Thursday, April 5, 2018

Gran y Santo Viernes ( Padre Alkiviadis Calivas )

En el Gran y Santo Viernes, la Iglesia recuerda el inefable misterio de la muerte de Cristo. La muerte (tormentosa, indiscriminada, universal) proyecta su cruel sombra sobre toda la creación. Es el silencioso compañero de la vida. Está presente en todo, lista para reprimir e imponer límites sobre todas las cosas. El temor a la muerte causa angustia y desesperación. Nos encadena a las apariencias de la vida y hace que la rebelión y el pecado irrumpan en nosotros (Hebreos 2:14-15). Las Escrituras nos aseguran que “no es Dios quien hizo la muerte, ni se complace en la perdición de los vivientes: creólo todo para la vida; saludables hizo las cosas que nacen en el mundo. Mas por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sabiduría 1:13-14, 2:24). El mismo autor divinamente inspirado también escribe: “Porque Dios creó inmortal al hombre, y formóle a su imagen y semejanza. Mas los impíos con las manos y con las palabras llamaron a la muerte” (Sabiduría 2:23, 1:16). La muerte es una abominación, la indignidad final, el enemigo último. No es de Dios, sino de los hombres. La muerte es el fruto natural del antiguo Adán que se alejó a sí mismo de la fuente de la vida e hizo de la muerte un destino universal, cuyo temor perpetúa la agonía del pecado. “Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, también así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). El día de la muerte de Cristo es el día del pecado. El pecado que contaminó la creación de Dios desde los albores de los tiempos, alcanzó su terrible clímax en el monte del Gólgota. Allí, el pecado y el mal, la destrucción y la muerte, vinieron solos. Hombres impíos lo clavaron en la cruz, para destruirlo. Sin embargo, su muerte condenó irrevocablemente el mundo caído, revelando su naturaleza verdadera y antinatural. En Cristo, que es el nuevo Adán, no hay pecado. Y por lo tanto, no hay muerte. Aceptó la muerte porque asumió toda la tragedia de nuestra vida. Eligió llevar su vida a la muerte, para destruirla, y para romper el dominio del mal. Su muerte es la revelación última y final de su perfecta obediencia y amor. Sufrió por nosotros el terrible dolor de la soledad y la alienación absoluta: “¡Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado!” (Marcos 15:34). Entonces, aceptó el horror último de la muerte con el grito agonizante: “Está cumplido” (Juan 19:30). Su grito fue, al mismo tiempo, una indicación de que Él tenía el control de su muerte, y de que Su obra de redención estaba cumplida, terminada, llevada a su fin. ¡Qué asombro!
Mientras nuestra muerte es una insatisfacción radical, la suya es un total cumplimiento. Jesús no vino al encuentro de la muerte con una serie de teorías filosóficas, pronunciamientos vacíos o vagas esperanzas. Se encontró con la muerte en persona, frente a frente. Rompió el puño de hierro de este antiguo enemigo por el increíble pacto de morir y vivir de nuevo. Ahuyentó su opresiva oscuridad y sus crueles sombras penetrando en los abismos más profundos del infierno. Abrió la fortaleza de la muerte y llevó a los cautivos a la expansión sin límite de la vida verdadera. Un milenio antes, Job, un hombre noble y justo que sufrió una miseria indecible, hizo esta pregunta: “Muerto el hombre, ¿podrá volver a vivir?” (Job 14:14). Pasaron eras antes de que esta cuestión fundamental recibiera una auténtica respuesta. Muchos ofrecieron teorías, pero nadie habló con autoridad. La respuesta vino del que estuvo junto a los cuerpos inmóviles de dos jóvenes, la hija de Jairo y el hijo único de la viuda, y los resucitó de los muertos (Lucas 8:41; 7:11). La respuesta vino de Aquel que se acercó a la tumba de Su amigo Lázaro que había estado muerto durante cuatro días y lo llamó de la muerte a la vida (Juan 11). La respuesta vino de Jesús, que estaba camino a su propia horrible muerte en la Cruz y que resucitó al tercer día. El día de la muerte de Cristo se ha convertido en nuestro verdadero cumpleaños. “En el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, la muerte adquiere un valor positivo. Aunque física o biológica, la muerte aún parezca reinar, ya no es la etapa final de un largo proceso destructivo. Se ha convertido en la puerta indispensable, así como el signo seguro de nuestra última Pascua, nuestro paso de la muerte a la vida, en vez de la vida a la muerte. Desde el principio, la Iglesia ha observado una conmemoración anual de los tres días decisivos y cruciales de la historia sagrada, es decir, el Gran Viernes, el Gran Sábado y el Día de Pascua. El Gran Viernes y Sábado se han conmemorado como días de profundo dolor y ayuno estricto desde la antigüedad cristiana. El Gran Viernes y Sábado dirigen nuestra atención al juicio, crucifixión, muerte y entierro de Cristo. Nos situamos en el asombroso misterio de la humildad extrema de nuestro sufriente Dios. Por lo tanto, estos días son, a la vez, días de profunda tristeza y de expectación vigilante. El Autor de la vida está en la labor de transformar la muerte en vida: “Venid, veamos a nuestra Vida yaciendo en la tumba, para que pueda dar la vida a los que están en sus tumbas yaciendo muertos” (Estíquera de maitines del Gran Sábado). Litúrgicamente, el profundo y asombroso hecho de la muerte y entierro de Dios en la carne está marcado por una especie de silencio particular, es decir, por la ausencia de celebración eucarística. El Gran Viernes y el Gran Sábado son los dos únicos días del año en el que no se celebra asamblea
eucarística. Sin embargo, antes del siglo XII se tenía la costumbre de celebrar la Liturgia de los Dones Presantificados en el Gran Viernes. El foco central del Gran Viernes está en la pasión, muerte y entierro de nuestro Señor Jesús Cristo. El comentario (ipomnima) en el Tríodo lo recoge así: “En el Gran y Santo Viernes celebramos los santos, salvíficos y asombrosos sufrimientos de nuestro Señor Dios y Salvador Jesús Cristo: los salivazos, los golpes, la flagelación, la maldición, la burla; la corona de espinas, el manto púrpura, la vara, la esponja, el vinagre y la hiel, los clavos, la lanza; y por encima de todo, la cruz y la muerte, que voluntariamente sufrió por nosotros. También conmemoramos la confesión salvadora del ladrón agradecido que fue crucificado con Él”. A causa de este énfasis en la pasión del Señor, el oficio de maitines del Gran Viernes a menudo se refiere en los libros litúrgicos con el oficio de los Santos Sufrimientos o Pasión (I Akolouthia ton Agion Pathon). Los himnos de este oficio particular son especialmente inspiradores, ricos y poderosos. Los divinos oficios del Gran Viernes, con la riqueza de sus grandes lecciones de la Escritura, la excelente himnografía y las vivas acciones litúrgicas conducen a la pasión de Cristo al centro principal de su significado cósmico. Los siguientes himnos de maitines, las Horas y las vísperas nos ayudan a ver cómo entiende y celebra la Iglesia el asombroso misterio de la pasión y muerte de Cristo. “Hoy, el que colgó la tierra sobre las aguas es colgado sobre la Cruz. El que es Rey de los ángeles está vestido con una corona de espinas. El que envuelve el cielo con las nubes, es envuelto en la púrpura de la burla. El que estableció libre a Adán en el Jordán, recibe golpes en el rostro. El Novio de la Iglesia es traspasado por clavos. El Hijo de la Virgen es atravesado con una lanza. Veneramos tu pasión, oh Cristo. Muéstranos también Tu gloriosa Resurrección” (Decimoquinta antífona). “Cuando los transgresores te clavaron a la Cruz, oh Señor de la gloria, tu les clamaste: ¿Cómo os he afligido? ¿O en qué os he enfurecido? Antes de mí, ¿quién os liberó de la tribulación? ¿Y cómo me pagáis ahora? Me habéis dado mal por bien; a cambio de la columna de fuego, me habéis clavado en la Cruz; a cambio de la nube, me habéis cavado una fosa. En vez del maná, me habéis dado hiel; en vez de agua, me habéis dado a beber vinagre. En adelante llamaré a los gentiles, y ellos me honrarán con el Padre y el Espíritu Santo”.


Hora Novena

“Un terrible y maravilloso misterio vemos suceder en este día. Aquel a quien nadie puede tocar, es apresado; el que libera a Adán de la maldición, es atado. El que prueba los corazones y los pensamientos
internos del hombre es injustamente llevado a juicio. El que cerró el abismo ha sido encarcelado. Aquel ante quien los poderes del cielo están en pie con temor, está en pie ante Pilato; el Creador es golpeado por la mano de la criatura. El que viene a juzgar a los vivos y a los muertos, es condenado a la Cruz; el Destructor del infierno es encerrado en una tumba. ¡Oh Tú, que soportas todas las cosas por tu amor compasivo, que salvaste a los hombres de la maldición, oh sufriente Señor! ¡Gloria a Ti!”.


Estíqueras de vísperas

“Por tu propia voluntad fuiste encerrado en la carne, en la tumba, y sin embargo, en Tu divina naturaleza permaneces Incircunscrito y sin límites. Has silenciado el lamento del infierno, y has vaciado sus palacios. Has honrado este sábado con Tu divina bendición con Tu gloria y Tu resplandor”.


Aposticas de vísperas Observaciones generales

En la moderna práctica litúrgica, la Iglesia celebra tres oficios divinos durante el Gan Viernes: los maitines, las Grandes Horas y las Grandes Vísperas


Los maitines del Gran Viernes

Por razones que ya hemos mencionado antes, los maitines del Gran Viernes se celebran con anticipación en la noche del Gran Jueves. Este oficio es el más largo de los oficios divinos actualmente en uso en la Iglesia. Estructuralmente, son maitines de un día de ayuno modificado con muchas y diferentes características únicas que le dan su propia identidad especial y carácter. La primera característica sobresaliente y única de este oficio es que contiene una serie de doce lecturas de la Pasión. A causa de esto, los maitines son conocidos en la piedad popular como el Oficio de los Doce Evangelios (Akolouthia ton Thodeka Evagelion). Las doce perícopas se leen en varios intervalos durante el largo oficio. La primera perícopa, del Evangelio de San Juan (13:21, 18:1) cuenta el relato del discurso del Señor con los discípulos en la Cena Mística. Las diez siguientes perícopas tratan de los relatos de los sufrimientos del Señor como son contados en los
Evangelios. La última perícopa expone un relato sobre el entierro del Señor y el sellado de la tumba. La respuesta después de cada Evangelio es una variación de la usual: “Gloria a tu longanimidad, Señor, Gloria a Ti”. El centro de nuestra alabanza es la paciencia de nuestro Dios. Esta fórmula litúrgica diferente significa la profunda reverencia con la que nos acercamos a la maravilla de la condescendencia divina. Otra característica notable de este oficio es la solemne procesión con la gran cruz del santuario, conocida en el lenguaje litúrgico como “Estavromenos”: El Crucificado. Después del quinto Evangelio, en la decimoquinta antífona, el sacerdote saca la cruz del Santuario en una procesión solemne y la pone en medio de la Iglesia. Este rito es relativamente nuevo. Se originó en la Iglesia de Antioquía y fue introducido en la Iglesia de Constantinopla en el año 1864 durante el gobierno patriarcal de Sofronio. A partir de ahí, encontró camino en todas las iglesias de habla griega. La práctica fue autentificada y formalizada para su inclusión en el Tipicón de 1888. El rito tiene sus raíces en una antigua práctica litúrgica de la Iglesia de Jerusalén. Se nos dice en documentos de finales del siglo IV, que existía la costumbre en Jerusalén de mostrar la reliquia de la verdadera Cruz en la Iglesia de la Resurrección durante el Gran Viernes. La procesión de la cruz se ha convertido en el punto central del oficio. De ahí que en el lenguaje popular a menudo se refiera a este oficio como el Oficio del Crucificado (I Akolouthia tou Estavromenou). A continuación se dirá más sobre la procesión. Otra característica de este oficio de maitines es la inclusión de un grupo de quince antífonas, es decir, un conjunto de himnos que fueron utilizados una vez como respuestas a un número correspondiente de Salmos. Los salmos se suprimieron hace mucho tiempo. Sólo han permanecido en uso los troparios de las antífonas. El himno más célebre del oficio de maitines, es el himno de la antífona decimoquinta, “Simeron krepatai epi xilou...”, “Hoy, el que colgó la tierra sobre las aguas, es colgado en la Cruz...”. Otra característica de este oficio es la inclusión de las Bienaventuranzas (Makarismoi). Son cantadas después del sexto Evangelio. Los himnos son intercalados entre los versos de las Bienaventuradas.


Las Grandes Horas (I Megali Ori)

Además de las Vísperas y los Maitines, el ciclo diario de la adoración contiene las Completas (Apodeipnon) y el Oficio de Medianoche (Mesoniktikon) y el Oficio de las Horas. Estos últimos oficios tienen sus raíces en las prácticas devocionales de los primeros cristianos, y especialmente en la adoración común de las comunidades monásticas.
Cada una de las cuatro Horas tiene un nombre numérico, derivado de una de las principales horas del día o intervalos del día como se conocían en la antigüedad: Primera (Proti, correspondiente a nuestra salida del sol); Tercia (Triti, nuestra media mañana o 9 de la mañana); Sexta (Ekti, nuestro mediodía); y Novena (Enati, nuestra media tarde o 3 de la tarde). Cada hora tiene un tema particular, y algunas veces un sub-tema, basado en algunos aspectos de los acontecimientos de los hechos de Cristo y la historia de la salvación. Los temas generales de las Horas son: la Venida de Cristo, la verdadera luz (Primera); el descenso del Espíritu Santo (Tercia); la pasión y crucifixión de Cristo (Sexta); la muerte y entierro de Cristo (Novena). La oración central de cada Hora es la Oración del Señor. Además, cada Hora tiene un conjunto de tres salmos, himnos, una oración común, y una oración distintiva para la Hora. Se producen pequeñas variaciones en el Oficio de las Horas en los días festivos, así como en los días de ayuno. Por ejemplo, en lugar del tropario regular, se leen los apolitikios de la fiesta, y en caso del Gran Ayuno, se añaden al final las oraciones penitenciales. Sin embargo, se produce un cambio radical en el Oficio de las Horas durante el Gran Viernes. El contenido se altera y se expande con un conjunto de troparios y lecturas de las Escrituras (profecía, epístola y Evangelio), para cada hora. Además, dos de los tres salmos en cada una de las horas se sustituyen con salmos que reflejan temas del Gran Viernes. Mientras que el salmo fijado y establecido del oficio refleja el tema de la Hora particular, los salmos variables reflejan el tema del día. En su versión expandida, estas Horas son llamadas las Grandes Horas. Son conocidas también como las Horas Reales. Los oficios de las Horas regulares se encuentran en el Horologion. Sin embargo, el oficio de las Grandes Horas del Gran Viernes, se encuentra en el Tríodo. Originalmente, cada Hora se leía en el momento adecuado del día. En una segunda etapa de desarrollo, la Hora Primera se añadió a los maitines, la Tercia y Sexta se leían juntas al final de la mañana, y la Novena precedía a las Vísperas. En un último desarrollo, las cuatro Horas del Gran Viernes se reagruparon juntas y se leen seguidas en la mañana del Gran Viernes como un solo oficio.


Las Grandes Vísperas

En la tarde del Gran Viernes, llevamos a cabo el oficio de las Grandes Vísperas con gran solemnidad. Este oficio de Vísperas concluye el recuerdo de los acontecimientos de la pasión del Señor, y nos conduce a la expectación vigilante mientras contemplamos el misterio del descenso del Señor al hades, el tema del Gran Sábado.
En el lenguaje popular, el Oficio de Vísperas del Gran Viernes es llamado a menudo “La Apocathelosis”, un nombre derivado de la recreación litúrgica del descendimiento de Cristo de la Cruz. El oficio se caracteriza por unos dramáticos hechos litúrgicos: el descenso o “Apocathelosis”, (literalmente el “desclavado”), y la procesión del Epitafios (Epitafios, es decir, el icono que representa el entierro de Cristo envuelto en una larga tela). El rito de la Apocathelosis se originó en la Iglesia de Antioquía. Durante el transcurso del siglo IX, llegó a Constantinopla, y de ahí, pasó gradualmente a la Iglesia de Grecia. En Constantinopla recibió la forma en que lo conocemos hoy. Antes de la introducción de la solemne procesión del Estavromenos en los Maitines y el rito de la Apocathelosis en las Vísperas, las iglesias practicaban dos rituales muy simples. Primero, en la decimoquinta antífona de los Maitines, se llevaba un icono de la crucifixión hasta el proskynetarion que estaba en medio de la iglesia. Segundo, en el oficio de Vísperas, el Epitafios era llevado en procesión solemne al Kouvouklion. En la Iglesia de Antioquía, estos dos rituales se desarrollaron en diferentes líneas. Primero, en vez de un icono, se llevaba en procesión una gran cruz durante los maitines. Se puso sobre la cruz una figura móvil de Cristo crucificado. Segundo, en el oficio de Vísperas, el Epitafios se llevaba en procesión en el momento indicado y se ponía en el Kouvouklion. Entonces, la figura de Cristo crucificado era bajada de la cruz y puesta en el Kouvouklion. La figura se cubría con una tela y flores. Al final, se ponía el Evangelio en el Kouvouklion. Estos ritos recibieron una nueva forma cuando pasaron a la Iglesia de Grecia. El rito de la Apocathelosis fue magnificado y acentuado especialmente por la inclusión de la lectura del Evangelio en el oficio de Vísperas. Mientras el sacerdote entonaba los pasajes de la lección que narra el hecho del descendimiento, el diácono desclavaba al Crucificado. La figura de Cristo crucificado era bajada de la cruz y cubierta con una nueva vestidura de lino. La figura era recibida por el sacerdote, y llevada al santuario y puesta sobre la santa mesa. Después de esto el sacerdote concluía la lectura del Evangelio. Esta representación dramática del Descenso se ha convertido en una práctica preeminente en la Iglesia griega. La procesión con el Epitafios es el segundo acto litúrgico significativo de este oficio. Parece ser que este rito se desarrolló alrededor del siglo XV. En algunas descripciones del ritual, la procesión tiene lugar durante las aposticas, mientras que en otros tiene lugar en el apolitikion. Según el mandato del texto patriarcal, la procesión del Epitafios tiene lugar en las aposticas. Muchas descripciones de la procesión presuponen una presencia de varios clérigos. Miremos una de esas descripciones. El Epitafios es incensado por el sacerdote mayor. Luego es levantado por otros cuatro sacerdotes que lo
llevan por encima de la cabeza del sacerdote mayor. Este toma el Libro del Evangelio. El diácono precede llevando el incensario. Sin embargo, es obvio que este elaborado ritual no puede ser hecho por un solo sacerdote, como es el caso de muchas parroquias de hoy en día. Por esta razón, el ritual se ha simplificado en la práctica litúrgica actual. Cuando están presentes dos clérigos, ambos llevan el Epitafios. El sacerdote mayor precede llevando el Evangelio en una mano y el Epitafios sobre su cabeza en la otra. El segundo sacerdote o el diácono lleva el otro final del Epitafios sobre su cabeza. Si sólo hay un sacerdote, lleva el Epitafios sobre su cabeza y lleva el Evangelio en la otra mano. Dos acólitos van detrás de él llevando los otros dos extremos el Epitafios. También es propio que el Epitafios sea llevado por cuatro acólitos por encima de la cabeza del sacerdote. Sin embargo, este hecho es muy raro en el uso normal. El Epitafios es llevado por en alto, por encima de la cabeza, como signo de profunda reverencia. El Evangelio. Es importante en este punto decir algo sobre la forma en que es llevado el Evangelio en la procesión del Epitafios del Gran Viernes. En la tradición litúrgica de nuestra Iglesia, el Evangelio está considerado como el icono principal de Cristo. Por lo tanto, cuando comenzaron a desarrollarse los rituales de la pasión, se dio especial atención al Libro del Evangelio por la forma en la que estaba adornado. Mucho antes de que el Epitafios fuera introducido en la Liturgia del Gran Viernes, era el Evangelio, cubierto con el aer, lo que se llevaba el procesión. El aer simbolizaba el sudario. Para ilustrar aún más la muerte de Cristo, el Evangelio se llevaba en posición horizontal en el hombro derecho del celebrante, en vez de la habitual posición vertical. El icono. En el Gran Viernes, además de la cruz y el Epitafios, se expone el icono conocido como “Ajra Tapeinosis” (La Extrema Humildad). Este icono representa el cuerpo muerto de Cristo crucificado en posición vertical en la tumba con la Cruz en el fondo. Combina dos asombrosos hechos del Gran Viernes, la crucifixión y el entierro de Cristo.


Ayuno. El Gran Viernes es un día de ayuno estricto, un día de Xerofagia

Preparaciones litúrgicas. Antes del oficio, el sacerdote se ha asegurado de que: el Epitafios esté preparado; el kouvouklion (el templete donde se pondrá el epitafios) esté decorado; haya abundantes flores para distribuir a los fieles; y de que se compre un nuevo paño de lino blanco para usarse en la Apocathelosis. También prepara una bandeja con pétalos de rosas y un frasco que contenga agua de rosas o cualquier otra agua fragante, que se usará tras la procesión del Epitafios.
El Estavromenos. La Cruz, puesta en medio de la iglesia en los maitines, permanece allí durante los oficios del Gran Viernes. Sin embargo, para hacer espacio para el kouvouklion, se debería mover más cerca del santuario antes del oficio de Vísperas. Al final del oficio de los maitines del Gran Sábado, la Cruz se devuelve a su lugar habitual en el santuario. Por costumbre, la corona de flores permanece en la cruz hasta la Apódosis (final) de Pascua. Sin embargo, las velas se quitan. El Kouvouklion se decora antes del oficio de vísperas. Tras la lectura del Evangelio y antes de la procesión del Epitafios, se mueve en medio de la iglesia frente a la cruz. La cruz y el Kouvouklion se ponen frente a las Puertas Reales en medio de la iglesia. La distribución de las flores: en la práctica actual, las flores se distribuyen normalmente al final de los maitines del Gran Sábado. Sin embargo, en algunas parroquias se ha hecho habitual distribuir las flores también al final de las vísperas del Gran Viernes, especialmente a los niños, que no pueden estar presentes hasta el último oficio. 
 
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El Gran y Santo Viernes (Viernes Santo)

Los maitines del Viernes Santo se celebran generalmente el jueves por la noche. La principal característica de este oficio es la lectura de los Doce Evangelios, que son todos relatos de la pasión de Cristo. La primera de estas doce lecturas es Juan 13:31; 18:1. Es el discurso más largo de Cristo con sus apóstoles y termina con la llamada gran oración sacerdotal. El Evangelio final cuenta sobre el sellado de la tumba y el establecimiento de los guardias (Mateo 27:62-66).

La lectura de los Doce Evangelios de la pasión de Cristo, se sitúan entre las diferentes partes del oficio. La himnología está relacionada con los sufrimientos del Salvador y se inspira en gran medida de los Evangelios, las escrituras proféticas y los salmos. Las bienaventuranzas del Señor se añaden al oficio después de la lectura del sexto evangelio, y se da un énfasis especial a la salvación del ladrón, que reconoció el Reino de Cristo.

Las Horas del Viernes Santo repiten los Evangelios de la Pasión de Cristo, con el añadido en cada Hora de las lecturas proféticas del Antiguo Testamento con relación a la redención de los hombres, y de las cartas de San Pablo, relativas a la salvación del hombre mediante los sufrimientos de Cristo. Los salmos utilizados también son de un marcado carácter profético: por ejemplo, los salmos 2, 5, 22, 109, 139....

No hay Divina Liturgia el Viernes Santo, por la razón obvia de que está prohibida la celebración eucarística en los días de ayuno de Cuaresma. 
 
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El Gran y Santo Jueves


La vigilia de la víspera del Jueves Santo está dedicada exclusivamente a la Cena de Pascua, que Cristo celebró con sus doce apóstoles. El tema principal de este día es la cena misma, en la que Cristo mandó que la Pascua del Nuevo Convenio se comiera en memoria de Él, de su Cuerpo quebrado y su Sangre derramada para la remisión de los pecados. La traición de Judas y el lavado de los pies de los discípulos por Cristo, también es el tema central de la conmemoración litúrgica de este día.

En las catedrales es costumbre que el obispo lave los pies en una ceremonia especial después de la Divina Liturgia.

En la vigilia del Jueves Santo, se lee el Evangelio de San Lucas sobre la Cena del Señor. En la Divina Liturgia, el Evangelio es una composición de todos los relatos de los evangelistas sobre el mismo hecho. Los himnos y las lecturas de este día también se refieren al mismo misterio central.

“Cuando tus gloriosos discípulos fueron iluminados en el lavado de sus pies después de la cena, el impío Judas fue oscurecido por la enfermedad de la avaricia, y te traicionó ante los jueces sin ley, oh Justo Juez. He aquí, oh amante del dinero, este hombre, a causa de la avaricia, se ha ahorcado a sí mismo. ¡Huyamos del insaciable deseo que se atrevió a tales cosas contra el Maestro! ¡Oh Señor, que te ocupas justamente de todo, gloria a Ti!” (Tropario del Jueves Santo).

“Vayamos a las regiones del Maestro, a la Mesa de al Inmortalidad, al lugar alto, con mentes elevadas, oh fieles, y comamos con deleite...”. (Oda novena del canon de Maitines).

El jueves santo, se oficia la Divina Liturgia de San Basilio junto con las Vísperas. Se lee el largo Evangelio de la Última Cena, tras las lecturas del Éxodo, Job, Isaías, y la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios (1ª Corintios 11). El siguiente himno sustituye al Himno de los Querubines en el ofertorio de la Liturgia, y sirve también como Himno de Comunión y Post-Comunión.

“A tu mística cena, oh Hijo de Dios, acéptame hoy. No revelaré el misterio a tus enemigos, ni te daré el beso de Judas, sino que como el ladrón, confieso: Acuérdate de mí, oh Señor, en Tu Reino”.

La celebración litúrgica de la Cena del Señor, el Jueves Santos, no es simplemente el recuerdo anual de la institución del sacramento de la Santa Comunión. De hecho, el simple evento de la Cena Pascual no fue simplemente la última acción del Señor de “instituir” el sacramento central de la Fe cristiana antes de Su pasión y muerte. Por el contrario, toda la misión de Cristo, y de hecho el propósito para la creación del mundo en primer lugar, es que la criatura amada por Dios, creada a Su divina imagen y semejanza, pudiera estar en la más íntima comunión con el por la eternidad, sentado con Él a su mesa, comiendo y bebiendo en su reino sin fin.

Así, Cristo, el Hijo de Dios, habla a sus apóstoles en la cena, y a todos los hombres que escuchen sus palabras y crean en Él y en el Padre que lo envió:

“No tengas temor, pequeño rebaño mío, porque plugo a vuestro Padre daros el Reino” (Lucas 12:32).

“Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Y Yo os confiero dignidad real como mi Padre me la ha conferido a Mí, para que comáis y bebáis a mi mesa y en mi reino...” (Lucas 22:28-30).

En un sentido real, es cierto decir que el Cuerpo atravesado y la sangre derramada de la que Cristo habla en su última cena con sus discípulos, no era simplemente una anticipación y adelanto de lo que estaba por venir, pero lo que estaba por venir (la Cruz, la tumba, la resurrección al tercer día, la ascensión al cielo), aconteció precisamente para que los hombres pudieran ser bendecidos por Dios para estar en santa comunión con Él por siempre, comiendo y bebiendo en la mística mesa de Su Reino, que no tendrá fin.

Así, la “Mística Cena del Hijo de Dios”, que se celebra continuamente en la Divina Liturgia de la Iglesia cristiana, es la esencia de lo que será la vida en el Reino de Dios por toda la eternidad.

“Feliz el que pueda comer en el reino de Dios” (Lucas 14:15).

“Dichosos los convidados al banquete nupcial del Cordero” (Apocalipsis 19:9). 
 
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