Monday, November 30, 2015

De qué forma el espíritu penetra en el corazón ( San Nicodemo el Hagiorita )


Os diré ahora... como debéis guardar vuestro espíritu, es decir, el acto (energía) de vuestro
espíritu y vuestro corazón. Sabéis que todo acto mantiene una relación natural con la esencia y la potencia que lo ejercita y que (una vez ejecutado) retorna naturalmente hacia ella para unírsele y reposar. Por eso una vez que se ha liberado el acto del espíritu - que tiene por órgano al cerebro - de todos los objetos exteriores del mundo por medio de la guardia sobre los sentidos y la imaginación, deberéis llevar nuevamente este acto (energía)
a su esencia y a su potencia propia. 


En otros términos llevaréis el espíritu al centro del
corazón -que es, como hemos dicho, el órgano de la esencia y de la potencia del espíritu- y
contemplaréis entonces, mentalmente, al hombre interior en su integridad. Esta conversión del espíritu, los principiantes acostumbran practicarla, según la enseñanza de los santos Padres «sobrios», inclinando la cabeza y apoyando el mentón sobre el pecho. Que el retorno del espíritu al corazón esté exento de desviaciones.
 

Dionisio el Areopagita, en su pasaje sobre los tres movimientos del alma, llama, a esta conversión, el movimiento circular y sin desviación del espíritu. Del mismo modo en que la periferia del circulo vuelve sobre ella misma y se une a ella misma, así el espíritu, en esta conversión, vuelve sobre si mismo y se hace uno. Por eso Dionisio, el más excelente de los teólogos, ha dicho: «El movimiento circular del alma, consiste en su entraña en ella misma por el desprendimiento de los objetos exteriores y en la unificación de sus potencias intelectuales, la que le es conferida por su ausencia de desviación, como en un circulo»
(Noms divins, cap. 4). 


Por su lado, el gran Basilio nos dice: «El espíritu que no está disperso entre los objetos exteriores ni extendido sobre el mundo por los sentidos, vuelve hacia si mismo y sube por si mismo hacia el pensamiento de Dios» (Carta 1).
 


El espíritu, una vez en el corazón, no se detenga solamente en la contemplación, sin hacer nada más. Allí encontrará la razón, el verbo interior gracias al cual razonamos y componemos obras, juzgamos, examinamos y leemos libros íntegros en silencio, sin que nuestra boca profiera una palabra. Que vuestro espíritu, entonces, habiendo encontrado el verbo interior, sólo le permita pronunciar la corta oración llamada monológica: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, tened piedad de mi».
Pero esto no basta. Debéis, además, poner en movimiento la potencia volitiva de vuestra alma, en otros términos, decir esta oración con toda vuestra voluntad, con toda vuestra potencia, con todo vuestro amor. Más claramente, que vuestro verbo interior aplique su atención, tanto con su vista mental como con su oído mental, a esas únicas palabras, y mejor aún, al sentido de las palabras. 


Así, permaneciendo sin imágenes ni figuras, sin imaginar ni pensar ninguna otra cosa, sensible o intelectual, exterior o interior, se producirá algo bueno. Pues Dios está más allá de todo lo sensible y lo inteligible. Por lo tanto, el espíritu que quiere unirse a Dios por la oración debe salir también de lo sensible y de lo inteligible y trascenderlo para obtener la unión divina. De allí, las palabras del divino Nilo (Evagrio): «En la oración, no te figures la divinidad, no dejes a tu espíritu sufrir la impronta de una forma cualquiera, permanece en cambio, inmaterial ante el Inmaterial, y tú comprenderás» (Acerca de la oración, 56). 

Que vuestra voluntad se aplique enteramente, por el amor, a las palabras de la oración, de ese modo vuestro espíritu, vuestro verbo interior y vuestra voluntad, esas tres partes del alma, serán uno y la unidad comprenderá a los tres. De este modo el hombre, que es la imagen de la santa Trinidad, adhiere y se une a su prototipo.

Según la expresión de ese gran héroe y doctor de la oración y de la sobriedad mental, Gregorio Palamas de Tesalónica: «Cuando la unidad del espíritu se hace trinitaria permaneciendo una, entonces se une a la mónada trina de la divinidad, cerrando toda salida a la desviación, manteniéndose por encima de la carne, del mundo y del príncipe del mundo»

San Nicodemo el Hagiorita

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La Vanagloria - Al Obispo Castor


Nuestra séptima lucha es contra el espíritu de la vanagloria. Ésta es una pasión multiforme, muy sutil, y no la reconoce ni siquiera aquel que por ella ha sido tentado. En efecto, los asaltos de las otras pasiones son mucho más manifiestos, por lo que la lucha contra ellos es más fácil pues el alma reconoce al adversario y lo rechaza enseguida mediante la resistencia y la oración. Pero la malicia de la vanagloria, justamente por ser multiforme es difícil de ser distinguida. En cualquier ocupación, usando la voz y la palabra o aun callando, en el trabajo o en la vigilia, en los ayunos o en la oración, en la lectura, en la hesichía, en la paciencia; en todo esto trata de abatir con sus flechas al soldado de Cristo. 


A quien la vanagloria no logra seducir con el lujo de los vestidos, trata de tentarlo por medio de una
prenda vil. Y al que no puede agrandar con honores, lo induce a la tontería, haciéndole
soportar cualquier cosa que parezca un deshonor. 

Al que no puede ser persuadido a vanagloriarse con la sabiduría de los discursos, lo atrapa con el lazo de la hesichía, como si se hubiera dedicado al recogimiento. Al que no puede convencer con la suntuosidad de los alimentos, lo debilita con el ayuno para que obtenga alabanzas.
 

En una palabra, cualquier trabajo, cualquier ocupación brinda a este pésimo demonio una
ocasión para promover batalla. ¡Y además de esto, sugiere también fantasías de ordenaciones clericales! Recuerdo a un cierto anciano, cuando vivía en Escete, quien al dirigirse a visitar a un hermano en su celda, acercándose a su puerta, sintió que éste estaba hablando. El anciano, pensando que estaba meditando las Sagradas Escrituras, se detuvo a escuchar. Y oyó que aquel, tornándose insensato por la vanagloria, ¡se imaginaba haber sido ordenado diácono, y que estaba despidiendo a los catecúmenos! Oyendo esto, el anciano empujó la puerta y entró. 


El hermano se adelantó y se arrodilló según la usanza, tratando de saber si el anciano había estado un buen tiempo detrás de la puerta. Pero el anciano le contestó sonriendo: Llegué cuanto tú estabas despidiendo a los catecúmenos." Ante estas palabras, el hermano cayó a los pies del anciano, suplicándole que rogara por él, a fin de ser liberado de este engaño.
 

He recordado este hecho para demostrar a qué grado de insensatez este demonio conduce
al hombre. El que quiera combatirlo con perfección, y llevar firmemente la corona de la
justicia, usará de todo su celo para vencer a este demonio polimorfo. Y que tenga siempre bien presente lo dicho por David: El Señor ha dispersado los huesos de aquellos que gustan
a los hombres (Sal 52:5). Y que no haga nada mirando a su alrededor, con el fin de obtener
las alabanzas de los hombres. Que busque solamente la merced que viene de Dios; que
siempre rechace aquellos pensamientos de autoelogio que provienen de su corazón, que se
anule frente a Dios, y podrá así, con su ayuda, liberarse del espíritu de la vanagloria.

Al Obispo Castor


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