Saturday, March 5, 2016

Preparan para los Divinos Misterios ( San Ambrosio de Milán )

 

Oh Señor Jesús Cristo, Tú que eres el verdadero Sumo Sacerdote y Obispo de nuestras almas, y que en el altar de la Cruz te ofreciste a Dios el Padre para ser un sacrificio puro y sin mancha por nosotros, miserables pecadores, y que igualmente nos has dado a comer Tu carne y a beber Tu Sangre, y que estableciste este Misterio por el poder del Espíritu Santo, diciendo: Haced esto en memoria de Mí.
Te suplico por Tu misma preciosa Sangre, el rescate de nuestra salvación.
Te suplico por ese maravilloso e inefable amor que nos concedes a nosotros (miserables e indignos pecadores), lavándonos y purificándonos de todos nuestros pecados en Tu propia Sangre.
Enseña a Tu indigno siervo, a quien entre tus muchas misericordias has concedido compartir los beneficios de Tu Sacerdocio (Y esto, no por mis méritos, sino sólo por Tu abundante misericordia).
Enséñame, te lo suplico, por tu Espíritu Santo, a acercarme a tan gran Misterio, como es digno y justo, con reverencia y honor, y en toda piedad y santo temor.
Disponme por Tu gracia a creer y entender siempre, a sentir y sostener con firmeza, a hablar y a pensar, con relación a este santo Misterio para que Te sea agradable y provechoso para mi alma.
Que Tu Espíritu Santo entre en mi corazón, para que sin pronunciar palabra ni sonido pueda hablar allí toda Tu verdad, y que Él mismo, oculto bajo el velo de la santidad, sobrepase el entendimiento del hombre.
Por Tu gran misericordia, concédeme tomar parte en este santo Misterio con pureza de corazón e integridad de mente.
Líbrame con la atenta e infalible guardia de Tus benditos ángeles, para que por su poderosa protección, los enemigos de la bondad puedan ser desterrados de allí.
Por el poder de este gran Misterio y por la mano de ese santo ángel a quien me has enviado, aleja de mí y de todos tus siervos el espíritu de un duro corazón, el espíritu de orgullo y vanagloria, el espíritu de envidia y blasfemia, el espíritu de fornicación e inmundicia, el espíritu de duda e infidelidad. Confunde a los que nos persiguen y destruye a los que se apresuran a destruirnos.
Oh Rey de las vírgenes, amante de la castidad y la pureza, vierte sobre mí el rocío celestial de Tu bendición, extingue en mi carne cualquier resto ardiente de deseo lujurioso, para que pueda permanecer en continua castidad, tanto de cuerpo como de alma.
Mortifica en mis miembros todas las motivaciones de la carne, todas las afecciones desordenadas, todos los deseos de concupiscencia. Y concédeme verdadera y permanente castidad, y todos los dones que Te sean agradables. Concédeme así ofrecerte este Sacrificio de Alabanza y Acción de gracias con pureza de cuerpo y limpieza de corazón.
¡Pues quién puede entender qué dolor de corazón y qué fuente de lágrimas son necesarios!
¡Qué reverencia y temor, qué castidad corporal y pureza de corazón es requerido!
Y sin embargo sólo así debemos acercarnos a servir en este divino y celestial Sacrificio. Pues en él, Tu Carne es comida verdaderamente y Tu sangre es bebida verdaderamente. Aquí, las cosas de abajo y las de encima, las terrenales y las celestiales, son hechas una sola. Aquí, siempre están presentes tus santos ángeles. Aquí, en un maravilloso e inefable orden Te has constituido a la vez como Sacrificio y Sacerdote.
¡Quién puede ser digno de ofrecer este Sacrificio menos Tú, Todopoderoso Dios, que dignamente obras lo que haces! Yo sé, oh Señor, y conozco con seguridad, y a Tu bondad lo confieso, que no soy digno de acercarme a tan gran Misterio, a causa de mis graves pecados y de mi gran negligencia. Pero sé, y verdaderamente creo con todo mi corazón, y confieso con mi boca, que Tú puedes hacerme digno de realizarlo, pues sólo Tú puedes justificar y santificar a los pecadores.
Oh Dios mío, te suplico, por Tu poder Todopoderoso, que me concedas a mí, pecador, tomar parte dignamente en este Sacrificio. Y que con él me concedas temor y temblor, pureza de corazón y un torrente de lágrimas, regocijo espiritual y regocijo celestial. Concede que mi alma pueda sentir Tu bendita Presencia, y la guardia de Tus santos ángeles alrededor mío.
Pues yo, oh Señor, teniendo devoto recuerdo de Tu santa pasión, me acerco a Tu altar. Aunque pecador, me acerco al Sacrificio que Tú has instituido, y que nos has mandado ofrecerte en Tu memoria y para nuestra salvación.
Te suplico, Dios Todopoderoso, que lo recibas para beneficio de Tu santa Iglesia, y por el pueblo que rescataste con Tu propia Sangre.
Y puesto que Tú concedes disponer Tu Sacerdocio sobre los hombres pecadores, y puesto que concedes a cada sacerdote como mediador entre Ti y Tu pueblo, te suplico que donde no encuentres el testimonio de las buenas obras en ellos, no quites aún el oficio y ministerio que has depositado en su cargo, para que el Precio de su Redención, por el que has concedido ofrecerte una perfecta Oblación y Santificación, no se pierda a causa de ninguna indignidad nuestra.
Y además, oh Señor, elevo ante Ti (si te dignas mirarnos favorablemente por eso):
Las tribulaciones de los pueblos y los peligros de las naciones,
El gemido de los presos y las tristezas de los huérfanos,
Las necesidades de los que viajan,
Las carencias de los enfermos,
La depresión de los cansados,
La debilidad de los ancianos,
Las aspiraciones de los jóvenes,
Las resoluciones de las doncellas,
Y los lamentos de las viudas.
Pues Tú, oh Señor, tienes misericordia de todos los hombres y no aborreces nada de lo que creaste.
Recuerda cuán frágil es nuestra naturaleza, pues Tú eres nuestro Padre, Tú eres nuestro Dios. No te enojes con nosotros a pesar de que lo merecemos, y no alejes Tu misericordia de nosotros. Pues no presentamos nuestras súplicas ante Ti porque seamos justos, sino porque Tú eres compasivo.
Aleja de nosotros nuestras iniquidades, y en Tu misericordia enciende en nosotros el fuego de Tu Espíritu Santo.
Quita nuestro corazón de piedra, y concédenos un corazón de carne, para que podamos amarte, quererte, deleitarnos en Ti, seguirte y regocijarte.
Te suplicamos, oh Señor, que por tu misericordia muestres la luz de Tu rostro sobre Tu siervos que realizan este sagrado oficio, en honor a Tu Nombre. Y para que sus súplicas no sean en vano, ni sus peticiones no queden sin efecto, pon en sus mentes oraciones que Te sean agradables de escuchar y cumplir.
También te rogamos, oh Señor, Padre santo, por las almas de los fieles que han partido de este mundo; que este confortable Sacramento pueda ser su salvación, salud, regocijo y alivio. Oh Señor mi Dios, concédeles en este día un festín en abundancia en Ti, el Pan Vivo, que hiciste descender del cielo y concede la vida al mundo.
Concédeles comer Tu Carne, santa y bendita, que es el Cordero inmaculado que quita los pecados del mundo; incluso la Carne que tomaste del vientre, santo y glorioso, de la bendita Virgen María, por la operación del Espíritu Santo. Concédeles beber de esta fuente de amor que fluía de Tu sagrado costado, atravesado por la lanza del soldado para que siendo aliviados y santificados, restaurados y confortados, puedan regocijarse dándote alabanzas y gloria.
Te suplico, oh Señor, que por tu misericordia envíes sobre el pan que va a serte ofrecido, la plenitud de Tu bendición y los poderes santificadores de Tu Divinidad. Haz descender también, oh Señor, la invisible e incomprensible majestad de Tu Espíritu Santo, como lo enviaste una vez sobre el mismo sacrificio de nuestros padres y ancestros, para que pueda hacer realmente de nuestras oblaciones Tu Cuerpo y Tu Sangre.
Y puesto que soy tan indigno, enséñame a acercarme a este santo Misterio con pureza de corazón y con un piadoso dolor por mis pecados, con reverencia y asombro. Por eso, acepta con amor y gentileza este Sacrificio de mis manos para la salvación de los hombres, tanto vivos como difuntos.
También te suplico, oh Señor, que por este mismo sagrado Misterio de Tu Cuerpo y Sangre, que es entregado diariamente en Tu santa Iglesia como alimento y bebida, seamos lavados y santificados, y hechos partícipes de Tu Todopoderosa Divinidad; concédeme tus santas virtudes, para que siendo revestido con ellas, pueda acercarme a Tu altar con una buena conciencia, para que este sacramento celestial pueda serme vida y salvación.
Pues Tú, que siempre eres santo y bendito, has dicho: “El Pan que yo os doy es mi Carne para la vida del mundo: Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo. El que coma de este Pan, vivirá para siempre”.
Oh Pan de dulzura, concede la salud a mi gusto, para que pueda percibir las delicias de Tu amor. Líbrame de lo mundano para que sólo pueda encontrar la dulzura en Ti.
¡Oh Pan de pura blancura, que contiene todas las delicias y todos los sabores agradables! ¡Oh Tú, que siempre nos revitalizas y nunca escaseas! Concede que mi corazón pueda alimentarse de Ti, y que la profundidad de mi alma pueda llenarse con la dulzura de Tu sabor. Los ángeles se alimentan en Ti con abundancia. Concédeme que yo, un peregrino y un forastero, pueda alimentarme de Ti en la medida que pueda. Y así, concede que no fracase en mi viaje, con tal provisión que me espera.
¡Oh Pan santo, puro y vivo, que bajó del cielo y dio la vida al mundo!
Ven a mi corazón, y purifícame de toda contaminación, tanto de la carne como del espíritu.
Entra en mi persona, y sana y límpiame por dentro y por fuera.
Sé la protección y la salud permanente de mi cuerpo y de mi alma.
Aleja de mi todos los enemigos que me acechan.
Concédeme que pueda alzarme a la presencia de Tu poder.
Concédeme que siendo defendido en todo por Ti, pueda andar en el camino recto hacia Tu Reino.
Pues allí ya no te contemplaremos como en un misterio igual que en este tiempo presente, sino que te veremos frente a frente, cuando entregues el reino a Dios el Padre, y Dios sea todo en todos.
Y en aquel día me satisfarás con maravillosa plenitud, para que ya no tenga más hambre ni sed por siempre, oh Jesús, que con el mismo Dios el Padre y el Espíritu Santo vives y reinas, en el mundo sin fin.
Amén. 

Catecismo Ortodoxo 

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El Amor Cristiano ( San Juan Crisóstomo )


Fragmentos de la homilía de San Juan Crisóstomo sobre el amor cristiano

Dijo el Señor: “Porque allí donde dos o tres están reunidos por causa mía, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt. 18:20). De manera que ¿no hay siquiera dos o tres reunidos en Su nombre? Los hay, pero raramente. Por otra parte, no habla aquí el Señor de una simple reunión y unión de personas locales. No pide sólo esto. Quiere, junto con esta unión, que estén también presentes en los reunidos las otras virtudes. Con estas palabras nos quiere decir el Señor: “si alguien me tiene como base y presupuesto de su amor por el prójimo, y, junto con este amor, portara en sí el resto de las virtudes, entonces estaré junto a él”. La mayoría de las personas, sin embargo, tienen otras motivaciones. No fundamentan en Cristo su amor. Uno ama al otro porque aquel también le brinda amor; el otro a su vez ama a aquel que lo honra; está también aquel que ama a otro porque lo considera útil para la realización de alguna empresa personal. Es difícil encontrar a alguien que ame a su prójimo sólo por amor a Cristo, porque son los intereses materiales los que usualmente unen a los seres humanos. Un amor, sin embargo, con tales debilidades, es precario y efímero (…)

Por el contrario, el amor que tiene en Cristo su causa y fundamento resulta firme y duradero. Nada puede disolverlo, ni las difamaciones, ni los peligros, ni siquiera la amenaza de muerte. Quien tiene en sí amor cristiano no deja nunca de amar a su prójimo, no importa cuántas cosas desagradables experimente por su causa, porque no se deja influir por sus pasiones, sino que se inspira en el Amor, en el mismo Cristo. Es por ello que el amor cristiano como dijo San Pablo, no cesa jamás. (…)

Así mismo, el amor no conoce qué significa conveniencia privada. Por ello San Pablo nos aconseja: “Ninguno mire por lo propio sino por lo del prójimo” (1ª Corintios 10:24). Pero el amor no conoce tampoco la envidia, porque quien ama verdaderamente, considera los bienes de su prójimo como suyos propios. Así, poco a poco, el amor transforma al ser humano en ángel. En la medida en que lo aleja de la ira, de la envidia y de toda especie de pasión tiránica, lo saca de su condición natural humana y lo conduce a la condición de la virtud (Apatheia) angélica.

¿Cómo nace, sin embargo, el amor en el alma del ser humano? El amor es fruto de la virtud. Pero también el amor, por su parte, produce la virtud. ¿Cómo sucede esto?: el hombre virtuoso no prefiere los bienes materiales antes que el amor a su prójimo. No es rencoroso. No es injusto. No es malediciente. Todo lo soporta con nobleza de alma. De estos elementos proviene el amor. De que a partir de la virtud nace el amor, lo demuestran las palabras del Señor: “y por efecto de los excesos de la iniquidad, la caridad de los más se enfriará” (Mt. 24:12). Y respecto al hecho de que del amor nace la virtud, lo muestran las palabras de San Pablo: “No tengáis con nadie deuda sino el amaros unos a otros; porque quien ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Romanos 13:8).

San Pablo nos refiere también las razones por las cuales debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: “En el amor a los hermanos sed afectuosos unos con otros” (Romanos 12:10). Con ello nos quiere decir: Lo mismo dijo Moisés a los hebreos aquellos que se peleaban en Egipto: “¿Por qué pegas a tu hermano?” (Éxodo 2:13) (…)

Debemos saber que el amor no es algo opcional. Es una obligación. Es tu deber amar a tu hermano, tanto porque tienes con él un parentesco espiritual, como porque sois miembros el uno de los otros. Si falta el amor, entonces sobreviene la catástrofe.

Debes, sin embargo, amar a tu hermano también por otra razón: porque tienes ganancia y dividendo, en tanto que con el amor guardas toda la ley de Dios. Así, tu hermano a quien amas, se convierte en tu benefactor. Y ciertamente, “el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no desearás los bienes ajenos y en general todos los mandamientos se sintetizan en este único, que ames a tu prójimo como a ti mismo” (Romanos 13:9).

El mismo Señor certifica que toda la ley y la enseñanza de los profetas se sintetizan en el amor: “De estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas” (Mt. 22:40).

Quien tiene amor, no hace el mal a su prójimo. Dado que el amor es la plenitud de todos los mandamientos de Dios, tiene dos ventajas: por una parte, es protección contra el mal, y por otra, es realización del bien. Y se le llama plenitud de todos los mandamientos, no sólo porque constituye la síntesis de todos nuestros deberes cristianos, sino también porque logra fácilmente la plenitud de los mismos.

El amor constituye una deuda que permanece siempre sin liquidar. Tanto como trabajamos para su erradicación, en esa misma medida crece y se multiplica. En lo que concierte a asuntos monetarios, admiramos a aquellos que no tienen deudas, mientras que, cuando se trata del amor, consideramos que tienen un buen destino aquellos que deben abundantemente (…). El amor es una deuda que permanece, como ya dije, siempre sin liquidar. Porque es esta deuda el elemento que, más que cualquier otra cosa, reúne nuestra vida y más estrechamente nos implica.

Toda buena obra es fruto del amor. Por ello el Señor en múltiples ocasiones se refirió al amor. “En esto reconocerán todos que sois discípulos míos, si tenéis amor unos para otros” (Jn. 13:35). Cuando se enraíza bien el amor dentro de nosotros, todas las otras virtudes, como las ramas, nacerán de él.

Sin embargo, ¿por qué referimos estas nimias argumentaciones en torno a la importancia del amor, dejando a un lado las más grandiosas? Por amor vino el Hijo de Dios cerca de nosotros y se hizo hombre, para acabar con la mentira de la idolatría, para traernos el verdadero conocimiento de Dios, y para regalarnos la vida eterna, como dice el evangelista San Juan: “Porque así amó Dios al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3:16).

Además de esto, el amor concede a los hombres una gran fuerza. No existe castillo tan firme, indestructible e imbatible a los enemigos, como es una totalidad de seres humanos que aman y permanecen unidos a través del fruto del amor, la concordia (…). Como las cuerdas de la lira, a pesar de ser muchas, ofrecen un dulcísimo sonido, así conviven todos armónicamente bajo los dedos del músico, de esta manera aquellos que tienen concordia, como una lira de amor, ofrecen una admirable melodía (…). No existe pasión, no existe pecado que el amor no pueda destruir. Es más fácil para una rama seca salvarse de las llamas del horno, que para el pecado escapar del fuego del amor.

El amor presenta a tu prójimo ante ti como “un otro yo”, te enseña a alegrarte con su felicidad, y a lamentar sus desgracias cual si fueren las tuyas propias. El amor hace de los muchos, un solo cuerpo y convierte el alma de todos en vasos del Espíritu Santo … El amor, igualmente, hace comunes las propiedades y los bienes de cada persona.

Porque lo que mantiene hoy alejados de Cristo a los no creyentes, no es el hecho de que no se realizan milagros, como afirman algunos, sino la falta de amor entre los cristianos. A los no creyentes no los atraen tanto los milagros como la vida virtuosa, que sólo el amor es capaz de crear. (…)

El amor es la característica del verdadero cristiano y muestra al discípulo crucificado de Cristo, que no tiene nada de común con las cosas terrenas. Sin amor, ni siquiera el martirio sirve absolutamente de nada (…).

Si reinase el amor en todas partes, ¡cuán diferente sería nuestro mundo! Ni las leyes, ni los jurados, ni las penas serían necesarias. Nadie actuaría injustamente contra su prójimo. Los crímenes, las disputas, las guerras, los levantamientos, los pillajes, los excesos y todas las injusticias desaparecerían. La maldad sería totalmente desconocida. Porque el amor tiene la ventaja única de que no viene acompañado, como sucede con el resto de las virtudes, por determinados males. La brillantez, por ejemplo, aparece frecuentemente acompañada de la vanidad, la elocuencia, por el afán de gloria, la capacidad de realizar milagros, por la soberbia, la caridad por la lujuria, la humildad por la altanería, y así sucesivamente. Estas cosas, sin embargo, no existen en el amor, en el amor auténtico. El hombre que ama, vive sobre la tierra como si viviese en el cielo, como inconmovible serenidad y felicidad, con el alma pura de toda envidia, recelo, ira, soberbia, malos deseos (…). Como nadie en su sano juicio se hace el mal a sí mismo, así quien ama no daña nunca a su prójimo, a quien considera como otro yo. Mira al hombre del amor, ¡un ángel terrenal!.

Si en nuestra sociedad reinase el amor, no habría discriminaciones, no existirían esclavos ni libres, siervos ni señores, ricos ni pobres, pequeños ni grandes. El diablo, igualmente y sus demonios serían completamente desconocidos y débiles. Porque el amor es más fuerte que todo muro, y más poderoso que todo metal. No lo transforman ni la riqueza ni la pobreza, sino sólo lo mejor de ambas: de la riqueza toma la pobreza lo necesario para la conservación, mientras que de la pobreza toma la riqueza la falta de cuidado. Así desaparecen el cuidado de la riqueza y los temores de la pobreza. (…).

Quizás podrían preguntarme: ¿no existe satisfacción, aunque sólo incompleta, en cualquier especie de amor? No. Sólo el amor auténtico trae consigo alegría pura y sana. Y el amor auténtico no es el mundano, el amor “de comercio”, que constituye más bien maldad y defecto, sino el amor cristiano, el espiritual, aquel que pide de nosotros San Pablo, aquel que sólo mira el interés del prójimo. Este era el amor que embargaba al apóstol cuando dijo: “¿Quién desfallece sin que desfallezca yo?¿Quién padece escándalo, sin que yo arda?” (2ª Corintios 11:29).

Y de nuevo me preguntarán: Tomando cuidado del prójimo, ¿no vendremos a descuidar nuestra propia salvación? No existe tal peligro. Todo lo contrario, ciertamente. Porque aquel que se interesa por los otros, no causa tristeza a nadie. Tiene compasión por todos y a todos ayuda, según su fuerza. No roba nada a nadie. Ni es ambicioso, ni ladrón, ni mentiroso. Evita todo mal y siempre persigue el bien. Ora por sus enemigos. Hace bien a quienes cometen injusticia contra él. No ofende ni habla mal de nadie, aunque hagan esto con él. Con todas estas cosas ¿no contribuimos a nuestra salvación?.

El amor, pues, es el camino de la salvación. Sigamos este camino, para que así heredemos la vida eterna.


                                    Catecismo Ortodoxo 

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