Dijo el Señor: “Porque allí donde dos o tres están reunidos por causa mía, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt. 18:20). De manera que ¿no hay siquiera dos o tres reunidos en Su nombre? Los hay, pero raramente. Por otra parte, no habla aquí el Señor de una simple reunión y unión de personas locales. No pide sólo esto. Quiere, junto con esta unión, que estén también presentes en los reunidos las otras virtudes. Con estas palabras nos quiere decir el Señor: “si alguien me tiene como base y presupuesto de su amor por el prójimo, y, junto con este amor, portara en sí el resto de las virtudes, entonces estaré junto a él”. La mayoría de las personas, sin embargo, tienen otras motivaciones. No fundamentan en Cristo su amor. Uno ama al otro porque aquel también le brinda amor; el otro a su vez ama a aquel que lo honra; está también aquel que ama a otro porque lo considera útil para la realización de alguna empresa personal. Es difícil encontrar a alguien que ame a su prójimo sólo por amor a Cristo, porque son los intereses materiales los que usualmente unen a los seres humanos. Un amor, sin embargo, con tales debilidades, es precario y efímero (…)
Por el contrario, el amor que tiene en Cristo su causa y fundamento resulta firme y duradero. Nada puede disolverlo, ni las difamaciones, ni los peligros, ni siquiera la amenaza de muerte. Quien tiene en sí amor cristiano no deja nunca de amar a su prójimo, no importa cuántas cosas desagradables experimente por su causa, porque no se deja influir por sus pasiones, sino que se inspira en el Amor, en el mismo Cristo. Es por ello que el amor cristiano como dijo San Pablo, no cesa jamás. (…)
Así mismo, el amor no conoce qué significa conveniencia privada. Por ello San Pablo nos aconseja: “Ninguno mire por lo propio sino por lo del prójimo” (1ª Corintios 10:24). Pero el amor no conoce tampoco la envidia, porque quien ama verdaderamente, considera los bienes de su prójimo como suyos propios. Así, poco a poco, el amor transforma al ser humano en ángel. En la medida en que lo aleja de la ira, de la envidia y de toda especie de pasión tiránica, lo saca de su condición natural humana y lo conduce a la condición de la virtud (Apatheia) angélica.
¿Cómo nace, sin embargo, el amor en el alma del ser humano? El amor es fruto de la virtud. Pero también el amor, por su parte, produce la virtud. ¿Cómo sucede esto?: el hombre virtuoso no prefiere los bienes materiales antes que el amor a su prójimo. No es rencoroso. No es injusto. No es malediciente. Todo lo soporta con nobleza de alma. De estos elementos proviene el amor. De que a partir de la virtud nace el amor, lo demuestran las palabras del Señor: “y por efecto de los excesos de la iniquidad, la caridad de los más se enfriará” (Mt. 24:12). Y respecto al hecho de que del amor nace la virtud, lo muestran las palabras de San Pablo: “No tengáis con nadie deuda sino el amaros unos a otros; porque quien ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Romanos 13:8).
San Pablo nos refiere también las razones por las cuales debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: “En el amor a los hermanos sed afectuosos unos con otros” (Romanos 12:10). Con ello nos quiere decir: Lo mismo dijo Moisés a los hebreos aquellos que se peleaban en Egipto: “¿Por qué pegas a tu hermano?” (Éxodo 2:13) (…)
Debemos saber que el amor no es algo opcional. Es una obligación. Es tu deber amar a tu hermano, tanto porque tienes con él un parentesco espiritual, como porque sois miembros el uno de los otros. Si falta el amor, entonces sobreviene la catástrofe.
Debes, sin embargo, amar a tu hermano también por otra razón: porque tienes ganancia y dividendo, en tanto que con el amor guardas toda la ley de Dios. Así, tu hermano a quien amas, se convierte en tu benefactor. Y ciertamente, “el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no desearás los bienes ajenos y en general todos los mandamientos se sintetizan en este único, que ames a tu prójimo como a ti mismo” (Romanos 13:9).
El mismo Señor certifica que toda la ley y la enseñanza de los profetas se sintetizan en el amor: “De estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas” (Mt. 22:40).
Quien tiene amor, no hace el mal a su prójimo. Dado que el amor es la plenitud de todos los mandamientos de Dios, tiene dos ventajas: por una parte, es protección contra el mal, y por otra, es realización del bien. Y se le llama plenitud de todos los mandamientos, no sólo porque constituye la síntesis de todos nuestros deberes cristianos, sino también porque logra fácilmente la plenitud de los mismos.
El amor constituye una deuda que permanece siempre sin liquidar. Tanto como trabajamos para su erradicación, en esa misma medida crece y se multiplica. En lo que concierte a asuntos monetarios, admiramos a aquellos que no tienen deudas, mientras que, cuando se trata del amor, consideramos que tienen un buen destino aquellos que deben abundantemente (…). El amor es una deuda que permanece, como ya dije, siempre sin liquidar. Porque es esta deuda el elemento que, más que cualquier otra cosa, reúne nuestra vida y más estrechamente nos implica.
Toda buena obra es fruto del amor. Por ello el Señor en múltiples ocasiones se refirió al amor. “En esto reconocerán todos que sois discípulos míos, si tenéis amor unos para otros” (Jn. 13:35). Cuando se enraíza bien el amor dentro de nosotros, todas las otras virtudes, como las ramas, nacerán de él.
Sin embargo, ¿por qué referimos estas nimias argumentaciones en torno a la importancia del amor, dejando a un lado las más grandiosas? Por amor vino el Hijo de Dios cerca de nosotros y se hizo hombre, para acabar con la mentira de la idolatría, para traernos el verdadero conocimiento de Dios, y para regalarnos la vida eterna, como dice el evangelista San Juan: “Porque así amó Dios al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3:16).
Además de esto, el amor concede a los hombres una gran fuerza. No existe castillo tan firme, indestructible e imbatible a los enemigos, como es una totalidad de seres humanos que aman y permanecen unidos a través del fruto del amor, la concordia (…). Como las cuerdas de la lira, a pesar de ser muchas, ofrecen un dulcísimo sonido, así conviven todos armónicamente bajo los dedos del músico, de esta manera aquellos que tienen concordia, como una lira de amor, ofrecen una admirable melodía (…). No existe pasión, no existe pecado que el amor no pueda destruir. Es más fácil para una rama seca salvarse de las llamas del horno, que para el pecado escapar del fuego del amor.
El amor presenta a tu prójimo ante ti como “un otro yo”, te enseña a alegrarte con su felicidad, y a lamentar sus desgracias cual si fueren las tuyas propias. El amor hace de los muchos, un solo cuerpo y convierte el alma de todos en vasos del Espíritu Santo … El amor, igualmente, hace comunes las propiedades y los bienes de cada persona.
Porque lo que mantiene hoy alejados de Cristo a los no creyentes, no es el hecho de que no se realizan milagros, como afirman algunos, sino la falta de amor entre los cristianos. A los no creyentes no los atraen tanto los milagros como la vida virtuosa, que sólo el amor es capaz de crear. (…)
El amor es la característica del verdadero cristiano y muestra al discípulo crucificado de Cristo, que no tiene nada de común con las cosas terrenas. Sin amor, ni siquiera el martirio sirve absolutamente de nada (…).
Si reinase el amor en todas partes, ¡cuán diferente sería nuestro mundo! Ni las leyes, ni los jurados, ni las penas serían necesarias. Nadie actuaría injustamente contra su prójimo. Los crímenes, las disputas, las guerras, los levantamientos, los pillajes, los excesos y todas las injusticias desaparecerían. La maldad sería totalmente desconocida. Porque el amor tiene la ventaja única de que no viene acompañado, como sucede con el resto de las virtudes, por determinados males. La brillantez, por ejemplo, aparece frecuentemente acompañada de la vanidad, la elocuencia, por el afán de gloria, la capacidad de realizar milagros, por la soberbia, la caridad por la lujuria, la humildad por la altanería, y así sucesivamente. Estas cosas, sin embargo, no existen en el amor, en el amor auténtico. El hombre que ama, vive sobre la tierra como si viviese en el cielo, como inconmovible serenidad y felicidad, con el alma pura de toda envidia, recelo, ira, soberbia, malos deseos (…). Como nadie en su sano juicio se hace el mal a sí mismo, así quien ama no daña nunca a su prójimo, a quien considera como otro yo. Mira al hombre del amor, ¡un ángel terrenal!.
Si en nuestra sociedad reinase el amor, no habría discriminaciones, no existirían esclavos ni libres, siervos ni señores, ricos ni pobres, pequeños ni grandes. El diablo, igualmente y sus demonios serían completamente desconocidos y débiles. Porque el amor es más fuerte que todo muro, y más poderoso que todo metal. No lo transforman ni la riqueza ni la pobreza, sino sólo lo mejor de ambas: de la riqueza toma la pobreza lo necesario para la conservación, mientras que de la pobreza toma la riqueza la falta de cuidado. Así desaparecen el cuidado de la riqueza y los temores de la pobreza. (…).
Quizás podrían preguntarme: ¿no existe satisfacción, aunque sólo incompleta, en cualquier especie de amor? No. Sólo el amor auténtico trae consigo alegría pura y sana. Y el amor auténtico no es el mundano, el amor “de comercio”, que constituye más bien maldad y defecto, sino el amor cristiano, el espiritual, aquel que pide de nosotros San Pablo, aquel que sólo mira el interés del prójimo. Este era el amor que embargaba al apóstol cuando dijo: “¿Quién desfallece sin que desfallezca yo?¿Quién padece escándalo, sin que yo arda?” (2ª Corintios 11:29).
Y de nuevo me preguntarán: Tomando cuidado del prójimo, ¿no vendremos a descuidar nuestra propia salvación? No existe tal peligro. Todo lo contrario, ciertamente. Porque aquel que se interesa por los otros, no causa tristeza a nadie. Tiene compasión por todos y a todos ayuda, según su fuerza. No roba nada a nadie. Ni es ambicioso, ni ladrón, ni mentiroso. Evita todo mal y siempre persigue el bien. Ora por sus enemigos. Hace bien a quienes cometen injusticia contra él. No ofende ni habla mal de nadie, aunque hagan esto con él. Con todas estas cosas ¿no contribuimos a nuestra salvación?.
El amor, pues, es el camino de la salvación. Sigamos este camino, para que así heredemos la vida eterna.
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