Abba
Doroteo es uno de los más grandes maestros de la vida espiritual. Su grandeza
está en que tiene un profundo conocimiento de todos los temas de los cuales
trata y por esto sus sentencias tienen un fundamento teológico correcto en todo
sus aspectos.
En lo
que respecta a la oración, él no escribe una meditación ascética en particular.
Esto no significa que la deje al margen. Habla de ella ocasionalmente, pero sus
pocas palabras dan posibilidad a importantes consideraciones. Y, además, son
suficientes para una reflexión acerca del tema, como también para disipar
malentendidos y equívocos, para dar luz que guía a los sanos y antídotos para
las situaciones de enfermedad. Abba Doroteo es pues un gran maestro y un
ejemplo óptimo de oración, en la práctica y en la teoría. Su enseñanza, si bien
no comprende una doctrina sistemática, da los presupuestos de una oración
saludable.
Cosechando,
en este clásico de la vida espiritual, las palabras sobre la oración,
intentaremos recoger sus enseñanzas en torno a dos temas: en primer lugar, qué
es la oración, y en segundo lugar, cuál es su significado en la lucha
espiritual.
¿Qué es
la oración?
La
oración es la más bella y la más importante expresión de la vida del hombre.
Dios ha creado al hombre para que estos alcancen un estado de perfecta
comunicación con él.
Doroteo
ante todo afirma que en el paraíso, después de la creación y antes de la caída,
la vida del hombre consistía “en oración y en contemplación”[1], es decir, toda
la vida del hombre era una oración-comunicación continua con Dios, que tendía a
su perfecta expresión, es decir, a lo que llamamos “contemplación”. Así fue
antes de la caída. Es esta la situación a la que todo verdadero siervo de Dios
desea volver, cambiando la praxis en acceso a la contemplación y recuperando el
estado “según semejanza” (cf. Gen 1, 26).
Esta
realidad, sin embargo, en la situación actual no constituye un estado de vida,
sino solo un signo de relación que cada hombre que ama a Dios tiene con él, un
deseo, una meta, una luz sobre el camino.
Abba
Doroteo escribe que el hombre tiene necesidad de buscar la vida y la conducta
según Dios. Tal búsqueda consiste en una vida de fe. Y posee una vida de fe
quien conoce a Dios, quien lo conoce bien, quien lo custodia en su interior, porque
el alma no puede hacer nada bueno sin la ayuda de Dios y por esto “no para de
invocar a Dios para que tenga misericordia de él” [2].
En
otras palabras, nos dice que con la caída del hombre no es cambiado, ni ha
cambiado el objetivo de la vida, ni el modo y el método para alcanzar a Dios.
Para el hombre, la primera necesidad mucho más que la de respirar y la de
alimentarse, es la oración, la oración recta, la oración recta según Dios.
Nuestra oración es recta cuando quien ora se interroga sobre “cómo ha pasado el
día y cómo ha pasado la noche, si ha estado atento a la salmodia y a la
oración”[3]. Está atento aquel que vive sin distracciones, sin que en él
dominen los pensamientos de autocomplacencia y de autosuficiencia y sin que su
mente sea dominada por pensamientos de corrupción.
La
oración, en la medida que vence los asaltos de los pensamientos de corrupción,
vuelve a la condición primitiva. Dice abba Doroteo:
Se da
el caso de un hermano, que recién terminada su oración o su meditación, se
encuentra, por así decirlo, bien dispuesto y soporta a su hermano y va más allá
sin dejarse turbar [4].
En
otras palabras: por medio de una buena oración, el hombre retorna al estado
“según semejanza” (cf. Gen 1, 26) y vence todas las pasiones, la primera
de las cuales es el turbarse ante el hermano, la del reaccionar sin amor y sin
comprensión. Sustancialmente nuestro abba nos dice: luchad para orar con
vigilancia y la oración alimentará, hará crecer y profundizará la vigilancia.
Es
señalado, además, que para el maestro de la vida monástica esto significa
cultivar ocultamente la riqueza escondida, que es “el hombre oculto del
corazón” (cf. 1 Pe 3,4), en la incorrupción del espíritu manso y quieto, que es
precioso y perfecto ante Dios.
Escribe
Doroteo, con su conocida precisión: “Igualmente es claro que también la oración
incesante nos lleva a la humildad, porque se opone a la segunda forma de
orgullo”[5].
La
segunda forma de orgullo es elevarse ante Dios, que es continuación del
elevarnos contra el hermano y del mostrar desprecio en las relaciones con
ellos. Pero la oración incesante no es un estado del hombre exterior, sino del
hombre interior, del “hombre escondido en el corazón” (cf. 1 Pe 3,4).
Abba
Doroteo se entristece por el hecho de que en su servicio en la enfermería se
encuentra expuesto a la tentación y a demasiada actividad. Y no tiene la
posibilidad de repetir “Kyrie eleison”, para custodiar la memoria de Dios.
Barsanufio entonces le responde: “Hermano, tú estás todo el día en el recuerdo
de Dios y no te das cuenta: porque recibir una orden, estar plenamente
disponible y custodiarla, es conjuntamente sumisión y recuerdo de Dios” [6].
Con
palabras simples, él nos dice que: la oración no es una técnica de
concentración personal. La oración no es un ejercicio de repetición continua de
determinadas palabras. La oración no consiste solamente en sentarse sobre un
banco y hacer pasar entre los dedos un chotki. La oración es todo lo que el
hombre hace por Dios para custodiar su voluntad.
La
luz increada, Simeón el Nuevo Teólogo, la ve cuando fue invitado por su padre
espiritual a decir como oración de la tarde solo el Trisaghion y luego a ir a
dormir, y, en vez de pensar que su padre espiritual era minimalista y
despreciaba la oración, fue obediente [7]. La misma gracia la vivió también
Ignacio Brjancaninov cuando un día en el cual servía en el refrectorio del
monasterio, en el momento en el cual puso el plato con alimento al último de la
mesa, donde estaban sentados los novicios, dijo como hablando a sí mismo:
“¡Recibid de mi este pobre servicio, siervos de Dios!” [8].
Que
Barsanufio tuviese razón en sus palabras, lo demuestran la gracia y los frutos
seguidos en la vida de Doroteo y de su enseñanza. En la carta de Barsanufio
citada arriba, pero también en las enseñanzas de Doroteo, el presupuesto de la
verdadera oración es la humildad. Es extraordinariamente simple y a su vez
sabio el modo en el cual Doroteo explica el concepto de humildad y nos pone en
guardia también en esto de malentendidos, engaños y tergiversasiones:
Recuerdo
que un día hablábamos de la humildad. Un notable de Gaza nos escuchó decir que
cuanto más nos acercamos a Dios, tanto más nos reconocemos pecadores y, lleno
de estupor, nos preguntó: “¿Cómo es posible?” Le respondí: “Señor, tú que eres
una persona importante ¿en qué lugar te consideras en esta ciudad?” “Me
considero el más grande, el primero de la ciudad.” Le volvió a preguntar: “Y si
vas a Cesarea, ¿en qué lugar te considerarías?” Respondió: “Me
consideraría inferior a los grandes que viven allí”. Le dijo: “Y si vas a
Antioquía, ¿cómo te considerarías?” Me respondió: “Me consideraría un
provinciano”. Y le dijo: “y en Constantinopla, cerca del emperador, ¿cómo te
considerarías?” Me respondió: “Me consideraría un miserable”. Entonces, le
dijo: “Así son los santos. Cuanto más se acercan a Dios, tanto más se reconocen
pecadores. Abraham, cuando ve al Señor, se define como tierra y ceniza (Gen 18,
27) e Isaías dijo: “Miseria e impureza soy yo”. (Is 6, 5) [9].
No sé
si hay una definición más feliz y clara del concepto de humildad.
Nos
ha dado la posibilidad de comprender que la verdadera humildad es la justa
relación con la realidad de nuestro yo y de Dios. Tiene que ver con el
conocimiento de sí y el conocimiento de Dios. No es una disposición o una
actitud triste. La verdadera humildad no tiene nada que ver con hipócritas
discursos y apariencia de humildad. Es otra cosa. Es perfecto realismo. El
orgullo, por el contrario, y la soberbia son signos y prueba de que el hombre
vive encerrado en su propio mundo, fuera de la realidad. Simplemente no sabe lo
que le sucede.
El
significado de la oración en la lucha espiritual
Introduciendo
el discurso sobre la vida espiritual, Doroteo afirma:
¡Ved
a qué estado hemos sido reducidos! He aquí a cuáles y a cuántos males nos ha
llevado nuestra voluntad de autojustificación, la confianza en nosotros mismos,
el acatamiento de nuestra voluntad, todas cosas generadas por nuestro orgullo,
enemigo de Dios. Y, en cambio, el reconocernos culpables, el no confiar en
nuestro propio juicio, el odiar la propia voluntad, son actitudes generadas por
la humildad gracias a la cual somos hechos dignos de entrar en nosotros mismos
y de volver al estado natural por medio de la purificación obrada por los
mandamientos de Cristo. Si no hay humildad, en efecto, no hay tampoco
obediencia a los mandamientos [10].
¿Qué
es lo que provoca esta situación? Para Doroteo la respuesta es una sola: la
negligencia de la oración. El dice: “Has descuidado la oración, has permitido
desceneder al corazón un pensamiento pasional y no has vigilado, le has dejado
vencer y has consentido. [11]”
El
camino entero que conduce al pecado es fruto de la negligencia de la oración. Y
el descuido de la oración es solamente fruto de una intervención externa,
obrada por el diáblo o por el hombre, que actua sugiriendo un pensamiento:
“¿Uno quiere rezar? El Adversario se opone, se lo impide mediante pensamientos
malvados.” [12]
Se necesita
atención, vigilancia, vigilia, lucha.
Pero,
¿Quieres ser salvado? ¡No descuides nunca la oración, ni en su forma corpórea,
el ayuno, ni en su forma espiritual! ¿Quiéres ser salvado? “Ayuna, no comas
carne y ora incesantemente”[13]. Por este camino comienza el progreso de la
vida espiritual: a través de la oración. El Señor dice: “Pidan y se les dará”
(Mt 7,7), y abba Doroteo comenta: “Dice: pidan, para que le supliquemos en la
oración” [14].
No necesitamos
nunca alejarnos de la oración, porque el resultado del relajamiento y de la
negligencia es la insinuación de los pensamientos, a los cuales le sigue la
turbación. Y Doroteo define sublimente este estado de turbación:
Les
doy un ejemplo para que puedan entender. Quien enciende el fuego, al principio
tiene solo un pequeño pedazo de carbón ardiendo: este carboncito es la palabra
del hermano que nos ha ofendido. No es más que un carboncito ¿qué otra cosa
puede ser la palabra de tu hermano? Si la soportas, apagarás el carbón. Pero si
comienzas a pensar: “¿por qué me ha dicho estas cosas? ¡Yo sé como
responderle!”, o: “Si no hubiera querido ofenderme, no lo habría dicho. ¡Yo
también sé como hacerle mal!”, entonces pones sobre el carbón leña fina, como
quien enciende el fuego y sale humo: este es la turbación. La turbación
consiste en el remujir de nuestros pensamientos hasta excitar nuestro corazón,
y esta exitación se vuelve audacia temeraria. [15]
Sin
oración los pensamientos y la voluntad dejan de ser firmes e irremovibles. ¿Es
pues necesario discutir el hecho de que no debemos dejar que nuestro yo
se reduzca a tal estado? El antídoto consiste en el “suplicar siempre
humildemente [a Dios]” [16] y “si tu turbación persiste, haz violencia a tu
corazón y ora” [17], porque solo la oración pacifica el corazón. [18]
Y en otro
lugar, con otras palabras, Doroteo dice:
Si
quieres, puedes calmar rápidamente la turbación, cuando recién aparece,
custodiando el silencio, orando, haciendo una sola metanía que venga del
corazón. Pero si encambio continúas haciendo humo, es decir, exaltando y
excitando tu corazón, provocas el fuego de la cólera. [19]
La
oración es la madre de todas las virtudes y ante todo de la humildad, que es
llamada el “fundamento de la virtud”. Dice abba Doroteo: “¿por qué [el abba]
dice que las fatigas del cuerpo conducen al alma a la humildad?... Igualmente
está claro que también la oración incesante nos conduce a la humildad” [20].
Considerando
las fatigas del cuerpo, en la enseñanza de Doroteo hay un bellísimo pasaje que
explica el valor y el significado de la participación del cuerpo y de la fatiga
física:
¿Por
qué -se dice que también- las fatigas del cuerpo nos hacen humildes? ¿Qué
influencia puede tener la fatiga del cuerpo sobre una disposición del alma?..
El anciano ha dicho que también las fatigas del cuerpo conducen a la humildad.
Y de hecho no son idénticas las disposiciones del alma de quien está bien y de
quien está enfermo, de quien tiene hambre y de quien está saciado. Y no son las
mismas las disposiciones del alma de quien cabalga un caballo y de quien
cabalga un burro, de quien está sentado sobre un trono y de quien está sentado
en la tierra, de quien lleva bellos vestidos y de quien está vestido
miserablemente. La fatiga por tanto humilla al cuerpo y cuando el cuerpo está
humillado, también el alma se humilla con él y es por esto justamente que el
anciano ha dicho que la fatiga del cuerpo conduce a la humildad.[21]
Esto
significa que el presupuesto indispensable para una oración correcta y según
Dios es la humildad. El hombre, sin embargo, está compuesto por una unidad de
alma y cuerpo, no por dos partes distintas: es decir, dos partes separadas por
compartimientos herméticos e independientes entre ellos. El estado físico
influye en el estado del alma y las disposiciones del alma influyen en el
estado físico.
La misma
verdad es formulada por Juan Clímaco:
El
Señor, sabiendo que la virtud del alma se conforma al comportamiento exterior,
tomó una toalla y nos mostró el camino a seguir para llegar a la humildad (cf.
Juan 13, 4-5). En efecto, “el alma se asimila a los comportamientos del cuerpo,
se modela sobre sus propias acciones y a ellas se conforma” [22]… La disposción
interior de quien se sienta sobre un trono es distinta de la de quien se sienta
sobre un basurero.[23]
Doroteo
expresa la misma verdad y realidad de la recíproca dependencia e influencia
entre cuerpo y alma, afirmando que humildad y oración son virtudes entre sí
ligadas: “Y así [el hombre] gracias a la humildad ora y gracias a la oración se
humilla” [24].
Esto
significa que la humildad lo conduce a la oración y la oración le hace obtener
la humildad. Cuanto más ora, tanto más se humilla. Y explica Doroteo: ¿podría
ser de otro modo? Primero el hombre ve que “no puede hacer nada bueno sin la
ayuda y la protección de Dios y así no para nunca de invocar a Dios para que
tenga misericordia de él. Y quien ora a Dios sin parar, si realiza algo bueno,
sabe de donde le ha venido la capacidad y no puede enorgullecerse o atribuir
esta obra buena a sus propias fuerzas sino que todo lo que puede hacer lo
atribuye a Dios” [25].
La
oración debe perseguir fundamentalmente dos metas. La primera es que esta debe
ser una súplica por la curación espiritual, una súplica por el perdón de los
pecados. Cada uno debe orar incesantemente por la propia curación y por la
curación de los otros. Incluso debe también pedir la oración de los otros para
ser perdonado él mismo. No debemos olvidar nunca que nosotros podemos curarnos
gracias a la ayuda y a la oración de los otros, es decir, no sólo a través de
nuestra oración sino también a través de la oración de los otros. La
consecuencia que saca Doroteo es sintetizada en una oración suya que vale para
todos nosotros: “Oh Dios socorre a mi hermano y ven en mi ayuda gracias a su
oración” [29].
Y el
pedir que recen por uno es de gran utilidad porque conduce a una profunda
humildad. Es humildad cuando uno pide que se orar por él y es feliz aquel que
“se humilla porque pide ayuda a la oración del hermano” [30]. Un valor y
significado especial tiene para el monje la oración de su padre espiritual. El
pasaje en el cual Doroteo habla de la oración del padre es tan bueno que se
podría terminar con él nuestra meditación y nuestra investigación [31].
La
segunda meta que la oración persigue es aquella por la cual el hombre ora
“pidiendo a Dios día y noche que no nos deje caer en la tentación” (cf. Mt 6,
13) [32] y “ser iluminados” [33] y pide “a Dios que nos proteja” [34]. El no
caer en la tentación, el estar y perseverar en un estado de luz y la protección
de Dios son la misma cosa.
Finalmente,
expléndidos y utilísimos me parecen las advertencias de Doroteo sobre el valor
y el significado de la soledad y del fervor en la oración y en particular de la
oración en la Iglesia, la oración común, el oficio:
¡Vean,
miren, que gran don procura al hermano quien lo despierta para la oración en la
Iglesia!… Cuando estaba aún en el cenobio, el abba, con el consejo de los
ancianos, me confió la tarea de ocuparme de los huéspedes. Estaba recién curado
de una grave enfermedad. Cuando llegaron los huéspedes, permanecí la noche despierto
para estar con ellos. Después llegaron los camellos y debí proveer a sus
necesidades. Frecuentemente, después que me voy a dormir, surgen otras
necesidades y me vienen a despertar. Y mientras tanto llegaba la hora de la
oración de la noche. Me estaba recién adormeciendo, cuando el engargado de
despertar a los hermanos para la oración vino a llamarme. Entonces, un poco por
la fatiga, un poco por la debilidad que padecía – tenía aún una ligera fiebre-
me sentía agotado, como privado de conciencia. Todavía adormecido, le respondí:
“Muy bien, padre. ¡Sea recordado tu amor! ¡Dios te dé la recompensa! Voy
rápido, padre”. Pero cuando se iba, me volvía a dormir. Fue tristísimo llegar
tarde a la oración y porque no estaba bien que el hermano encargado de despertar
estuviera siempre cuidando de mí, pedí ayuda a dos hermanos. Rogué a uno
que me despertara y al otro que no dejara que me durmiera durante la oración.
Creedme, hermanos, pienso que fue por mérito de ellos que me he salvado y tengo
una especie de veneración por ellos. Estos mismos sentimientos deben probar
también ustedes por aquellos que los despiertan para la oración en la Iglesia y
para cualquiera otra obra buena.[35]
Conclusión
La
vida del hombre en su condición natural en el paraíso transcurría “en oración y
en contemplación” [36]. El continuo permanecer en relación con aquella
condición es manifestación de salud espiritual. Manifestando esto con claridad,
Doroteo nos dice que el deseo de la oración es un signo, un testimonio, del
hecho de que el hombre está en camino hacia la luz, hacia la verdad, hacia la
humildad, hacia la unión con Dios, hacia la condición “según semejanza” (cf.
Gen 1, 26).
Feliz
quien lucha para alcanzar el verdadero estado de oración. Feliz quien,
poseyéndolo, teme perderlo y lucha por conservarlo en su esencia. Si el hombre
está sano, lo conserva con la fatiga física y cuando ya no es capaz, lo
conserva solo con el recuerdo de Dios. Esto está expresado claramente y en un
tono conmovedor en el último diálogo de abba Doroteo con el humilde siervo de
Dios, Dositeo. Dositeo, enfermo, perdía las fuerzas y sentía que no podía
custodiar ya la oración. Se narra de él:
[Dositeo]
custodiaba siempre el recuerdo de Dios. Doroteo le había enseñado a repetir
siempre según la tradición: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, y de tanto en
tanto: “Hijo de Dios, ven en mi ayuda”. Él hacía siempre esta oración. Cuando
se enfermó, Doroteo le dijo: “Dositeo, estás atento a la oración, cuida de no
dejarla huir”. Él respondió: “Sí, padre, ora por mi”. Y cuando su enfermedad
empeoró le preguntó nuevamente: “Dositeo, ¿cómo estás con tu oración? ¿Rezás
todavía?” Le dijo: “Sí, padre, gracias a tu oración”. Cuando estuvo aún más
grave –estaba tan débil que había que transportarlo en una sábana- le dijo:
“¿Cómo va tu oración?, Dositeo”. Él, en ese momento, le respondió: “Perdóname,
padre mío, no tengo más fuerza para custodiarla”. Le respondió: “Deja entonces
de orar. Acuérdate sólo de Dios y piensa que está ante ti.”[37]
Hoy
en un tiempo y en una sociedad que dan el primado al individuo, a las
necesidades psicológicas del hombre, al cómo él podrá sentirse bien, podrá
estar sereno, quieto, confortado, a cómo él podrá encontrar euforia psíquica y
bienestar físico, se encuentra a menudo el riesgo de que la oración sea vista
como un sustituto de una medicina antidepresiva, como una mala búsqueda
de experiencia espiritual, que en vez de conducir a un progreso en la humildad,
acentúa el egoísmo en el hombre. El ejemplo vivo y sabio enseñado por Doroteo
sobre la oración nos revela que la lucha de cada cristiano en la oración no
debe transformarse en una búsqueda de dignidad autónoma del mundo interior, en el
cual disfrutar de la belleza del propio mundo interior, sino que su fin
es el de sentir a través de la lucha, con todavía mayor profundidad, la
necesidad de la conversión, de la humildad, de estar en el lugar justo y en la
relación justa con Aquel que es el salvador y redentor, “según su voluntad y no
según las obras, para que ninguno pueda jactarse” (cf. Ef 2, 9).
Catecismo Ortodoxo
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