Vida de San Apóstol Pablo
Vida, obra y sufrimientos del santo y glorioso Apóstol
Pablo, digno de toda alabanza
Antes de convertirse en
apóstol, San Pablo se llamaba Saulo. Nacido en Tarso, Cilicia, era de raza
judía y pertenecía a la tribu de Benjamín. Sus nobles padres vivieron en
principio en Roma y a continuación se establecieron en Tarso, con el título
honorífico de ciudadanos de Roma. Por ese motivo, Pablo recibió el calificativo
de “romano”. Se puede señalar aquí que entre su familia se contaba al primer
mártir, Esteban. En su juventud, sus padres lo enviaron a Jerusalén para que
aprendiera los libros sagrados y la Ley de Moisés, bajo la dirección del
célebre maestro Gamaliel. En el transcurso de sus estudios, tuvo como compañero
a su amigo Bernabé, que también se convertiría en apóstol de Cristo. Tras haber
estudiado profundamente la Ley de sus padres, mostró por ella un celo ardiente,
y se unió a los fariseos.
En esta época, los santos
apóstoles propagaban la Buena Nueva de Cristo en Jerusalén y en las ciudades y
regiones de los alrededores, suscitando grandes discusiones con los fariseos,
los saduceos, los escribas y los doctores de la ley. Estos predicadores del
cristianismo fueron odiados y perseguidos rápidamente por todos estos judíos.
Saulo odiaba igualmente a los santos apóstoles, y ni siquiera quería
escucharlos predicar a Cristo. Discutía con Bernabé, convertido en apóstol, y
no cesaba de blasfemar contra la Verdad. Cuando su familiar, San Esteban, fue
lapidado por los judíos, no sólo no mostró ningún pesar viendo vertida la
sangre inocente de su propia familia, sino que aprobó el asesinato y guardó las
espaldas de los judíos que habían golpeado al mártir. Habiendo recibido así,
plenos poderes de los sacrificadores y ancianos, Saulo persiguió a la Iglesia
de Cristo, haciendo irrupción en las casas de los fieles, arrastrando a hombres
y mujeres a prisión.
No contento con perseguir a
los fieles de Jerusalén, se dirigió a Damasco con las cartas de los
sacrificadores. Respirando amenazas y derramamiento de sangre, tenía la
intención de localizar a los hombres y mujeres que creían en Cristo, para
apoderarse de ellos y conducirlos encadenados a Jerusalén. Esto sucedía durante
el reinado del emperador Tiberio.
Cuando Saulo se aproximaba a
Damasco, una luz procedente del cielo brilló repentinamente cerca de él. Cayó
en tierra y escuchó una voz que decía:
-Saulo, Saulo, ¿por qué Me
persigues?.
Presa del pánico, respondió:
-¿Quién eres, Señor?.
-Soy Jesús, a quien
persigues.
Temblando de espanto, Saulo
añadió:
-Señor, ¿qué quieres que
haga?.
-Levántate, entra en la
ciudad, y te dirán lo que tienes que hacer.
Los soldados que acompañaban
a Saulo se atemorizaron al escuchar esta voz sin ver a nadie. Cuando Saulo se
levantó, no veía nada. Sus ojos carnales fueron cegados, pero sus ojos
espirituales comenzaban a abrirse. Se le llevó por la mano hasta Damasco, donde
permaneció tres días en constante oración, sin ver, ni comer, ni beber.
En Damasco, vivía el santo
apóstol Ananías. El Señor se le apareció en una visión, ordenándole que fuera a
buscar a Saulo a la casa de un cierto Judas, para darle la luz a sus ojos
carnales por la imposición de manos, y a sus ojos espirituales, por el
bautismo. Ananías respondió igualmente:
-Señor, he escuchado a mucha
gente hablar de este hombre y decir todo el mal que ha hecho a Tus santos en
Jerusalén. Ha venido aquí con plenos poderes de los grandes sacerdotes para
encadenar a todos los que invoquen Tu Nombre.
-Ve sin temor, pues él es el
vaso que he elegido para llevar Mi Nombre ante las naciones paganas, los reyes
y los hijos de Israel. ¡Le diré lo que tendrá que sufrir por Mi Nombre!.
Obedeciendo el mandato del
Señor, Ananías fue en busca de Saulo y le impuso las manos. Una especie de
escamas cayeron de sus ojos. Bautizado al instante, fue lleno del Espíritu
Santo, que le santificó para el ministerio apostólico. Su nombre fue cambiado por
el de Pablo.
Pablo predicó pronto a Jesús
Hijo de Dios en las sinagogas. Todos los que le escuchaban, se asombraban: “¿No
es este el que perseguía en Jerusalén a los que invocaban el Nombre de Jesús?.
¿No había venido aquí para apresarlos y conducirlos antes los principales
sacrificadores?”.
Con el tiempo, Pablo tomaba
mayor seguridad y perturbaba a los judíos de Damasco, demostrándoles que Jesús
es el Cristo. Llenos de cólera, se aliaron para matarlo e hicieron vigilar
noche y día las puertas de la ciudad para que no pudiera escapar. Pero Ananías
y los discípulos de Damasco se enteraron del complot. Lo condujeron de noche a
las murallas de la ciudad y lo hicieron descender por ella en una cesta.
Pablo abandonó Damasco por
Arabia, así como lo escribió más tarde a los gálatas: “Desde aquel instante no
consulté más con carne y sangre, ni subí a Jerusalén, a los que eran apóstoles
antes que yo, sino que me fui a Araba, de donde volví otra vez a Damasco.
Después, al cabo de tres años, subí a Jerusalén para conversar con Cefas”
(Gálatas 1: 16-18).
En Jerusalén, Pablo deseaba
encontrarse con los discípulos del Señor, pero estos le temían, sin poder creer
que fuera de los suyos. Finalmente, se encontró con el santo apóstol Bernabé,
que conoció su conversión, regocijándose de este cambio, y lo condujo ante los
apóstoles. Pablo les contó como había visto a Cristo en el camino a Damasco, lo
que Él le había dicho, y cómo se enardeció por el Nombre de Jesús. Su relato
llenó de un santo gozo a los apóstoles y glorificaron al Señor Jesús Cristo.
En Jerusalén, San Pablo
intervino en la controversia con los judíos y los griegos. Un día, mientras
hacía oración en el templo, tuvo un éxtasis y vio al Señor, que le decía:
-Apresúrate a salir de
Jerusalén, pues no recibirán aquí tu testimonio sobre Mí.
-Los judíos saben muy bien
que yo hacía encarcelar a los que creían en Ti, y que los hacía golpear en las
sinagogas. Saben también que cuando se derramó la sangre de Esteban, Tu
testigo, yo estaba presente, aprobé su muerte y guardé las espaldas de los que
le asesinaron.
-Ve, te enviaré lejos de
aquí, a las naciones.
Después de esta visión,
aunque él hubiese preferido quedarse aún algunos días más en Jerusalén para
gozar de la vista y de la conversación con los apóstoles, Pablo debía partir,
pues aquellos con los que había hablado sobre Cristo estaban furiosos y
pretendían matarlo. Los hermanos lo condujeron, pues, a Cesarea, desde donde
partió para Tarso.
Pablo predicó la Palabra de
Dios en esta ciudad hasta la llegada de Bernabé, que le condujo a Antioquía.
Permaneció allí un año entero enseñando a la Iglesia, y convirtió a Cristo a
mucha gente, a quien se les dio el nombre de “cristianos”. Después de este año,
Pablo y Bernabé regresaron a Palestina para anunciar a los santos apóstoles que
la gracia de Dios obraba en Antioquía, lo cual alegró mucho a la Iglesia de
Jerusalén. Traían consigo los numerosos dones de los fieles de Antioquía para
los hermanos pobres o enfermos de Judea. En efecto, según la profecía de San
Agabo (uno de los Setenta y Dos), una gran hambruna se había declarado bajo el
reinado del emperador Claudio.
A continuación, Pablo y
Bernabé abandonaron nuevamente Jerusalén para ir a Antioquía, donde vivieron
cierto tiempo en ayuno y oración, celebrando la Divina Liturgia y predicando la
Palabra de Dios, hasta que el Espíritu Santo los enviara a predicar a las
naciones. El Espíritu Santo declaró en efecto a los ancianos de la Iglesia de
Antioquía: “Apartadme a Bernabé y Pablo para la obra a la que les He llamado”.
Después de haber ayunado y rezado, les impusieron las manos y los dejaron
partir.
Llenos del Espíritu Santo,
descendieron a Seleúcida y se embarcaron para Chipre. En Salamina, anunciaron
el Evangelio en las sinagogas. Habiendo atravesado la isla hasta llegar a
Pafos, se encontraron con un mago y falso profeta judío llamado Elimas o
Barjesús, que vivía con el procónsul Sergio Paulo, un hombre prudente. Este
procónsul hizo llamar a Pablo y Bernabé y manifestó su deseo de escuchar la
Palabra de Dios. Habiendo escuchado a los apóstoles, creyó. Pero Elimas se
interpuso y buscaba apartarlo de la fe. Entonces Pablo, lleno del Espíritu
Santo, miró al mago y dijo: “Oh, hombre lleno de toda clase de engaño y maldad,
hijo del diablo. ¿No dejarás de pervertir los rectos caminos del Señor?. He
aquí ahora está la mano del Señor sobre ti, y quedarás ciego, sin poder ver el
sol durante un tiempo”. La oscuridad y las tinieblas cayeron sobre el mago, que
buscó a alguien que lo guiase. Pero he aquí, el procónsul creyó en la enseñanza
del Señor. Numerosas personas creyeron así, y la Iglesia de Cristo se
engrandeció (ver Hechos 13:4-12).
Pablo y sus compañeros se
embarcaron en Pafos, camino de Perge de Pisidia, desde donde partieron para
Antioquía de Pisidia (que no hay que confundir con Antioquía la Grande, de
Siria). Allí, predicaron a Cristo. Como numerosas personas creían, los judíos
envidiosos incitaron a los ancianos de la ciudad (que vivían en la impiedad
griega) para que expulsaran a los santos apóstoles de la ciudad y de sus
límites. Estos últimos, sacudiendo el polvo de sus pies, se dirigieron a
Iconio, donde predicaron con seguridad, conduciendo a la fe a una multitud de
judíos y de griegos, no sólo por sus palabras, sino también por los signos y
milagros que realizaban sus manos. Allí fue donde convirtieron a Santa Tecla,
la virgen, que se convirtió en novia de Cristo. Los incrédulos judíos incitaron
de nuevo a los griegos y a los jefes para que expulsaran a los apóstoles y los
lapidaran. Sin embargo, estos últimos se apercibieron del asunto y pudieron
escapar a Licaonia, a Listra, a Derbe y a sus alrededores, donde también
predicaron.
Había allí un cojo de
nacimiento que no podía andar. Por el Nombre de Cristo lo pusieron de pie, y de
un salto, anduvo. Ante este milagro, el pueblo proclamó en alta voz en lengua
licaonia: “Los dioses han descendido entre nosotros con forma humana”. Llamaron
a Bernabé, Zeus, y a Pablo, Hermes, y los jóvenes trajeron toros y coronas para
ofrecerles sacrificio. Viendo esto, Pablo y Bernabé desgarraron sus vestiduras
y gritaron a la multitud: “¿Por qué obráis así?. Somos hombres de la misma
naturaleza que vosotros”. Y les hablaron del Dios único, Creador de la tierra y
del mar, que ofrece la lluvia del cielo y las estaciones fértiles, que da
alimento en abundancia y llena de júbilo el corazón de los hombres. Pero a
pesar de estas palabras, continuaron en su empeño de ofrecerles un sacrifico.
Mientras permanecieron el
Listra, los judíos venían de Iconio y de Antioquía para incitar a la multitud
para que se apartaran de los apóstoles acusándolos de mentirosos. Los incitaron
a tal extremo que condujeron a los habitantes a cometer un gran mal: lapidaron
a Pablo, que era quien hablaba, y lo dejaron por muerto en el exterior de la
ciudad. Sin embargo, pudo levantarse, volver a la ciudad y encontrar a Bernabé,
con quien partió a la mañana siguiente para Derbe. Después de haber predicado
allí la Buena Nueva e instruido a numerosas personas, regresaron a Listra, a
Iconio y a Antioquía de Pisidia, fortificando las almas de los discípulos y
exhortándolos a permanecer firmes en la fe. Rezando y ayunando, nombraron a
ancianos para cada Iglesia y los encomendaron al Señor en quien habían creído.
A continuación, atravesaron Pisidia para dirigirse a Panfilia, anunciaron la
Palabra del Señor en Perge y después bajaron a Atalía. Desde allí, se
embarcaron hacia Antioquía de Siria, donde el Espíritu les había enviado al
principio de su misión para predicar la Palabra del Señor. En Antioquía,
reunieron la Iglesia y contaron lo que Dios había hecho de ellos y de los
paganos que se habían convertido a Cristo.
Poco tiempo después, los
judíos conversos y los griegos de Antioquía tuvieron una discusión sobre la
circuncisión. Unos decían que era imposible salvarse sin ser circuncidados, y
los otros encontraban esto muy triste. Pablo se dirigió a Jerusalén con Bernabé
para tratar esta cuestión con los apóstoles y los ancianos, anunciándoles cómo
Dios había abierto a los paganos las puertas de la fe, noticia que alegró mucho
a los hermanos de Jerusalén. Los santos apóstoles y los ancianos se reunieron
entonces y decidieron abrogar la circuncisión del Antiguo Testamento, en
adelante inútil ante la gracia. Mandaron abstenerse de la carne sacrificada a
los ídolos y de la impudicia, y de no ofender en nada al prójimo.
Tras esto, enviaron de vuelta
a Pablo y Bernabé a Antioquía con Judas y Silas, donde permanecieron bastante
tiempo antes de separarse de nuevo para ir a los paganos. Bernabé se dirigió a
Chipre con Marcos, son pariente. En cuanto a Pablo, eligió a Silas y partió a
las ciudades de Siria y Cilicia para fortificar las Iglesias. Llegados a Derbe
y Listra, tuvo que circuncidar a su discípulo Timoteo a causa de las
murmuraciones de los judíos. Desde allí, llegó a Frigia y Galacia, después
atravesó Misia hasta Troas, con la intención de llegar a Bitinia, cosa que el
Espíritu Santo no le permitió hacer.
Cuando Pablo estaba en Troas
con sus discípulos, tuvo una visión nocturna: un hombre que tenía apariencia de
macedonio se puso ante él para rogarle que viniera a ayudar a su país. Pablo
comprendió que el Señor lo llamaba allí para predicar la Buena Nueva.
Habiendo abandonado Troas con
sus discípulos, Pablo llegó a Samotracia, y después, a Neapolis. Llegó después
a la ciudad de Filipos, en Macedonia, donde vivían romanos. Allí bautizó a una
vendedora de tejidos de púrpura llamada Lidia, después de haberle enseñado la
fe en Cristo. Ella lo invitó a permanecer en su casa con sus discípulos.
Un día, cuando Pablo se
dirigía a la iglesia con sus discípulos para la oración, una joven vino a su
encuentro. Esta joven estaba poseída por un espíritu maligno adivinador, del
que sus amos sacaban provecho. Siguiendo a Pablo y a sus compañeros, ella gritaba:
“Estos hombres son siervos del Dios Todopoderoso que nos anuncian el camino de
salvación”. Ella acosó a Pablo de esta forma durante numerosos días. Este,
sobrepasado, terminó por darse la vuelta y expulsar al espíritu invocando el
Nombre de Cristo. Los amos de la muchacha, viendo evaporarse la fuente de sus
ganancias, atraparon a Pablo y Silas y los condujeron ante los príncipes y los
estrategas diciendo: “Estos hombres perturban la ciudad. Son judíos que enseñan
costumbres que, para nosotros los romanos, no conviene ni aceptar ni seguir”.
Los estrategas arrancaron sus vestiduras y los hicieron azotar, ocasionándoles
numerosas heridas, y después los llevaron a prisión. Hacia media noche,
mientras rezaban, la prisión tembló, las puertas se abrieron y las cadenas de
los prisioneros se rompieron. Viendo esto, el carcelero creyó en Cristo y
condujo a los prisioneros a su casa, lavó sus heridas y se hizo bautizar con
toda su casa. A continuación, les preparó una comida, tras lo cual regresaron
todos a la prisión. Por la mañana, los estrategas se arrepintieron de haber
hecho golpear a inocentes y enviaron hombres para que los liberaran, dándoles
la posibilidad de partir donde quisieran. Pero Pablo les dijo: “Después de
habernos golpeado públicamente y sin juicio, a nosotros, que somos ciudadanos
romanos, nos condujeron a prisión. Y he aquí que ahora, nos hacen salir en
secreto. ¡No será así!. ¡Que vengan ellos mismos a liberarnos”. Los mensajeros
regresaron ante los estrategas para contarles las palabras de Pablo. Estos
tuvieron miedo sabiendo que los prisioneros a quienes habían golpeado eran
ciudadanos romanos. Vinieron, pues, a suplicarles que abandonaran la ciudad. Al
abandonar su celda, Pablo y sus compañeros se dirigieron a la casa de Lidia
donde habían permanecido tras su llegada; consolaron a los hermanos que estaban
allí reunidos y los abrazaron. Y después, partieron hacia Anfípolis y Apolonia.
Después, llegaron a
Tesalónica donde convirtieron a una gran multitud de personas, predicando la
Buena Nueva. Los judíos celosos reunieron a algunos hombres malvados y atacaron
la casa de Jasón donde habitaban los apóstoles. Sin haberlos encontrado, se
apoderaron de Jasón y de algunos hermanos, y los arrastraron ante los
magistrados. Los acusaron de oponerse al Cesar invocando a otro Rey llamado
Jesús. Y Jasón pudo liberarse de esta calamidad. Por su parte, los santos
apóstoles se ocultaron esperando poder abandonar la ciudad de noche para
dirigirse a Berea. Pero también allí, el celo maligno de los judíos no dejaba a
Pablo en paz. En efecto, los judíos de Tesalónica supieron que Pablo también
predicaba la Palabra de Dios en Berea, y vinieron para sublevar a la gente
contra él. El santo apóstol tuvo que huir de nuevo en dirección al mar, no por
temor a la muerte, sino porque los hermanos le rogaban insistentemente que
preservara su vida para la salvación de la multitud. Silas y Timoteo
permanecieron en Berea para reafirmar la fe de los prosélitos, pues los judíos
únicamente querían la cabeza de Pablo.
Pablo se embarcó en un navío
que partía hacia Atenas. Constatando que la ciudad estaba llena de ídolos, se
irritó por ver que tantas almas se perdían. Así pues, se puso a debatir con los
judíos en las sinagogas y con los griegos y sus filósofos en las plazas
públicas. Estos últimos lo condujeron al Areópago (así es como se llamada el
lugar situado cerca del templo de Ares, donde se pronunciaban las condenas a
muerte). Algunos tenían en mente escuchar novedades, pero otros, como lo dijo
San Juan Crisóstomo, esperaban la ocasión para entregarlo a juicio, a los
sufrimientos y a la muerte, en caso de que vinieran a escuchar de su boca algo
que mereciera el castigo. Entabló su discurso con una alusión a un altar de
Atenas dedicado a un Dios desconocido, y les habló del verdadero Dios al que no
conocían, diciendo: “El Dios al que veneráis sin conocerlo, es al que yo os
anuncio”. Y les presentó al Dios que había creado el mundo entero. Después
abordó el tema del arrepentimiento, del juicio y de la resurrección de los
muertos. Al escuchar hablar de la resurrección de los muertos, algunos se
burlaron, pero otros quisieron saber más… Al final de este discurso, Pablo
abandonó el Areópago sin condena, y la Palabra de Dios se apropió de algunas
almas: algunos hombres se unieron en efecto al apóstol, entre los cuales estaba
Dionisio el Areopagita, una mujer honorable llamada Damaris, y otros, que
pidieron recibir el bautismo.
Pablo abandonó a continuación
Atenas para dirigirse a Corinto, donde permaneció en casa de un judío llamado
Aquilas. Timoteo y Silas vinieron de Macedonia para unirse a él y juntos
predicaron la Palabra. Aquilas y su mujer Priscila eran fabricantes de tiendas.
Pablo conocía su oficio y pudo así ganar su alimento y el de sus compañeros
mediante el trabajo de sus manos. Como lo diría más tarde a los Tesalonicenses:
“De nadie comimos pan de balde, sino que con fatiga y cansancio trabajamos
noche y día para no ser gravosos a ninguno de vosotros” (2ª Tesalonicenses
3:8). Cada sábado, discutía con los judíos en las sinagogas, demostrando que
Jesús es verdaderamente el Cristo, el Mesías. Pero los judíos se oponían y le
injuriaban, y por eso terminó por sacudir sus vestiduras y dijo: “¡Que vuestra
sangre caiga sobre vuestra cabeza!. ¡Yo soy inocente!. ¡Desde ahora iré a los
gentiles!”. Cuando se apresuraba a abandonar Corinto, el Señor se le apareció
de noche en una visión y le dijo: “No temas, pues Yo estoy contigo, y nadie te
pondrá la mano encima para hacerte daño, porque tengo un pueblo numeroso en
esta ciudad”. Así pues, Pablo permaneció un año y seis meses en Corinto y
enseñó la Palabra de Dios a los judíos y griegos. Muchos se hicieron bautizar,
y notablemente Crispo, jefe de la sinagoga, que creyó en el Señor con toda su
familia. Pero algunos judíos se pusieron de acuerdo para atacar a Pablo y
traicionarlo en el tribunal del hermano del filósofo Séneca, el procónsul
Galión, que declaró: “Si hubiera cometido alguna injusticia, lo habría juzgado,
pero no puedo tomar partido en las controversias sobre las palabras de vuestra
ley”. Y los expulsó del tribunal sin juzgar a Pablo. Este permaneció aún mucho
tiempo en Corinto, y después se despidió de los hermanos y se embarcó para
Siria con sus compañeros. Aquilas y Priscila le siguieron, y se aproximaron a
Éfeso.
Allí, predicaron la Palabra
de Dios. Pablo realizó numerosos milagros, no sólo imponiendo las manos a los
enfermos, sino también por medio de tejidos empapados en su sudor. Se aplicaban
estos tejidos sobre enfermos, que eran así sanados de sus enfermedades o bien
eran liberados de los demonios. Viendo esto, algunos exorcistas judíos
ambulantes decidieron invocar a su vez el Nombre de Jesús para liberar a una
persona poseída por espíritus malignos. Dijeron: “Te conjuramos por este Jesús
del que predica Pablo”. Pero los espíritus malignos respondieron: “ Conocemos a
Jesús y sabemos quién es Pablo, pero vosotros, ¿quiénes sois?”. Y el poseído se
lanzó sobre ellos, los dominó, los golpeó y los hirió de tal forma que huyeron
desnudos. Esta anécdota fue conocida en todo Éfeso, sembrando el miedo entre
los judíos, si bien el Nombre de Jesús fue magnificado y numerosas personas
creyeron en Él. Así mismo, se encontraba un cierto número de los que habían
practicado el arte de la magia, pero puesto que creyeron, reunieron sus libros
de magia y los quemaron ante los ojos de todos. Se calcula que el valor de
estos libros estaba sobre las cincuenta mil piezas de plata. Así, la Palabra de
Dios crecía con poder.
Después de esto, Pablo
concibió el proyecto de dirigirse a Jerusalén y precisó: “ Después de ir allí,
tengo que visitar también Roma”. Abandonó, pues, Éfeso tras una estancia de
tres años, que se terminó con importantes desórdenes provocados por los
adoradores de Artemisa. Después se dirigió a Tróade con sus compañeros y
permaneció allí siete días. Mientras estaban en esta ciudad, los discípulos se
reunieron el primer día de la semana para la fracción del pan, tras lo cual
Pablo tuvo con ellos una larga conversación que se prolongó hasta medianoche.
La habitación en la que tuvo lugar la reunión estaba fuertemente iluminada; un
hombre se durmió en el borde de una ventana, cayó desde el tercer piso y murió.
Pablo descendió, se recostó sobre él, y tomándolo en sus brazos dijo: “No os
inquietéis. Su alma está en él”. Subió de nuevo a la habitación y trajo al
joven vivo. La conversación se prolongó hasta el alba y Pablo partió después de
haberse despedido de los fieles. Llegado a Mileto, envió a buscar a los
ancianos de la Iglesia de Éfeso, pues no quería detenerse en exceso allí para
no retrasar más su llegaba a Jerusalén. Cuando los ancianos llegaron, les dijo:
“Tened cuidado de vosotros y velad por todo el rebaño del cual el Espíritu
Santo os ha establecido obispos, y apaciguad la Iglesia que el Señor se
adquirió por su propia Sangre!. Y les dijo que se introducirían lobos crueles
en medio de ellos tras su partido. Les habló igualmente del viaje que pretendía
realizar: “Voy a Jerusalén, encadenado en el Espíritu Santo, sin saber qué me
espera. El Espíritu Santo sólo me ha prevenido de que me esperan cadenas y
tribulaciones. Sin embargo considero mi vida como nada, siendo lo importante
cumplir con alegría mi carrera y el ministerio que he recibido del Señor”. Y
después añadió: “Ahora, ninguno de vosotros me volverá a ver más”, por lo cual
todos lloraron y se echaron a su cuello, lo abrazaron y se afligieron tras
haber dicho que ya no verían más su rostro, y lo acompañaron hasta su barco.
Dio a cada uno un último beso y comenzó su viaje. Tras haber atravesado
numerosas ciudades y regiones costeras, y haber atracado en numerosas islas, se
dirigió a Tolemaida y después llegó a Cesarea. Allí se alojó en casa del
apóstol San Felipe, uno de los siete diáconos, donde recibió la visita de un
profeta llamado Ágabo. Este tomó el cinturón de Pablo, se ató las manos y los
pies y dijo: “Así habla el Espíritu Santo. Los judíos de Jerusalén atarán así
al hombre al que pertenece este cinturón. Lo entregarán en manos de los
gentiles”. Al decir esto, los hermanos, llorando, rogaron a Pablo que no fuera
a Jerusalén. Pero este respondió: “¿Por qué tenéis que llorar y destrozar
mi corazón?. No sólo quiero ser atado, sino que estoy dispuesto a morir en
Jerusalén por el Nombre del Señor Jesús”. Los hermanos dejaron de insistir y
terminaron diciendo: “Hágase la voluntad de Dios”.
Después, Pablo subió a
Jerusalén con sus discípulos, entre los cuales se encontraba Trófimo de Éfeso,
un griego convertido a Cristo. En Jerusalén fue recibido con amor por el santo
apóstol Santiago, hermano del Señor y por todos los fieles de la Iglesia. En
aquellos días, los judíos de Asia vinieron a Jerusalén para la fiesta. Odiaban
a Pablo y se alzaron en su contra en toda Asia. Habiéndolo visto en la ciudad
en compañía de Trófimo de Éfeso, fueron a buscar a los principales sacerdote, a
los escribas y a los ancianos, acusándolo de destruir la ley de Moisés al
ordenar no circuncidar y predicar por todas partes a Cristo crucificado. Todos
se alborotaron entre sí. El día de la fiesta, los judíos de Asia lo vieron en
el templo, lo acusaron, sublevaron al pueblo contra él y lo apresaron,
clamando: “Pueblo de Israel, socorrednos!. He aquí al que predica en todas
partes contra nuestro pueblo, contra la ley, contra este lugar, y blasfema.
Igualmente ha profanado este santo lugar introduciendo a griegos”. Pensaban en
efecto que Pablo había entrado en el templo con Trófimo. Toda la ciudad se
alborotó, la gente acudió y se apoderaron de Pablo, lo arrastraron fuera del
templo y cerraron las puertas detrás de él. Su intención era matarlo en el
exterior para no manchar el lugar santo. En ese momento, el tribuno de la
cohorte que guardaba la ciudad supo que toda Jerusalén se había sublevado.
Acudió con sus soldados y los centuriones. Viendo a los soldados y al tribuno,
la gente dejó de golpear a Pablo. El tribuno ordenó que lo detuvieran, y lo
atasen con cadenas, y le preguntó qué mal había cometido. La gente pedía
matarlo. El tumulto era tal, que el tribuno no podía entender la falta de
Pablo. Así pues, hizo conducir al prisionero a su fortaleza. Los soldados obedecieron,
atravesando esta multitud que reclamaba la muerte. Entonces, cuando llegaron a
lo alto, Pablo pidió al tribuno autorización para decir unas palabras al
pueblo. Pablo se dirigió al pueblo en lengua hebrea, diciendo: “Hermanos y
padres. Escuchad lo que ahora os digo como defensa….”. Y les habló de su celo
de antaño por la ley de Moisés. Luego contó cómo, en el camino hacia Damasco,
fue iluminado por una luz celestial y vio al Señor que lo envió a los gentiles.
Pero el pueblo ya no quiso escuchar más tiempo y gritaron al tribuno: “Hazlo
desaparecer de la tierra. No es digno de vivir”. Gritaban, agitaban sus
vestiduras al aire y exigían con furor la muerte de Pablo. El tribuno hizo
entrar a este en la fortaleza y le hizo azotar para saber por qué motivo
clamaba el pueblo contra él. Mientras se le azotaba, Pablo se dirigía al
centurión que estaba a su lado:
-“¿Os está permitido azotar a
un ciudadano romano sin haberlo juzgado?”.
Tras estas palabras, el
centurión se acercó al tribuno y le dijo:
-“¿Qué vas a hacer?. Este
hombre es ciudadano romano”.
El tribuno se acercó a Pablo
y le dijo:
-“¿Eres romano?”.
-“Sí”.
-“Con mucho dinero adquirí
este derecho de ciudadanía”, dijo el tribuno.
-“Yo lo soy de nacimiento”.
Tras esto, el tribuno hizo
desatar a Pablo. A la mañana siguiente, convocó a los principales sacerdotes y
a los ancianos e hizo llamar al prisionero. Fijando la mirada en el sanedrín,
Pablo dijo:
-“Hermanos. Me he comportado
con buena conciencia ante Dios hasta este día”.
Tras estas palabras, el sumo
sacerdote Ananías ordenó a los que estaban cerca de Pablo que le golpearan en
la boca. Entonces Pablo le dijo:
-“Dios te golpeará a ti,
pared blanqueada. Te sientas para juzgarme siguiendo la ley y violas la ley
ordenando golpear a un inocente”.
Pablo contempló que esta
asamblea estaba compuesta por fariseos y saduceos y por eso clamó ante el
sanedrín:
-“Hermanos. Soy fariseo e
hijo de fariseos. Es por causa de la esperanza en la resurrección de los
muertos por lo que soy juzgado”.
Cuando dijo esto, se alzó una
viva discusión entre fariseos y saduceos y la asamblea se dividió. Los saduceos
decían que no hay resurrección, ni ángeles ni espíritus, mientras que los
fariseos afirmaban lo contrario. No tardó en elevarse un gran clamor, pues los
fariseos evitaban encontrar ningún mal en este hombre mientras que los saduceos
pensaban lo contrario, y se produjo una gran discordia. El tribuno, temiendo
que Pablo fuera despedazado, ordenó hacerlo salir y conducirlo a la fortaleza.
A la noche siguiente, el Señor se apareció a Pablo y le dijo: “Ten valor. Así
como has dado testimonio de Mí en Jerusalén, también tendrás que dar testimonio
de Mí en Roma”.
Al día siguiente, algunos
judíos urdieron un complot e hicieron voto de abstenerse de alimento y bebida
hasta que hubieran matado a Pablo. Eran más de cuarenta hombres. Habiendo
conocido el asunto, el tribuno envió a Pablo con buena escolta a Cesarea, a
casa del gobernador Félix. Los sacerdotes, también advertidos, se dirigieron a
Cesarea para calumniar a Pablo ante el gobernador. Más aun así, no consiguieron
obtener su muerte, pues no podían imputarle ninguna falta que justificara tal
sentencia. Sin embargo, el gobernador envió a Pablo a la prisión para agradar a
los judíos. Pasaron dos años así, hasta que Félix fue sustituido por Porcio
Festo. Los principales sacerdotes pidieron al nuevo gobernador que enviara a
Pablo a Jerusalén, preparando una emboscada para matarlo en el camino. Festo
preguntó a Pablo si quería dirigirse a Jerusalén para ser juzgado allí, y este
respondió: “Me encuentro aquí ante el tribunal de Cesar, donde debo ser
juzgado. Si he cometido algún crimen que merezca la muerte, no rechazo morir.
Pero si no se encuentra en mí ninguna culpa por tales acusaciones, entonces
nadie puede entregarme a ellos, por lo que apelo al Cesar”. Después de esto,
Festo deliberó con el consejo y declaró a Pablo: “Has apelado al Cesar, pues
ante el Cesar irás”.
Algunos días más tarde, el
rey Agripa llegó a Cesarea y pidió ver a Pablo. Una vez ante él y Festo, Pablo
habló del Señor Jesús Cristo, y les contó como había sido conducido a la fe.
Puesto que Agripa le decía: “Por poco me convences para hacer de mí un
cristiano”, Pablo replicó: “Quiera Dios que por poco o por mucho, no solamente
tú, sino todos los que me escuchan hoy, llegaran a ser tales como yo soy, a
excepción de estas cadenas”. Tras estas palabras, el gobernador, el rey y su
corte se retiraron, diciéndose unos a otros: “Este hombre no ha hecho nada que
merezca la muerte o la prisión”. Agripa dijo a Festo: “Este hombre podría haber
quedado en libertad, si no hubiera apelado al Cesar”. Así pues, se decidió
enviar a Pablo a Roma ante el Cesar, y fue enviado con otros prisioneros al
cargo del centurión Julio, de la cohorte Augusta. Embarcaron en un navío y
comenzó el viaje.
El camino no estuvo exento de
dificultades, a causa de los vientos adversos. Llegados a un lugar cerca de
Creta, llamado “Buenos Puertos”, Pablo conoció el futuro y sugirió detenerse
allí para pasar el invierno. Pero el centurión prefirió escuchar el consejo del
piloto y del patrón, y continuaron su camino. De nuevo en alta mar, se alzó una
tempestad muy violenta. No se vio ni el sol ni las estrellas durante dos
semanas, hasta el punto de perder toda idea del lugar en el que se encontraban.
A merced de las olas, desesperados, los viajeros no comían nada, esperando la
muerte. El navío contaba con unas doscientas setenta y seis almas. Una noche,
Pablo los consoló: “Amigos, más valdría que me hubierais escuchado y no haber
abandonado Creta. Pero aun así, os exhorto a no perder el valor, pues ninguno
de vosotros perecerá. Sólo se perderá el barco. Esta noche, un ángel de Dios se
me ha aparecido y me ha dicho: ‘¡No temas, Pablo, pues es necesario que
comparezcas ante Cesar y he aquí que Dios te ha preservado junto con todos los
que navegan contigo!’. Por eso, amigos, tened valor. Confío en Dios y se hará
como ha dicho”. Después, los exhortó a tomar un poco de alimento y añadió: “No
temáis, porque ningún cabello de vuestras cabezas se perderá”. Habiendo dicho
esto, tomó pan, dio gracias a Dios y comió. Todos, reconfortados, tomaron algo
de alimento. Como se alzaba el día, vieron tierra sin saber de qué lugar se
trataba. Dirigieron el barco hacia la costa. Llegados cerca de la orilla, la
nave encalló. La proa, apresada en un arrecife, quedó inmóvil, mientras que l
popa se balanceaba con violencia a merced de las olas. Los soldados se
dispusieron a matar a los prisioneros a fin de que ninguno huyera, pero el
centurión, que quería salvar a Pablo, les impidió ejecutar su deseo y ordenó a
los que sabían nadar que se echaran al agua los primeros para llegar a tierra.
Los otros abandonaron la nave a continuación, algunos en botes, otros en
tablones. Todos llegaron vivos a tierra. Supieron que la isla a la que habían
llegado se llamaba Malta. Los nativos que vivían en la isla les mostraron una
gran humanidad. Hicieron un gran fuego a causa del frío y de la lluvia que
caía, para que los náufragos se calentaran. Mientras Pablo reunía ramas para
avivar el fuego, una víbora, huyendo del calor, le mordió en la mano. Cuando
los nativos vieron a la serpiente en su mano, se dijeron: “Seguramente, este es
un asesino y la justicia de Dios no ha querido dejarlo vivo aunque haya
escapado del mar”. Pero Pablo sacudió la serpiente en el fuego sin sufrir
ningún mal. La gente esperaba que se hinchara y muriera por el efecto del
veneno. Pero tras esperar mucho tiempo sin que pasara nada, cambiaron de
opinión y pensaron que tenían trato con un dios.
El personaje principal de la
isla, un cierto Publio, recibió a los náufragos y se ocupó de ellos durante
tres días. Su padre, que sufría de fiebre y disentería, se hallaba en cama.
Entrando en su casa, Pablo rezó al Señor, le impuso las manos y lo sanó. Después
de esto, los demás enfermos de la isla acudieron y fueron sanados por Pablo.
Permanecieron tres meses en la isla, y después tomaron otro navío que les
condujo a Siracusa, y de allí a Regio y a Pozzuoli, tras lo cual llegaron a
Roma.
Conociendo la llegada de
Pablo, los hermanos de Roma vinieron a su encuentro hasta el Foro Apio y a Tres
Tabernas. Pablo se regocijó al verlos, y dio gracias a Dios. En Roma, el
centurión que acompañaba a los prisioneros desde Jerusalén los envió a los
demás a prisión, y permitió a Pablo permanecer en una casa particular, bajo la
custodia de un soldado. Pablo residió en Roma dos años, recibiendo a los que
venían a visitarlo y predicando el Reino de Dios y todo lo que concierne a
nuestro Señor Jesús Cristo, sin obstáculo y con gran valor.
Todo lo que hemos contado
aquí de la vida y las obras de San Pablo, procede de los Hechos de los
Apóstoles, escrito por San Lucas. Él mismo habla de sus sufrimientos ulteriores
en la carta a los Corintios: “En los trabajos más que ellos, en prisiones más
que ellos, en heridas muchísimo más, en peligros de muerte muchas veces más:
recibí de los judíos cinco veces cuarenta azotes menos uno; tres veces fui
azotado con varas, una vez apedreado, tres veces naufragué, una noche y un día
pasé en el mar, en viajes muchas veces (más que ellos)” (2ª Corintios
11:23-26)´. Así como recorrió la tierra y el mar en todas sus dimensiones
durante sus viajes, contempló al Autor Divino siendo elevado hasta el tercer
cielo. Pues el Señor, para consolar a su Apóstol de las penosas labores
soportadas en Su Nombre, le reveló los bienes celestes que el ojo no ha visto,
y le hizo escuchar palabras inefables que el hombre no puede escuchar ni
pronunciar.
Eusebio de Panfilia, obispo
de Cesarea de Palestina, copió los Hechos de la Iglesia. Nos ha dejado el
relato de las últimas obras de San Pablo. Cuenta que tras haber sido
encarcelado dos años en Roma, fue finalmente declarado inocente, y liberado. A
continuación, predicó la Palabra de Dios, tanto en Roma como en otras regiones
de occidente.
San Simeón Metafraste cuenta
que tras su encarcelamiento, San Pablo permaneció algunos años en Roma
predicando a Cristo, luego abandonó la capital para emprender viaje a la Galia,
a España e Italia, iluminando con la luz de la fe a numerosos gentiles de los
que sacó del error de los ídolos. Mientras estuvo en España, una noble y rica
mujer que había escuchado hablar de la predicación de los apóstoles, quiso
verlo, y exhortó a su esposo Probo a invitarle a su casa. Cuando San Pablo entró
en su morada, esta mujer, llamada Jantipa (Xantipa), vio sobre la frente de
Pablo esta inscripción en letras de oro: “Pablo, apóstol de Cristo”.Habiendo
visto que nadie podía verlo, se echó con temor a sus pies, confesó a Cristo
como el único Dios verdadero, y pidió el bautismo. Así pues, ella lo recibió,
junto con su marido Probo, toda su casa, la del gobernador de la ciudad, y
numerosas personas.
Tras haber visitado estos
países occidentales y haberlos iluminado con la luz de la santa Fe, Pablo
regresó a Roma, donde escribió una carta a su discípulo Timoteo, diciendo:
“Porque yo ya estoy a punto de ser derramado como libación, y el tiempo de mi
disolución es inminente. He peleado el buen combate, he terminado la carrera,
he guardado la fe. En adelante me está reservada la corona de la justicia, que
me dará el Señor, el Juez justo, en aquel día” (2ª Timoteo 4:6-8).
El suplicio del santo apóstol
es descrito de formas diferentes por los diversos autores eclesiásticos.
Nicéforo Kallisto, en su libro de historia eclesiástica, capítulo 56, escribe
que San Pablo sufrió el mismo año y el mismo día que el santo apóstol Pedro,
ayudando a este a vencer al mago Simeón. San Simeón Metafraste cuenta, en
cuanto a él, que San Pablo sufrió muchos años después de la muerte de Simón el
mago, por haber convertido a dos concubinas de Nerón a una vida pura. Otros
autores dicen bien que los apóstoles sufrieron el mismo día, un 29 de junio,
pero con un intervalo de un año: Pablo al año siguiente de la crucifixión de
Pedro. Se cuenta también que Pablo fue muerto por haber exhortado a las mujeres
y a las vírgenes a llevar un vida casta y pura.
Sea lo que sea, puesto que
San Pablo y San Pedro vivieron muchos años juntos en Roma y en occidente, es
muy posible que Pablo viniera a ayudar a Pedro en Roma en su combate contra el
mago Simeón durante el transcurso de su primera estancia en Roma, y después,
durante el transcurso de su segunda estancia, lo ayudara de nuevo en su obra de
salvación enseñando tanto a hombres como mujeres a llevar una vida casta y
pura. Estas exhortaciones enfurecieron al emperador Nerón, hombre impío y
malvado, aunque hizo buscarlos para matarlos. Pedro, como extranjero, fue
crucificado, y Pablo, como ciudadano de Roma, fue condenado a la decapitación,
pues no convenía que muriese de forma vergonzosa. No se sabe si murieron el
mismo año, pero en todo caso, sus muertes tuvieron lugar un veintinueve de
junio.
Cuando la santa cabeza de
Pablo fue cortada, salió sangre y leche. Los fieles tomaron su santo cuerpo
para ponerlo en el mismo lugar que el de San Pedro. Así es como murió el vaso
escogido por Cristo, el maestro de los gentiles, el predicador universal, el
visionario de las alturas celestiales y de los bienes del paraíso, ofreciendo a
los ángeles y a los hombres un espectáculo asombroso. Gran asceta y gran
sufridor, Pablo llevó en su cuerpo las marcas de su Señor, él, el príncipe de
los apóstoles, y fue puesto de nuevo, esta vez sin su cuerpo, en el tercer
cielo, para ser presentado a la Luz Trinitaria con su colaborador y amigo, este
otro príncipe de los apóstoles, el santo apóstol Pedro. Abandonaron así la
Iglesia que clama a Dios por la Iglesia victoriosa, y festejaron con
aclamaciones el gozo del testimonio y de la adoración al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo, Dios Uno en la Trinidad, a Quien conviene que nosotros
pecadores, ofrezcamos honor, gloria, adoración y gratitud, ahora y siempre, y
por los siglos de los siglos. Amén.
(Sinaxario de San Dimitri de
Rostov, 29 de junio)
Catecismo Ortodoxo
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