Cuando un hombre renace a la vida por la sabiduría divina, que siempre busca nuestra salvación, debe volver su mirada hacia Dios para escapar de la perdición, debe seguir el camino del arrepentimiento, practicar las virtudes contrarias a los pecados cometidos y esforzarse, actuando en Nombre de Cristo, para adquirir el Espíritu Santo que, en nuestro interior, prepara el Reino celestial.
No es en vano que el Verbo dijo: “El reino de Dios está en vuestro interior. Se penetra a él por la violencia y el esfuerzo” (Lc. 7,21). Si bien los lazos del pecado mantienen al alma cautiva, impidiéndole con nuevas iniquidades volverse hacia el Salvador con perfecta contrición, todos aquellos que se hubieran esforzado por romper esos lazos, llegarán, finalmente, ante el Rostro de Dios, más blancos que la nieve, purificados por su gracia.
“Venid, dijo el Señor, y si vuestros pecados son escarlatas, yo los tornaré blancos como nieve” (Is. 1,18). Revela el Apóstol San Juan el Teólogo en el Apocalipsis que vio a tales hombres vestidos de blanco, arrepentidos y perdonados, portando palmas en sus manos en señal de victoria y cantando Aleluyas. La belleza de su canto era incomparable. El Ángel del Señor dijo hablando de ellos:“Estos son los que vienen de la gran tribulación, lavaron sus ropas y las blanquearon en la sangre del Cordero” (Ap. 7,14).