Tuesday, April 3, 2018

Gran Lunes, Martes y Miércoles


La primera parte de la Gran Semana nos presenta una colección de temas basados principalmente en los últimos días de la vida terrenal de Jesús. La historia de la Pasión, como es contada y recopilada por los evangelistas, está precedida por una serie de incidentes ocurridos en Jerusalén y una colección de parábolas, dichos y discursos centrados en la filiación divina de Jesús, el reino de Dios, la Parusía y el castigo de Jesús de la hipocresía y los oscuros motivos de los líderes religiosos. Las celebraciones de los tres primeros días de la Gran Semana están enraizados en estos incidentes y dichos. Los tres días constituyen una sola unidad litúrgica. Tiene el mismo ciclo y sistema de oración diaria. Las lecciones de la Escritura, los himnos, las conmemoraciones y las ceremonias que conforman los elementos festivos en los respectivos oficios del ciclo destacan aspectos significativos de la historia de la salvación, haciendo recordar los acontecimientos que anticiparon la Pasión y proclamando la inevitabilidad y significado de la Parusía. Es interesante señalar que los maitines de cada uno de estos días es llamado el Oficio del Novio (Akolouthia tou Nimfiou). El nombre procede de la figura central de la conocida parábola de las diez vírgenes (Mateo 25:1-13). El título “Novio” sugiere la intimidad del amor. No deja de ser significativo que el reino de Dios sea comparado a una fiesta de bodas y a una cámara nupcial. El Cristo de la Pasión es el divino Novio de la Iglesia. La imaginería connota la unión final del Amante y la amada. El título “Novio” también sugiere la Parusía. En la tradición patrística, la parábola antes mencionada está relacionada con la Segunda Venida, y está asociada con la necesidad de la vigilancia espiritual y la preparación, por la que somos capaces de guardar los mandamientos divinos y recibir las bendiciones del siglo venidero. Además, conocer algo sobre la estructura de los maitines nos ayudará a mejorar nuestra comprensión del uso de la imagen del Novio. Se ha mostrado que, tras el llamado Oficio Real y el Hexasalmo, la primera parte de los maitines, como la conocemos y la practicamos hoy, es una versión antigua del oficio monástico de Medianoche. El oficio de Medianoche está centrado principalmente en el tema de la Parusía y está unido a la noción de vigilancia. El tropario “He aquí que viene el Novio a media noche...”, que se canta al inicio de los maitines del Gran Lunes, Martes y Miércoles, une a la comunidad de fieles a esta expectación esencial: vigilar y esperar al Señor, que vendrá de nuevo a juzgar a los vivos y a los muertos.
Aunque cada día tiene su propio carácter distintivo y su propia conmemoración específica, comparten muchos temas comunes entre los que están los siguientes.


Conflicto, juicio y autoridad

Los últimos días fueron especialmente tristes y sombríos. La implacable hostilidad y oposición a Jesús por parte de las autoridades religiosas ha alcanzado proporciones incomparables. En medio de este penoso conflicto, Jesús reveló aspectos de su autoridad divina juzgando los planes malvados y la falsa religiosidad de sus enemigos. La beligerancia sin tregua de los adversarios de Jesús fue completamente desenmascarada en los días precedentes a la crucifixión. Los líderes de todos los partidos y facciones religiosas colaboraron y conspiraron para atraparlo, humillarlo y matarlo. Ante las trampas de sus enemigos cercanos, Jesús predijo abiertamente su muerte y su posterior glorificación. Sus palabras fueron una clara declaración de que su muerte era voluntaria y se disponía en el marco del divino plan de salvación del mundo. El poder que Él ejercía sobre sus enemigos era concedido y controlado por Dios (Juan 12:20). La Iglesia conmemora la Pasión, no como feos episodios causados por hombres viles y despreciables, sino como el sacrificio voluntario del Hijo de Dios.

El mal con su completo absurdo irrumpió violentamente sobre la Cruz, para destruir y eliminar a Jesús y negar y abolir su mensaje. Sin embargo, fue en sí mismo el mal el que se hacía fundamentalmente impotente e ineficaz a causa de la soberanía del amor y la vida de Dios. Aunque el mal asalta a los santos de Dios, no puede destruirlos.

Los relatos del Evangelio que cuentan los hechos que condujeron a la crucifixión también incluyen muchas parábolas y discursos en los que Jesús criticaba severamente a los líderes religiosos por su incredulidad, obstinación, autoritarismo e hipocresía. La severa crítica a las clases religiosas (Mateo 21:28, 23-36) es otro claro signo de la autoridad y excelencia de Jesús. Al preservar estos dichos de Jesús, los evangelistas declaran que Cristo “no es sólo un maestro único, sino también el mayor juez. Es el único con autoridad que tiene derecho a juzgar y condenar” la mala y falsa fe y actividad religiosa. Ninguna enfermedad del espíritu es más insidiosa, engañosa y destructiva que la falsa religiosidad, que puede ser definida sucintamente como legalismo y exhibicionismo religioso. Jesús lo condenó rotundamente. Advirtió contra aquellos cuyas vidas estás medidas por ceremonias en vez
de por la santidad, la misericordia y el amor de Dios, y contra aquellos cuyas malas motivaciones, intenciones e incorrecciones están vestidas con la respetabilidad de los aspectos externos de la fe y la vida religiosa. La falsa religiosidad es un cruel engaño y una traición a la auténtica fe religiosa. Los practicantes de tal fe artificial cierran el reino de los cielos a los hombres, pues ni entran ellos, ni permiten que aquellos que quieran entrar lo hagan (Mateo 23:73).


Duelo y arrepentimiento

El tono de la Gran Semana es claramente sombrío y triste. Incluso las vestiduras del altar y del sacerdote, según una antigua tradición, son negras. Sin embargo, la asamblea litúrgica no se reúne para velar a un héroe muerto, sino para recordar y conmemorar un hecho de significado cósmico: el Hijo de Dios experimentando en Su humanidad toma forma de sufrimiento a manos de hombres débiles, mal dirigidos y malignos. Lloramos nuestros pecados y estamos en silencio contrito ante el asombroso e insondable misterio de Cristo, el Dios-Hombre (Zeántropos), que lleva su kenosis a límites extremos aceptando la muerte en la Cruz (Filipenses 2:5-8). La Gran Semana nos revela la vergüenza absoluta de la Caída, las profundidades del infierno, el paraíso perdido, y la ausencia de Dios. ¡Y así nos dolemos! No hay otra forma de luchar contra nuestra rebelión y con la insondable humildad de Dios y su condescendencia excepto experimentando el quebranto del corazón. A partir de este duelo es de donde nace el arrepentimiento, para ser experimentado como el compromiso honesto del largo proceso de vida de comprender, aceptar y elegir seguir los valores de la vida cristiana.

La liturgia de los días del “Novio” representa la llamada más urgente y enfática a tal arrepentimiento (metanoia). A los fieles se les recuerda que no hay pecado mayor como el de desafiar los límites de la misericordia divina, pues Cristo da a todos el poder de matar el pecado y compartir Su victoria. En la Cruz, Jesús tiene una visión de todos aquellos por los que muere. Ve a cada uno de nosotros individualmente, salvándonos por su muerte y por su amor... Hizo esto para permitir que Dios entrara allí donde haya sufrimiento humano, incluso en el abismo de la muerte, acompañando al hombre a las profundidades del sufrimiento para levantarlo de nuevo y llevarlo de vuelta a la vida, elevándolo al cielo y poniéndolo a la derecha del Padre. El Hijo de Dios muere como hombre para que el Hijo del Hombre pueda levantarse de nuevo como Dios. El Hijo de Dios tuvo que
experimentar la angustia de la ausencia de Dios para que todos los hombres que murieran pudieran recuperar la presencia de Dios: esto es la salvación.


La Parusía

En los días y horas antes de Su pasión, Jesús habló a sus discípulos sobre la Parusía, es decir, Su segunda venida gloriosa. Nos invita también al inicio de la Gran Semana a acercarnos al misterio y a reflexionar su sentido y significado para nuestra propia vida y la vida del mundo. En la Iglesia reconocemos que la vida eterna ha penetrado en nuestra finitud. Sin embargo, también sabemos que la completa realización y revelación del reino de Dios, que ya ha comenzado a desarrollarse secretamente en el mundo, se producirá solo al final de los tiempos, en la Parusía. La Parusía es la intervención climática de Dios en la historia del cosmos. Es el Último Día, cuando Cristo vendrá en Su gloria para juzgar a los vivos y a los muertos (Mateo 16:27; 25:31). Entonces, todas las cosas serán hechas nuevas (Apocalipsis 21:5). Aunque sólo tenemos un conocimiento parcial de las cosas que pertenecen al Último Día, algunas son claras y ciertas. Los tiempos del fin aparecerán de repente y cuando menos lo esperemos (1ª Tesalonicenses 5:2-3). El momento exacto de la Parusía sólo lo conoce Dios el Padre (Mateo 24:36; Hechos 1:7). Sin embargo, según la palabra de Jesús, este dramático y decisivo hecho que marcará el repentino final de la historia, estará precedido por ciertos signos que señalarán la inminente venida del Novio. Se hace evidente por Sus palabras que la Segunda Venida no se producirá por ningún interludio idílico, sino con calamidades cósmicas sin precedentes, tribulaciones y desastres (Mateo 24:1-51; Marcos 13:1-37; Lucas 21:7-36). La devastación y desolación de los últimos días ha sido prefigurada misteriosamente en los acontecimientos terribles y espantosos que acompañaron a la crucifixión (Mateo 27:27-54). Independientemente de cuándo venga el Último Día, siempre es inminente, espiritualmente cercano en la vida del ser humano. Las incertidumbres y lo impredecible en la vida humana nos permite captar, aunque vagamente, la inminencia de la Parusía. Por ejemplo, la muerte, la indignidad final, la abominación y el enemigo, nos acecha desde el momento en el que nacemos. Para conseguir la victoria de Cristo sobre la corrupción y la muerte, debemos permanecer espiritualmente vigilantes; ser firmes en la fe; utilizar sabiamente los dones concedidos por Dios, y ser conscientes constantemente de la primacía del amor en nuestras relaciones. La vida que vivimos en la carne está llena del potencial y la oportunidad para obtener el cielo o perderlo.
La batalla decisiva contra el mal ya se ha librado y ganado. Sin embargo, la plenitud de esta victoria no será obtenida y manifestada hasta la Parusía. Hasta entonces, los esfuerzos sin sentido, inútiles y torpes del maligno intentarán robarle a la gente su dignidad y destino. Por lo tanto, estamos obligados a guardar las palabras de San Pedro, vivas en nuestra memoria y obrarlas en nuestras vidas. Escribió: “Humillaos por tanto bajo la poderosa mano de Dios, para que Él os ensalce a su tiempo. Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él mismo se preocupa de vosotros. Sed sobrios y estad en vela: vuestro adversario el diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar. Resistidle, firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos sufren vuestros hermanos en el mundo. El Dios de toda gracia, que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de un breve tiempo de tribulación, Él mismo os hará aptos, firmes, fuertes e inconmovibles” (1ª Pedro 5:6-10). La Iglesia siempre está orientada hacia el futuro, al siglo venidero. Así, es eskhaton o Último Día, que marcará el comienzo del reino de Dios en poder y gloria, forma parte de una constante referencia tanto como personas, como comunidad. “La Iglesia no muestra su identidad por lo que es, sino por lo que será.... Debemos pensar del eskhaton como el inicio de la vida de la Iglesia, el “arjé” (principio), que hace nacer a la Iglesia, le da su identidad, la sostiene e inspira en su existencia. La Iglesia existe, no porque Cristo muriera sobre la Cruz, sino porque Él se levantó de entre los muertos, lo cual significa que el reino ha venido. La Iglesia refleja el futuro, la etapa inicial de las cosas, no un hecho histórico del pasado”. Esta visión escatológica es una característica fundamental de nuestra fe. Modela la conciencia de los cristianos ortodoxos y guía la vida y actividad de la Iglesia. La Iglesia es, ante todo, una comunidad de fieles constituida por la presencia del amor de Dios. Establecida por la acción redentora de Dios, sostenida y vivificada por el Espíritu Santo, la Iglesia en oración siempre está constituida y actualizada como el Cuerpo de Cristo. Impregnada por la gozosa y abrumadora presencia de Cristo resucitado (Mateo 28:20), la Iglesia está llamada a compartir Su resurrección, la vida deificada y a anhelar y esperar la venida en plenitud de la manifestación de Su gloria y poder (2ª Pedro 3:12). El siglo venidero, (el reino de Dios), es conocido y experimentado por los fieles tanto como un don y como una promesa, es decir, algo dado y, al mismo tiempo, algo anticipado. Mediante la adoración en general, y los sacramentos en particular, experimentamos una relación personal con Dios, que infunde Su vida en nosotros. Experimentamos Sus energías increadas, tocando, sanando, restaurando, purificando, iluminando, santificando y glorificando, tanto a la vida humana como al cosmos. Participamos en los hechos salvíficos de la vida de Cristo, para ser continuamente renovados. Experimentamos
continuamente la presencia del Espíritu Santo que mora y se activa dentro de nosotros, conduciéndonos a revestirnos con la vida de la resurrección. Nuestra preparación para el reino ya ha comenzado con nuestro bautismo y crismación. Se sustenta y avanza por medio de la Eucaristía. Los sacramentos nos dan poderes por los que podemos acercarnos a Cristo y a su reino. Estos poderes son dinámicos y están destinados a ser desarrollados por nosotros. Así, nuestra preparación para el reino es un movimiento que envuelve progreso, tanto como un regreso, así como un avance hacia Dios. El progreso comienza con el regreso del hombre de su distanciamiento a su propia autenticidad. Fundamentalmente, esto significa un regreso a Cristo, el arquetipo y modelo del hombre. Al mismo tiempo, este regreso también es un progreso encaminado a Dios. “El regreso es simultáneamente también un progreso hacia adelante, y el progreso hacia adelante es un regreso. Es un regreso de la naturaleza humana a sí misma, y un progreso hacia adelante en si mismo, pero al mismo tiempo es un regreso y un progreso hacia adelante en Dios y Cristo, pues no es posible que haya desarrollo de la naturaleza humana, excepto en Dios y Cristo.... La nueva o futura era se desarrolla promoviendo la disolución o transformación de la era presente”. El siglo venidero no surgirá a partir de algún progreso evolutivo biológico o histórico, ni será simplemente el resultado de logros humanos mediante un constante avance de la civilización. Efectivamente, el nuevo mundo se está obrando por sí mismo, pero en el misterio de la fe, oculto a los sabios de este mundo (1ª Corintios 1:19-21; 2:6-9). El reino, después de todo, es de Dios y no del hombre. Sin embargo, la “era mesiánica comenzada por la Encarnación sólo puede ser establecida con la colaboración de la humanidad. Esta colaboración es llamada sinergia. Nos preparamos para la Segunda Venida, el triunfo final de la justicia y la vida sobre el maligno y la muerte, estando unidos por fe al Salvador crucificado y resucitado”. Además de estos temas compartidos, cada uno de los tres días del “Novio” tiene su propia conmemoración especial que lo distingue de los otros dos.


Gran Lunes

En el Gran Lunes conmemoramos a José el Patriarca, el amado hijo de Jacob. Figura importante del Antiguo Testamento, la historia de José se cuenta en la sección final del Libro del Génesis (caps. 37-50). A causa de sus cualidades excepcionales y su extraordinaria vida, nuestra tradición litúrgica y patrística retrata a José como “tipos Christou”, es decir, como un prototipo, prefiguración o imagen de Cristo. La historia de José ilustra el misterio de la providencia de Dios, promesa y redención. Inocente, casto y justo, su vida nos da testimonio del poder del amor y la promesa de Dios.
La lección que debemos aprender de la vida de José, puesto que conduce a la redención final traída por la muerte y resurrección de Cristo, se resume en las palabras que dirigió a sus hermanos que previamente le habían traicionado: “‘No temáis. ¿Estoy yo acaso en lugar de Dios? Vosotros pensasteis hacerme mal, pero Dios lo dispuso para bien para cumplir lo de hoy, a fin de conservar la vida de mucha gente. Así, pues, no temáis; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros niños’. Y los consoló, hablándoles al corazón” (Génesis 50:19-21). La conmemoración del noble, bendito y santo José nos recuerda que en los grandes hechos del Antiguo Testamento, la Iglesia reconoce las realidades del Nuevo Testamento. Así mismo, en el Gran Lunes la Iglesia conmemora el acontecimiento de la maldición de la higuera (Mateo 21:18-20). En la narración del Evangelio se dice que este acontecimiento sucedió al día siguiente de la entrada triunfante de Jesús en Jerusalén (Mateo 21:18; Marcos 11:12). Por esta razón, encuentra su sitio en la liturgia del Gran Lunes. El episodio también es muy revelante para la Gran Semana. Junto al acontecimiento de la purificación del templo, este episodio es otra manifestación del divino poder y autoridad de Jesús, y también una revelación del juicio de Dios sobre la incredulidad de las clases religiosas judías. La higuera es símbolo de Israel que se vuelve estéril por su incapacidad de reconocer y recibir a Cristo y Sus enseñanzas. La maldición de la higuera es una parábola en acción, un gesto simbólico. Su sentido no debe perderse por nadie en ninguna generación. El juicio de Cristo sobre los infieles, incrédulos, impenitentes y sin amor será cierto y decisivo en el último día. Este episodio deja claro que el cristianismo nominal no sólo es inadecuado e insuficiente, sino que también es despreciable e indigno del reino de Dios. La genuina fe cristiana es dinámica y fructífera. Impregna a todo el ser y causa un cambio. La fe viva, verdadera e inalterable hace al cristiano consciente del hecho de que ya es un ciudadano del cielo. Por tanto, su forma de pensar, sentir, actuar y ser debe reflejar esta realidad. Los que pertenecen a Cristo deben vivir y caminar en el Espíritu, y el Espíritu hará surgir frutos en ellos: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí mismo (Gálatas 5:22-25).


Gran Martes

En el Gran Martes, la Iglesia nos llama a recordar dos parábolas, que están relacionadas con la Segunda Venida. Uno es la parábola de las diez vírgenes (Mateo 25:1-13); la otra es la parábola de los talentos (Mateo 25:14-30). Estas parábolas señalan la inevitabilidad de la Parusía y se ocupan de temas tales como la vigilancia espiritual, la mayordomía, la responsabilidad y el juicio.
De estas parábolas, aprendemos al menos dos cosas básicas. Primero, el Día del Juicio será igual a la situación en el que las damas de honor (o vírgenes) de la parábola se encontraron a sí mismas: algunas preparadas, y otras no. El tiempo en que uno se decide por Dios es ahora y no en un punto indefinido en el futuro. Si “el tiempo no espera a nadie”, ciertamente la Parusía no es una excepción. La tragedia de la puerta cerrada ‘es que son las personas las que la cierran, no Dios. La exclusión de la fiesta de bodas, es la exclusión del reino por nuestra propia mano. Segundo, se nos recuerda que la vigilancia y la preparación no significan un rendimiento fatigoso, una elaboración sin espíritu de obligaciones formales y vacías. Ciertamente no significa inactividad y pereza. Significa alerta espiritual, atención y vigilancia. La vigilancia es la profunda determinación personal a encontrar y hacer la voluntad de Dios, acogiendo todo mandamiento y virtud, y guardando la mente y el corazón de todo pensamiento y acción maligna. La vigilancia es el intenso amor de Dios. San Hesiquio el Sacerdote lo describe con estas palabras: “Por su Encarnación, Dios nos dio el modelo para una vida santa y nos volvió a llamar de nuestra antigua caída. Además de muchas otras cosas, nos enseñó, tan débiles como somos, que debemos luchar contra los demonios con humildad, ayuno, oración y vigilancia. Pues cuando, tras su bautismo, se fue al desierto y el maligno vino a él como si fuera simplemente un hombre, comenzó su lucha espiritual ayunando y ganó la batalla por este medio, y sin embargo, siendo Dios, y Dios de dioses, no tuvo necesidad de tal medio. Ahora voy a decirte en un lenguaje sencillo y directo lo que considero como tipo de vigilancia que gradualmente purifica la mente de los pensamientos apasionados. Un tipo de vigilancia consiste en examinar muy de cerca cada imagen mental o provocación, pues sólo por medio de una imagen mental puede Satanás fabricar un pensamiento maligno e insinuarlo a la mente para llevarlo por el mal camino. Un segundo tipo de vigilancia consiste en liberar el corazón de todos los pensamientos, manteniendo profundamente en silencio e inmóvil, y en oración. Un tercer tipo consiste en acudir continua e insistentemente al Señor Jesús Cristo pidiendo ayuda. Un cuarto tipo es tener siempre el pensamiento de la muerte en la mente. Estos tipos de vigilancia, hijo mío, actúan como porteros y barra de acceso a los malos pensamientos. Otro tipo que, junto con los demás, también es efectivo, es fijar la mirada en el cielo y no prestar atención a nada material”.


Gran Miércoles

En el Gran Miércoles, la Iglesia invita a los fieles a centrar su atención en dos figuras: la mujer pecadora que ungió la cabeza de Jesús poco antes de la pasión (Mateo 26:6-º3), y Judas, el discípulo que traicionó al Señor. La primera reconoció a Jesús como Señor, mientras que el último se apartó del Maestro. La primera fue hecha libre, mientras que el otro se convirtió en esclavo. La primera heredó el reino, mientras que el otro cayó en la perdición. Estas dos personas ponen ante nosotros preocupaciones y temas relacionados con la libertad, el pecado, el infierno y el arrepentimiento. El sentido completo de estas cosas sólo se puede entender en el contexto y por la perspectiva de la verdad esencial de nuestra existencia humana. La libertad pertenece a la naturaleza y al carácter del ser humano porque ha sido creado a imagen de Dios. El hombre y su verdadera vida se define por su Arquetipo increado que, según los padres griegos, es Cristo. La grandeza última del hombre, en palabras de un teólogo “no encuentra en su ser la mayor existencia biológica, animal racional o política, sino en su ser como animal deificado, en el hecho que constituye una existencia creada que ha recibido el mandato de convertirse en un dios”. En el análisis final, el hombre se vuelve auténticamente libre en Dios, en su habilidad para descubrir, aceptar, perseguir, disfrutar y profundizar en la relación filial que Dios le confiere. La libertad no es algo extraño y accidental, sino intrínseco a la genuina vida humana. No es un artilugio del ingenio y la sabiduría humana, sino un don divino. El hombre es libre, porque su ser ha sido sellado con la imagen de Dios. Ha sido revestido y posee cualidades divinas. Refleja en sí mismo a Dios, que como alguien ha dicho, revela en sí mismo una existencia personal, un distintivo y una libertad”. La verdad última del hombre se encuentra en su vocación para convertirse en una existencia personal consciente, un dios por la gracia. El ejercicio elemental de la libertad radica en la decisión y el deseo consciente de cumplir la vocación para ser una persona o negarlo, para convertirse en un ser de comunión o en una entidad de muerte, para ser un santo o un demonio. Puesto que el hombre es capaz de resistir a Dios y alejarse de Él, puede disminuir y desfigurar la imagen de Dios en Él a límites extremos. Es capaz de hacer un mal uso, abusar, distorsionar, pervertir y degradar los poderes y cualidades naturales con los que ha sido revestido. Es capaz de pecar. El pecado lo convierte en un fraude y en un impostor. Limita su vida al nivel de la existencia biológica, robándole el esplendor y la capacidad divina. Carente de fe y juicio moral, el hombre es capaz de convertir la libertad en libertinaje, rebelión, intimidación, y esclavitud. El pecado es más que romper las reglas y transgredir los mandamientos. Es el rechazo voluntario de una relación personal con el Dios vivo. Es una separación y una alienación, un camino de muerte, “una existencia que no llega a buen término”, usando las palabras de San Máximo el Confesor. El pecado es la negación de Dios y el alejamiento del cielo. Es la seducción,
abducción y cautiverio del alma por medio de provocaciones del maligno, por el orgullo y los placeres insensatos. El pecado es la luz convertida en oscuridad, el heraldo del infierno, el fuego eterno y las tinieblas de afuera. “El infierno”, según un teólogo, “es la libre elección del hombre, es cuando se encarcela a sí mismo en una carencia agonizante de vida, y deliberadamente rechaza la comunión con la amorosa bondad de Dios, la verdadera vida”. Pecar es perder la marca, no darse cuenta de la vocación y destino de uno. El pecado trae el desorden y la fragmentación. Disminuye la vida y causa que las partes más puras y nobles de nuestra naturaleza terminen como pasiones, es decir, facultades e impulsos que se han distorsionado, estropeado, violado, y finalmente se han hecho ajenas a la verdad misma. El pecado no es sólo una disposición. Es una elección deliberada y un hecho. Del mismo modo, el arrepentimiento no es simplemente un cambio de actitud, sino una elección de seguir a Dios. Esta elección implica un cambio radical, existencial, que está más allá de nuestra capacidad para cumplirlo. Es un don revestido por Cristo, que nos lleva a Él por medio de Su Iglesia, para perdonarnos, sanarnos y restaurarnos en su totalidad. El don que nos da es un corazón nuevo y puro. Tras haber experimentado este tipo de reintegración, así como el poder de la libertad espiritual que procede de ella, nos damos cuenta de que una verdadera vida virtuosa es más que el despliegue ocasional de la moralidad convencional. La impresión exterior de la virtud no es más que vanidad. La verdadera virtud es la lucha por la verdad y la elección deliberada de nuestra propia libre voluntad de ser imitadora de Cristo. Entonces, en palabras de San Máximo, “Dios, que anhela la salvación de todos los hombres y desea su deificación, marchita su engreimiento como la higuera estéril. Hace esto de modo que prefieran ser justos en realidad en vez de en apariencia, desechando el manto de moralidad hipócrita y persiguiendo genuinamente una vida virtuosa en la forma en la que el Logos divino desea. Entonces, vivirán con reverencia, revelando el estado de su alma a Dios en vez de desplegar la apariencia externa de una vida moral a sus prójimos”. El proceso de sanación y restauración de nuestra naturaleza dañada, robada, herida y caída está en curso. Dios es misericordioso y paciente con Su creación. Acepta a los pecadores arrepentidos tiernamente y se regocija por su conversión. Este proceso de conversión incluye la purificación e iluminación de nuestra mente y corazón, para que nuestras pasiones puedan ser educadas continuamente en vez de ser erradicadas, transfiguradas y no suprimidas, utilizándolas positivamente y no de forma negativa. El acto de arrepentimiento no es ninguna clase de ejercicio morboso y triste. Es un hecho y una empresa que produce regocijo, que libera la conciencia del peso y la ansiedad del pecado y regocija al alma en la
verdad y el amor de Dios. El arrepentimiento comienza con el reconocimiento y renuncia a los malos caminos. De este dolor interior se procede al reconocimiento verbal de los pecados concretos ante Dios y el testigo de la Iglesia. “Siendo consciente, tanto del propio pecado como del perdón que Dios le extiende”, el pecador arrepentido se vuelve libremente hacia Dios en una actitud de amor y confianza. Entonces centra su yo más verdadero y profundo, su corazón, continuamente en Cristo, para ser igual a Él. Experimentando el amor de Dios como libertad y transfiguración (2ª Corintios 3:17-18), autentifica su propia existencia personal y muestra preocupación que surge del corazón, y compasión y amor por los demás. “He pecado más que la prostituta, oh piadoso Señor, y sin embargo nunca te he ofrecido el fluir de mis lágrimas. Pero en silencio me postro ante Ti y con amor beso tus purísimos pies, suplicándote que como Maestro me concedas la remisión de los pecados, y clamo a Ti, oh Salvador: ‘Líbrame de la inmundicia de mis obras’”. Mientras la mujer pecadora trajo miro perfumado, el discípulo fue a un encuentro con los transgresores. Ella se regocijó por verter lo más preciado, él se apresuró a vender al que está por encima de todo precio. Ella reconoció a Cristo como Señor, él se apartó del Maestro. Ella fue liberada, pero Judas se hizo esclavo del enemigo. Lamentable fue la falta de amor de él. Grande fue el arrepentimiento de ella. Concédeme también tal arrepentimiento, oh Salvador, Tú que sufriste por amor a nosotros, y sálvanos.
Catecismo Ortodoxo
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