Padre Eutimio
(Monasterio Dionisio - Monte Athos)
Transcurrí algunos días, hacia fines de 1954, en el monasterio griego de Dionisio, sobre el Monte Athos. Allí conocí al Padre Eutimio, nativo de Sinop, pero que vivió varios años en Rusia, en la zona del Cáucaso, hasta que la abandonó durante la guerra civil. Tenía por entonces un poco más de sesenta años y era muy conocido por su sabiduría. Era también un poco “loco por Cristo”.
Tuve con él varios coloquios inolvidables. Él era entonces bibliotecario del monasterio.
Una tarde estábamos sentados sobre el balcón de su celda, que sobresale sobre el mar. El día estaba espléndido: una cálida jornada de otoño. El sol se ponía lentamente por el occidente. El cielo y el mar estaban todos dorados.
- Padre Eutimio, le dije, yo he hablado, en Konevec, con el Padre Dorofeo sobre la oración pura y con el Padre Michele, en el Nuevo Valaam, sobre el límite de la oración. Y Usted, ¿de qué me va hablar?
- Si bien, las oraciones comunitarias, en la Iglesia, y también aquellas que hacemos en nuestras celdas, leídas o cantadas con los libros, son utilísimas, ellas son por su naturaleza pasajeras. No siempre disponemos de libros. No podemos pasar todo nuestro tiempo en la Iglesia o en la celda: debemos vivir y cumplir nuestras obligaciones. Yo no conozco otra oración más que la Oración de Jesús que pueda ser incesante. Para esta, no hay ninguna necesidad de estar en la Iglesia, o en la celda, o de usar libros: se la puede rezar donde sea, en la casa, por la calle, viajando, en prisión, en el hospital… Sólo se necesita aprenderla.
- Pero, ¿cómo?
- Comienza a repetir solo la Oración, en voz alta, según tu capacidad, en tu habitación, por el camino, cuando no haya nadie alrededor de ti. La oración debe ser repetida lentamente, con atención, con un tono humilde, como cuando los mendigos piden limosna: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”.
Luego repite la misma oración mentalmente, en tu espíritu, pero lento y atentamente.
Después, puedes asociar esta Oración al ritmo de la respiración y con los latidos del corazón. Solo te aconsejo, que no hagas esto por ti sólo: debes buscar a alguien que ya practique la Oración hesicasta, para que te indique lo que debes hacer para no ser víctima de pensamientos vanos y de ilusiones.
Son necesarios varios años para aprender bien la oración hesicasta, pero, con la gracia de Dios, uno puede también volverse en poco tiempo maestro en esta oración.
Con el tiempo, ella se volverá continua. Algunos la comparan con el murmullo de un arrollo: ella continúa en todo momento, mientras tú caminas, o trabajas, o reposas. “Yo duermo, pero mi corazón vela” (Ct 5,2). Más tarde, no tendrás necesidad ni de palabras, ni de pensamientos: toda tu vida será oración, como decía el Padre Dorofeo del starec Juan de Moldavia.
- ¿Hay todavía hombres cómo el starec Juan?
- Sin duda que hay. También aquí, sobre el Monte Athos, en Karoulja, hay eremitas que tienen una gran experiencia de la oración.
- Dime, Padre Eutimio, ¿es posible reconocer a quien ha llegado a un alto grado de la Oración de Jesús?
- ¿Por qué no? Es ciertamente posible.
- Pero, ¿cómo?
- Si quieres verdaderamente aprender la Oración, elige a un starec humilde y sereno, que no juzgue a nadie, siendo quizás un poco “loco por Cristo”, que no se irrita y no pretenda imponerse a todos. Hay desafortunadamente algunos starci que, sin haber podido dominarse ante todo a sí mismos, quieren dirigir a otros. Estos conocen el lado exterior, técnico, se puede decir, de la Oración, pero no su espíritu. Piensa tú mismo: ¿cómo podría juzgar a otros quien invoca continuamente “ten piedad de mí, pecador”?
- Dime; Padre, ¿Cuál es la manera más elevada de vivir?
- La de los “locos por Cristo”, sin duda. La sabiduría de este mundo es locura ante el Señor, y viceversa. Pero este género de vida es muy penoso y nadie debe abrazarlo sin el consejo de un starec.
- Y ¿a parte de éste?
- La vida del pelegrino, semejante a la del autor de los Relatos de un Peregrino. Para el mundo es también esta una locura. Luego la vida del eremita, del recluso y del cenobita. Pero necesita siempre recordar que el interior vale más que el exterior. Hay algunos falsos “locos por Cristo”, algunos peregrinos ociosos, algunos eremitas llenos de ilusiones y algunos cenobitas decadentes. Nos podemos salvar en todo lugar, también en el mundo. Pero en un monasterio o en un eremitorio es más fácil porque hay menos tentaciones. Es verdad que también en un monasterio, si no oras como se debe, caes en miles de vanidades y puerilidades: no sólo pierdes tu tesoro espiritual, sino que te vuelves peor de lo que eras en el mundo. Se puede incluso uno volverse apóstata: sucede también esto.
- ¿Sonará pronto el llamado a Vísperas, Padre Eutimio?
- Sí, pronto, responde. He aquí los primeros golpes del simandro: tienes que ir a la Iglesia.
- Dejamos el balcón, y por corredores y escaleras descendemos al catholicon, inmersos en la luz del atardecer. La recitación del oficio había ya empezado, con la lentitud y el recogimiento habitual del Monte Athos. El coro cantaba:
¡Oh luz gozosa de la santa gloria del Padre celestial, Jesucristo!
Al llegar el ocaso del día,
viendo la luz de la tarde,
cantamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
¡Oh luz gozosa de la santa gloria del Padre celestial, Jesucristo!
Es justo y santo que te celebremos,
siempre y en todo lugar, oh Hijo de Dios
que das vida al mundo.
¡Oh luz gozosa de la santa gloria del Padre celestial, Jesucristo!
Aquella noche salí al balcón de mi celda y contemplé el cielo: un brillo de estrellas sin número. El Padre Eutimio se me acercó lentamente: “Tú miras el cielo. Admiras la inmensidad y la belleza de lo creado. No te preocupes más de los medios. Un día entenderás tantas cosas, cuando hayas llegado a la cima de la oración. Son cosas que con nuestra simple razón discursiva no se pueden comprender: aquí es necesario una iluminación. En el mundo, con todos sus afanes, los hombres no saben comprender toda la belleza y la grandeza del cielo. Pero -Dios me perdone la comparación- como los cerdos buscan las bellotas, ellos miran solo la tierra y las cosas que perecen. El verdadero gozo y la belleza suprema se abren ante aquel que vive en Dios. Sí, el poder de la oración es verdaderamente la plenitud de la gracia. En comparación a esto, todo el resto es polvo y vanidad de vanidades.
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