La temporada pascual de la Iglesia está precedida por la temporada de la Gran Cuaresma, que a su vez está precedida por su propia preparación litúrgica. El primer signo de la aproximación de la Gran Cuaresma se produce cinco domingos antes de su inicio. En este Domingo, la lectura del Evangelio trata sobre Zaqueo, el recaudador de impuestos. Cuenta cómo Cristo trajo la salvación a este hombre pecador y cómo cambió profundamente su vida simplemente porque “buscaba ver a Jesús para conocerlo” (Lucas 19:3). El deseo y esfuerzo por ver a Jesús inicia todo el movimiento a través de la cuaresma hacia la Pascua. Es el primer movimiento de salvación.
El siguiente domingo es el del Publicano y el Fariseo. La atención se centra aquí sobre los dos hombres que fueron al templo a orar: uno, un fariseo que era un hombre de religión decente y justo, el otro, un publicano que era un verdadero pecador y recaudador de impuestos que estaba engañando a la gente. El primero, aunque realmente justo, se jactó ante Dios y fue condenado, según Cristo. El segundo, aunque realmente pecador, suplicó misericordia, la recibió, y fue justificado por Dios (Lucas 18:9). Aquí, la meditación es que ni tenemos la religiosa piedad del fariseo ni el arrepentimiento del publicano por el que podamos ser salvados. Somos llamados a vernos como somos realmente a la luz de la enseñanza de Cristo, y suplicar Su misericordia.
El siguiente domingo en la preparación para la Gran Cuaresma es el domingo del Hijo Pródigo. Al escuchar la parábola de Cristo sobre el amoroso perdón de Dios, somos llamados a volver nosotros mismos, como hizo el hijo pródigo, a vernos como seres “en un país lejano”, lejos de la casa del Padre, y a hacer el movimiento de regreso a Dios. El Maestro nos da toda la seguridad de que el Padre nos recibirá con gozo y alegría. Sólo debemos “levantarnos e ir”, confesando nuestra auto infligida y pecadora separación de aquel “hogar” al que verdaderamente pertenecemos (Lucas 15:11-24).
El siguiente domingo es llamado el domingo de la Abstinencia de Carne, pues es oficialmente el último día antes de Pascua, para comer carne. Conmemora la parábola de Cristo sobre el Juicio Final (Mateo 25:31-46). En este día se nos recuerda que no nos es suficiente con ver a Jesús, vernos como somos, y volver a la casa de Dios como sus hijos pródigos. También debemos ser sus hijos siguiendo a Cristo, Su Divino Hijo Unigénito, viendo a Cristo en todo hombre y sirviendo a Cristo a través de ellos. Nuestra salvación y juicio final dependerá de nuestras obras, no sólo de nuestras intenciones o de las misericordias que Dios nos conceda por nuestra propia cooperación y obediencia personal.
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; estaba enfermo y me visitasteis; estaba preso, y vinisteis a verme. En verdad os digo: en cuando lo hicisteis a uno solo, el más pequeño de estos mis hermanos, a Mí lo hicisteis” (Mateo 25:35-36, 40).
No somos salvados principalmente por la oración y el ayuno, no sólo por “las obras religiosas”. Somos salvados por servir a Cristo a través de su pueblo, el fin hacia el que toda piedad y oración se dirige en definitiva.
Finalmente, en la víspera de la Gran Cuaresma, el día llamado domingo de los lácteos y Domingo del Perdón, cantamos el exilio de Adán del paraíso. Nos identificamos con Adán, lamentando nuestra pérdida de la belleza, dignidad y delicia de nuestra creación original, y lamentándonos por nuestra corrupción en el pecado. También escuchamos en este día la enseñanza del Señor sobre el ayuno y el perdón, y entramos en la temporada del ayuno perdonándonos unos a otros para que Dios nos perdone.
“Si, pues, vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre celestial os perdonará también; pero si vosotros no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestros pecados” (Mateo 6:14-16).
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