En la parábola de las Vírgenes prudentes y las Vírgenes necias (Mt. 25,1-13) cuando estas últimas carecieron de aceite, se les dijo: “Id a comprarlo al mercado.” Pero al regresar, ellas encontraron la puerta de la cámara nupcial cerrada y no pudieron entrar. Algunos estiman que la falta de aceite en las Vírgenes necias simboliza la insuficiencia de acciones virtuosas hechas en el curso de su vida. Tal interpretación no es enteramente justa. ¿Qué carencia de acciones virtuosas podía haber ya que ellas eran llamadas vírgenes, aunque necias? La virginidad es una gran virtud, un estado casi angélico, pudiendo reemplazar todas las otras virtudes. Yo, miserable, pienso que les faltaba justamente el Espíritu Santo de Dios. Practicando las virtudes, estas vírgenes, espiritualmente ignorantes, creían que la vida cristiana consistía en estas prácticas. Hemos actuado de una manera virtuosa, hicimos obras piadosas, pensaban ellas, sin inquietarse por haber recibido, o no, la gracia del Espíritu Santo. Sobre este género de vida, basado únicamente en la práctica de virtudes morales, que carece de un examen minucioso para saber si ellas nos aportan – y en qué cantidad – la gracia del Espíritu de Dios, se comentó ya en los libros patrísticos:“Algunos caminos que parecen buenos al principio, conducen al abismo infernal” (Proverbios 14,12).
Hablando de estas vírgenes, Antonio el Grande escribió, en sus Epístolas a los Monjes: “Muchos monjes y vírgenes ignoran completamente la diferencia que existe entre las tres voluntades que actúan en el interior del hombre. La primera es la voluntad de Dios, perfecta y salvadora; la segunda es nuestra propia voluntad humana que, en si, no es ni funesta ni salvadora; en tanto que la tercera – diabólica – es totalmente nefasta. Esta tercera voluntad es la enemiga que obliga al hombre a no practicar la virtud totalmente, o a practicarla por vanidad, o únicamente por el “bien” y no por Cristo. La segunda, nuestra propia voluntad, nos incita a satisfacer nuestros malos instintos o, como la del enemigo, nos enseña a hacer el “bien” en nombre del bien, sin inquietarnos por la gracia que puede adquirirse. En cuanto a la primera voluntad, la de Dios, salvadora, consiste en enseñarnos a hacer el bien únicamente con el objeto de adquirir el Espíritu Santo, tesoro eterno, inagotable al que nada en el mundo puede igualar.
Justamente era la gracia del Espíritu Santo, simbolizada por el aceite, la que hacía falta a las Vírgenes necias. Ellas son llamadas “necias” porque no se inquietaban por el fruto esencial de la virtud, que es la gracia del Espíritu Santo, sin la cual nadie puede salvarse, ya que “toda alma será vivificada por el Espíritu Santo a fin de ser iluminada por el misterio sagrado de la Unidad Trina” (Antífona antes del Evangelio de los Maitines). El Espíritu Santo mismo viene a habitar en nuestras almas; y esta residencia y la coexistencia en nosotros del Todopoderoso, de su Unidad Trina con nuestro espíritu, no nos es dado más que a condición de trabajar, por todos los medios en nuestro poder, para la obtención del Espíritu Santo que prepara en nosotros una morada digna de este encuentro, de acuerdo con la palabra inmutable de Dios: “llegaré y habitaré en medio de ellos; y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (2 Cor. 6,16; Lv. 26,11-12; Ez. 37,27). Este es el aceite que las prudentes tenían en sus lámparas, aceite capaz de iluminar muchas horas, permitiendo esperar la llegada, a medianoche, del Esposo, y la entrada con El, en la cámara nupcial del goce eterno.
En cuanto a las Vírgenes necias, viendo que la luz de sus lámparas estaba por extinguirse, fueron al mercado en busca de aceite, pero no tuvieron tiempo de regresar. La puerta estaba cerrada. El mercado es nuestra vida. La puerta de la cámara nupcial, cerrada e impidiendo el acceso al Esposo, es nuestra muerte humana; las vírgenes, las prudentes y las necias, son las almas cristianas. El aceite no simboliza nuestras acciones sino la gracia por medio de la cual el Espíritu Santo llena nuestro ser, transformando: lo corruptible en incorruptible, la muerte física en vida espiritual, las tinieblas en luz, el establo donde están encadenadas, como las bestias nuestras pasiones, en templo de Dios, en cámara nupcial donde reencontramos a Nuestro Señor, Creador y Salvador, Esposo de nuestras almas. Grande es la compasión que Dios tiene por nuestra desgracia, es decir por nuestra negligencia hacia Su solicitud. El dijo: ” Estoy en la puerta y golpeo…” (Ap. 3,20), entendiendo por “puerta” el devenir de nuestra vida aún no detenido por la muerte.
San Serafín de Sarov
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