Poemas dogmáticos.
(Poemas dogmáticos, 1, 2, 3)
Bien sé que, al hablar de Dios a los que le buscan, es como si quisiéramos atravesar el mar con pequeñas naves, o nos lanzáramos hacia el cielo constelado de estrellas, sostenidos por débiles alas. Porque queremos hablar de ese Dios que ni siquiera los habitantes del Cielo son capaces de honrar como conviene. Sin embargo, Tú, Espíritu de Dios, trompeta anunciadora de la verdad, estimula mi mente y mi lengua para que todos puedan gozar con su corazón inmerso en la plenitud de Dios.
Hay un solo Dios, sin principio ni causa, no circunscrito por ninguna cosa preexistente o futura, infinito, que abraza el tiempo, grande Padre del grande y santo Hijo unigénito. Es Espíritu purísimo, que no ha sufrido en el Hijo nada de cuanto el Hijo ha sufrido en la carne (…).
Único Dios, distinto en la Persona pero no en la divinidad, es el Verbo divino. Él es la imagen viva del Padre, Hijo único de Aquél que no tiene principio, solo que procede del solo, igual hasta el punto de que mientras sólo Aquél es plenamente Padre, el Hijo es también creador y gobernador del mundo, fuerza e inteligencia del Padre. Cantemos en primer lugar al Hijo, adorando la sangre que fue expiación de nuestros pecados. En efecto, sin perder nada de su divinidad, me salvó inclinándose, como médico, sobre mis heridas purulentas. Era mortal, pero era Dios; descendiente de David, pero creador de Adán; revestido de cuerpo, pero no partícipe de la carne. Tuvo madre, pero madre virgen; estuvo circunscrito, pero permaneció siempre inmenso. Fue víctima, pero también pontífice; sacerdote, y sin embargo era Dios. Ofreció a Dios su sangre y purificó el mundo entero. Fue alzado en la cruz, pero los clavos derrotaron al pecado. Se confundió entre los muertos, pero resucitó de la muerte y trajo a la vida a muchos que habían muerto antes que Él: en éstos se hallaba la pobreza del hombre, en Él la riqueza del Espíritu (…).
Alma, ¿por qué tardas? Canta también la gloria del Espíritu; no separes en tu discurso lo que la naturaleza no ha dividido. Temblemos ante el poderoso Espíritu, como delante de Dios; gracias a Él he conocido a Dios. Él, que me diviniza, es evidentemente Dios: es omnipotente, autor de dones diversos, el que suscita himnos en el coro de los santos, el que da la vida a los habitantes del cielo y de la tierra, el que reina en los cielos. Es fuerza divina que procede del Padre, no sujeto a ningún poder. No es hijo: uno solo, en efecto, es el Hijo santo del único Bien. Y no se encuentra fuera de la divinidad indivisible, sino que es igual en honor (…).
[Ésta es la] Trinidad increada, que está fuera del tiempo, santa, libre, igualmente digna de adoración: ¡único Dios que gobierna el mundo con triple esplendor! Mediante el Bautismo, soy regenerado como hombre nuevo por los Tres; y, destruida la muerte, avanzo en la luz, resucitado a una vida nueva. Si Dios me ha purificado, yo debo adorarlo en la plenitud de su Todo.
(Poemas dogmáticos, 1, 2, 3)
Bien sé que, al hablar de Dios a los que le buscan, es como si quisiéramos atravesar el mar con pequeñas naves, o nos lanzáramos hacia el cielo constelado de estrellas, sostenidos por débiles alas. Porque queremos hablar de ese Dios que ni siquiera los habitantes del Cielo son capaces de honrar como conviene. Sin embargo, Tú, Espíritu de Dios, trompeta anunciadora de la verdad, estimula mi mente y mi lengua para que todos puedan gozar con su corazón inmerso en la plenitud de Dios.
Hay un solo Dios, sin principio ni causa, no circunscrito por ninguna cosa preexistente o futura, infinito, que abraza el tiempo, grande Padre del grande y santo Hijo unigénito. Es Espíritu purísimo, que no ha sufrido en el Hijo nada de cuanto el Hijo ha sufrido en la carne (…).
Único Dios, distinto en la Persona pero no en la divinidad, es el Verbo divino. Él es la imagen viva del Padre, Hijo único de Aquél que no tiene principio, solo que procede del solo, igual hasta el punto de que mientras sólo Aquél es plenamente Padre, el Hijo es también creador y gobernador del mundo, fuerza e inteligencia del Padre. Cantemos en primer lugar al Hijo, adorando la sangre que fue expiación de nuestros pecados. En efecto, sin perder nada de su divinidad, me salvó inclinándose, como médico, sobre mis heridas purulentas. Era mortal, pero era Dios; descendiente de David, pero creador de Adán; revestido de cuerpo, pero no partícipe de la carne. Tuvo madre, pero madre virgen; estuvo circunscrito, pero permaneció siempre inmenso. Fue víctima, pero también pontífice; sacerdote, y sin embargo era Dios. Ofreció a Dios su sangre y purificó el mundo entero. Fue alzado en la cruz, pero los clavos derrotaron al pecado. Se confundió entre los muertos, pero resucitó de la muerte y trajo a la vida a muchos que habían muerto antes que Él: en éstos se hallaba la pobreza del hombre, en Él la riqueza del Espíritu (…).
Alma, ¿por qué tardas? Canta también la gloria del Espíritu; no separes en tu discurso lo que la naturaleza no ha dividido. Temblemos ante el poderoso Espíritu, como delante de Dios; gracias a Él he conocido a Dios. Él, que me diviniza, es evidentemente Dios: es omnipotente, autor de dones diversos, el que suscita himnos en el coro de los santos, el que da la vida a los habitantes del cielo y de la tierra, el que reina en los cielos. Es fuerza divina que procede del Padre, no sujeto a ningún poder. No es hijo: uno solo, en efecto, es el Hijo santo del único Bien. Y no se encuentra fuera de la divinidad indivisible, sino que es igual en honor (…).
[Ésta es la] Trinidad increada, que está fuera del tiempo, santa, libre, igualmente digna de adoración: ¡único Dios que gobierna el mundo con triple esplendor! Mediante el Bautismo, soy regenerado como hombre nuevo por los Tres; y, destruida la muerte, avanzo en la luz, resucitado a una vida nueva. Si Dios me ha purificado, yo debo adorarlo en la plenitud de su Todo.