Tuesday, January 19, 2016

Abba Doroteo, Maestro de oración


Abba Doroteo es uno de los más grandes maestros de la vida espiritual. Su grandeza está en que tiene un profundo conocimiento de todos los temas de los cuales trata y por esto sus sentencias tienen un fundamento teológico correcto en todo sus aspectos.

 

En lo que respecta a la oración, él no escribe una meditación ascética en particular. Esto no significa que la deje al margen. Habla de ella ocasionalmente, pero sus pocas palabras dan posibilidad a importantes consideraciones. Y, además, son suficientes para una reflexión acerca del tema, como también para disipar malentendidos y equívocos, para dar luz que guía a los sanos y antídotos para las situaciones de enfermedad. Abba Doroteo es pues un gran maestro y un ejemplo óptimo de oración, en la práctica y en la teoría. Su enseñanza, si bien no comprende una doctrina sistemática, da los presupuestos de una oración saludable.

 

Cosechando, en este clásico de la vida espiritual, las palabras sobre la oración, intentaremos recoger sus enseñanzas en torno a dos temas: en primer lugar, qué es la oración, y en segundo lugar, cuál es su significado en la lucha espiritual.

 

¿Qué es la oración?

La oración es la más bella y la más importante expresión de la vida del hombre. Dios ha creado al hombre para que estos alcancen un estado de perfecta comunicación con él.

Doroteo ante todo afirma que en el paraíso, después de la creación y antes de la caída, la vida del hombre consistía “en oración y en contemplación”[1], es decir, toda la vida del hombre era una oración-comunicación continua con Dios, que tendía a su perfecta expresión, es decir, a lo que llamamos “contemplación”. Así fue antes de la caída. Es esta la situación a la que todo verdadero siervo de Dios desea volver, cambiando la praxis en acceso a la contemplación y recuperando el estado “según semejanza” (cf. Gen 1, 26).

 

Esta realidad, sin embargo, en la situación actual no constituye un estado de vida, sino solo un signo de relación que cada hombre que ama a Dios tiene con él, un deseo, una meta, una luz sobre el camino.

 

Abba Doroteo escribe que el hombre tiene necesidad de buscar la vida y la conducta según Dios. Tal búsqueda consiste en una vida de fe. Y posee una vida de fe quien conoce a Dios, quien lo conoce bien, quien lo custodia en su interior, porque el alma no puede hacer nada bueno sin la ayuda de Dios y por esto “no para de invocar a Dios para que tenga misericordia de él” [2].

 

En otras palabras, nos dice que con la caída del hombre no es cambiado, ni ha cambiado el objetivo de la vida, ni el modo y el método para alcanzar a Dios. Para el hombre, la primera necesidad mucho más que la de respirar y la de alimentarse, es la oración, la oración recta, la oración recta según Dios. Nuestra oración es recta cuando quien ora se interroga sobre “cómo ha pasado el día y cómo ha pasado la noche, si ha estado atento a la salmodia y a la oración”[3]. Está atento aquel que vive sin distracciones, sin que en él dominen los pensamientos de autocomplacencia y de autosuficiencia y sin que su mente sea dominada por pensamientos de corrupción.

 

La oración, en la medida que vence los asaltos de los pensamientos de corrupción, vuelve a la condición primitiva. Dice abba Doroteo:

 

Se da el caso de un hermano, que recién terminada su oración o su meditación, se encuentra, por así decirlo, bien dispuesto y soporta a su hermano y va más allá sin dejarse turbar [4].

 

En otras palabras: por medio de una buena oración, el hombre retorna al estado “según semejanza” (cf.  Gen 1, 26) y vence todas las pasiones, la primera de las cuales es el turbarse ante el hermano, la del reaccionar sin amor y sin comprensión. Sustancialmente nuestro abba nos dice: luchad para orar con vigilancia y la oración alimentará, hará crecer y profundizará la vigilancia.

 

Es señalado, además, que para el maestro de la vida monástica esto significa cultivar ocultamente la riqueza escondida, que es “el hombre oculto del corazón” (cf. 1 Pe 3,4), en la incorrupción del espíritu manso y quieto, que es precioso y perfecto ante Dios.

 

Escribe Doroteo, con su conocida precisión: “Igualmente es claro que también la oración incesante nos lleva a la humildad, porque se opone a la segunda forma de orgullo”[5].

 

La segunda forma de orgullo es elevarse ante Dios, que es continuación del elevarnos contra el hermano y del mostrar desprecio en las relaciones con ellos. Pero la oración incesante no es un estado del hombre exterior, sino del hombre interior, del “hombre escondido en el corazón” (cf. 1 Pe 3,4).

 

Abba Doroteo se entristece por el hecho de que en su servicio en la enfermería se encuentra expuesto a la tentación y a demasiada actividad. Y no tiene la posibilidad de repetir “Kyrie eleison”, para custodiar la memoria de Dios. Barsanufio entonces le responde: “Hermano, tú estás todo el día en el recuerdo de Dios y no te das cuenta: porque recibir una orden, estar plenamente disponible y custodiarla, es conjuntamente sumisión y recuerdo de Dios” [6].

 

Con palabras simples, él nos dice que: la oración no es una técnica de concentración personal. La oración no es un ejercicio de repetición continua de determinadas palabras. La oración no consiste solamente en sentarse sobre un banco y hacer pasar entre los dedos un chotki. La oración es todo lo que el hombre hace por Dios para custodiar su voluntad.

 

La luz increada, Simeón el Nuevo Teólogo, la ve cuando fue invitado por su padre espiritual a decir como oración de la tarde solo el Trisaghion y luego a ir a dormir, y, en vez de pensar que su padre espiritual era minimalista y despreciaba la oración, fue obediente [7]. La misma gracia la vivió también Ignacio Brjancaninov cuando un día en el cual servía en el refrectorio del monasterio, en el momento en el cual puso el plato con alimento al último de la mesa, donde estaban sentados los novicios, dijo como hablando a sí mismo: “¡Recibid de mi este pobre servicio, siervos de Dios!” [8].

 

Que Barsanufio tuviese razón en sus palabras, lo demuestran la gracia y los frutos seguidos en la vida de Doroteo y de su enseñanza. En la carta de Barsanufio citada arriba, pero también en las enseñanzas de Doroteo, el presupuesto de la verdadera oración es la humildad. Es extraordinariamente simple y a su vez sabio el modo en el cual Doroteo explica el concepto de humildad y nos pone en guardia también en esto de malentendidos, engaños y tergiversasiones:

 

Recuerdo que un día hablábamos de la humildad. Un notable de Gaza nos escuchó decir que cuanto más nos acercamos a Dios, tanto más nos reconocemos pecadores y, lleno de estupor, nos preguntó: “¿Cómo es posible?” Le respondí: “Señor, tú que eres una persona importante ¿en qué lugar te consideras en esta ciudad?” “Me considero el más grande, el primero de la ciudad.” Le volvió a preguntar: “Y si vas a Cesarea,   ¿en qué lugar te considerarías?” Respondió: “Me consideraría inferior a los grandes que viven allí”. Le dijo: “Y si vas a Antioquía, ¿cómo te considerarías?” Me respondió: “Me consideraría un provinciano”. Y le dijo: “y en Constantinopla, cerca del emperador, ¿cómo te considerarías?” Me respondió: “Me consideraría un miserable”. Entonces, le dijo: “Así son los santos. Cuanto más se acercan a Dios, tanto más se reconocen pecadores. Abraham, cuando ve al Señor, se define como tierra y ceniza (Gen 18, 27) e Isaías dijo: “Miseria e impureza soy yo”. (Is 6, 5) [9].

 

No sé si hay una definición más feliz y clara del concepto de humildad.

 

Nos ha dado la posibilidad de comprender que la verdadera humildad es la justa relación con la realidad de nuestro yo y de Dios. Tiene que ver con el conocimiento de sí y el conocimiento de Dios. No es una disposición o una actitud triste. La verdadera humildad no tiene nada que ver con hipócritas discursos y apariencia de humildad. Es otra cosa. Es perfecto realismo. El orgullo, por el contrario, y la soberbia son signos y prueba de que el hombre vive encerrado en su propio mundo, fuera de la realidad. Simplemente no sabe lo que le sucede.

 

 

El significado de la oración en la lucha espiritual

 

Introduciendo el discurso sobre la vida espiritual, Doroteo afirma:

 

¡Ved a qué estado hemos sido reducidos! He aquí a cuáles y a cuántos males nos ha llevado nuestra voluntad de autojustificación, la confianza en nosotros mismos, el acatamiento de nuestra voluntad, todas cosas generadas por nuestro orgullo, enemigo de Dios. Y, en cambio, el reconocernos culpables, el no confiar en nuestro propio juicio, el odiar la propia voluntad, son actitudes generadas por la humildad gracias a la cual somos hechos dignos de entrar en nosotros mismos y de volver al estado natural por medio de la purificación obrada por los mandamientos de Cristo. Si no hay humildad, en efecto, no hay tampoco obediencia a los mandamientos [10].

 

¿Qué es lo que provoca esta situación? Para Doroteo la respuesta es una sola: la negligencia de la oración. El dice: “Has descuidado la oración, has permitido desceneder al corazón un pensamiento pasional y no has vigilado, le has dejado vencer y has consentido. [11]”

 

El camino entero que conduce al pecado es fruto de la negligencia de la oración. Y el descuido de la oración es solamente fruto de una intervención externa, obrada por el diáblo o por el hombre, que actua sugiriendo un pensamiento: “¿Uno quiere rezar? El Adversario se opone, se lo impide mediante pensamientos malvados.” [12]

 

Se necesita atención, vigilancia, vigilia, lucha.

Pero, ¿Quieres ser salvado? ¡No descuides nunca la oración, ni en su forma corpórea, el ayuno, ni en su forma espiritual! ¿Quiéres ser salvado? “Ayuna, no comas carne y ora incesantemente”[13]. Por este camino comienza el progreso de la vida espiritual: a través de la oración. El Señor dice: “Pidan y se les dará” (Mt 7,7), y abba Doroteo comenta: “Dice: pidan, para que le supliquemos en la oración” [14].

 

No necesitamos nunca alejarnos de la oración, porque el resultado del relajamiento y de la negligencia es la insinuación de los pensamientos, a los cuales le sigue la turbación. Y Doroteo define sublimente este estado de turbación:

 

Les doy un ejemplo para que puedan entender. Quien enciende el fuego, al principio tiene solo un pequeño pedazo de carbón ardiendo: este carboncito es la palabra del hermano que nos ha ofendido. No es más que un carboncito ¿qué otra cosa puede ser la palabra de tu hermano? Si la soportas, apagarás el carbón. Pero si comienzas a pensar: “¿por qué me ha dicho estas cosas? ¡Yo sé como responderle!”, o: “Si no hubiera querido ofenderme, no lo habría dicho. ¡Yo también sé como hacerle mal!”, entonces pones sobre el carbón leña fina, como quien enciende el fuego y sale humo: este es la turbación. La turbación consiste en el remujir de nuestros pensamientos hasta excitar nuestro corazón, y esta exitación se vuelve audacia temeraria. [15]

 

Sin oración los pensamientos y la voluntad dejan de ser firmes e irremovibles. ¿Es pues necesario discutir el hecho de que no debemos dejar que nuestro yo  se reduzca a tal estado? El antídoto consiste en el “suplicar siempre humildemente [a Dios]” [16] y “si tu turbación persiste, haz violencia a tu corazón y ora” [17], porque solo la oración pacifica el corazón. [18]

 

Y en otro lugar, con otras palabras, Doroteo dice:

 

Si quieres, puedes calmar rápidamente la turbación, cuando recién aparece, custodiando el silencio, orando, haciendo una sola metanía que venga del corazón. Pero si encambio continúas haciendo humo, es decir, exaltando y excitando tu corazón, provocas el fuego de la cólera. [19]

 

La oración es la madre de todas las virtudes y ante todo de la humildad, que es llamada el “fundamento de la virtud”. Dice abba Doroteo: “¿por qué [el abba] dice que las fatigas del cuerpo conducen al alma a la humildad?... Igualmente está claro que también la oración incesante nos conduce a la humildad” [20].

 

Considerando las fatigas del cuerpo, en la enseñanza de Doroteo hay un bellísimo pasaje que explica el valor y el significado de la participación del cuerpo y de la fatiga física:

 

¿Por qué -se dice que también- las fatigas del cuerpo nos hacen humildes? ¿Qué influencia puede tener la fatiga del cuerpo sobre una disposición del alma?.. El anciano ha dicho que también las fatigas del cuerpo conducen a la humildad. Y de hecho no son idénticas las disposiciones del alma de quien está bien y de quien está enfermo, de quien tiene hambre y de quien está saciado. Y no son las mismas las disposiciones del alma de quien cabalga un caballo y de quien cabalga un burro, de quien está sentado sobre un trono y de quien está sentado en la tierra, de quien lleva bellos vestidos y de quien está vestido miserablemente. La fatiga por tanto humilla al cuerpo y cuando el cuerpo está humillado, también el alma se humilla con él y es por esto justamente que el anciano ha dicho que la fatiga del cuerpo conduce a la humildad.[21]

 

Esto significa que el presupuesto indispensable para una oración correcta y según Dios es la humildad. El hombre, sin embargo, está compuesto por una unidad de alma y cuerpo, no por dos partes distintas: es decir, dos partes separadas por compartimientos herméticos e independientes entre ellos. El estado físico influye en el estado del alma y las disposiciones del alma influyen en el estado físico.

 

La misma verdad es formulada por Juan Clímaco:

 

El Señor, sabiendo que la virtud del alma se conforma al comportamiento exterior, tomó una toalla y nos mostró el camino a seguir para llegar a la humildad (cf. Juan 13, 4-5). En efecto, “el alma se asimila a los comportamientos del cuerpo, se modela sobre sus propias acciones y a ellas se conforma” [22]… La disposción interior de quien se sienta sobre un trono es distinta de la de quien se sienta sobre un basurero.[23]

 

Doroteo expresa la misma verdad y realidad de la recíproca dependencia e influencia entre cuerpo y alma, afirmando que humildad y oración son virtudes entre sí ligadas: “Y así [el hombre] gracias a la humildad ora y gracias a la oración se humilla” [24].

 

Esto significa que la humildad lo conduce a la oración y la oración le hace obtener la humildad. Cuanto más ora, tanto más se humilla. Y explica Doroteo: ¿podría ser de otro modo? Primero el hombre ve que “no puede hacer nada bueno sin la ayuda y la protección de Dios y así no para nunca de invocar a Dios para que tenga misericordia de él. Y quien ora a Dios sin parar, si realiza algo bueno, sabe de donde le ha venido la capacidad y no puede enorgullecerse o atribuir esta obra buena a sus propias fuerzas sino que todo lo que puede hacer lo atribuye a Dios” [25].

 

La oración debe perseguir fundamentalmente dos metas. La primera es que esta debe ser una súplica por la curación espiritual, una súplica por el perdón de los pecados. Cada uno debe orar incesantemente por la propia curación y por la curación de los otros. Incluso debe también pedir la oración de los otros para ser perdonado él mismo. No debemos olvidar nunca que nosotros podemos curarnos gracias a la ayuda y a la oración de los otros, es decir, no sólo a través de nuestra oración sino también a través de la oración de los otros. La consecuencia que saca Doroteo es sintetizada en una oración suya que vale para todos nosotros: “Oh Dios socorre a mi hermano y ven en mi ayuda gracias a su oración” [29].

 

Y el pedir que recen por uno es de gran utilidad porque conduce a una profunda humildad. Es humildad cuando uno pide que se orar por él y es feliz aquel que “se humilla porque pide ayuda a la oración del hermano” [30]. Un valor y significado especial tiene para el monje la oración de su padre espiritual. El pasaje en el cual Doroteo habla de la oración del padre es tan bueno que se podría terminar con él nuestra meditación y nuestra investigación [31].

 

La segunda meta que la oración persigue es aquella por la cual el hombre ora “pidiendo a Dios día y noche que no nos deje caer en la tentación” (cf. Mt 6, 13) [32] y “ser iluminados” [33] y pide “a Dios que nos proteja” [34]. El no caer en la tentación, el estar y perseverar en un estado de luz y la protección de Dios son la misma cosa.

 

Finalmente, expléndidos y utilísimos me parecen las advertencias de Doroteo sobre el valor y el significado de la soledad y del fervor en la oración y en particular de la oración en la Iglesia, la oración común, el oficio:

 

¡Vean, miren, que gran don procura al hermano quien lo despierta para la oración en la Iglesia!… Cuando estaba aún en el cenobio, el abba, con el consejo de los ancianos, me confió la tarea de ocuparme de los huéspedes. Estaba recién curado de una grave enfermedad. Cuando llegaron los huéspedes, permanecí la noche despierto para estar con ellos. Después llegaron los camellos y debí proveer a sus necesidades. Frecuentemente, después que me voy a dormir, surgen otras necesidades y me vienen a despertar. Y mientras tanto llegaba la hora de la oración de la noche. Me estaba recién adormeciendo, cuando el engargado de despertar a los hermanos para la oración vino a llamarme. Entonces, un poco por la fatiga, un poco por la debilidad que padecía – tenía aún una ligera fiebre- me sentía agotado, como privado de conciencia. Todavía adormecido, le respondí: “Muy bien, padre. ¡Sea recordado tu amor! ¡Dios te dé la recompensa! Voy rápido, padre”. Pero cuando se iba, me volvía a dormir. Fue tristísimo llegar tarde a la oración y porque no estaba bien que el hermano encargado de despertar  estuviera siempre cuidando de mí, pedí ayuda a dos hermanos. Rogué a uno que me despertara y al otro que no dejara que me durmiera durante la oración. Creedme, hermanos, pienso que fue por mérito de ellos que me he salvado y tengo una especie de veneración por ellos. Estos mismos sentimientos deben probar también ustedes por aquellos que los despiertan para la oración en la Iglesia y para cualquiera otra obra buena.[35]

 

 

 

 

Conclusión

La vida del hombre en su condición natural en el paraíso transcurría “en oración y en contemplación” [36]. El continuo permanecer en relación con aquella condición es manifestación de salud espiritual. Manifestando esto con claridad, Doroteo nos dice que el deseo de la oración es un signo, un testimonio, del hecho de que el hombre está en camino hacia la luz, hacia la verdad, hacia la humildad, hacia la unión con Dios, hacia la condición “según semejanza” (cf. Gen 1, 26).

Feliz quien lucha para alcanzar el verdadero estado de oración. Feliz quien, poseyéndolo, teme perderlo y lucha por conservarlo en su esencia. Si el hombre está sano, lo conserva con la fatiga física y cuando ya no es capaz, lo conserva solo con el recuerdo de Dios. Esto está expresado claramente y en un tono conmovedor en el último diálogo de abba Doroteo con el humilde siervo de Dios, Dositeo. Dositeo, enfermo, perdía las fuerzas y sentía que no podía custodiar ya la oración. Se narra de él:

 

[Dositeo] custodiaba siempre el recuerdo de Dios. Doroteo le había enseñado a repetir siempre según la tradición: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, y de tanto en tanto: “Hijo de Dios, ven en mi ayuda”. Él hacía siempre esta oración. Cuando se enfermó, Doroteo le dijo: “Dositeo, estás atento a la oración, cuida de no dejarla huir”. Él respondió: “Sí, padre, ora por mi”. Y cuando su enfermedad empeoró le preguntó nuevamente: “Dositeo, ¿cómo estás con tu oración? ¿Rezás todavía?” Le dijo: “Sí, padre, gracias a tu oración”. Cuando estuvo aún más grave –estaba tan débil que había que transportarlo en una sábana- le dijo: “¿Cómo va tu oración?, Dositeo”. Él, en ese momento, le respondió: “Perdóname, padre mío, no tengo más fuerza para custodiarla”. Le respondió: “Deja entonces de orar. Acuérdate sólo de Dios y piensa que está ante ti.”[37]

 

Hoy en un tiempo y en una sociedad que dan el primado al individuo, a las necesidades psicológicas del hombre, al cómo él podrá sentirse bien, podrá estar sereno, quieto, confortado, a cómo él podrá encontrar euforia psíquica y bienestar físico, se encuentra a menudo el riesgo de que la oración sea vista como un  sustituto de una medicina antidepresiva, como una mala búsqueda de experiencia espiritual, que en vez de conducir a un progreso en la humildad, acentúa el egoísmo en el hombre. El ejemplo vivo y sabio enseñado por Doroteo sobre la oración nos revela que la lucha de cada cristiano en la oración no debe transformarse en una búsqueda de dignidad autónoma del mundo interior, en el cual  disfrutar de la belleza del propio mundo interior, sino que su fin es el de sentir a través de la lucha, con todavía mayor profundidad, la necesidad de la conversión, de la humildad, de estar en el lugar justo y en la relación justa con Aquel que es el salvador y redentor, “según su voluntad y no según las obras, para que ninguno pueda jactarse” (cf. Ef 2, 9).



                                    Catecismo Ortodoxo 

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