La verdadera oración se hace sin distracción, es prolongada, ejecutada con un corazón contrito y una mente alerta. El vehículo de la oración es siempre la humildad y la oración es una manifestación de la humildad. Para ser conscientes de nuestra propia debilidad, invocamos el poder de Dios.
La oración une a cada uno a Dios, siendo una conversación divina y una comunión espiritual con el Ser más bueno y más elevado.
La oración es el olvido de las cosas terrestres, un ascenso al cielo. Por la oración huimos hacia Dios.
La oración es verdaderamente una armadura celeste y solo ella puede guardar a los que se han consagrado a Dios. La oración es la medicina común para purificarnos de las pasiones, para buscar protección contra el pecado y sanar nuestras faltas. La oración es un tesoro inagotable, un puerto tranquilo, la base de la serenidad, la raíz y la madre de miles de bendiciones.
Cada cristiano debe saber que si no eleva su espíritu y su corazón a Dios por el ayuno (el ayuno cristiano y no el fariseo) y por la oración, no puede alcanzar una conciencia profunda de su estado de pecador, ni buscar sinceramente la remisión de sus pecados. Es necesario saber que conocemos nuestro pecado solamente en la medida en la que somos iluminados de lo alto, que somos iluminados de lo alto en la medida en la que nuestro espíritu y nuestro corazón se elevan a Dios, y que nos elevamos por la medida en la que el alma se aleja por el ayuno y la oración. El ayuno y la oración son medios de conocimiento de sí mismo, de discernimiento de nuestro verdadero estado moral, de una apreciación precisa de nuestros pecados, y de un conocimiento de su carácter verdadero. Sin el ayuno y la oración nos faltan medios para adquirir este conocimiento y no podemos tener una imagen exacta de nuestros pecados, ni una conciencia perfecta de ellos, ni la contrición del corazón, ni, en consecuencia, una confesión verídica y fructuosa. Puesto que el ayuno cristiano y la oración son el único medio de preparación para una confesión verídica, debemos observar con diligencia estos decretos de la Iglesia, a fin de no fracasar en nuestro fin, sino de tener éxito en el alcance del supremo bien al cual aspiramos.
San Nectario de Egina
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