"La obediencia, para el monje, es más importante que el ayuno y la plegaria." El Padre Serafín lo había afirmado y actuaba en consecuencia. Por obediencia, este hombre que había pasado los cincuenta años, asceta brioso, dejaba su retiro forestal donde durante dieciséis años se había complacido en alabar a su Señor y su Dios. Sin embargo, el período de silencio que el Espíritu le había impuesto no había terminado todavía. ¿Cómo perseverar en un monasterio en plena actividad, ruidoso, lleno de visitantes y peregrinos? El pidió al higúmeno la bendición para enclaustrarse en su antigua celda y recibir allí los sacramentos.
Así pasaron cinco años. Un día, el recluso abrió su puerta, sin salir de su celda. Los que querían verlo podían entrar. Siempre mudo, se ocupaba en sus actividades cotidianas. Cinco años después comenzó a responder preguntas, a dar consejos. Al principio, sólo los monjes lo visitaban. Rápidamente fueron seguidos por los laicos. La Virgen misma había dado la orden al recluso de recibirlos. Su carisma no se agotaba más. Pero él, no dejaba su sombrío reducto. La falta de aire y de ejercicio le causaba dolores de cabeza insoportables. El salía a la noche, ocultamente. Una o dos veces se lo vio así, cerca del cementerio, transportando algo pesado y murmurando la plegaria de Jesús. "Soy yo, soy yo, el pobre Serafín... ¡Cállate, mi goce!" decía. Sintiendo que sus fuerzas se debilitaban, él pidió a Dios el permiso para terminar su reclusión. Y el permiso llegó. La noche del 25 de noviembre, fecha que conmemora a los Santos Clemente de Roma y Pedro de Alejandría, la Virgen María se le apareció mientras dormía y lo autorizó a dirigirse a su ermita. Habiendo obtenido la bendición del higúmeno, el recluso, después de dieciséis años de prisión voluntaria, salió y se dirigió hacia el bosque.
San Serafín de Sarov
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