Existe en este mundo el santo Reino de Cristo, la Iglesia, tutelada por el Señor y objeto de las bendiciones de Dios; ella es el objeto de los deseos de todos aquellos que saben cuál es su verdadero propósito de vida. Al contrario, en el reino del soberano de este mundo, las cosas son completamente distintas, porque allí nadie sabe quién es el que manda. Si el más fervoroso amante de este mundo supiera que su soberano es el mismísimo maligno - al que sirve como un esclavo, consiguiendo tan sólo su propia perdición - buscaría, aterrorizado, cómo escapar de aquel. Pero el maligno, astutamente, esconde su rostro para que no lo reconozcan los hijos del mundo; así, la gente le sirve, sin saberlo. Ustedes acaso habrán escuchado decir: “Tal cosa no está permitida”, “Aquello sí está permitido”, “Así hay que actuar”, “Hay que ir por aquí...”; pero si preguntan, “¿Por qué? ¿Quién ordenó hacerlo todo así?”, nadie sabe qué responer. Todos se sienten agobiados por esas reglas, incluso las condenan, pero nadie se atreve a apartarse de ellas, porque les aterroriza que haya alguien vigilándoles para llevarlos de vuelta a ese orden establecido, alguien que nadie conoce, ni nadie sabe cómo se llama. El mundo es el conjunto de las personas que sirven a un fantasma desconocido, un extraño que no es sino el astuto maligno.
¿Cuáles son las normas del Reino de Cristo? Él, verdadero Dios nuestro, dijo claramente: “Para agradarme, haz ésto y te salvarás: renuncia a tí mismo, hazte pobre de espíritu, dócil, sereno, puro de corazón, paciente, ama la justicia, séme fiel día y noche, desea el bien para tu prójimo, haciéndoselo también; cumple todos Mis mandamientos, sin importar el sacrificio que ésto implique”. ¿Han visto qué claros y concisos son esos lineamientos? Aún más, son inmutables, permanentes; así como está escrito, así ha de permanecer hasta el final de los tiempos. Y el que entra en el Reino de Dios sabe, probablemente, qué es lo que debe hacer. No se imagina que algo de lo que establece la Iglesia pueda llegar a cambiarse. Por eso, el cristiano recorre ese buen camino con esperanza, teniendo la confianza plena que alcanzará, sin duda, eso que anhela.
En el reino del soberano de este mundo, las cosas son completamente distintas. Allí no hay nada que esté claramente establecido. Y el espíritu del que ama este mundo es fácilmente reconocible: es el espíritu del egoísmo, del orgullo, del interés, del placer y de toda clase de sensualidad. Y la forma de materialización de ese espíritu - las normas y leyes del mundo - es tan débil, tan confusa, tan cambiante, que nadie puede afirmar con convicción que mañana no habrá de rechazar lo que hoy admira. Los hábitos del mundo brotan como el agua y sus normas, en lo que respecta a la forma de vestir, a forma de hablar, a las relaciones sociales, a la forma de comportarse con los demás y, en general, todos esos aspectos, son tan variables como los movimientos del espíritu: hoy son de una manera y mañana aparecerá una nueva moda que le dará vuelta a todo. El mundo, en sí, es como un enorme escenario en el que el maligno se burla de la pobre humanidad, ordenándole moverse a su gusto, cual marionetas o monos de circo, incitándole a apreciar como esencial e importante, lo que en sí es trivial, insignificante y vacío. Y todos, pequeños y grandes, caen en esa trampa, hasta esos que por ascendencia, educación o posición social podrían, en apariencia, dedicar su tiempo y esfuerzos a algo mejor que todas esas nimiedades.
San Teófano el Recluso
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