La responsabilidad común de todos los hijos se determina en el cristianismo por el 5to. mandamiento del Decálogo: "Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se prolonguen y sean buenos en la tierra"
En el catecismo del metropolitano Filaret leemos que en este mandamiento se tienen en cuenta las siguientes obligaciones especiales de los hijos para con los padres:
Tratarlos respetuosamente,
Obedecerlos,
Alimentarlos y cuidarlos en caso de enfermedad y durante la vejez y
Luego de su muerte, al igual que en vida, orar por la salvación de sus almas y cumplir fielmente su voluntad, siempre que no sea contraria a la ley de Dios o a la ley civil (Catecismo, 5-to mandamiento).
Todas estas obligaciones se encuentran en las indicaciones de la palabra de Dios y se desprenden de la esencia de los méritos de los padres delante de los hijos.
En la palabra de Dios leemos: "que muera aquel que insulte a su padre o a su madre" (Éxodo 21:46). "Hijos, obedeced a vuestros padres en Dios, nuestro Señor, ya que ello exige la justicia" (Efesios 6:1). "Si tu padre está falto de razón, perdónalo y no lo deshonres. La misericordia para con tu padre no será olvidada y se contará en contra de tus pecados (a pesar de tus pecados aumentará tu bienestar).
El valor de los padres para los hijos es muy grande y profundo. Los padres son los responsables de la vida de los hijos, este bien invalorable para cualquier persona. Ellos son también los que guardan y fortalecen la salud, los que forman y educan su vida espiritual. Ellos son los que aconsejan y guían a los hijos durante toda su vida futura, los que acopian sus bienes materiales, los que ordenan su felicidad familiar. Ellos desean sinceramente el bien de sus hijos hasta su último suspiro y frecuentemente oran fervientemente e interceden por sus hijos después de su muerte. Tal es el lazo que une a los padres con los hijos, pero no es menor la unión de los hijos con los padres. Al hombre le es propio por naturaleza pagar el bien con agradecimiento, respetar y honrar el heroísmo y la abnegación, ser obediente y dócil ante las personas bien predispuestas y merecedoras de confianza, dar tranquilidad y calma al servidor. Los niños, más que los adultos, tienen desarrollados todos los sentimientos sublimes. Ellos buscan más la verdad y se indignan ante la mentira; aman más el bien y se encariñan con las personas que desean el bien: perciben los sufrimientos del prójimo más espontáneamente y los comparten con más fuerza. No en vano el Salvador puso a los niños como ejemplo a los adultos por sus sentimientos sublimes al decir: "En verdad os digo, si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mateo 18:3). Pero ¡¿A quién más que a los padres, pueden los niños verter sus sentimientos, ya que aquellos son sus primeros benefactores, maestros y los primeros que necesitan consuelo?!
El lazo que une a los hijos con sus padres es tan fuerte e inalterable que a pesar de que aquellos sentimientos hacia otras personas que en los niños al crecer se debilitan cambiando por un trato más frío y formal, con respecto a sus padres no sólo no se terminan, sino que frecuentemente guardan toda su fuerza hasta la vejez de los mismos hijos. En las antiguas familias, que lamentablemente hoy se encuentran poco, se puede ver el caso en que el padre o la madre medio sordos o que apenas pueden caminar, tienen el pleno poder en el hogar, el pleno respeto, la plena veneración por parte de los hijos, los cuales tal vez ocupan altos cargos o tienen subordinados, pero que no osan desobedecer a su padre o a su madre e inculcan lo mismo a sus hijos.
¡Qué agradable es ver tales familias y cómo tal comportamiento está al acuerdo con el verdadero ideal cristiano de hijo! Cómo, por el contrario, despierta un sentimiento de indignación el comportamiento opuesto. Involuntariamente viene a la memoria el relato de un predicador extranjero, el cual conversando con niños les contó el siguiente ejemplo de su propia experiencia: "Una vez vi como una joven madre pidió a su hijo de doce años que le dé un libro. El niño, que se encontraba en el extremo opuesto de la habitación y debe suponerse estaba de muy mal humor, en lugar de llevarle el libro a su madre se lo arrojó a los pies. ¡Pueden imaginarse qué indignante es esto!." Pero en las conversaciones de esta misma persona encontramos el ya histórico relato de carácter opuesto: "Un tal capitán Duval, oficial de gran valentía del ejército de Luis XIV, era hijo de un simple campesino. Una vez vino al campamento su padre para verlo. Duval no se alteró, no se avergonzó de su bajo origen sino que, por el contrario, se apuró a presentarlo a su superior. Grande fue la sorpresa de los oficiales al ver que el padre de su compañero era sólo un simple campesino, que no pertenecía a la nobleza o a la aristocracia. A pesar de esto el anciano fue recibido con cariño y todos lo trataron con respeto. Cuando al día siguiente el jefe del batallón tuvo una audiencia y le contó al rey lo ocurrido, Luis mandó llamar a Duval para alabarlo por su amor hacia su padre, le estrechó la mano al valeroso capitán y lo abrazó delante de todos los nobles." Un ejemplo semejante de emocionante amor hacia su padre demostró también el Metropolitano Filaret, quien al enterarse de la llegada de su padre - un anciano diácono de una ciudad provinciana - no tuvo vergüenza delante de los altos funcionarios que se encontraban reunidos con él sino que, por el contrario, salió con ellos al encuentro de su padre y lo hizo entrar a las habitaciones.
Los hijos buenos, que aman a sus padres, se tratan con sus hermanos con gran amor fraternal. Entre ellos no puede haber peleas y discordias. Ellos recuerdan que ellos son ramas de un mismo árbol, que son miembros de un mismo cuerpo. ¿Pueden acaso los miembros de un organismo ir el uno contra del otro? ¿No será esto mortal para todo el cuerpo y mortal para ellos mismos? No aquí los mayores deben proteger y ayudar a los menores; y los menores obedecer y buscar la defensa de los mayores. Los hijos cristianos deben recordar que el mismo Salvador llama a todos hermanos y predica el amor. El 30 de octubre la Santa Iglesia recuerda los padecimientos del santo mártir Zenobio y a su hermana Zenobia. Ellos son admirables por haber demostrado un gran amor fraternal mutuo durante los padecimientos. Cuando estallaron las terribles persecuciones durante el reinado de Dioclesiano Zenobio fue atrapado por ser obispo. Zenobia, al enterarse de que su hermano sufre en nombre de Cristo fue al pretorio y parándose delante del perseguidor, exclamó: "Yo soy cristiana, al igual que mi hermano y confieso al Dios y Señor Jesucristo. Ordena martirizarme a mí también, quiero morir con la misma muerte de mí hermano." El funcionario comenzó a exhortarla, pero ella permanecía inflexible. Los mártires sentenciados a muerte iban con alegría. "Te agradecemos, Señor; exclamaron ellos, ya que concediste que cumplamos en buena obediencia y guardar la fe. Haznos partícipes de Tu gloria y cuéntanos entre aquellos que te son agradables, ya que eres Bueno, por los siglos." Una voz de los cielos los llamó a la vida eterna y a las coronas incorruptibles y ellos entregaron felizmente su alma a Dios.
Los hijos buenos involuntariamente despiertan un fuerte amor en los padres. El justo Noé mandó a Sem y Yafet una reforzada bendición por su amor a él. El patriarca Jacobo, del Antiguo Testamento le cosió una vestidura de muchos colores a José por su mansedumbre.