Amar a Dios no necesita maestro. Así como sin algún aprendizaje nos alegramos de la luz, y deseamos el bien. La misma naturaleza enseña a amar a los padres, aquellos que nos educaron y nos alimentaron. Así lo mismo, en una manera muy superior y no de alguien, aprendemos a amar a Dios. Desde el nacimiento hay en nosotros como una semilla, una fuerza espiritual, una inclinación, una capacidad para el amor. En la escuela de los mandamientos de Dios esta fuerza del alma se desarrolla, se alimenta y, por gracia de Dios, llega a la perfección... Pues es necesario saber que el amor a Dios es una virtud, pero ella con su fuerza abraza y cumple todos los mandamientos: "Jesús les respondió: El que me ama, se mantendrá fiel a mis palabra. Mi padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a el y viviremos en él" (Jn. 14:23). Otra vez repite: "En estos dos mandamientos se basa toda la Ley y los Profetas" (Mt. 22:40). Así pues por la naturaleza humana, los hombres aspiran a cosas hermosas y buenas, y no hay algo mejor, más hermoso, que el bien: Dios es el mismo bien. Por eso el que desea el bien, desea a Dios. Aunque nosotros no conoceremos como El es bueno, pero ya el saber que El nos creó es suficiente, para que lo amemos por sobre todo y continuamente estemos unidos a El, como los hijos están unidos a su madre.
Si tenemos una natural unión y amor a nuestros bienhechores y tratamos de agradecerles, ¿entonces que decir de los dones espirituales? Ellos son tan importantes, que es imposible valorizarlos y cada uno de ellos es suficiente para obligarnos a un total agradecimiento hacia el Dador.
El nos redimió de la maldición, siendo El, por nosotros, maldición (Gá. 3:13). El asumió sobre sí la peor muerte, para devolvernos la vida gloriosa. Y no siendo suficiente para El dar la vida por nosotros, El nos dio todavía la gloria de su naturaleza y nos preparo la vida en la eternidad, donde la felicidad supera todo entendimiento humano.
San Basilio el Grande
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