Las solemnidades de la Gran Semana están precedidas por una fiesta de dos días que conmemoran la resurrección de Lázaro y la Entrada de Cristo en Jerusalén. Estos dos eventos marcan el ministerio de Cristo de una forma más dramática (Juan 11:1; 12:19). Al provocar la erupción final de la implacable hostilidad de sus enemigos, que habían estado conspirando para matarlo, estos dos eventos precipitan la muerte de Cristo. Sin embargo, al mismo tiempo, estos dos hechos enfatizan Su divina autoridad. Mediante ellos Cristo se revela como la fuente de toda vida y el Mesías prometido. Por esta razón, el interludio que separa la Gran Semana de la Gran Cuaresma, es de carácter Pascual. Es el presagio de la victoria de Cristo sobre la muerte y la irrupción de Su reino en la vida del mundo.
El Sábado de Lázaro se cuenta entre las fiestas mayores de la Iglesia. Se celebra con gran reverencia y gozo. El hecho de la resurrección de Lázaro está recogido en el Evangelio de San Juan (11:1-45). La himnografía de la fiesta interpreta el sentido teológico del hecho. En consecuencia, la resurrección de Lázaro es vista como una profecía en acción. Prefigura, tanto la resurrección de Cristo, así como la resurrección general de todos los muertos al final de los tiempos. Los himnos de la fiesta también enfatizan la verdad bíblica de que la resurrección como tal, es mucho más que un hecho. Es una persona, Cristo mismo, que reviste ahora de la vida eterna a todos los que creen en Él, y no en un oscuro tiempo futuro (Juan 11:25-26).
Además, la resurrección de Lázaro ocasionó la divulgación de las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana. Manifestó su poder divino por Su conocimiento previo de la muerte de Lázaro y por el resultado final, el milagro de su resurrección. También, en el transcurso de los hechos dramáticos, Jesús desplegó profundas emociones humanas. El Evangelio recoge Su profundo sentimiento de amor, ternura, simpatía y compasión, así como angustia y tristeza. La narración informa que suspiró desde el fondo de su corazón y lloró (Juan 11:5, 33, 35, 36, 38).
La Entrada en Jerusalén. Al comienzo de su ministerio público, Jesús proclamó el Reino de Dios y anunció que los poderes de esta era venidera ya estaban activos en la era presente (Lucas 7:18-22). Sus palabras y sus poderosas obras se realizaron “para producir arrepentimiento así como respuesta a su llamada, una llamada a cambiar el interior de la mente y el
corazón que da lugar a cambios en la vida de alguien, una llamada a seguirle y aceptar su destino mesiánico.
La entrada triunfante de Jesús en Jerusalén es un hecho mesiánico, por el cuál se declaró su divina autoridad.
El Domingo de Ramos nos llama a contemplar a nuestro Rey: el Logos de Dios hecho carne. Somos llamados a contemplarlo, no sólo como el que vino una vez a nosotros montado en un asno, sino como el que siempre está presente en la Iglesia, el que viene incesantemente a nosotros en poder y gloria, en cada Liturgia, en cada oración y sacramento, y en cada acto de amor, bondad y misericordia. Él viene para liberarnos de nuestros pecados y nuestras inseguridades, “para tomar posesión solemne de nuestra alma, y ser entronizado en nuestro corazón”, como alguien ha dicho. Viene, no sólo a librarnos de nuestra muerte por Su muerte y resurrección, sino también para hacernos capaces de alcanzar la más perfecta comunión o unión con él. Es el rey, que nos libra de la oscuridad del pecado y de la tiranía de la muerte. El Domingo de Ramos nos llama a contemplar a nuestro rey: el Vencedor de la muerte y el Dador de vida. El Domingo de Ramos nos llama a aceptar tanto la regla y el Reino de Dios, como el objetivo y el contenido de nuestra vida cristiana. Basamos nuestra identidad en Cristo y Su Reino. El Reino es Cristo, su indescriptible poder, su infinita misericordia e incomprensible abundancia dada libremente al hombre. El reino no está en algún punto o lugar en el distante futuro. En palabras de la Escritura, el Reino de Dios no está sólo a la mano (Mateo 3:2; 4:17), está en nosotros (Lucas 17:21). El reino es una realidad presente así como una realización futura (Mateo 6:10). San Teófano el Recluso escribió las siguientes palabras sobre la regla interna de Cristo Rey: “El reino de Dios está en nosotros cuando Dios reina en nosotros, cuando el alma, en su profundidad, confiesa a Dios como su Maestro, y le obedece en todos sus poderes. Entonces Dios actúa dentro de él como maestro, “tanto del querer como del obrar, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13). Su reino comienza tan pronto resolvemos servir a Dios en nuestro Señor Jesús Cristo, por la gracia del Espíritu Santo. Entonces, los cristianos ponen en manos de Dios su conciencia y libertad, que comprende la sustancia esencial de nuestra vida humana, y Dios acepta el sacrificio; y de esta forma, se alcanza la alianza del hombre con Dios, y de Dios con el hombre, y el convenio con Dios, que fue cortado por la Caída y continúa estando cortado, es restablecido.
El reino de Dios es la vida de la Santa Trinidad en el mundo, es el reino de la santidad, la bondad, la verdad, la belleza, el amor, la paz y el júbilo. Estas cualidades no son obras del espíritu humano. Proceden de la vida de
Dios y revelan a Dios. Cristo mismo es el reino. Es el Dios-Hombre, “que trajo a Dios a la tierra” (Juan 1:1, 14). “Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por el, y sin embargo el mundo no le conoció. Vino a su propia casa, y su propio pueblo no le recibió (Juan 1:10-11). Fue maldecido y odiado.
El Domingo de Ramos nos llama a contemplar a nuestro rey, el Siervo Sufriente. No podemos entender la realeza de Cristo sin la Pasión. Lleno de infinito amor por el Padre y el Espíritu Santo, y por la creación, en su inexpresable humildad Jesús aceptó la infinita humillación de la Cruz. Cargó con nuestras enfermedades y sufrimientos; fue herido por nuestras transgresiones y se ofreció a sí mismo por nuestros pecados (Isaías 53). Su glorificación, que fue realizada por la resurrección y la ascensión, fue alcanzada por la Cruz.
En los momentos fugaces de exhuberancia que marcaron la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, el mundo recibió a su rey. El rey que estaba de camino a su muerte. Sin embargo, su pasión no tuvo un deseo mórbido por el martirio. El propósito de Jesús era cumplir la misión para la que el Padre lo había enviado.
El Hijo y Logos del Padre, igual a Él, sin principio, y eterno, ha venido hoy a la ciudad de Jerusalén, sentado sobre una bestia muda, en un asno. Por temor, los querubines no se atreven a mirarlo; sin embargo, los niños lo honran con palmas y ramos, y cantan místicamente un himno de alabanza: “Hosanna en las alturas, Hosanna al Hijo de David, que ha venido a salvar a toda la humanidad del error”. (Un himno de la Luz).
Con nuestras almas purificadas, y llevando ramos en espíritu, cantemos con fe, alabanzas a Cristo, clamando con una profunda voz al Maestro: “Bendito eres, oh Salvador, que has venido al mundo a salvar a Adán de la antigua maldición, y en Tu amor por la humanidad te has complacido en convertirte espiritualmente en el nuevo Adán. Oh Logos, que has ordenado todas las cosas para nuestro bien, ¡gloria a ti! (Himno Estacional de los Maitines).
Padre Alkiviadis Calivas
El Sábado de Lázaro se cuenta entre las fiestas mayores de la Iglesia. Se celebra con gran reverencia y gozo. El hecho de la resurrección de Lázaro está recogido en el Evangelio de San Juan (11:1-45). La himnografía de la fiesta interpreta el sentido teológico del hecho. En consecuencia, la resurrección de Lázaro es vista como una profecía en acción. Prefigura, tanto la resurrección de Cristo, así como la resurrección general de todos los muertos al final de los tiempos. Los himnos de la fiesta también enfatizan la verdad bíblica de que la resurrección como tal, es mucho más que un hecho. Es una persona, Cristo mismo, que reviste ahora de la vida eterna a todos los que creen en Él, y no en un oscuro tiempo futuro (Juan 11:25-26).
Además, la resurrección de Lázaro ocasionó la divulgación de las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana. Manifestó su poder divino por Su conocimiento previo de la muerte de Lázaro y por el resultado final, el milagro de su resurrección. También, en el transcurso de los hechos dramáticos, Jesús desplegó profundas emociones humanas. El Evangelio recoge Su profundo sentimiento de amor, ternura, simpatía y compasión, así como angustia y tristeza. La narración informa que suspiró desde el fondo de su corazón y lloró (Juan 11:5, 33, 35, 36, 38).
La Entrada en Jerusalén. Al comienzo de su ministerio público, Jesús proclamó el Reino de Dios y anunció que los poderes de esta era venidera ya estaban activos en la era presente (Lucas 7:18-22). Sus palabras y sus poderosas obras se realizaron “para producir arrepentimiento así como respuesta a su llamada, una llamada a cambiar el interior de la mente y el
corazón que da lugar a cambios en la vida de alguien, una llamada a seguirle y aceptar su destino mesiánico.
La entrada triunfante de Jesús en Jerusalén es un hecho mesiánico, por el cuál se declaró su divina autoridad.
El Domingo de Ramos nos llama a contemplar a nuestro Rey: el Logos de Dios hecho carne. Somos llamados a contemplarlo, no sólo como el que vino una vez a nosotros montado en un asno, sino como el que siempre está presente en la Iglesia, el que viene incesantemente a nosotros en poder y gloria, en cada Liturgia, en cada oración y sacramento, y en cada acto de amor, bondad y misericordia. Él viene para liberarnos de nuestros pecados y nuestras inseguridades, “para tomar posesión solemne de nuestra alma, y ser entronizado en nuestro corazón”, como alguien ha dicho. Viene, no sólo a librarnos de nuestra muerte por Su muerte y resurrección, sino también para hacernos capaces de alcanzar la más perfecta comunión o unión con él. Es el rey, que nos libra de la oscuridad del pecado y de la tiranía de la muerte. El Domingo de Ramos nos llama a contemplar a nuestro rey: el Vencedor de la muerte y el Dador de vida. El Domingo de Ramos nos llama a aceptar tanto la regla y el Reino de Dios, como el objetivo y el contenido de nuestra vida cristiana. Basamos nuestra identidad en Cristo y Su Reino. El Reino es Cristo, su indescriptible poder, su infinita misericordia e incomprensible abundancia dada libremente al hombre. El reino no está en algún punto o lugar en el distante futuro. En palabras de la Escritura, el Reino de Dios no está sólo a la mano (Mateo 3:2; 4:17), está en nosotros (Lucas 17:21). El reino es una realidad presente así como una realización futura (Mateo 6:10). San Teófano el Recluso escribió las siguientes palabras sobre la regla interna de Cristo Rey: “El reino de Dios está en nosotros cuando Dios reina en nosotros, cuando el alma, en su profundidad, confiesa a Dios como su Maestro, y le obedece en todos sus poderes. Entonces Dios actúa dentro de él como maestro, “tanto del querer como del obrar, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13). Su reino comienza tan pronto resolvemos servir a Dios en nuestro Señor Jesús Cristo, por la gracia del Espíritu Santo. Entonces, los cristianos ponen en manos de Dios su conciencia y libertad, que comprende la sustancia esencial de nuestra vida humana, y Dios acepta el sacrificio; y de esta forma, se alcanza la alianza del hombre con Dios, y de Dios con el hombre, y el convenio con Dios, que fue cortado por la Caída y continúa estando cortado, es restablecido.
El reino de Dios es la vida de la Santa Trinidad en el mundo, es el reino de la santidad, la bondad, la verdad, la belleza, el amor, la paz y el júbilo. Estas cualidades no son obras del espíritu humano. Proceden de la vida de
Dios y revelan a Dios. Cristo mismo es el reino. Es el Dios-Hombre, “que trajo a Dios a la tierra” (Juan 1:1, 14). “Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por el, y sin embargo el mundo no le conoció. Vino a su propia casa, y su propio pueblo no le recibió (Juan 1:10-11). Fue maldecido y odiado.
El Domingo de Ramos nos llama a contemplar a nuestro rey, el Siervo Sufriente. No podemos entender la realeza de Cristo sin la Pasión. Lleno de infinito amor por el Padre y el Espíritu Santo, y por la creación, en su inexpresable humildad Jesús aceptó la infinita humillación de la Cruz. Cargó con nuestras enfermedades y sufrimientos; fue herido por nuestras transgresiones y se ofreció a sí mismo por nuestros pecados (Isaías 53). Su glorificación, que fue realizada por la resurrección y la ascensión, fue alcanzada por la Cruz.
En los momentos fugaces de exhuberancia que marcaron la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, el mundo recibió a su rey. El rey que estaba de camino a su muerte. Sin embargo, su pasión no tuvo un deseo mórbido por el martirio. El propósito de Jesús era cumplir la misión para la que el Padre lo había enviado.
El Hijo y Logos del Padre, igual a Él, sin principio, y eterno, ha venido hoy a la ciudad de Jerusalén, sentado sobre una bestia muda, en un asno. Por temor, los querubines no se atreven a mirarlo; sin embargo, los niños lo honran con palmas y ramos, y cantan místicamente un himno de alabanza: “Hosanna en las alturas, Hosanna al Hijo de David, que ha venido a salvar a toda la humanidad del error”. (Un himno de la Luz).
Con nuestras almas purificadas, y llevando ramos en espíritu, cantemos con fe, alabanzas a Cristo, clamando con una profunda voz al Maestro: “Bendito eres, oh Salvador, que has venido al mundo a salvar a Adán de la antigua maldición, y en Tu amor por la humanidad te has complacido en convertirte espiritualmente en el nuevo Adán. Oh Logos, que has ordenado todas las cosas para nuestro bien, ¡gloria a ti! (Himno Estacional de los Maitines).
Padre Alkiviadis Calivas
Catecismo Ortodoxo
http://catecismoortodoxo.blogspot.ca/
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