se guardan las tumbas de los apóstoles “corifeos”, Pedro y Pablo, y especialmente por el hecho de que era la capital del Imperio Romano; el famoso cánon 28 del IV Sínodo Ecuménico de Calcedonia insistía precisamente sobre este punto.
En otras palabras, el primado romano no era un privilegio exclusivo y divino, un poder que el obispo de Roma poseería en virtud de un mandato expreso de Dios, sino una autoridad formal, reconocida por la Iglesia a través de sínodos.
Sin duda el Papa no podía, en estas condiciones, ufanarse de un privilegio de infalibilidad; aunque su presencia, o la de sus enviados era considerada necesaria para que un sínodo fuera “ecuménico”, es decir que fuera realmente representativo para el episcopado de todo el imperio, su opinión no era nunca entendida como verdadera “per se”.
Las Iglesias Orientales podían vivir siglos sin comulgar necesariamente con la Iglesia Romana, sin preocuparse mucho de esa situación, y el VI Sínodo Ecuménico no tuvo ninguna reticencia en condenar la memoria del Papa Honorio por sostener la herejía monotelita.
Para los bizantinos no se podía hacer un problema de interpretación de las palabras de Cristo, dirigidas a Pedro “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mateo 16, 18), “Apacienta mis ovejas” (Juan 21, 15-17), etc., como pudiéndose referir únicamente a los obispos de Roma. La interpretación romana no se ha podido encontrar, verdaderamente, en ningún comentario patrístico de las Santas Escrituras; los Santos Padres, quienes vieron en estas palabras el reconocimiento de la fe en Jesús, Hijo de Dios, atestiguada camino a Cesárea. Pedro es la “piedra de la Iglesia”, en la medida en que él atestigua aquella fe. Y todos aquellos que tienen a Pedro como modelo para su propio testimonio de fe, son también herederos de esa promesa: para ellos, para los creyentes, se ha erigido la Iglesia.
Esta interpretación general, que encontramos en los Santos Padres, recibe también una corrección eclesial en la literatura patrística: los obispos – todos los obispos – son verdaderamente investidos con un don especial de enseñar. Esa misma función consiste en proclamar la fe correcta. Ellos son, entonces, “ex officio”, sucesores de Pedro. Esta concepción, que encontramos expresada claramente en San Cipriano de Cartagena (siglo III) y que aparece repetida muchísimas veces en la entera historia de la Iglesia, fue asimismo sostenida por los teólogos bizantinos.
Entonces, en el fondo del conflicto que oponía a Occidente y Oriente se encontraba una profunda diferencia de carácter eclesial. Esta divergencia estaba ligada a la naturaleza del poder en la Iglesia y, en el fondo, a la naturaleza misma de la Iglesia.
Para Oriente, la Iglesia es, antes todo, una comunidad en la que Dios está presente por medio de los sacramentos; los Sagrados Sacramentos son la modalidad por la que se conmemora la muerte y resurrección del Señor y por medio de los cuales se anuncia y se anticipa Su segunda venida. La plenitud de esta realidad está presente en cada Iglesia local, en cada comunidad cristiana reunida alrededor de la mesa eucarística, teniendo al frente un obispo, sucesor de Pedro y de los otros apóstoles.
Verdaderamente, un obispo no es sucesor de un solo apóstol y no es de gran importancia el hecho de que la Iglesia fue fundada por Juan, Pablo o Pedro, o cuál tiene un origen más reciente o modesto. La función que ocupa presupone que su enseñanza está de acuerdo a las mismas enseñanzas de los apóstoles, de los cuales Pedro era el portavoz, porque el obispo ocupa en la mesa eucarística el mismo lugar del Señor, que es, según como escribía en el siglo I San Ignacio de Antioquia, “ícono del señor” en la comunidad que conduce. Estas características episcopales son esencialmente las mismas en Jerusalén, en Constantinopla o en Bucarest, y Dios no podría determinar privilegios separados para alguna Iglesia, porque Él le da a todos esa plenitud.
Las iglesias locales no son comunidades aisladas unas de otras; ellas se mantienen unidas a través de su identidad de fe y de testimonio. Esta identidad se manifiesta especialmente en ocasión de la santificación episcopal, que necesita la reunión de varios obispos. Para hacer más eficaz el testimonio de las Iglesias, para resolver problemas comunes, los sínodos locales se han reunido periódicamente, comenzando con el siglo III, estableciéndose un “orden” entre iglesias. Este “orden”, que comporta un primado honorífico – el de Roma y luego, el de Constantinopla – y primados locales (metropolitas, hoy conductores de las iglesias “autocéfalas”) es sin embargo susceptible de modificaciones; no tiene una esencia ontológica, no maltrata la identidad fundamental de las Iglesias locales y supone un testimonio unánime de una sola fe ortodoxa. Dicho de otra manera, un primado hereje perdería necesariamente cualquier derecho a ése primado.
De esta forma, se ve claramente en donde se encuentra la misma raíz del cisma entre Oriente y Occidente. En Occidente, el “papismo”, luego de alguna evolución a lo largo del tiempo, pretende, conforme a una decisión de 1870, una infalibilidad doctrinaria y, al mismo tiempo, una jurisdicción “inmediata” sobre los creyentes. El obispo de Roma sostiene que es el criterio visible de la verdad y único conductor de la Iglesia Universal, poseyendo también poderes sacramentales distintos a los de los otros obispos.
En la Iglesia Ortodoxa, ningún poder de derecho divino podría existir, fuera y sobre las comunidades eucarísticas locales constituidas por lo que hoy llamamos “diócesis”. La jerarquía de los obispos y las relaciones entre ellos son reguladas por cánones y no tienen un carácter absoluto. No existe un solo criterio visible de la verdad, fuera del consenso de las Iglesias, que encuentra su expresión más natural en un sínodo ecuménico. Aún así, incluso este sínodo – como hemos visto en párrafos anteriores – no tiene autoridad “per se”, fuera o sobre las Iglesias locales, y no es más que una expresión y testimonio de un acuerdo común. Una adición formalmente “ecuménica” puede incluso ser rechazada por la Iglesia (ejemplo: Éfeso 449, Florencia 439), La permanencia de la verdad en la Iglesia es, así, un hecho de orden supra-natural, similar a las realidades de los Santísimos Sacramentos. Su eficacia es accesible a la experiencia religiosa, talvez no al examen racional y no podría ser supuesta a las normas de derecho.
La unidad de las Iglesias es ante todo una unidad en la fe y no una unidad puramente administrativa; ciertamente, la unidad administrativa no puede ser más que una expresión de una fidelidad común frente a la verdad. Si la unidad en la fe pudiera ser determinada por un organismo visible y permanente, las controversias dogmáticas de los primero siglos, los sínodos y la lucha de los Padres no hubieran tenido ningún sentido. Todavía hoy, cualquier re-adhesión a la Iglesia de las comunidades separadas, presupone en modo único e inevitable, un acuerdo sobre la fe.
Entre la Iglesia de Roma y la Iglesia Ortodoxa, cualquier futuro diálogo necesitará así, inexorablemente, ser llevado a cabo más allá del rol que puede asignársele por parte del sistema eclesiástico romano en referencia a las Iglesias locales y al obispado.
Según el Concilio Vaticano I, el Papa es el máximo juez en materia doctrinaria y, asimismo, ejercita una jurisdicción “inmediata” sobre todos los católicos. Y, según el Concilio Vaticano II – defraudando todas las esperanzas puestas en dicho cónclave, y aunque a las afirmaciones categóricas de 1870 se les hace alguna corrección (especialmente en la definición de “obispado” que, en algunos aspectos coincide con los principios eclesiales ortodoxos) – el Papa Pablo VI “ha subordinado el colegio episcopal a la autoridad del primado papal”, algo que no sucedió en el Concilio Vaticano I, diciendo que “el colegio o cuerpo episcopal – se subraya en esta decisión del Concilio II – no tiene autoridad por sí mismo; únicamente junto al pontífice romano, sucesor de Pedro, y el poder del primado permanece íntegro sobre todos, tanto pastores como fieles”.
La Iglesia Católica enseña erróneamente los siguientes puntos doctrinarios más importantes:
a. Filioque.
La Iglesia Católica dice que el Espíritu Santo proviene del Padre y del Hijo. Este error dogmático es el punto más difícil. El Santo Evangelista Juan dice que “El Espíritu Santo procede del Padre” y es enviado al mundo a través del Hijo (Juan 15, 26).
b. Purgatorio.
Entre cielo e infierno, según la doctrina católica, existe un lugar “de limpieza” llamado Purgatorio, al cual van las almas de los que no expiaron determinados pecados, quienes luego van al cielo. Ni la Santa Escritura ni la Santa Tradición hablan de algo similar.
c. Supremacía papal.
El Papa es considerado la cabeza suprema de las Iglesias cristianas, más grande que todos los patriarcas, “vicario” de Cristo en el mundo, llamándose sucesor de San Pedro, posición no reconocida por la Iglesia Universal.
d. Infalibilidad papal.
El Concilio Vaticano I de 1870 reconoció la “infalibilidad papal”, diciendo que el Papa no puede equivocarse como persona, en materia de fe, cuando predica, haciéndolo igual a Dios, lo que constituye un dogma nuevo, rechazado por la Iglesia Ortodoxa*.
e. Pan ácimo.
Se utiliza pan ácimo para la Santa Eucaristía, cual hebreos, en lugar de utilizar pan con levadura.
f. Inmaculada Concepción.
Se enseña que la Virgen María nació del Espíritu Santo, sin pecado original.
g. Transubstanciación.
En la preparación de los Santos Dones, los católicos no realizan ninguna oración invocando al Espíritu Santo, como hace la Iglesia Ortodoxa en la Epíclesis. Ellos dicen que los Dones se santifican solos, cuando se dice “Toman y coman…” y las otras fórmulas. No tienen una oración para el descenso del Espíritu Santo sobre los Dones.
h. Celibato de los sacerdotes.
Los sacerdotes católicos no se casan. Son célibes, en contra de las decisiones de los Sínodos ecuménicos, que determinaron que los sacerdotes “de parroquia” deben tener familia. Asimismo, la ordenación que hacen de los nuevos sacerdotes no se lleva a cabo por imposición de manos – como enseñaron los Santos Apóstoles y los Santos Padres – si no por unción, como en la Ley Antigua.
i. Indulgencias papales.
La doctrina sobre las indulgencias, que explica que a través de la compra de determinados “billetes”, otorgados por el Papa, se perdonan los pecados. Ellos afirman que los santos tienen demasiadas obras buenas acumuladas, tanto que no saben qué hacer con ellas, y se las dan al Papa, para que él venda éstos “méritos” y así puedan perdonarse los pecados de aquellos que no han hecho suficientes buenas obras.
j. Unción (Confirmación)
Los católicos no ungen los niños inmediatamente después del bautizo, sino muchos años después, y únicamente el obispo tiene el derecho de hacerlo.
Además, la Iglesia Católica comete las siguientes equivocaciones:
- Los niños no pueden comulgar una vez que han sido bautizados, sino hasta después de un número determinado de años, por lo que muchos pequeños mueren sin haber comulgado en su vida.
- Se da la comunión sin exigir vehementemente una confesión previa de los pecados.
- Se da la comunión a los fieles únicamente con el Cuerpo, más no con la Sangre del Señor.
- Se administra el bautizo únicamente con aspersión de agua, sin sumergir a la persona.
- Tolerancia en el consumo de alimentos de origen animal en el Ayuno Mayor, en Cuaresma.
- Celebración de varias liturgias en el mismo día, en el mismo altar.
- Los sacerdotes y diáconos no comulgan del mismo cáliz que los fieles.
- Se puede comulgar en el nombre de otra persona.
- El cuerpo monacal, que según la ordenanza eclesial es sólo uno, ha sido dividido por la Iglesia Católica en multitud de congregaciones u órdenes.
- Debido al celibato obligatorio del clero, la moralidad pública se resiente.
Incluso en el culto, la Iglesia Católica ha introducido distintas innovaciones que le alejan de la Iglesia de los primeros siglos, como por ejemplo: ausencia de la Proscomidia en la misa, imágenes esculpidas, música instrumental, adoración del corazón de Nuestro Señor Jesucristo, y otros.
Así pues, debido a estas desviaciones dogmáticas, canónicas, litúrgicas y tradicionales, llamamos “cismáticos” a los católicos y no podrá existir unidad con ellos mientras continúen propagando las mencionadas herejías.