Thursday, March 10, 2016

La veneración y prosternación ante los sagrados iconos ...


Christos krikonis, profesor de la facultad de teología de la universidad de salónica

La característica fundamental y esencial de la iglesia ortodoxa es el uso, la reverencia y la veneración de los sagrados iconos de jesucristo, la virgen y todos los santos. Porque por medio de ellos se expresa su carácter tanto mundano como sobrenatural. Esta realidad es la que quisieron poner de manifiesto aquellos santos padres de la iglesia que llamaron al primer domingo de la cuaresma "domingo de la ortodoxia". En él, se celebra el aniversario de la readmisión de los sagrados iconos decidida, en el 843, por resolución del vii concilio ecuménico.

Desde luego, la prosternación y veneración de los sagrados iconos viene impuesta por diversas razones.

La primera es la necesidad de fijar el pensamiento y el alma de los fieles a los receptores de sus oraciones, sus súplicas y sus plegarias, pero también de sus alabanzas y agradecimientos, es decir, a los santos representados. Los fieles, al rezar ante los sagrados iconos descansan el alma, viendo las figuras concretas de los santos representados, aunque sea, como dice el apóstol san pablo "en espejo y en enigma", y ello se debe a que de este modo sienten la presencia de aquéllos en su intercesión y embajada ante dios y depositan en ellos su confianza al orar y rogar.

La segunda razón fundamental es el gran valor didáctico de los iconos sagrados, por su ubicación en los templos sagrados y en el culto divino. Por medio de ellos todo cristiano aprende cómo premian dios y la iglesia a aquellos que permanecieron en la tierra fieles a su voluntad, y se mostraron dignos de la crucifixión y la obra redentora de dios hecho hombre. Este premio lo representan en los iconos especialmente las aureolas de los santos.

La tercera razón es la mútliple sacralidad de los sagrados iconos, que procede de diversos factores, entre los cuales los más importantes son la ubicación de los iconos en los templos sagrados y el culto divino, la enseñanza teológica de la iglesia de que toda prosternación y veneración de los iconos sagrados "pasa al original", y los diversos milagros históricos que se les han atribuido.

Quien reza ante los iconos siente que se encuentra en un diálogo personal directo con los santos de dios representados. El icono podría compararse a un intérprete e intermediario, amado por dios, de este diálogo, que deja fijado el ser del que reza.

Por ello el vii concilio ecuménico caracterizó la veneración y prosternación ante los iconos sagrados "institución y tradición de la iglesia, autorizada y grata a dios, justa reclamación y necesidad de todos los cristianos".

Mediante estos iconos no se transgrede ni desnuda la inefabilidad de la divinidad, sino que simplemente se describe la representación histórica de la presencia y vida de cristo en la tierra. Dado que todos los santos representados son plasmaciones "a imagen y semejanza de dios" de una sola divinidad, sus iconos sagrados son plasmación de su perfección espiritual en el mundo, siempre de acuerdo con la declaración de basilio el grande de que "la veneración y reverencia de los sagrados iconos pasa al original".

Los primeros iconoclastas, incitados sistemáticamente por las acusaciones, lanzadas por los judíos, de idolatría por parte de los critianos que veneraban y reverenciaban los iconos sagrados, exageraban ciertos desvíos y extremismos y aprovechaban, a fin de difamarlos, algunos casos aislados de simples analfabetos, y a veces de cristianos muy devotos que se daban a exageraciones y desvíos en la veneración de los iconos. La iglesia, con su enseñanza ortodoxa elaborada para la veneración y reverencia de los iconos sagrados, afrontó a tiempo estos fenómenos de casos aislados de abuso. Su línea correcta había sido ya formulada por basilio el grande. Según el espíritu de las resoluciones del vii concilio ecuménico, los iconos enseñan cómo se asemejan, por la gracia, los santos representados a dios, por medio de la santidad de sus vidas, y por ello es apropiado que se les depare veneración y reverencia. Al respecto, san juan damasceno escribe: "el que no (los) reverencia es enemigo de cristo y de la santa virgen y de los santos, vengador del diablo y de los demonios, y muestra de hecho su pesar porque los santos de dios sean venerados y glorificados, y el diablo despreciado. Pues el icono es un triunfo y mostración e inscripción en memoria de la victoria de los virtuosos y de la vergüenza de los vencidos y derrotados".

Los fieles "al ver las pinturas", es decir, los iconos, son remitidos "al sentido y veneración del representado". Por tanto, el icono no es un fin en sí mismo, sino un medio mediante el cual el creyente es remitido al sentido, la memoria de la vida, grata a dios, del santo representado, y de esta manera es invitado a imitarlo, lo cual constituye la veneración del santo o mártir representado.

De todo esto se desprende que la semejanza, relativa o absoluta, entre la apariencia histórica, real, del modelo y la representada en el icono, es algo secundario en los iconos eclesiásticos. Lo primero y principal en ellos es su cualidad y capacidad de remitir a sus modelos, y a ello contribuye de modo importante la inscripción, es decir, la escritura sobre ellos del nombre del representado. Y, desde luego, la figura de cada representado no es invención de los pintores, sino, como observa el sagrado focio "la prédica divina e ininterrumpida de la larguísima tradición apostólica y patriarcal, trabajándola y elaborándola según unos mismos y sagrados principios, no representa ni da forma a nada de la indecencia material o de la curiosidad humana al presentar las figuras de los santos. Mostrando y revelando toda su labor, nos ofrece puras e incontaminadas en los sagrados iconos las formas de los prototipos de un modo adecuado a la santidad".

El icono es, según el sagrado focio, "arquetipo exacto" en cuanto a la figura, la inclinación, las representaciones del modelo, pero especialmente en cuanto a su más profundo contenido teológico y a la gracia santificadora y bendición del representado, que alienta ininterrumpidamente en ellos, como en el modelo, y con la cual comulgan absolutamente cuantos veneran y reverencian, honrándolo, su icono. 


                               Catecismo Ortodoxo 

                http://catecismoortodoxo.blogspot.ca/

"PADRE NUESTRO..."


Archimandrita Basilio, Abad del Monasterio de los Iberos

He elegido un breve pasaje del Evangelio, de las Sagradas Escrituras, y especialmente el "Padre nuestro", porque creo que es la oración más característica, en cuanto es una oración "del Señor", la oración que nos dio el Señor.

Y creo que el Señor nos enseñó la oración que Él hizo, nos dio la vida que Él vivió y nos mostró Su propio ser. Y ésta es la verdad de Jesucristo. Y como nos dijo en otra ocasión: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn. 15, 5). Al igual que la relación de la vid y el sarmiento es una relación orgánica y silenciosamente pasa la savia de la vid a los sarmientos, del mismo modo el Señor nos dio todo Su ser, de modo que, por medio de esta oración -si la rezamos conscientemente y la vivimos- creo que vivimos en Jesucristo.

Pero empecemos a leer esta oración siguiéndola frase a frase.

La primera frase reza:

"P a d r e  n u e s t r o, q u e  e s t á s  e n  l o s  

c i e l o s".

Pienso que nuestro gran pecado es uno: a menudo nos desengañamos y olvidamos una cosa, no que somos débiles, sino que Dios nos ama. Si nosotros los débiles tenemos un capital, es que Dios nos ama y que Dios es nuestro Padre.

Decimos que el padre, la madre, aman a su hijo no porque sea bueno, sino porque es hijo suyo. Así que es algo importante que adoptemos esta conciencia y sintamos que podemos nosotros llamar a Dios Padre nuestro. Porque esta palabra lo dice todo. Inmediatamente nos introduce al clima de la Iglesia. Puede ser que uno sea huérfano, puede ser que lo hayan abandonado sus padres, puede ser que lo haya perdido todo y se sienta solo. Desde el momento en que Dios es su Padre, se siente protegido, seguro, y el mundo entero se convierte en su hogar.

Me atrevería a añadir lo siguiente: ¿no sería, acaso, mejor que nos abandonaran todos, para sentir este amor de Dios? Creo que esto puede decirse. Por ello, veis cómo el Señor en sus Bienaventuranzas, dice: "Bienaventurados los que sufren, bienaventurados los que tienen sed, bienaventurados los que tienen hambre, bienaventurados los que lloran...". Es decir, ojalá nos viéramos privados del cariño de los hombres, y lo perdiéramos todo, para sentir que Dios es nuestro Padre.

Recuerdo una vez que habíamos preguntado a una anciana en París, rusa, qué es el monje, y ella nos dijo espontáneamente que monje es un hombre colgado de una cuerda, y que esta cuerda es el amor de Dios. Creo que esto podemos decirlo, en el fondo, de todos los hombres: que el hombre tiene una fuerza en su vida, y que esta fuerza es que Dios lo ama. Hemos venido a la vida y tenemos esperanza, porque alguien nos ama. Y este alguien es fuerte independientemente de que nosotros seamos débiles.

"P a d r e  n u e s t r o,  q u e  e s t á s  e n  l o s 

 c i e l o s".

Padre nuestro, pues, no es simplemente alguien que puede localizarse aquí o allá, sino que es el que está en los cielos, Padre celestial, de modo que todo el mundo, todo el cielo, se convierte en nuestro hogar. De este modo, pues, podemos sentirnos cómodos y libres. Por ello, se cuenta que cuando dijeron a Evagrio Póntico, uno de los primeros ascetas de Nitria, que su padre había muerto, él reaccionó diciendo: "¡No blasfeméis! Mi Padre no ha muerto nunca!".

Así pues, con esta primera frase el Señor nos da valor, nos hace hermanos Suyos, y nos dice que llamemos a Su Padre Padre Nuestro. Y también dicen los Padres de la Iglesia: llamamos a Dios "Padre nuestro" -no decimos simplemente Padre mío-, de modo que Dios es Padre de todos nosotros y, así, todos somos hermanos entre nosotros.

La siguiente frase dice,

"s a n t i f i c a d o s e a t u n o m b r e,  v e n g a a n o s o t r o s t u r e i n o...".


En estas dos frases los Padres de nuestra Iglesia ven la presencia del Hijo y del Espíritu Santo. Y de este modo, pues, en estas tres frases "Padre nuestro... venga a nosotros tu reino", está presente entera la Santísima Trinidad. El Nombre de Dios Padre es el verbo de Dios Padre, el Hijo de Dios, y el reino de Dios es el Espíritu Santo. (Hay precisamente una escritura más antigua del Evangelio, donde en lugar de decir "venga a nosotros tu reino" dice "venga a nosotros tu Espíritu Santo y purifíquenos"). De modo que aquí tenemos presente a la Santísima Trinidad. Es lo que decimos: "Creo en un solo Dios Padre todopoderoso..., y en un solo Señor Jesucristo..., y en el Espíritu Santo...".

"Santificado sea tu nombre...". Rogamos nosotros que sea santificado el nombre de Dios. Aquí, si observamos lo que dicen los Padres, que el nombre de Dios es el Hijo y el Verbo Dios, este "santificado sea tu nombre" podemos conectarlo con aquello que dice el Señor: "Yo me consagro a mí mismo, a fin de que también ellos sean consagrados en la verdad" (Jn. 17, 19). Y el "me consagro a mí mismo" del Señor significa que, yo me sacrifico a mí mismo para que sean consagrados en la verdad, en la realidad, los creyentes. De este modo, pues, cuando nosotros decimos "santificado sea tu nombre", es como si dijéramos: santificado sea el sacrificio del Hijo y Verbo de Dios. Por ello el Señor es nuestra santificación, redención y justicia. Y, "venga a nosotros tu reino", que venga el Espíritu Santo en Pentecostés; y siempre viene el Espíritu Santo, y la Iglesia es un Pentecostés permanente.

En estas tres frases, pues, vemos presente a toda la Santísima Trinidad. Pero podemos ver también en estas tres frases la realidad de la invocación de la oración central de la Santa Misa: Aquello que el sacerdote ruega al Padre Celestial, es decir, que envíe al Espíritu Santo y que haga del pan y el vino Cuerpo y Sangre de Cristo.

Y llegamos a la tercera frase, que es la frase central del "Padre nuestro", y el punto central de la vida del Señor y de nuestra propia vida:

es el "h á g a s e t u v o l u n t a d".

Tal vez esta frase, "hágase tu voluntad", pueda compararse al "amén" de la invocación. Y este "hágase tu voluntad" es la conclusión y resumen de las frases anteriores; en las frases precedentes decimos, "santificado sea tu Nombre", "venga a nosotros tu reino", "hágase tu voluntad".

Nos referimos a Dios, decimos que Su nombre sea santificado, que venga Su reino, que se haga su voluntad. Le damos todo a Dios, y esto viene refrendado y resumido en esta frase, "hágase tu voluntad".

Para entender mejor el significado que encierra el "hágase tu voluntad", será conveniente recordar lo que dijo el Señor sobre por qué bajó del cielo: "Yo he descendido del cielo para hacer la voluntad del Padre que me envió y para llevar a cabo su obra". Y también aquello que dice de que "mi juicio es justo...". Mi juicio es justo y correcto porque "no busco mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me envió". Y algo más aún: recordáis que el Señor se encontró con la Samaritana; al llegar los discípulos, le dijeron al Señor: "Maestro, come", y él les respondió que "yo tengo para comer un manjar que vosotros no sabéis...". "Mi manjar es cumplir la voluntad de quien me envió y llevar a cabo su obra".

Aquello, quiere decir, que a mí me alimenta es hacer la voluntad del Padre que me envía. Y creo que esto es el punto básico que determina la vida del Señor y nuestra propia vida. Por ello vemos al Señor a continuación, en el huerto de Getsemaní, es decir, en el momento de la verdadera agonía -podría decirse en el momento del fuerte terremoto en que todo se pone a prueba, y el Señor "entrando en agonía rezaba más fervientemente"-, decir "Padre mío, si no puede este cáliz ser alejado de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad". (Mt. 26, 42). Lo que el Señor nos mandó decir, él lo dijo en el difícil trance, y el Señor avanza con calma, pero omnipotentemente, a su pasión precisamente porque al decir, "no mi voluntad, sino la tuya sea", inmediatamente se vuelve a su interior, toma otras fuerzas y sigue adelante.

No estaría de más referirnos ahora por un instante a nuestra propia vida. Luchamos en nuestra vida, emprendemos, tenemos planes, nos organizamos, progresamos, pero en cierto momento podemos pasar dificultades. Creo que no hay hombre que no pase su Getsemaní. Y en el momento en que todo se derrumba, sólo entonces todo resucita, y sólo entonces se entiende aquello que dijo el Señor de que hacer la voluntad del Padre que me envía y no la mía, es lo que me alimenta. En el momento en que todo se derrumba y no hay esperanza ni luz alguna, y todo está cubierto de oscuridad, si el hombre dice -Dios mío, hágase tu voluntad, al instante recobra fuerzas, resucita y avanza todopoderosa y modestamente hacia el camino, hacia el paso, hacia la Pascua que es Cristo, en una evolución que no cesa jamás. Y entonces, a posteriori, se darán gracias a Dios no por las facilidades, sino por las dificultades de su vida y por su propio Getsemaní, que lo obligó, en la desmembración de sí mismo, a decir libremente su pensamiento, y concluir en el "Dios mío, hágase tu voluntad".

Creo que este "hágase tu voluntad" se parece al "hágase" creacional (lo que dice el Señor, "Así dijo y se hizo, nació y se creó"), y al hágase litúrgico (cuando el sacerdote oficia el sacramento de la Santa Eucaristía y ruega al Padre que envíe al Espíritu Santo y haga del pan Cuerpo de Cristo y del contenido del Cáliz Sangre del Cristo y dice Amén, Amén, cuando ya se ha realizado el sacramento). Hay una relación entre el hágase creacional y el litúrgico. Cuando el hombre dice conscientemente, Dios mío, hágase tu voluntad también en mí, se parece a lo que dice la Virgen al Arcángel Gabriel: "hágase en mí según tu palabra"; hágase en mí, en mi ser, en mi interior, según tu palabra; Dios mío, hágase tu voluntad. De modo que el hombre es santificado y cobra nuevas fuerzas.

Dice el abad Isaac en cierto pasaje que el hombre puede, obedeciendo a Dios, convertirse en Dios según la gracia, y crear del no ser nuevos mundos: el hombre se hace completamente nuevo, el débil cobra nuevas fuerzas y el muerto cobra nueva vida y sigue adelante. Entonces comprende que, realmente, es un verdadero manjar llegar a decir con calma, "Dios mío, hágase tu voluntad y no la mía".

Por ello veis que el verdadero teólogo no es aquél que va a la universidad y saca sobresalientes porque recuerda algunas fechas y algunos nombres o redacta un buen trabajo; sino que el verdadero teólogo que conoce cuál es la fuerza y la verdad de la doctrina del Señor es aquél que en el momento difícil dice: no la mía, sino tu voluntad hágase. Entonces Dios entero entra en su interior, y al mismo hombre lo hace teólogo, lo hace dios según la gracia y sigue adelante en Jesucristo de una manera nueva. Y como el Señor resucitado siguió adelante con las puertas cerradas, igualmente el hombre, el débil pero todopoderoso por la gracia de Dios, sigue adelante ya estén los problemas resueltos o aún abiertos. Por ello si llegamos a encontrarnos en dificultades, digamos libremente nuestro pensamiento: exprésese cada uno como quiera expresarse, porque Dios es nuestro Padre. Pero a continuación, digamos, Dios mío, yo no sé, tú sabes, tú me amas más de lo que yo los amo, y más te pertenecen todos a ti de lo que a mí me pertenecen. De modo que hágase tu voluntad. Si acaso tu voluntad parece exteriormente una ruina, sea la ruina. Mejor una ruina querida por Dios que cualquier éxito con la voluntad humana, que es una auténtica sima y una verdadera ruina. Así que el "hágase tu voluntad" es la frase que nos alimenta y nos resucita en otro ámbito.

La siguiente frase es, "así  en  la  tierra  

como en  el  cielo".
Aquí, dice San Juan Crisóstomo, Dios nos hace a cada uno responsable de la salvación del mundo entero. No dice, "Dios mío, hágase tu voluntad en mi vida", sino hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, que se haga en la tierra entera. Recuerdo que en una isla, en Cos, adonde había ido una vez, vi a una viejecita. Me dijo: "Yo no sé leer ni hacer ninguna oración, y no sé decir siquiera el Credo ni el Padrenuestro. Por eso, por la noche, al irme a acostar, me santiguo y le pido a Dios que dé un buen amanecer a todo el mundo". Me pregunta: "¿Hago bien?". Y le dije: "Haces bien".

Ya veis, la viejecita había concebido el secreto de esta oración; y como vivía en el seno de la Iglesia, y teniendo la gracia de Cristo que corría por su existencia silenciosamente, igual que la savia de la vid va al sarmiento, por ello, sin saber leer, hacía lo verdadero: rogaba a Dios que diera un buen amanecer a todo el mundo. Así pues, digamos "así en la tierra como en el cielo".

Más adelante decimos:"el pan  nuestro decadadía".
Cuando llegamos al punto de pasar el Getsemaní y de decir en el momento de la dificultad "Dios mío, hágase tu voluntad" sin protestar ni indignarnos, sino aceptándolo con resignación y calma, entonces pienso que nuestro estómago espiritual es capaz de digerir el verdadero alimento. Y el verdadero alimento es por su parte el propio Señor, Jesucristo. Habéis visto que dijo: "Yo soy el pan viviente bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá por siempre" (Jn. 6, 51). Yo soy el pan verdadero, el viviente, que ha bajado del cielo, y si uno come de este pan vivirá y no habrá de morir. Es decir, recibe desde ahora una fuerza y una gracia que lo ayuda a superar la muerte. Desde ahora, mientras se encuentra en la carne, se halla dentro de la vida eterna.

Por eso cuando dice el Señor, "el pan nuestro de cada día dánosle hoy", ¿qué quiere decir exactamente?. Y los Padres dicen que " Epiousios " ("de cada día") quiere decir el pan relativo a la esencia del hombre o el pan del día siguiente ( Epiouse Hemera ). Y el día siguiente es el tiempo que ha de venir, es el reino de los cielos. Así pues, rogamos a Dios Padre que nos conceda "el día siguiente", el pan celestial, a Jesucristo, que nos Lo dé como alimento verdadero desde hoy. Y mientras estamos en la carne, mientras nos hallamos en este mundo, el pan verdadero que nos alimente sea el pan de los ángeles, el pan del "día siguiente", el pan de la vida y el reino futuro.

"Y  pe r d ó n a n o s n u e s t r a s d e u d a s a s í c o m o n o s o t r o s p e r d o n a m o s a n u e s t r o s d e u d o r e s".

Aquí recordamos la oración que el Señor dijo sobre los que le crucificaban: "Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen" (Lc. 23, 34). El Señor los perdonó y, no habiendo ninguna justificación para su acción, el Señor les encontró una excusa, que no sabían lo que hacían.

"Y perdónanos..., así como nosotros perdonamos...". esta frase contiene algo más exigente. No nos dice el Señor que roguemos a Dios Padre que nos ayude a perdonar a los demás, sino que decimos que nosotros necesariamente perdonamos. Y dice Gregorio de Nisa que aquí, es como si dijéramos a Dios Padre que nos tome como ejemplo y nos perdone también a nosotros.

Pero si acaso nosotros no perdonáramos, entonces no puede hacerse nada, lo dijo claramente el Señor: "Mas si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro padre celestial os perdonará vuestros pecados" (Mt. 6, 15). Podemos acudir a la catequesis, asistir a las homilías, a la iglesia, comulgar y avanzar en la vida espiritual, podemos hacer milagros, y sin embargo no perdonar a alguien. Pero si no perdonamos no puede hacerse nada en absoluto.

En este punto querría que recordáramos algo que decía San Cosme de Etolia a los hombres con los que hablaba: "Me duele no tener tiempo de veros a todos y cada uno por separado para que os confeséis y me contéis vuestras quejas y deciros yo lo que Dios me quiera dar a entender. Pero como no puedo veros a todos, os diré algunas cosas que debéis aplicar. Y si las aplicáis avanzaréis por el buen camino. Lo primero es que perdonéis a vuestros enemigos". Y para hacerles entender lo que quería decir, les da un ejemplo: "Vinieron dos a confesarse, Pedro y Pablo. Pedro me dijo: "Santo de Dios, yo desde pequeño tomé el buen camino. Vivo en el seno de la Iglesia, he hecho todo el bien, rezo, doy limosna, he construido iglesias, he construido monasterios, pero tengo un pequeño defecto, que no perdono a mis enemigos". Y dice San Cosme que "Yo, éste decidí que iba al infierno, y dije "cuando muera lo tirarán a la calle para que se lo coman los perros". Después de un rato viene Pablo, que se confesó y me dice: "Yo desde pequeño tomé el mal camino, he robado, he deshonrado, he matado, he quemado iglesias, monasterios, es decir, soy como un endemoniado; sólo tengo una cosa buena, que perdono a mi enemigo". Y dice San Cosme: "yo bajé, lo abracé, lo besé y le dije que en tres días comulgaría".

El que tenía todo lo bueno, con la maldad de no perdonar a su enemigo, todo lo contaminaba, como cuando tenemos 100 medidas de masa y añadimos un poco de levadura y ahueca toda la masa. Por otra parte, el otro que ha cometido todos los males, perdonaba a su enemigo: esto actuó dentro de todo ello como la llama de una vela y lo quemó todo. Creo que esto es fundamental. Y a menudo toda nuestra vida expele un hedor en lugar de ser aroma de Cristo, y no sabemos por qué ocurre esto. Perdonemos, pues. No guardemos rencor a nadie. Y entonces nuestra vida seguirá adelante. Si no lo hacemos, entonces todas nuestras teologías y todas nuestras santidades serán en vano. Por eso precisamente dice el Señor, "perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Algo mínimo basta para darte paso al reino de los cielos, y algo mínimo puede ensuciar toda nuestra vida.

"Y n o n o s d e j e s c a e r e n t e n t a c i ó n, m a s l í b r a n o s d e l m a l".

Decimos "no nos dejes caer en tentación", y por otra parte el Apóstol Santiago dice "Hermanos míos, considerad una suprema dicha el veros envueltos en todo género de pruebas" (Sant. 1, 2). La confusión nos la resuelven los Padres. San Máximo el Confesor dice que hay dos tipos de tentaciones: por una parte tenemos las placenteras y voluntarias que engendran el pecado; en ellas pedimos al Señor que no nos permita entrar y dejarnos arrastrar por ellas. Por otra parte, hay otras tentaciones y pruebas, las tentaciones involuntarias y dolorosas, que castigan la tendencia pecaminosa, y que detienen el pecado. De este modo, pues, rogamos no caer en las primeras tentaciones, pero si acaso caemos en las otras pruebas debemos aceptarlas con plena alegría, porque estas tentaciones traen el conocimiento, la humildad, la gracia del Espíritu Santo. Y recordad lo que dice el Gerontikon : "quita las tentaciones y ninguno habrá de salvarse". Si se quitan de nuestra vida las tentaciones, estas pruebas, nadie se salvará.

"...mas líbranos del mal". La última frase de esta oración es el mal. La primera frase de la oración es el "Padre nuestro". Dios es la primera palabra, la primera realidad, y la última el maligno. Nuestra vida se mueve entre el maligno y Dios. El maligno no ha dejado a nadie tranquilo: ni al primer Adán en el Paraíso, ni al segundo Adán, a nuestro Señor Jesucristo, cuando salió al desierto. Y dice el Señor que "este linaje sólo puede ser expulsado con la oración y el ayuno" (Mc. 9, 29). No podemos liberarnos del mal sino mediante la oración y el ayuno. El maligno no se retira con la razón, como no se retira el cáncer con aspirinas. El diablo no se marcha con palabras inteligentes. Dice un monje que el mejor de los abogados no es capaz de habérselas con el menor de los diablos. Por ello no debemos entablar discusión con el maligno. Dejémoslo y marchémonos.

La cuestión en la vida espiritual es alcanzar el discernimiento espiritual, distinguir las cosas, si algo viene de Dios o del diablo. Pero podemos decir: "Yo soy un hombre débil, ¿cómo puedo alcanzar este discernimiento?" Creo que las cosas son sencillas si acaso hacemos conscientemente esta oración que el Señor nos enseñó. Podemos ahora comenzar desde atrás: si perdonamos a nuestros enemigos sin vacilación, si nos alimentamos con el pan del cielo, si en el momento de la dificultad decimos "Dios mío, hágase tu voluntad" y si sentimos a Dios como nuestro Padre, entonces, aunque seamos muy débiles, seremos al mismo tiempo fortísimos. Si, por el contrario, hacemos nuestra voluntad y no perdonamos al otro, entonces al diablo lo convertimos de hormiga en león, y no podemos remediarlo con fuerza ninguna. Por el contrario, si decimos: hágase la voluntad de Dios, yo no sé nada; si perdonamos sin vacilación, si en el momento en que nos han matado, nosotros, matados, podemos decir que no guardamos ningún rencor a quien nos mató, y decimos, hay Dios, no importa, entonces el hombre, este ser débil, es todopoderoso y puede salir adelante y el diablo es ante él una hormiga. Y sigue adelante libremente.

Recordáis, en Getsemaní, cuando el Señor "entrando en agonía rezaba más fervientemente" y dijo "no se haga mi voluntad", se refiere allí en las Sagradas Escrituras que "entonces se le apareció un ángel del cielo que le confortaba" (Lc. 22, 43). Y también cuando, en el desierto, dijo "vete de aquí Satanás; pues escrito está: al Señor tu Dios adorarás y a él solo rendirás culto". Entonces le dejó el diablo "y vinieron los ángeles, y le servían" (Mt. 4, 10-11). Así, pues, sucede también con nosotros: si decimos esta oración, si vivimos esta vida, el maligno se va, el discernimiento espiritual llega a nuestro interior y los ángeles nos sirven. Y podemos sentir esta compañía de los ángeles, y podemos desde ahora vivir en el Cielo, y podremos utilizar estas frases del Señor y decir que nuestra vida se hace entonces "edificada por los ángeles", "cubierta por Dios". Y entonces el hombre, pequeño, se hace todopoderoso por la gracia de Dios... 


                                   Catecismo Ortodoxo 

                     http://catecismoortodoxo.blogspot.ca/

El Sacramento del Bautismo


Cristo y la Iglesia son un organismo humano-divino, un cuerpo humano-divino, cuya cabeza es Cristo, y su cuerpo "toda la Iglesia". La caracterización de la Iglesia como "cuerpo de Cristo" no es simplemente una imagen metafórica, sino que significa "el propio cuerpo de Cristo ontológica y absolutamente entendido". Porque, como dice San Juan Crisóstomo, Cristo "remite su propio ser a nosotros; y no solo por la fe, sino en la propia realidad hace de nosotros su cuerpo". Los creyentes quedan "incorporados a él y operan en su carne y como el cuerpo a la cabeza, así se unen" y de este modo a partir de todos se conforma "un solo cristo". "Todos sois un solo Cristo, siendo su cuerpo".

Para expresar más profundamente la unidad humano-divina de Cristo y la Iglesia, el Apóstol San Pablo llamará a la Iglesia plenitud de Cristo. "La plenitud de Cristo es la Iglesia. Pues la plenitud de la cabeza es el cuerpo y del cuerpo la cabeza; plenitud, es decir, como la cabeza es complementada por el cuerpo. Pues por todos está compuesto su cuerpo. Entonces se completa la cabeza, entonces se hace un cuerpo perfecto, cuando todos estamos por igual unidos y cohesionados".

El sentido de la plenitud comprende la caracterización de la Iglesia como "pueblo de Dios". A la plenitud de la Iglesia de Cristo pertenece todo el pueblo de Dios, "los fieles de todo el mundo que existen, han existido y existirán". Plenitud de Cristo significa también la unidad "en Él" del reino terrenal y celestial, que se manifiesta en la Santa Eucaristía.

De Cristo se inviste toda la Iglesia y cada uno de sus miembros mediante el Bautismo y a través de éste vive, porque Él "vive en Su cuerpo y el cuerpo vive por Él". "Pues él es nuestra plenitud, y camino y varón y esposo; y raíz y bebida y alimento y vida; y apóstol y jerarca y maestro, y padre y hermano y co-heredero, y compañero en la tumba y en la cruz; e intercesor y abogado nuestro ante el Padre; y casa e inquilino y amigo; y cimiento y piedra angular; y nosotros somos Sus miembros y cultivo y edificio y ramas y colaboradores".

Esta nueva relación de los hombres con Dios es vivida como una experiencia común en la unidad orgánica y el funcionamiento armónico de un solo cuerpo, -"Todos nosotros, en efecto, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para constituir un solo cuerpo... Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo y miembros cada uno en particular" (Cor. I 12, 12 y ss.)- en el cual se renueva el "tiempo antiguo", y es celebrada y vivida por los fieles la nueva realidad en Cristo del mundo y se une el "ahora" con el "tiempo futuro" en la historia de la salvación (Rom. 5, 12-21).

De este modo, el Bautismo no es una cuestión entre el sacerdote y el bautizado, el comienzo de un camino personal, sino de toda la Iglesia, de toda la comunidad eucarística. "Cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, en su muerte hemos sido bautizados... y hemos sido injertados en él reproduciendo en nosotros su muerte" (Rom. 6, 3-5). Los Santos Sacramentos son oficios y expresiones orgánicos del Cuerpo de la Iglesia, como las partes del corazón, como las ramas del árbol, como los sarmientos de la vid, según señala expresivamente San Nicolás Cavasilas. Mediante el culto divino, en los santos sacramentos y las ceremonias sagradas, se celebra realmente el encuentro del hombre con Dios, la gracia no creada abraza y hace incorrupta a la naturaleza creada. Por ello el servicio cultual no es sencillamente una hermosa tradición ritual, sino la manifestación y realización de la vida verdadera a través de la dinámica de los "signos" del simbolismo realista de nuestra Iglesia.
Que Dios nos conceda que nuestra participación en los sacramentos de la Iglesia sea una participación de vida.


El Nombre

Los nombres desde siempre han tenido una especial importancia para la comunicación y el entendimiento humano, dado que han desempeñado el papel de aquellos elementos mediante los cuales se daba a conocer la mostración de personas, animales y objetos. El nombre se convirtió rápidamente en un medio por el cual se pone de manifiesto una persona o cosa. Si esto tiene importancia para el mundo animal y vegetal, cuánto más para el hombre, en el cual el carácter personal es más marcado, y sus características peculiares aparecen en diversos hombres de modo diferente e irrepetible. El nombre y el acto de dar el nombre no se han desarrollado separadamente de la vida y los avatares históricos de los pueblos. A través de los nombres podemos seguir el rumbo histórico de una entera nación. A menudo los nombres ejercen sobre nosotros atractivo y poder, pero también repulsión. Esto ocurre porque las personas que llevan estos nombres se conectan con buenos recuerdos del pasado, en el primer caso, y con experiencias y situaciones negativas, en el segundo. A menudo los nombres son distintivos de la religión de la persona que los lleva y se conectan con las convicciones filosóficas y sociales de los hombres.

El Nombre en los Gentiles

Los griegos se distinguieron mas que ningún otro pueblo por la riqueza de los nombres propios. La alegría y el orgullo de los griegos era su nombre propio, nunca su profesión o su título. La ausencia de nombres o del acto de dar el nombre por parte de algún pueblo se consideraba desde siempre ausencia de civilización. Contrariamente a lo que ocurría en los pueblos prehistóricos, en los pueblos civilizados los hombres llevan nombres propios, que reciben en un acto en que se les otorga. Entre los antiguos griegos el nombre era dado al bebé bien al nacer, bien al octavo día de su nacimiento.

El Nombre en el Antiguo Testamento

En el antiguo Testamento vemos que el hombre, como la más perfecta de la criaturas, desde el primer momento tiene su nombre propio, que manifiesta su individualidad y su carácter único, y por medio de él se distingue de las demás personas que se hallan con él. El Creador llama al primer hombre ADÁN por su nombre, mientras que éste da nombre a los animales y a su mujer.

Los judíos daban el nombre al bebé inmediatamente después de nacer, mientras que más tarde lo hacían al octavo día de su nacimiento. Precisamente, el hecho de dar el nombre al octavo día se conectó con la circuncisión. Este acto era practicado en la Antigüedad por los egipcios y los etíopes. De ellos lo tomaron los hebreos. La circuncisión es una práctica religiosa ordenada por el propio Dios, para que fuera señal visible de todo el que pertenece a Dios, así como de la alianza establecida por Dios con Abraham. La conexión de la circuncisión judía con el acto de dar el nombre muestra tal vez la enorme relevancia que los judíos atribuían al nombre y su importancia para la vida del hombre.

El Nombre en la doctrina cristiana


La importancia del nombre humano fue asumida también por el cristianismo, que la puso de realce y elevó, al liberarla de las asfixiantes ataduras espacio-temporales del mundo presente, situándola en la dimensión ultraterrena.

¿Cuándo se da el Nombre?

El nombre, según la norma de la Iglesia Ortodoxa, se da el octavo día a partir del nacimiento del bebé. ¿Por qué? En la revelación bíblica el número "siete" es el símbolo del mundo creado por Dios "todo bueno", del mundo que ha sido corrompido por el pecado y entregado a la muerte. El séptimo es el día en el que el Creador descansó y lo bendijo, es el día que expresa la alegría y el regocijo del hombre por la creación como comunión con Dios. Pero este día es un descanso del trabajo, no su auténtico fin. Es el día de la aspiración, de la esperanza del mundo y del hombre en la redención, en el día que está más allá del "siete", más allá de la permanente repetición del tiempo. Esta situación sin salida vino a abolir el nuevo día inaugurado por Cristo con Su Resurrección. A partir de "el único de los sábados" comenzó un nuevo tiempo, que aunque exteriormente permanece dentro del tiempo antiguo de este mundo y sigue midiéndose en base al número "siete", el creyente siente que es nuevo. El "ocho" se convierte ya en símbolo de este nuevo tiempo.

¿Por qué se da el Nombre al octavo día?


La Iglesia, al colocar el acto de dar el nombre al octavo día, quiere hacer al recién nacido participar y comulgar de esta nueva realidad, e indicarle el rumbo dinámico de la vida humana reconocida, cuya meta es el Reino de los Cielos. Vemos aquí que la Iglesia considera al niño recién nacido una persona ya íntegra, lo trata con la misma atención con la que trata a toda persona. El nombre del hombre le da identidad como persona y certifica su unicidad. Por ello se preocupa de darle nombre. No considera al bebé simplemente un hombre, general e indefinidamente, ni como portador de una naturaleza abstracta e impersonal. Es realmente impresionante el hecho de que mucho antes de que se les reconocieran a los niños los derechos humanos, incluso antes de que se fundaran las organizaciones internacionales para la protección de la infancia, la Iglesia, aplicando desde hace siglos su filantrópica, por más que ignorada, práctica para con todos los hombres con la bendición del acto de dar el nombre, confesara la unicidad del niño en concreto y reconociera el don divino de su personalidad.

La bendición del acto de dar el Nombre


La Bendición recibe este nombre porque con la bendición que la Iglesia concede al niño, ocho días después de su nacimiento, lo llama por primera vez por su nombre propio. Esto ocurre no porque sea la primera vez que la Iglesia lo bendiga -pues esto ya ha tenido lugar el primer día-, sino porque las bendiciones del primer día están dirigidas principalmente a la madre, y al niño en segundo lugar. Éste será el nombre que llevará durante toda su vida y con este nombre entrará por fin en el esperado Reino de Dios, prefiguración del cual es este día en que lo recibe.

Lo que hace esta bendición es señalar el objetivo del hombre, que es su unión con Dios. Por ello no olvida expresar la solicitud de su acceso a la Iglesia y su culminación por medio de los santos Sacramentos de Cristo. Sólo como miembro de la Iglesia, que llegará a ser mediante el Bautismo, el niño superará la ruptura del pecado. De este modo se hace evidente que la bendición del acto de dar el nombre apunta a los Sacramentos del Bautismo y de la Crismación (Confirmación) y a la participación del hombre en la Santa Eucaristía.

El Oficio del Nombre


La bendición se incluye en el marco del Oficio del nombre, que se celebra en el templo o en la casa. El niño es recibido por el sacerdote no en el Templo, sino en el pórtico. Allí tiene lugar el Oficio. El origen de esta disposición puede buscarse en la práctica de la antigua Iglesia, según la cual las ceremonias prebautismales tenían lugar no en el templo principal sino en el patio del baptisterio. Tras la lectura de la bendición del acto de dar el nombre que hemos examinado, el sacerdote bendice la boca, la frente y el corazón del niño. Esto se hace no sólo para bendecir esas partes del cuerpo en concreto, sino especialmente sus correspondientes funciones: la de la palabra (boca), la intelectual (frente) y la vivificadora (corazón). De este modo el niño, como entidad psicosomática conjunta, es literalmente entregado a Cristo. Esta es la razón por la cual a continuación se canta el apolytikio (canto religioso) de la fiesta de la Purificación "Salve, Llena de Gracia, Virgen Madre de Dios...".

Hoy, a menudo, y por diversos motivos, como la ignorancia o por no decidir los padres a tiempo el nombre que se dará al niño, u otras razones prácticas, el acto de dar el nombre se ha conectado con la Ceremonia del Bautismo.

¿Por qué celebramos las fiestas?


El hombre creado a imagen de Dios está por su naturaleza destinado a celebrar las fiestas, a recordar a Dios. San Gregorio el Teólogo dice expresivamente "capital de la fiesta es el recuerdo de Dios". De este modo la fiesta cristiana no es una situación teórica, abstracta e irresponsable. Por el contrario, constituye el realmente agotador camino del hombre de vuelta a Dios, al Arquetipo no creado del cual procede. Por ello la fiesta cristiana, como vivencia de alegría y regocijo, no puede entenderse fuera de la glorificación de las obras de Dios y la experiencia de la gloria divina, fuera de la nueva realidad creada en el mundo por los hechos de la Economía Divina, de la Encarnación del Verbo, de la Cruz, de la Pasión y de la Resurrección de Cristo. Hechos que dieron un nuevo sentido al tiempo, al espacio, al hombre, al mundo, a la propia vida.

El contenido de la fiesta cristiana dentro de la Iglesia

El hombre celebra porque celebra Cristo. San Juan Damasceno dice que "Cristo ha instituido las fiestas para nosotros". El contenido de la fiesta es la alegría del hombre. La alegría de la salvación. Una experiencia vivida dentro del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, que es caracterizada por los Padres como "Iglesia (=reunión) de los que celebran de modo digno del Espíritu". Una experiencia que adquiere dimensiones eternas, se convierte en "copia de la alegría de arriba", ya que Cristo, Iglesia y vida ultraterrena, es decir, el Reino de Dios, son inseparables. Dios no es honrado ya en determinados grandes acontecimientos, sino que es punto de referencia y recuerdo para el hombre a cada momento, a cada hora, cada día, cada fiesta. El tiempo en la vida eclesiástica es el marco en el que se desarrolla la revelación, se realiza la salvación del hombre y cobra valor mediante el misterio de la Humanización del Hijo y Verbo de Dios. El hombre puede ya superar la barrera del tiempo y vivir lo eterno y verdadero. Podemos todos hacer de nuestra vida una Pascua continua. Las fiestas repartidas a lo largo del año eclesiástico constituyen precisamente centros que organizan el tiempo en una nueva dimensión. La Pascua, la Navidad, la Asunción, la fiesta de los Santos Apóstoles, las memorias diarias de Mártires y Santos, el ciclo semanal y anual de los Oficios, las demás fiestas, con las vigilias y sus oficios, dan al tiempo una nueva dirección y dimensión. La fiesta, pues, es la propia existencia de la Iglesia, donde la Resurrección sigue activándose como realidad histórica y sitúa sacramentalmente al creyente en el mundo de la vida divina. Es la sensación ontológica del octavo día, el hecho universal, por excelencia, de la Iglesia.

La dimensión eucarística de la fiesta


La Transfiguración del tiempo, la renovación del mundo, la alegría que da Cristo al hombre, pero también la imitación de la vida de Cristo, la nueva vida exigida por la fiesta cristiana, se viven por medio de la Iglesia, la Eucaristía y la vida sacramental. La Iglesia, dice San Nicolás Cavasilas, "es significada por los sacramentos", es decir, vive en los Sacramentos. Esto significa que las fiestas y las ceremonias de la Iglesia emanan del único misterio de Cristo.

En la Santa Eucaristía, dentro de la Santa Misa, la fiesta por excelencia, está presente toda la Iglesia. Cristo está presente revelando al hombre la verdad de Dios. Los santos están también presentes en la Santa Eucaristía. La Santa Misa se ofrece también "a favor de los que reposaron en la fe, los ancestros, los padres, patriarcas, profetas, apóstoles... mártires, confesores... y especialmente de la bendita Inmaculada Virgen". Pero no como súplica nuestra a Dios por los santos, sino como acción de gracias. La Santa Eucaristía no se ofrece como agradecimiento al santo por el triunfo conseguido, sino que se ofrece porque los fieles se regocijan y esperan en su intercesión durante su fiesta. Por ello, cuando celebramos vamos a la Iglesia. Celebrar significa ir a la Iglesia, participar en la Santa Eucaristía, comulgar del Cuerpo y la Sangre de Cristo, comulgar con Dios. Celebrar significa no estar solo, sino con Dios y mis hermanos.

¿Por qué Honramos a Los Santos?


Honramos a los santos no como héroes religiosos, porque ello sería idolatría, sino como ejemplos vivos de la vivencia de la renovación en Cristo del hombre, como "luces teúrgicas", como verdaderos amigos de Dios, como copartícipes de la pasión y la gloria de Cristo, pero también como guías de los fieles "a toda la verdad en el Espíritu Santo".

Los Iconos de Nuestros Santos


La prosternación reverencial ante los Santos emana del hecho de que fueron ellos mismos honrados por Dios. Los iconos de los Santos testimonian este honor que les fue rendido por Dios, y de este modo nos incitan a nosotros a la imitación y a una fe semejante. San Basilio el Grande dice que "la reverencia de los iconos pasa al modelo". El honor que rendimos al icono, pasa a la persona representada y, finalmente, se remite a Dios.

"Siguiendo la doctrina, dictada por Dios, de nuestros Santos Padres y la tradición de la iglesia católica, pues la reconocemos como doctrina del Espíritu Santo que en ella habita, determinamos con toda exactitud y unanimidad que se pongan junto a la santa y vivificante Cruz también los venerables y sagrados iconos, elaborados con colores y teselas o cualquier otro material adecuado, en los sagrados templos de Dios, en los enseres y hábitos eclesiásticos, en las paredes y en las tablas, en las casas y en las calles, a saber, las imágenes del Señor y Dios y Salvador nuestro Jesucristo, de nuestra Inmaculada Señora, la Santa Madre de Dios, de los santos ángeles y de todos los santos y hombres venerables".

(VII Concilio Ecuménico)

Bibliografía

Georgios Ch. Chrysostomos, El acto de dar el nombre, ed. Pournará, Salónica 1991

S. Demoiros, La forma de otorgar nombre al hombre entre los antiguos griegos y los griegos cristianos, Atenas 1976. K. Montzouranis, Los principales nombres de los griegos y las griegas con su breve historia y su etimología y valor simbólico, Atenas 1951. 


                               Catecismo Ortodoxo 

              http://catecismoortodoxo.blogspot.ca/