Para Simeón las lágrimas son el mismo tiempo un don y un modo de ser, son más una concesión que un esfuerzo. Son el fuego de la presencia de Dios que calienta el corazón y son el agua de la oración ascética que extingue los pecados. Cuando lloramos nos detenemos. Las lágrimas son una oportunidad de frenar y detenerse, de estar en silencio y de simplemente estar. Son una manifestación tangible – o una encarnación- de nuestro contacto conciente con Dios. No puedes moverte hasta cuando no te frenas, a menos que no te hayas ya frenado. No puedes recibir el Espíritu hasta cuando no te rindes y si no te rendís. No puedes encontrar tu alma si primero no la pierdes (cf. Mt 10,39). En aquello que perdemos y econtramos, descubrimos el misterio. Nuestros ojos llenos de lágrimas están abiertos al rostro de Dios. Con razón, Simeón compara las lágrimas del agua y la lluvia que hace que un jardín produzca frutos: sin la gratuidad de las lágrimas – el don de la chàris divina-, más allá del esfuerzo de regar – la lucha de la àskesìs humana -, las flores no brotan y los frutos no maduran. Como sucede con el jardinero o el campesino, la virtud de la paciencia es de una importancia fundamental. Esperar quiere decir llorar. Llorar quiere decir ser humilde. Esperar es el modo más seguro de obtener los dones divinos, antes que presumirlos o buscarlos prematuramente. Y la paciencia es crítica porque el acontecer de las lágrimas es gradual: literalmente, gota a gota. Lloro, y luego soy.
San Simeón el Nuevo Teólogo
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