Esa gracia resplandeciente del Espíritu Santo nos fue concedido a todos nosotros, fieles de Cristo, en el sacramento del bautismo. Ella ha sido sellada a través de la unción efectuada con el santo aceite sobre las diversas partes de nuestro cuerpo según lo prescripto por la Santa Iglesia, depositaria eterna de esta gracia. Se dice: "El sello del don del Espíritu Santo."
Ahora bien ¿sobre qué depositamos nuestros sellos si no sobre aquellos recipientes cuyo contenido nos es particularmente precioso? ¿Y qué hay más precioso en el mundo y más sagrado que los dones del Espíritu Santo enviados desde lo alto por el sacramento del bautismo?
Esta gracia bautismal es tan excelsa, tan importante, tan vivificante para el hombre que incluso, si él se torna herético, ella no le es quitada hasta su muerte, es decir hasta el término de su vida temporal fijada por la Providencia, a fin de darle una oportunidad de corregirse. Si no pecáramos, permaneceríamos siempre como los servidores de Dios, santos e inmaculados, extraños a toda impureza del cuerpo y del espíritu. Lo desgraciado es que, avanzando en edad, no crecemos en sabiduría y gracia como lo hacía Nuestro Señor Jesucristo (Lc. 2:52), sino que, al contrario, nos pervertimos más y más y nos tornamos, privados del Espíritu Santo, en grandes y abominables pecadores.
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