Thursday, September 3, 2015

La Tradición Canónica de la Iglesia Ortodoxa


 Base teológica para las leyes de la Iglesia

  Derecho Canónico

Aunque generalmente se suele referir a él como Derecho Canónico (tal es el nombre dado al conjunto de leyes de la Iglesia), este nombre sugiere un paralelismo con el Derecho Secular. Por tal motivo éste debería ser mas correctamente llamado bajo el nombre de “Tradición de los Santos Cánones”, puesto que ellos son el verdadero objeto de su competencia. Esta Ley de la Iglesia, su Tradición Canónica, está en consonancia con los Santos Cánones, y se puede ver cómo en lo superficial tiene bastante en común con la ley secular, implicando personas investidas con autoridad (Obispos), así como también, los medios de creación, formulación, interpretación, ejecución, validación, corrección y derogación de las leyes (a través de Sínodos o Acciones Conciliares).


Leyes Eclesiásticas y Seculares
La aparente similitud entre las leyes canónicas y las seculares, a menudo conduce a algunos a debatir la integridad de lo antes mencionado. Aún sin esto, es evidente que hay una gran variedad de problemas que preocupan a la Iglesia. En última instancia, las leyes canónicas existen para salvaguardar intereses particulares de la arbitraria intervención de aquellos que tienen cierta posición de superioridad. Por esto, el derecho, no debe ser comprendido como el sometimiento de una persona al servilismo, sino todo lo contrario, es la absoluta garantía de su libertad.

Contrariamente a lo que algunos creen, la Ley de la Iglesia, difiere esencialmente de la ley secular; su diferencia radica principalmente en la premisa de que la fuente original de la ley canónica se basa en la Voluntad de Dios al establecer Su Iglesia sobre la faz de la tierra. Consecuentemente, la fuente de autoridad procede de la Voluntad Divina. Además, las leyes eclesiásticas se diferencian sustancialmente de las seculares en otros varios aspectos, como ser en su propósito (la Salvación del Hombre), en sus tiempos (extendiéndose en sus consecuencias, mas allá de esta vida, para adentrarse en la próxima), en sus alcances (incluyendo la propia conciencia), y en su área de aplicación (la Iglesia Universal).
 


 El principal objectivo de la Ley Canónica
Cuando Nuestro Señor confió el trabajo de la Salvación a la Iglesia, la cual es una Sociedad de hombres y mujeres mortales, El en Su infinita Sabiduría, la instó a proveerse con los medios necesarios de supervivencia, fue entonces que la Iglesia comenzó a organizarse, supervisando la ortodoxia de sus miembros, y guardándose de caer en las parcialidades partidarias. En breve, ella se vio obligada a instaurar un conjunto de reglas que tienen por objetivo guiar la vida eclesial. En efecto, la Iglesia, como Comunidad de Fe, comenzará a ser asociada con una organización jurídica, pero esto no significa en lo absoluto, que la Comunidad de Fe deba ser reducida a una simple institución legal. Esta distinción constituye un punto muy importante, y ningún clérigo o seglar deberá jamás olvidarla.


Transfondo Histórico

Nuestro Señor instituyó algunos elementos en tal orden, El predicó el Santo Evangelio de Salvación a sus contemporáneos, pero no asignó azarosamente la tarea de difusión de Su mensaje a cualquiera, sino que escogió para tal tarea a un grupo de hombres elegidos con divina atención y sabiduría: “Los Apóstoles”, quienes estaban claramente convencidos de la Sagrada Misión que les fue confiada por el Divino Maestro. Después de su Ascensión, los dotó con la autoridad y prudencia para tomar las decisiones necesarias, a fin de asegurar la continuación de su Obra. Decisiones tales como la elección de Matías, par tomar el lugar dejado por Judas entre los Apóstoles o como aquella otra en la que se fijaban las condiciones para ingresar dentro de la Iglesia, fueron realizadas desde los albores mismos de la Iglesia. En efecto, estas decisiones constituyeron el origen de olas leyes eclesiásticas en el desarrollo de la Iglesia primitiva, dentro de la cual, el apóstol San Pablo, ejerció una gran influencia.

Con el esparcimiento de las Comunidades cristianas a lo largo y ancho del mundo mediterráneo, la organización inicial de la Iglesia, pronto debió ser ampliada, durante este período de sostenido crecimiento, una organización jerárquica fue desarrollándose, dando lugar a la existencia de nuevas condiciones de vida surgidas a consecuencia de las enseñanzas de Cristo; de este modo se hizo necesario definir el estatus de los creyentes dentro de las Comunidades cristianas y de la sociedad en general.

Esta organización, aunque rudimentaria en un comienzo, tuvo una clara existencia en el interior de estas Comunidades. Es bastante evidente que la Iglesia Primitiva no tuvo precisamente una organización judicial muy definida, y mucho menos un desarrollo técnico-legal. Sin embargo, todos los elementos de una verdadera organización judicial estaban ya esbozados. Aquellas personas investidas con autoridad, pautaban reglas y demandaban un estricta adhesión a ellas. Los Sínodos comenzaron a enfrentar a todos aquellos que amenazaban la Unidad de la Iglesia y la Pureza de su doctrina. Estos Sínodos no vacilaron en imponer severas sanciones sobre aquellos quienes se oponían a su disciplina. Fue durante el 1er Concilio de Nicéa (325) cuando se mencionó a los cánones como las medidas disciplinarias de la Iglesia. Por lo tanto la distinción entre el término Kanones, (entendido como el conjunto de leyes y medidas de disciplina eclesiástica), y Nomoi, (como las acciones judiciales o legislativas tomadas por el estado), comenzaron a diferenciarse muy claramente durante el transcurso de los primeros siglos. 


- La Ley Canónica en la Sociedad Cristiana

La ley (canónica) emergió en los primeros tiempos y se desarrolló en respuesta a las necesidades de las Comunidades Eclesiales durante los períodos de luces y sombras de la historia de la Iglesia, sus leyes se han adaptado constantemente a las circunstancias de su tiempo hasta nuestros días. La colección de leyes que la Iglesia ha promulgado, no denigra, ni niega en lo absoluto su noble estatus y su carácter sagrado; ellos simplemente reflejan ciertas imperfecciones, sin embargo estas imperfecciones no radican en la Iglesia, sino en aquellos que la componemos a lo largo de la historia.

La Iglesia, como institución de origen Divino, está compuesta por hombres santos y pecadores que transitan por el mundo y la historia, es por eso que se puede afirmar con toda certeza que ella es al mismo tiempo una Institución humana y divina, se podría decir también, que ella está en una encrucijada entre lo finito e infinito, lo creado y lo increado, lo humano y lo divino.

Nuestro Señor confió la obra de la Salvación a su Iglesia, compuesta por hombres falibles, y le permitió enraizarse en la historia de la humanidad y subordinarse a las contingencias temporales, solo cuando fue absolutamente necesario (sin que esto implique traicionar las enseñanzas de Jesús). Esto significa que es en la Iglesia y a través de la Iglesia, dónde la humanidad debe, en principio, alcanzar su salvación. Cuando nos referimos a la Iglesia, estamos hablando de una sociedad, y como tal, es gobernada por medio de reglas que determinan su organización y la relación entre sus miembros, así como también con todos aquellos que están fuera del redil.

Finalmente, esto no debe hacernos olvidar, que la Madre Iglesia, jamás debe ser identificada o confundida con sus reglas o leyes; si bien la Iglesia posee leyes, ella está muy por encima de ser un cuerpo legislativo religioso. Ella guarda en su interior otros tesoros, de distinto orden y valor, y no sólo un cuerpo de organización judicial. La Iglesia tiene bienes espirituales de gran valor como ser: el Evangelio, sus Sacramentos, su teología, su espiritualidad, su caridad, su liturgia, su misticismo, su moral. Este es un punto fundamental a tener en cuenta, para no correr el riesgo de confundir al Evangelio con el Pedalión (colección de cánones), a la Teología con la legislación, a la Moral con la jurisprudencia. Es por ello que es muy importante para todo clérigo o seglar, el darse cuenta que cada una de las cosas antes mencionadas tiene diferente nivel, y que identificarlos en términos casi absolutos nos haría caer en un tipo de herejía. Los Cánones están al servicio de la Iglesia (y no a la inversa), su función es guiar a los creyentes por el camino de Salvación y hacer seguir sencillamente ese camino.

La “Legislación Canónica” es sólo un aspecto de la Vida Eclesial, y no representa en absoluto la esencia de lo que es la Iglesia, o de lo que es su misión en el mundo. La Iglesia es el “Cuerpo Místico de Cristo”, sin embargo, su presencia en la historia pone de manifiesto la necesidad de contar con un Sistema Jurídico, y por consiguiente, con una Institución Judicial. La singularidad propia de las leyes canónicas, que las hacen diferentes de las leyes civiles, se debe al carácter especial de la Iglesia y de su servicio; esta excelsa tarea la hace diferente de cualquier otro sistema de leyes en su mismísima esencia.
 Composición da las Leyes de la Iglesia -


 La esencia de la Ley Canónica

Dada la justificación de la existencia de la ley canónica, en el capítulo anterior, ahora nos resta definir, en efecto, que es y como está compuesta. La ley eclesiástica, comúnmente llamada ley canónica, es un Sistema Legal emanado desde la sabiduría de los Santos Cánones. La Iglesia, como ya se ha dicho, es al mismo tiempo una Institución humana y divina, y es precisamente por ese factor humano, que la Iglesia ha necesitado a lo largo de su historia, leyes que rijan su organización, la relación entre sus miembros, así como también con aquellos cristianos que están fuera de su redil y con otros cuerpos religiosos y seculares. No obstante, las leyes de la Iglesia, son en primera instancia, espirituales, ya que su propósito principal es el crecimiento y desarrollo espiritual de sus fieles, además, su objeto de incumbencia es la disposición e intención mas profunda que hay detrás de cada acto particular.
2.2 - Colecciones de las LeyesCanónicas

Los Santos Cánones, los cuales constituyen la base de la Tradición Canónica de la Iglesia, se nutren de tres fuentes principales:
EL SÍNODO ECUMÉNICO (representando a la Iglesia Universal),
LOS SÍNODOS LOCALES (subsecuentemente ratificados por el Sínodo Ecuménico, como representante de la Tradición de la Iglesia Universal), y por último,
 


 Los Padres de la Iglesia

Todos aquellos cánones, cuyo número ronda los mil, están contenidos dentro de muchas colecciones. La mas ampliamente usada actualmente en las Iglesias de lengua griega es: el PEDALION (en castellano: Timón), cuyo nombre hace referencia a aquella conocida metáfora del Evangelio, en la cual la Iglesia es prefigurada como una “Barca”. Al igual que toda Barca, la Iglesia, se ayuda de un “timón” para navegar sin temor hacia su destino, pero lo hace con los ojos puestos en el firmamento, hacia Cristo, el Señor de la Historia, que es quién la guía en las tormentas y en la oscuridad de las noches, como lo hacen las estrellas con los navegantes; por eso, en cierto modo, los miembros de la Iglesia son conducidos a través de su vida, sirviéndose de la ayuda de los Santos Cánones, hacia el encuentro final con Dios.

A diferencia del Derecho Canónico Católico Romano, las leyes canónicas de la Iglesia Ortodoxa no están codificadas. Nada está prescripto en carácter de anticipación a una determinada situación, hasta que el hecho realmente ocurra; en lugar de eso, el derecho ortodoxo es de naturaleza correctiva (mas que especulativa), respondiendo de este modo, solo a situaciones concretas. Debido a la ausencia de una codificación universal y vinculante para todas las Iglesias Autocéfalas, los hechos de gran importancia son adjuntados a la legislación particular de cada Iglesia. El Canon 39 del Sínodo de Trullo, reunido en el año 691, reconoció el derecho de una Iglesia Local a tener sus propias leyes especiales, o regulaciones: “por nuestra relación con Dios, padres, declaramos que aquellas costumbres propias de cada Iglesia pueden ser preservadas...” Tales regulaciones o leyes, sin embargo, siempre deben reflejar el espíritu de las Leyes de la Iglesia Universal, tal como se encuentran en los Santos Cánones. 


- La Tradición Canónica

La consideración predominante en la aceptación de la costumbre de una Iglesia Local como ley, es la de mantener el bienestar espiritual entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, lo cual es de gran importancia para que los fieles de cualquier tiempo y lugar puedan adorar y servir mejor a Nuestro Señor. Esto que obviamente es un gesto bien intencionado de la Iglesia, no debe ser generalmente usado para satisfacer intereses particulares o locales. Similarmente, lo que puede servir en un determinado tiempo y lugar, puede, bajo diferentes condiciones, constituir un impedimento. Es por ello, que la Tradición Canónica de la Iglesia, tiene tanto respeto y consideración por las costumbres locales; teniendo en cuenta que la evolución o desarrollo dentro del contexto de las condiciones locales, siempre estará mejor expresada en la mentalidad e idiosincrasia de esa Iglesia Local, siendo los miembros de esta, quienes sabrán mejor llevar adelante la “Causa de Dios”, dentro del contexto religioso, social, cultural o político en la cual se desarrolle esa Iglesia. Las costumbres locales, son en cierto modo, la continuidad expresa de la Voluntad de Dios sobre su pueblo. La importancia de esta declaración es sumamente relevante cuando uno cae en la cuenta que el último Sínodo Ecuménico que proclamó una legislación universalmente vinculante, tuvo lugar hace algo mas de doce siglos (787).

Es en consideración a este hecho histórico, y debido al surgimiento y crecimiento de muchas costumbres locales, especialmente desde aquel tiempo, que la Iglesia Ortodoxa optó por respetar tales costumbres, posición esta, que a grandes rasgos sostuvo a lo largo de su historia.

El consiguiente crecimiento y desarrollo de las costumbres locales que, transcurrido un tiempo, adquirieron fuerza de ley, se debe a la gran flexibilidad de la Tradición Canónica de la Iglesia, estas leyes locales son sin lugar a dudas el medio por el cual la Tradición Canónica de la Iglesia Universal se adapta a las distintas circunstancias históricas. Sin embargo, es bueno tener en cuenta, que si bien lo antes mencionado es verdadero, ello no significa que cualquier costumbre deba ser automáticamente establecida como parte de la legislación canónica de una Iglesia Local, dado que para que ello ocurra debe reunir ciertas condiciones. En primer lugar, esta debe surgir de la convicción de la Comunidad eclesiástica, frente a la valoración de ciertos actos repetidos siempre de la misma forma durante un largo período de tiempo. Por consiguiente dos condiciones esenciales son necesarias para que una costumbre sea aceptada como ley, esto es, contar con una larga y estable permanencia histórica dentro del seno de esa Iglesia, y, debe ser necesario el consenso de opinión para que ella adquiera finalmente la fuerza de ley. En orden a que una costumbre determinada sea aceptada como fuente de Tradición Canónica de la Iglesia, esta deberá estar en plena armonía y concordancia con las Santas Escrituras y la Tradición, así como también con la Doctrina sostenida por la Iglesia Universal en sus siete Concilios.

Un claro ejemplo de legislación local es el Estatuto actual de la “Arquidiócesis Ortodoxa Griega de América”, de acuerdo al Artículo I de dicho Estatuto esta Arquidiócesis es “una Provincia dentro de la Jurisdicción territorial del Santo Apostólico y Ecuménico Trono Patriarcal de Constantinopla...gobernado según los Santos Cánones, el presente Estatuto, y las regulaciones promulgadas en él, así como también, en lo referente a materia canónica y eclesiástica, no suplen las decisiones que sobre esto tome el Santo Sínodo del Patriarcado Ecuménico”. En su calidad de Provincia del Patriarcado Ecuménico, primer rango entre las Sedes de las Iglesias Ortodoxas Autocéfalas, la Arquidiócesis Americana es un cuerpo eclesiástico cuya autoridad deriva de una fuente Central (en este caso Constantinopla). Los muchos integrantes que componen su estructura canónica, son elementos incluidos en el sistema legal de toda Iglesia Ortodoxa Local.
 


- Codificación de la Ley Canónica

Frente a la aparente disimilitud entre los distintos sistemas legales de las Iglesias Autocéfalas, están los que consideran que una codificación uniforme de las leyes canónicas es una tarea casi imposible de realizar, y que una codificación individual para cada Iglesia es lo mas conveniente y necesario, quienes militan en esta posición, rechazan categóricamente cualquier intento de unificación del Derecho, ya que lo ven como conflictivo con la esencia misma de la Ortodoxia. Ellos creen que la profunda unidad existente entre todas las Iglesias Ortodoxas, tanto en la Fe, como en la vida sacramental, puede continuar manteniéndose de acuerdo a las tradiciones locales de cada Iglesia Autocéfala, mientras que otros ortodoxos ansían un Derecho Canónico Común.

No obstante, ambos puntos de vista citados anteriormente, han sido cuestionados por el antiguo Metropolita, ahora Patriarca, Bartolomé de Filadelfia, en su artículo titulado: “Un Código Común para todas las Iglesias Ortodoxas” (Canon I; 45-53 - Viena 1973 -), él, en esa nota recuerda a aquellos que acentuaron la disimilitud entre los diferentes sistemas jurídicos de las Iglesias Autocéfalas, que, dentro de la ortodoxia, son básicamente los mismos; ya que las fuentes mas importantes, son comunes a todas las Iglesias Ortodoxas. Además sostuvo el ahora Patriarca Bartolomé, que “la Iglesia Ortodoxa no es, ni la suma de un cierto número de Iglesias Independientes, ni una Federación de Iglesias con un derecho inter-eclesial externo; sino UNA IGLESIA, el Cuerpo Místico de Cristo, dentro del cual las Iglesias Locales son expresión de la Unicidad de la Santa Iglesia Católica, asentada en distintos lugares” (Un Código Común p.48). Por otra parte, aquellos quienes rechazan la codificación (mas uniforme) sobre la base de que esto entraría en conflicto con la esencia de la Ortodoxia, son llamados a recordar que la Iglesia no es únicamente un cuerpo carismático, ella es una Institución con ambas naturalezas: divina y humana, y como tal, necesita de un Código Canónico que acentúe y realce la evolución de la vida eclesiástica, y asegure el ulterior desarrollo de la Ley Canónica ortodoxa.


 - Las Características de las Leyes de la Iglesia
 - Aplicabilidad de la Ley Canónica

Cualquier discusión sobre las particularidades de las leyes canónicas deberían necesariamente dirigirse a la pregunta acerca de la aplicabilidad de los Santos Cánones a la realidad actual. Los puntos de vistas expresados sobre este asunto es de vital importancia. Por un lado, están aquellos quienes veneran la letra de los cánones; pero como ya hemos destacado “nadie debe absolutizarlos” Jhon Meyendorff, “Problemas contemporáneos de las leyes canónicas ortodoxas” -The Greek Orthodox Theological Review-. Pero también debemos mencionar a aquellos quienes niegan la relevancia de todo el cuerpo de cánones en su estado actual. Obviamente, ambos puntos de vista son muy estrechos y tienden mas a polarizarse que a buscar una verdadera solución.

A fin de efectuar una reconciliación entre los distintos puntos de vista ya mencionados, la pregunta que primero deberíamos hacer sería la siguiente: Cómo deben ser entendidos los Santos Cánones? Nicholas Afanasiev, en su artículo titulado: “Los cánones de la Iglesia: Mutables o Inmutables?” ofrece una interesante fórmula la cual podría ser, quizás, aceptable por parte de las facciones en pugna. (St Vladimir´s Theological Quaterly 54-68 -1967- )

“Los cánones son un tipo de interpretación canónica de los dogmas para un momento particular en la vida histórica de la Iglesia... Ellos expresan la verdad acerca del orden de la vida de la Iglesia, pero no lo hace expresando esta verdad en términos absolutos, sino alineándose a la circunstancia particular de la Iglesia”. Tal formulación reconoce la validez absoluta de todos los cánones, los cuales sirven para expresar la verdadera doctrina en algún punto de la historia.

Algunas de aquellas leyes beneficiosas, sin embargo, sobrevivieron al propósito por el cual fueron creadas y promulgadas, por ej: Aquellas que están condicionadas por un tiempo histórico; consecuentemente, ellas no pueden expresar una doctrina sin causar alguna distorsión, simplemente, porque ellas fueron promulgadas para otra época y contexto religioso, histórico o cultural. Esto, por supuesto, no debe decirse de todos los cánones, puesto que la mayoría expresan la recta doctrina tan claramente en la actualidad, como cuando fueron adoptados por primera vez en la Iglesia, por consiguiente podemos decir que mientras algunos cánones continúan reflejando la recta doctrina, otros no tanto, y por ende deben ser comprendidos a través de su contexto histórico para llegarlos a captar cabalmente. El siguiente es un ejemplo que tiene la intención de ilustrar este punto.

Es doctrina de la Iglesia que la Jerarquía eclesiástica es una institución ordenada por Dios, hay cánones que expresan esta doctrina, pero en conformidad a la época en la que ellas fueron adoptadas. El Canon V de los Santos Apóstoles, prohíbe a un Obispo, presbítero o diácono, dejar a su esposa sob pretexto de causa religiosa, pero tiempo mas tarde, por decisión del Sexto Sínodo Ecuménico, se introduce el celibato para el episcopado, y por lo tanto se decretó que todo aquel que fuera ordenado como obispo, debería previamente, dejar a su esposa. Este Sínodo fue acertado cuando dijo que lo publicado en el nuevo decreto: “no tenía ninguna intención de echar a un lado o demoler ninguna legislación determinada y fijada por los Apóstoles, sino que lo hacía en consideración a la salvación y seguridad de la gente, y para su progreso” (Ibid, p.63)

En esto podemos ver que el Canon Apostólico expresó una doctrina concerniente a la Jerarquía eclesiástica, pero en conformidad con aquella época particular de la vida de la Iglesia, y que cuando dichas condiciones históricas cambiaron, también lo hizo la manera de expresar esa doctrina. -  


Significado pastoral de la Ley Canónica

Los cánones también deben ser comprendidos como los lineamientos pastorales de la Iglesia, y como tales, ellos sirvieron como modelos sobre los cuales, la legislación eclesiástica, se basó lo más posible. Los cánones de los Santos Padres, en particular, reflejan la naturaleza claramente pastoral de sus contenidos; evidentemente ellos jamás imaginaron que al escribir estos textos, estaban redactando las bases de un auténtico cuerpo jurídico. En la gran mayoría de los casos, estos textos tuvieron su origen en las respuestas que estos santos varones dieron sobre algunas cuestiones a aquellas personas que venían en busca de su consejo, y otros de los orígenes de estos textos, fueron escritos donde ellos expresaron su punto de vista sobre materias de gran importancia para la Iglesia. Debido a la gran sensibilidad pastoral de estos hombres, y de la alta estima que por ellos sintieron sus contemporáneos, es que estos Padres tuvieron tanta influencia sobre los hombres de su época y de futuras generaciones. Como resultante de este fenómeno, las directivas contenidas en dichos textos, anteriores al Sexto Sínodo Ecuménico, fueron reconocidos dentro del segundo Canon, dándoles rango de igualdad en su fuerza de autoridad, que a las leyes que fueron promulgadas durante el mismo; es por esta razón que muchos de los cánones de San Basilio, están dentro de lo promulgado en el Sexto Sínodo Ecuménico con fuerza de ley canónica.

Los Padres cuyos cánones aparecen en nuestras colecciones de Derecho Canónico, no tuvieron escasa influencia sobre el desarrollo y formación de los cánones promulgados en Sínodos posteriores, por lo tanto, la naturaleza pastoral presente en los cánones de los Santos Padres, es mas que evidente. Los cánones suelen ser considerados como “Frutos del Espíritu”, cuyo propósito es asistir al género humano en su camino a la Salvación. Ciertamente, tan elevado propósito puede ser apreciado cuando estos son comprendidos en su carácter de lineamientos pastorales de la Iglesia Universal, y no como meros textos legislativos. Si uno observara los cánones como escritos de orden jurídico, estos diferirían muy poco de aquellas leyes rígidas y absolutas que son sostenidas con firmeza; pero en cambio nosotros debemos reconocerlas como pautas pastorales, como en su verdadera dimensión son los cánones, razón por la cual fueron promulgados con flexibilidad y compasión. Bajo este paradigma, se nos hace un poco más comprensible el ejercicio de la “economía” como práctica dentro de la Iglesia Ortodoxa en nuestros días.


 - Concepto de Economía

A diferencia de las leyes seculares o de la Ley Mosaica, el propósito de las leyes eclesiásticas es la protección espiritual de sus miembros. Es de este modo que la mera aplicación de la letra de la ley es reemplazada por el sentido último o “espíritu de la Ley”, adhiriendo siempre a sus auténticos principios. Este propósito, es el factor determinante cuando se aplica una la ley, sólo si las circunstancias de cada caso individual lo amerita. El espíritu de amor, comprendido como compromiso con la perfección espiritual del individuo, debe siempre prevalecer sobre la fría aplicación de un código legal.

La derogación de la letra de la ley, por el espíritu de la ley, es la piedra angular de la institución de la “economía”, ejercida únicamente sobre materias que no sean esenciales. A través de la “economía”, la cual es una excepción a la regla general, las consecuencias legales seguidas a la violación de la norma, quedan sin efecto y son levantadas.

La “economía” es concedida por la autoridad eclesiástica competente, y no tiene tanto que ver con una urgencia o necesidad de carácter pastoral, sino, mas bien, con el carácter compasivo de la Iglesia frente a la fragilidad humana. Este carácter compasivo es justificado por la Iglesia en su ardiente deseo de prevenir cualquier efecto adverso que podría ocasionar la estricta observancia de la ley en circunstancias excepcionales. La premisa bajo la cual una excepción es concedida, es la del bienestar general de los creyentes. Esta premisa existe en casi todo sistema legal, pero sin lugar a dudas tiene su máxima expresión en el Derecho de la Iglesia Ortodoxa. En su carácter de ley de gracia, los cánones, se caracterizan en primera instancia por los atributos espirituales de COMPASIÓN, SENSIBILIDAD PASTORAL e INDULGENCIA.

La “economía” no es algo para ser aplicado al azar o arbitrariamente, su accionar se rige por lineamientos definidos, los cuales deben ser estrictamente observados por la autoridad eclesiástica competente. Primero y principal, no es posible plantear una excepción a una ley de reconocimiento y validez universal, únicamente la excepción puede ser concedida sobre aquellas leyes que no estén dotadas de tal autoridad, es sólo en ese caso que una persona puede ser liberada o eximida de cumplir con esa ley, siempre y cuando se juzgue espiritualmente beneficioso para dicho individuo.

El derecho a ejercer la “economía” es prerrogativa tan solo de los legisladores (Concilio o Santo Sínodo de Obispos). Este derecho, puede a su vez ser delegado a determinados obispos por medio de una autorización del cuerpo sinodal. Esta delegación de funciones, sin embargo, debe manejarse dentro de los límites fijados por los cánones y conforme a la expresa autorización de una autoridad legislativa superior. (ver por ej: el Canon II de Ancyra: “ Asimismo decretamos que los diáconos que hayan ofrecido sacrificios -a los ídolos paganos- y luego reasuman, disfrutarán de algunos de sus honores, pero se abstendrán de todo ministerio sagrado, ninguno de ellos llevará el pan y el cáliz, ni harán proclamaciones; sin embargo, si algún obispo observara en alguno de ellos arrepentimiento en su mente y humildísima disposición, le será lícito al obispo, otorgarle una mayor indulgencia o retirársela” de esto podemos deducir, que la “economía” debe ser tanto mas indulgente, o tanto mas observante de la regla según el caso particular, en consecuencia la “economía” es siempre una desviación de la norma. El ejercicio de la misma cesa automáticamente, si su causa no es justificada, o si la base de aplicación descansa sobre fundamentos falsos.

Una vez que la “economía” fue aplicada, la práctica normativa es restaurada, tal cual, sin modificación alguna. Es muy preciso dejar en claro lo antedicho, una vez finalizada esta situación temporal de excepción a las prácticas normales de la Iglesia, lo actuado durante el uso de la “economía” no sienta ningún precedente legal o canónico que obligue a repetir esta situación de excepción frente a otros casos. (los cuales deberán ser evaluados en forma particular por la autoridad eclesiástica competente)

La institución de la “economía” fue bastante invocada a lo largo de la historia de la Iglesia Ortodoxa; esto se debe en parte, a las tendencias liberales del pensamiento de los ambientes culturales dentro de lo cual floreció la Iglesia Ortodoxa.

Aunque la autoridad en el ejercicio de la “economía”, especialmente en materias de gran importancia, descansa sobre el Sínodo de obispos de cada Iglesia Local, esta autoridad, como dijimos antes, puede ser delegada también a algunos obispos en forma individual.

El Sínodo Ecuménico, como administrador supremo del cuerpo legislativo y judicial de la Iglesia, es sin lugar a dudas, la autoridad de última instancia en el ejercicio de la “economía”, éste es el único que puede alterar o predominar sobre las decisiones de cualquier autoridad eclesiástica subordinada al mismo. En cuanto a la esfera de la conciencia, sin embargo, es el padre espiritual a quien se le confía la autoridad del ejercicio de la “economía”, de acuerdo a su buen juicio. Debemos recordar siempre que el factor determinante en su aplicación, deberá ser siempre el bienestar espiritual del penitente.
 

 - Disciplina Canónica

Desde el ámbito de la conciencia mencionaremos algunas palabras finales respecto a la disciplina canónica. Seguidamente de la confesión sacramental de un penitente, el director espiritual determina los actos penitenciales (Epitimia) que les serán prescriptos. Aquellos actos penitenciales, incluyen mayormente ayunos, postraciones, oraciones, actos de caridad, y en ocasiones muy excepcionales y graves, la excomunión (que es la exclusión temporal del sacramento eucarístico) entre otras penas.

Los actos penitenciales no deben ser confundidos con castigos en reparación a un mal cometido; ellos no deben poseer ningún elemento que denote una intencionalidad de represalia vengativa hacia el pecador; precisamente eso es contrario al espíritu y propósito de la disciplina canónica, ya que esta debe estar siempre dotada de un doble carácter: pedagógico y pastoral, es por ello que se busca la corrección y reforma del penitente arrepentido, y por el otro lado, la protección de la Comunidad frente a la acción del pecado, en consecuencia, cuando se trata de casos muy graves y especiales, se busca privar al pecador del acceso a la Santa Comunión por un tiempo, para que pueda tomar una nítida y viva conciencia acerca de la gravedad de su pecado. Si el pecado es público, y la comunidad está al tanto del correctivo impuesto, ella cumple la función de mostrar a esa Comunidad que hay ciertos actos que por su gravedad son inadmisibles.

La Iglesia, que como bien sabemos, es el Cuerpo Místico de Cristo, dispone de sus propios medios para lograr la salvación de todos sus miembros, y, aunque la Iglesia es simultáneamente una Institución divina y humana, en su faceta terrenal es, a pesar de todo, predominantemente espiritual.

Los Santos Cánones, conjuntamente con la Tradición Canónica emanada de ellos, será una parte fundamental de la vida terrena de la Iglesia.

En conclusión, podemos afirmar que la función de los Santos Cánones y de la Tradición Canónica, es la de asegurar los medios externos de protección, dentro de la cual, la vida del espíritu es nutrida y preservada. 


                   Catecismo Ortodoxo 

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¿Cómo, cuándo y por qué se separó la iglesia romana de la santa Iglesia Ortodoxa?




La unidad de las Iglesias es ante todo una unidad en la fe y no una unidad puramente administrativa; ciertamente, la unidad administrativa no puede ser más que una expresión de una fidelidad común frente a la verdad. Si la unidad en la fe pudiera ser determinada por un organismo visible y permanente, las controversias dogmáticas de los primero siglos, los sínodos y la lucha de los Padres no hubieran tenido ningún sentido. Todavía hoy, cualquier re-adhesión a la Iglesia de las comunidades separadas, presupone en modo único e inevitable, un acuerdo sobre la fe.

Entre la Iglesia de Roma y la Iglesia Ortodoxa, cualquier futuro diálogo necesitará así, inexorablemente, ser llevado a cabo más allá del rol que puede asignársele por parte del sistema eclesiástico romano en referencia a las Iglesias locales y al obispado.

Según el Concilio Vaticano I, el Papa es el máximo juez en materia doctrinaria y, asimismo, ejercita una jurisdicción “inmediata” sobre todos los católicos. Y, según el Concilio Vaticano II – defraudando todas las esperanzas puestas en dicho cónclave, y aunque a las afirmaciones categóricas de 1870 se les hace alguna corrección (especialmente en la definición de “obispado” que, en algunos aspectos coincide con los principios eclesiales ortodoxos) – el Papa Pablo VI “ha subordinado el colegio episcopal a la autoridad del primado papal”, algo que no sucedió en el Concilio Vaticano I, diciendo que “el colegio o cuerpo episcopal – se subraya en esta decisión del Concilio II – no tiene autoridad por sí mismo; únicamente junto al pontífice romano, sucesor de Pedro, y el poder del primado permanece íntegro sobre todos, tanto pastores como fieles”.

La Iglesia Católica enseña erróneamente los siguientes puntos doctrinarios más importantes:

a. Filioque.
La Iglesia Católica dice que el Espíritu Santo proviene del Padre y del Hijo. Este error dogmático es el punto más difícil. El Santo Evangelista Juan dice que “El Espíritu Santo procede del Padre” y es enviado al mundo a través del Hijo (Juan 15, 26).

b. Purgatorio.
Entre cielo e infierno, según la doctrina católica, existe un lugar “de limpieza” llamado Purgatorio, al cual van las almas de los que no expiaron determinados pecados, quienes luego van al cielo. Ni la Santa Escritura ni la Santa Tradición hablan de algo similar.

c. Supremacía papal.
El Papa es considerado la cabeza suprema de las Iglesias cristianas, más grande que todos los patriarcas, “vicario” de Cristo en el mundo, llamándose sucesor de San Pedro, posición no reconocida por la Iglesia Universal.

d. Infalibilidad papal.
El Concilio Vaticano I de 1870 reconoció la “infalibilidad papal”, diciendo que el Papa no puede equivocarse como persona, en materia de fe, cuando predica, haciéndolo igual a Dios, lo que constituye un dogma nuevo, rechazado por la Iglesia Ortodoxa*.

e. Pan ácimo.
Se utiliza pan ácimo para la Santa Eucaristía, cual hebreos, en lugar de utilizar pan con levadura.

f. Inmaculada Concepción.
Se enseña que la Virgen María nació del Espíritu Santo, sin pecado original.

g. Transubstanciación.
En la preparación de los Santos Dones, los católicos no realizan ninguna oración invocando al Espíritu Santo, como hace la Iglesia Ortodoxa en la Epíclesis. Ellos dicen que los Dones se santifican solos, cuando se dice “Toman y coman…” y las otras fórmulas. No tienen una oración para el descenso del Espíritu Santo sobre los Dones.

h. Celibato de los sacerdotes.
Los sacerdotes católicos no se casan. Son célibes, en contra de las decisiones de los Sínodos ecuménicos, que determinaron que los sacerdotes “de parroquia” deben tener familia. Asimismo, la ordenación que hacen de los nuevos sacerdotes no se lleva a cabo por imposición de manos – como enseñaron los Santos Apóstoles y los Santos Padres – si no por unción, como en la Ley Antigua.

i. Indulgencias papales.
La doctrina sobre las indulgencias, que explica que a través de la compra de determinados “billetes”, otorgados por el Papa, se perdonan los pecados. Ellos afirman que los santos tienen demasiadas obras buenas acumuladas, tanto que no saben qué hacer con ellas, y se las dan al Papa, para que él venda éstos “méritos” y así puedan perdonarse los pecados de aquellos que no han hecho suficientes buenas obras.

j. Unción (Confirmación)
Los católicos no ungen los niños inmediatamente después del bautizo, sino muchos años después, y únicamente el obispo tiene el derecho de hacerlo.

Además, la Iglesia Católica comete las siguientes equivocaciones:
- Los niños no pueden comulgar una vez que han sido bautizados, sino hasta después de un número determinado de años, por lo que muchos pequeños mueren sin haber comulgado en su vida.
- Se da la comunión sin exigir vehementemente una confesión previa de los pecados.
- Se da la comunión a los fieles únicamente con el Cuerpo, más no con la Sangre del Señor.
- Se administra el bautizo únicamente con aspersión de agua, sin sumergir a la persona.
- Tolerancia en el consumo de alimentos de origen animal en el Ayuno Mayor, en Cuaresma.
- Celebración de varias liturgias en el mismo día, en el mismo altar.
- Los sacerdotes y diáconos no comulgan del mismo cáliz que los fieles.
- Se puede comulgar en el nombre de otra persona.
- El cuerpo monacal, que según la ordenanza eclesial es sólo uno, ha sido dividido por la Iglesia Católica en multitud de congregaciones u órdenes.
- Debido al celibato obligatorio del clero, la moralidad pública se resiente.

Incluso en el culto, la Iglesia Católica ha introducido distintas innovaciones que le alejan de la Iglesia de los primeros siglos, como por ejemplo: ausencia de la Proscomidia en la misa, imágenes esculpidas, música instrumental, adoración del corazón de Nuestro Señor Jesucristo, y otros.

Así pues, debido a estas desviaciones dogmáticas, canónicas, litúrgicas y tradicionales, llamamos “cismáticos” a los católicos y no podrá existir unidad con ellos mientras continúen propagando las mencionadas herejías.

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* La infalibilidad papal fue combatida con fuerza incluso por algunos grandes teólogos católicos, como Friedrich, Döllinger, Hefele y otdos, incluso en el sínodo del Vaticano, lo que determinó que sucediera una escisión, de los que luego tomaron el nombre de “Vetero-católicos”. Asimismo, en contra de la infalibilidad papal se ha levantado también una corriente llamada “modernista” de la teología católica.
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Sin duda el Papa no podía, en estas condiciones, ufanarse de un privilegio de infalibilidad; aunque su presencia, o la de sus enviados era considerada necesaria para que un sínodo fuera “ecuménico”, es decir que fuera realmente representativo para el episcopado de todo el imperio, su opinión no era nunca entendida como verdadera “per se”.

Las Iglesias Orientales podían vivir siglos sin comulgar necesariamente con la Iglesia Romana, sin preocuparse mucho de esa situación, y el VI Sínodo Ecuménico no tuvo ninguna reticencia en condenar la memoria del Papa Honorio por sostener la herejía monotelita.

Para los bizantinos no se podía hacer un problema de interpretación de las palabras de Cristo, dirigidas a Pedro “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mateo 16, 18), “Apacienta mis ovejas” (Juan 21, 15-17), etc., como pudiéndose referir únicamente a los obispos de Roma. La interpretación romana no se ha podido encontrar, verdaderamente, en ningún comentario patrístico de las Santas Escrituras; los Santos Padres, quienes vieron en estas palabras el reconocimiento de la fe en Jesús, Hijo de Dios, atestiguada camino a Cesárea. Pedro es la “piedra de la Iglesia”, en la medida en que él atestigua aquella fe. Y todos aquellos que tienen a Pedro como modelo para su propio testimonio de fe, son también herederos de esa promesa: para ellos, para los creyentes, se ha erigido la Iglesia.

Esta interpretación general, que encontramos en los Santos Padres, recibe también una corrección eclesial en la literatura patrística: los obispos – todos los obispos – son verdaderamente investidos con un don especial de enseñar. Esa misma función consiste en proclamar la fe correcta. Ellos son, entonces, “ex officio”, sucesores de Pedro. Esta concepción, que encontramos expresada claramente en San Cipriano de Cartagena (siglo III) y que aparece repetida muchísimas veces en la entera historia de la Iglesia, fue asimismo sostenida por los teólogos bizantinos.

Entonces, en el fondo del conflicto que oponía a Occidente y Oriente se encontraba una profunda diferencia de carácter eclesial. Esta divergencia estaba ligada a la naturaleza del poder en la Iglesia y, en el fondo, a la naturaleza misma de la Iglesia.

Para Oriente, la Iglesia es, antes todo, una comunidad en la que Dios está presente por medio de los sacramentos; los Sagrados Sacramentos son la modalidad por la que se conmemora la muerte y resurrección del Señor y por medio de los cuales se anuncia y se anticipa Su segunda venida. La plenitud de esta realidad está presente en cada Iglesia local, en cada comunidad cristiana reunida alrededor de la mesa eucarística, teniendo al frente un obispo, sucesor de Pedro y de los otros apóstoles.

Verdaderamente, un obispo no es sucesor de un solo apóstol y no es de gran importancia el hecho de que la Iglesia fue fundada por Juan, Pablo o Pedro, o cuál tiene un origen más reciente o modesto. La función que ocupa presupone que su enseñanza está de acuerdo a las mismas enseñanzas de los apóstoles, de los cuales Pedro era el portavoz, porque el obispo ocupa en la mesa eucarística el mismo lugar del Señor, que es, según como escribía en el siglo I San Ignacio de Antioquia, “ícono del señor” en la comunidad que conduce. Estas características episcopales son esencialmente las mismas en Jerusalén, en Constantinopla o en Bucarest, y Dios no podría determinar privilegios separados para alguna Iglesia, porque Él le da a todos esa plenitud.

Las iglesias locales no son comunidades aisladas unas de otras; ellas se mantienen unidas a través de su identidad de fe y de testimonio. Esta identidad se manifiesta especialmente en ocasión de la santificación episcopal, que necesita la reunión de varios obispos. Para hacer más eficaz el testimonio de las Iglesias, para resolver problemas comunes, los sínodos locales se han reunido periódicamente, comenzando con el siglo III, estableciéndose un “orden” entre iglesias. Este “orden”, que comporta un primado honorífico – el de Roma y luego, el de Constantinopla – y primados locales (metropolitas, hoy conductores de las iglesias “autocéfalas”) es sin embargo susceptible de modificaciones; no tiene una esencia ontológica, no maltrata la identidad fundamental de las Iglesias locales y supone un testimonio unánime de una sola fe ortodoxa. Dicho de otra manera, un primado hereje perdería necesariamente cualquier derecho a ése primado.

De esta forma, se ve claramente en donde se encuentra la misma raíz del cisma entre Oriente y Occidente. En Occidente, el “papismo”, luego de alguna evolución a lo largo del tiempo, pretende, conforme a una decisión de 1870, una infalibilidad doctrinaria y, al mismo tiempo, una jurisdicción “inmediata” sobre los creyentes. El obispo de Roma sostiene que es el criterio visible de la verdad y único conductor de la Iglesia Universal, poseyendo también poderes sacramentales distintos a los de los otros obispos.

En la Iglesia Ortodoxa, ningún poder de derecho divino podría existir, fuera y sobre las comunidades eucarísticas locales constituidas por lo que hoy llamamos “diócesis”. La jerarquía de los obispos y las relaciones entre ellos son reguladas por cánones y no tienen un carácter absoluto. No existe un solo criterio visible de la verdad, fuera del consenso de las Iglesias, que encuentra su expresión más natural en un sínodo ecuménico. Aún así, incluso este sínodo – como hemos visto en párrafos anteriores – no tiene autoridad “per se”, fuera o sobre las Iglesias locales, y no es más que una expresión y testimonio de un acuerdo común. Una adición formalmente “ecuménica” puede incluso ser rechazada por la Iglesia (ejemplo: Éfeso 449, Florencia 439), La permanencia de la verdad en la Iglesia es, así, un hecho de orden supra-natural, similar a las realidades de los Santísimos Sacramentos. Su eficacia es accesible a la experiencia religiosa, talvez no al examen racional y no podría ser supuesta a las normas de derecho.

De las acusaciones en contra de los griegos, evidentemente infundadas, que llevaron al acta “anatemización” el 16 de julio de 1054, se observa claramente que los delegados papales un llegaron a Constantinopla a dialogar fraternalmente dentro de un sínodo, sino a imponer su criterio. El fondo de sus acusaciones eran simples pretextos, porque más allá de las diferencias dogmáticas, rituales y disciplinario-canónicas, además de cierta frialdad espiritual, problemas políticos y debilidades meramente humanas, el verdadero motivo de la división religiosa del 16 de julio de 1054 lo constituye una concepción eclesial equivocada de los católicos sobre el primado papal, a través del cual el obispo de Roma se sitúa por encima de todos los obispos y creyentes, error sostenido con insistencia por los subsiguientes papas.

El Patriarca de Constantinopla, convocando a sínodo, anatemizó, el 24 de julio de aquel año al cardenal Humberto de Silva, a toda la delegación romana, e incluso al Papa León IX.

Es evidente, como sostienen muchos investigadores, que aquellos contemporáneos no eran conscientes de la gravedad de los eventos de 1054 sino que, mucho más tarde, luego de la conquista de Constantinopla – en abril de 1204 - , cuando los caballeros de la IV Cruzada asaltaron y violentaron Bizancio, esta división se hizo aún más profunda.

En los siglos XIII-XV, bajo la creciente presión del Islam, que amenazaba cada vez más al Imperio Bizantino, se intentó la unificación entre Constantinopla y Roma, porque el Papa imponía, como primera condición para enviar ayuda militar desde Occidente, la unión con Roma. De esta forma, el intento más importante tuvo lugar con el Sínodo de Ferrara-Florencia, de 1438-1439, en el que los orientales se vieron obligados a aceptar los “cuatro puntos florentinos”: 1. El Papa es la cabeza de la Iglesia entera; 2. La preparación de la Santa Eucaristía se hace con pan ácimo; 3. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (Filioque); 4. La existencia del “Purgatorio”. Pero, aunque debido a presiones políticas la mayoría de los participantes firmaron este acto de unión, la Iglesia Ortodoxa nunca le ha reconocido.

Así, todos los intentos de unión entre Oriente y Occidente han sido y son condenados a fallar, toda vez que en Occidente no se acepta regresar a la tradición de los Santos Padres. Porque, en lo que concierne al primado papal, la crítica anti-romana no se refiere al mismo Apóstol Pedro y su posición personal en el grupo de los doce apóstoles o su posición en la Iglesia primaria, sino a la naturaleza de su sucesión. ¿Por qué la Iglesia Romana podría tener el privilegio exclusivo de esta sucesión, cuando en el Nuevo Testamento no se da ninguna información sobre el sacerdocio de Pedro en Roma? ¿No tendría que ser Antioquia o especialmente Jerusalén - donde Pedro, conforme a los Hechos de los Apóstoles, jugó un rol de primer plano – quienes podrían discutir con más razón el derecho de llamarse “Trono de Pedro”?

Por supuesto que los bizantinos reconocían a Roma un primado honorífico, pero aquel primado no tenía, como único origen, el hecho de que Pedro murió en Roma, sino un ensamble de factores, entre los cuales, los más importantes eran los que sostenían que Roma era una Iglesia “muy grande, antigua y conocida por todos”, según la expresión de San Irineo de León, porque en ella se guardan las tumbas de los apóstoles “corifeos”, Pedro y Pablo, y especialmente por el hecho de que era la capital del Imperio Romano; el famoso cánon 28 del IV Sínodo Ecuménico de Calcedonia insistía precisamente sobre este punto.

En otras palabras, el primado romano no era un privilegio exclusivo y divino, un poder que el obispo de Roma poseería en virtud de un mandato expreso de Dios, sino una autoridad formal, reconocida por la Iglesia a través de sínodos.

Por supuesto que estas pretensiones de los papas crearon tensiones entre Occidente y Oriente. Pero no era solamente eso. Los griegos acusaron a los occidentales de promover algunas prácticas no-canónicas: el celibato obligatorio para los miembros del clero, el consumo de carne de animales estrangulados y de su sangre, ayuno en sábados, consumo de alimentos de origen animal en los sábados y domingos de la cuaresma, introducción de la “misa” romana, más corta, en lugar de la Liturgia ortodoxa, la representación del Redentor con la forma de un cordero, y especialmente la doctrina sobre que el Espíritu Santo proviene “del Padre y del Hijo”, impuesta por el imperio carolingio.

También existió una disputa sobre las provincias de Italia del Sur (Calabria), Sicilia y Creta, que fueron trasladadas por el emperador León III “el Isaurio” bajo jurisdicción de Constantinopla, porque fue acusado del Papa de hereje, y territorios que el Papa pretendía permanentemente.

Otro foco de conflicto entre Oriente y Occidente era el hecho de que la mayor parte de países eslavos, aún estando a punto de adoptar el cristianismo, tenían ciertas dudas frente a las presiones políticas y religiosas que venían de parte de los dos imperios rivales: Bizancio y el Imperio Franco.

El Papa Juan VIII entendió el peligro que representaba para la unidad cristiana la actitud de sus predecesores e inmediatamente le dio la razón a los griegos en el problema del lenguaje litúrgico y en lo relativo al “Filioque”. Emisarios suyos enviados a Constantinopla condenaron junto a la Iglesia Oriental la famosa adición “y del Hijo” hecha al Credo. El Sínodo de los años 879-880 representa un modelo de la forma en la que la Iglesia Ortodoxa entiende la unidad de los cristianos: unidad en la fe, de la cual el primado romano puede ser un testigo.
No obstante, los dos pueblos, griego y romano, con predisposiciones e inclinaciones diferentes, especialmente en cuanto al idioma, cultura y civilización, arriban al siglo IX sin entenderse; se veían incluso con recelo y resentimiento.
El “papismo” se involucró también en las discusiones propias de Constantinopla sobre quién debía ocupar el sillón patriarcal, incrementando así el resentimiento de Oriente en contra de Occidente. Así, en el año 933, el emperador Romano I Lecapeno colocó a su hijo Teofilacto en la patriarquía, apartando al venerable Trifón. Para que este “movimiento” pareciera canónico, creyó adecuado dirigirse a la Iglesia de Roma, rogándole al Papa Juan XI que reconociera al nuevo patriarca. El Papa no tardó en satisfacer el deseo del emperador. Después de la muerte de Teofilacto, los patriarcas siguientes no quisieron plegarse a los intereses de Roma, haciendo más pronunciados los desacuerdos ya existentes.
En el año 1014, el emperador Enrique II de los germanos, visitó Roma para ser coronado por el Papa Benedicto VIII y además obtuvo que la ceremonia de coronación se realizara bajo el rito germánico, es decir, con la Liturgia modificada por el “Filioque”. Como consecuencia, bajo órdenes del Patriarca Sergio II, el nombre del Papa fue borrado de los dípticos de las iglesias de Constantinopla. Es decir, entonces, que desde los inicios del siglo XI la comunión entre las dos “romas” ya se había roto. Ese estado de fuerte tensión instalada entre Oriente y Occidente, llevaron a que el emperador Constantino Monómaco convocara un sínodo en Constantinopla.
Pero en el siglo XI, a diferenceia de los siglos anteriores, cuando las tensiones entre Roma y Constantinopla tendían a atenuarse constantemente, la situación adquirió incluso un tinte trágico, porque debido a una mutua ignorancia, Oriente y Occidente perdieron el criterio común que alguna vez les hizo entenderse. Para unos, el trono de Roma era el criterio único de la verdad, para los otros, el Espíritu de la Verdad descansaba sobre la Iglesia completa y se expresaba por medio de los sínodos.
El Papa Leon IX aceptó la propuesta del emperador Constantino Monómaco y envió, a principios de enero del año 1054, una delegación específica a Constantinopla, encabezada por el Cardenal Humberto de Silva. Desafortunadamente, aquél era un hombre orgulloso y engreído, que no podía soportar a los griegos – como ejemplo, podemos mencionar los epítetos injuriosos de “perro sucio, muérdete la lengua” dirigidos a Nicetas Stetathos, “stárets” del Monetario Studion, que había escrito algunas cartas en desacuerdo con los latinos – de muestra claramente el odio del cardenal de Silva en contra de los griegos; incluso, estudiosos católicos se han admirado de cómo pudo el Papa enviar a Constantinopla a alguien así de arrogante y prepotente.
El emperador recibió la delegación con honores, lo que incrementó el orgullo de los delegados romanos. El cardenal de Silva y los otros fueron hospedados en el Monasterio Studion de Constantinopla. El Patriarca Miguel Cerulario, sabiendo que no se podía esperar nada bueno de parte de los delegados latinos, les comunicó que todos los asuntos y malos entendidos eclesiales serían discutidos en sínodo (además, se dudaba de la autenticidad de las cartas oficiales de los delegados romanos, toda vez que el Papa en aquellos momentos era prisionero de los normandos y no podía, parece, firmar documentos oficiales).
Frente a las reticencias del Patriarcado bizantino, el cardenal Humberto de Silva redactó un acta de excomunión, misma que colocó sobre la Santa Mesa de la Iglesia de Santa Sofía, acta en la que aducía acusaciones graves en contra de los griegos, siendo la más absurda la que mencionaba que los griegos habían extraído del Credo la enseñanza que “el Espíritu Santo proviene también del Hijo” – Filioque – cuando cualquiera sabe que la Santa escritura, los Santos Padres de la Iglesia y los Sínodos ecuménicos hablan minuciosamente únicamente de la procedencia del Espíritu Santo de una sola fuente, Dios Padre, y no de dos orígenes, del Padre y del Hijo.

Por supuesto que estas pretensiones de los papas crearon tensiones entre Occidente y Oriente. Pero no era solamente eso. Los griegos acusaron a los occidentales de promover algunas prácticas no-canónicas: el celibato obligatorio para los miembros del clero, el consumo de carne de animales estrangulados y de su sangre, ayuno en sábados, consumo de alimentos de origen animal en los sábados y domingos de la cuaresma, introducción de la “misa” romana, más corta, en lugar de la Liturgia ortodoxa, la representación del Redentor con la forma de un cordero, y especialmente la doctrina sobre que el Espíritu Santo proviene “del Padre y del Hijo”, impuesta por el imperio carolingio.

También existió una disputa sobre las provincias de Italia del Sur (Calabria), Sicilia y Creta, que fueron trasladadas por el emperador León III “el Isaurio” bajo jurisdicción de Constantinopla, porque fue acusado del Papa de hereje, y territorios que el Papa pretendía permanentemente.

Otro foco de conflicto entre Oriente y Occidente era el hecho de que la mayor parte de países eslavos, aún estando a punto de adoptar el cristianismo, tenían ciertas dudas frente a las presiones políticas y religiosas que venían de parte de los dos imperios rivales: Bizancio y el Imperio Franco.

El Papa Juan VIII entendió el peligro que representaba para la unidad cristiana la actitud de sus predecesores e inmediatamente le dio la razón a los griegos en el problema del lenguaje litúrgico y en lo relativo al “Filioque”. Emisarios suyos enviados a Constantinopla condenaron junto a la Iglesia Oriental la famosa adición “y del Hijo” hecha al Credo. El Sínodo de los años 879-880 representa un modelo de la forma en la que la Iglesia Ortodoxa entiende la unidad de los cristianos: unidad en la fe, de la cual el primado romano puede ser un testigo.
No obstante, los dos pueblos, griego y romano, con predisposiciones e inclinaciones diferentes, especialmente en cuanto al idioma, cultura y civilización, arriban al siglo IX sin entenderse; se veían incluso con recelo y resentimiento.
El “papismo” se involucró también en las discusiones propias de Constantinopla sobre quién debía ocupar el sillón patriarcal, incrementando así el resentimiento de Oriente en contra de Occidente. Así, en el año 933, el emperador Romano I Lecapeno colocó a su hijo Teofilacto en la patriarquía, apartando al venerable Trifón. Para que este “movimiento” pareciera canónico, creyó adecuado dirigirse a la Iglesia de Roma, rogándole al Papa Juan XI que reconociera al nuevo patriarca. El Papa no tardó en satisfacer el deseo del emperador. Después de la muerte de Teofilacto, los patriarcas siguientes no quisieron plegarse a los intereses de Roma, haciendo más pronunciados los desacuerdos ya existentes.
En el año 1014, el emperador Enrique II de los germanos, visitó Roma para ser coronado por el Papa Benedicto VIII y además obtuvo que la ceremonia de coronación se realizara bajo el rito germánico, es decir, con la Liturgia modificada por el “Filioque”. Como consecuencia, bajo órdenes del Patriarca Sergio II, el nombre del Papa fue borrado de los dípticos de las iglesias de Constantinopla. Es decir, entonces, que desde los inicios del siglo XI la comunión entre las dos “romas” ya se había roto. Ese estado de fuerte tensión instalada entre Oriente y Occidente, llevaron a que el emperador Constantino Monómaco convocara un sínodo en Constantinopla.
Pero en el siglo XI, a diferenceia de los siglos anteriores, cuando las tensiones entre Roma y Constantinopla tendían a atenuarse constantemente, la situación adquirió incluso un tinte trágico, porque debido a una mutua ignorancia, Oriente y Occidente perdieron el criterio común que alguna vez les hizo entenderse. Para unos, el trono de Roma era el criterio único de la verdad, para los otros, el Espíritu de la Verdad descansaba sobre la Iglesia completa y se expresaba por medio de los sínodos.
El Papa Leon IX aceptó la propuesta del emperador Constantino Monómaco y envió, a principios de enero del año 1054, una delegación específica a Constantinopla, encabezada por el Cardenal Humberto de Silva. Desafortunadamente, aquél era un hombre orgulloso y engreído, que no podía soportar a los griegos – como ejemplo, podemos mencionar los epítetos injuriosos de “perro sucio, muérdete la lengua” dirigidos a Nicetas Stetathos, “stárets” del Monetario Studion, que había escrito algunas cartas en desacuerdo con los latinos – de muestra claramente el odio del cardenal de Silva en contra de los griegos; incluso, estudiosos católicos se han admirado de cómo pudo el Papa enviar a Constantinopla a alguien así de arrogante y prepotente.
El emperador recibió la delegación con honores, lo que incrementó el orgullo de los delegados romanos. El cardenal de Silva y los otros fueron hospedados en el Monasterio Studion de Constantinopla. El Patriarca Miguel Cerulario, sabiendo que no se podía esperar nada bueno de parte de los delegados latinos, les comunicó que todos los asuntos y malos entendidos eclesiales serían discutidos en sínodo (además, se dudaba de la autenticidad de las cartas oficiales de los delegados romanos, toda vez que el Papa en aquellos momentos era prisionero de los normandos y no podía, parece, firmar documentos oficiales).
Frente a las reticencias del Patriarcado bizantino, el cardenal Humberto de Silva redactó un acta de excomunión, misma que colocó sobre la Santa Mesa de la Iglesia de Santa Sofía, acta en la que aducía acusaciones graves en contra de los griegos, siendo la más absurda la que mencionaba que los griegos habían extraído del Credo la enseñanza que “el Espíritu Santo proviene también del Hijo” – Filioque – cuando cualquiera sabe que la Santa escritura, los Santos Padres de la Iglesia y los Sínodos ecuménicos hablan minuciosamente únicamente de la procedencia del Espíritu Santo de una sola fuente, Dios Padre, y no de dos orígenes, del Padre y del Hijo.

El cisma entre Bizancio y Roma ha sido, sin duda alguna, el evento más trágico en la historia de la Iglesia; el mundo cristiano se rompió en dos mitades, y esta escisión, que todavía duele, ha determinado en gran medida el destino del Oriente, como el del Occidente. La Iglesia de Oriente, que es esencialmente la verdadera Iglesia de Cristo, ha visto limitado su campo cultural y geográfico de acción, dando lugar a que históricamente se le confunda únicamente con el mundo bizantino.

En cuanto a la Iglesia de Occidente, ha perdido el equilibrio doctrinario y eclesial del cristianismo primario, y este desequilibrio también dio lugar a la Reforma del siglo XVI.

En los orígenes del cisma se encuentra, vinculados indisolublemente, causas o motivos teológicos y no-teológicos, pero vamos a ver que las razones propiamente “teológicas” resultan finalmente determinantes, porque impiden la solución de las dificultades aparecidas y provocan que las tentativas de reunificación fracasen. Ellas constituyen, hasta el día de hoy, el mayor obstáculo en el que tropieza la buena voluntad ecuménica.

Comenzando ya desde el siglo IV, entre Oriente y Occidente cristianos se sentía una tensión eclesiástica respecto al status del Papa romano en la Iglesia. Esta latente tensión siguió creciendo a lo largo del tiempo, transformándose, algunos siglos más tarde, en una oposición abierta.

La disputa tiene como fondo político la aparición, en Occidente, del Imperio Carolingio y el conflicto estalla cuando los intereses políticos de aquel Imperio franco se unen a las pretensiones de jurisdicción universal del Papa, asunto que no compartían los bizantinos*.

A finales del siglo VIII, Carlomagno, rey franco, comenzó a hacer públicas sus pretensiones de adquirir el título de “emperador romano”. Al no obtener el reconocimiento de Bizancio, decidió destruir la autoridad de Constantinopla. Uno de los medios a los que recurrió, fue a las acusaciones de herejía: el emperador de Oriente no podría aspirar a suceder a los emperadores cristianos, porque “rinde veneración a los íconos y confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre a través del Hijo” y no “del Padre y del Hijo”. Estas acusaciones, aducidas por Carlomagno en sus célebres “Libros carolinos” dirigidas al Papa en el año 792, se oponían claramente a las decisiones del séptimo Sínodo Ecuménico de Nicea (787) y abrían la interminable controversia greco-latina sobre el Filioque (expresión en latín agregada al Credo, en la fórmula “…y en el Espíritu Santo, que procede del Padre…”; con el término "Filioque" se agrega “y del Hijo”, algo que no existía en el Credo original). Muchos otros obispos y teólogos francos se lanzaron entonces en la controversia, patrocinados por la corte de Aix-la-Chapelle (Aquisgrán, en español. N. del T.).

Felizmente, la Iglesia de Roma, aceptando el patrocinio político que Carlos I le ofrecía, se opuso con vehemencia a los ataques doctrinarios en contra de Oriente. Los papas Adrián I (772-795) y Leon III (795-816) actuaron en protección del Sínodo de Nicea y rechazaron con fuerza la introducción del Filioque en el Credo. Aún así, en la noche de Navidad del año 800, el Papa Leon III coronó en Roma como “emperador romano de Occidente” a Carlomagno, lo que llevó al cisma político entre Occidente y Oriente.

En el siglo VIII y especialmente en los siglos X y XI, los obispos de Roma son casi completamente dominados por los emperadores francos; no obstante, los papas lograron mostrar alguna oposición. Pero, aunque los grandes papas reformadores buscaban la independencia de la Iglesia, eran también herederos de una civilización carolingia que se definía a sí misma a través de su oposición al Oriente y que se desarrollaba fuera de la tradición de los Santos Padres de la Iglesia; únicamente latina y occidental esta civilización era común a los papas y a los emperadores de Occidente.

El Papa Nicolás I (858-867), fue una especie de luchador tenaz. Él quiso cimentar un imperio espiritual mundial, al frente del cual estaría “el sucesor de San Pedro”. Él sostenía que el merecedor de la “Silla apostólica” recibiría de Jesucristo el derecho de “pastorear” a todos los creyentes, como único legislador de la Iglesia, que podía llamar ante él para justificarse ante su trono, no sólo a los clérigos de las diferentes diócesis, sino que también a obispos, metropolias, incluso patriarcas; sin embargo, él no podría ser juzgado por nadie y sus decisiones tendrían el valor y el poder de los cánones. Este punto de vista fue afirmado en el sínodo romano del año 863, en el que también se precisó que cualquier contradicción a las decisiones papales conllevan la declaración de “anatema”.

Aunque buscaba separar el poder espiritual del puramente “terrenal”, él se sintió juzgador y guía espiritual supremo e indiscutible de los principios terrenales, en cuestiones de naturaleza eclesial. Incluso, extendió sus pretensiones jurisdiccionales en contra del titular del trono de Constantinopla, amenazando deponer al Patriarca Focio.


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* Entre los años 754-755, el Papa se convirtió también en jefe de estado. El rey de los francos, Pipino el Breve, que fuera llamado por el Papa en busca de ayuda, le otorgó el territorio conquistado a los lombardos, en la Italia central, bajo la denominación de "Patrimonium Sancti Petri". De esta manera, creándose una especie de estado geográfico, el Papa se emancipaba del poder político de Bizancio, y aún más, hacía concurrencia con el Imperio Bizantino, en su - nueva - calidad de jefe de estado llamado Republica Romanorum.
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Para sostener y justificar la creación de un estado papal, los jerarcas de Roma se basaron en los siguientes documentos ilegítimos:
1. Donatio Constantini, por el cual pretendían que el emperador Constantino el Grande le habría donado al Papa Silvestre I, el territorio de Italia y sus fortalezas, justa recompensa por haberle curado de lepra por medio de las aguas bautismales. Tal documento fue probado como ilegítimo en el siglo XV por el canónico Lorenzo Valla, de Florencia, porque se sabe - según el historiador Eusebio de Cesárea - que el emperador Constantino el Grande fue bautizado en su lecho de muerte, falleciendo pocos días después, el 22 de mayo de 337, cerca de Nicomidia.

2. Decretos pseudo-isidorianos, una colección de cánones y decretos, en parte auténticos, en parte falsificados y en parte inventados, atribuidos incorrectamente a Isidoro de Sevilla. Estos decretos fueron utilizados por el Papa incluso para justificar la "supremacía papal".

Por supuesto que estas pretensiones de los papas crearon tensiones entre Occidente y Oriente. Pero no era solamente eso. Los griegos acusaron a los occidentales de promover algunas prácticas no-canónicas: el celibato obligatorio para los miembros del clero, el consumo de carne de animales estrangulados y de su sangre, ayuno en sábados, consumo de alimentos de origen animal en los sábados y domingos de la cuaresma, introducción de la “misa” romana, más corta, en lugar de la Liturgia ortodoxa, la representación del Redentor con la forma de un cordero, y especialmente la doctrina sobre que el Espíritu Santo proviene “del Padre y del Hijo”, impuesta por el imperio carolingio.

También existió una disputa sobre las provincias de Italia del Sur (Calabria), Sicilia y Creta, que fueron trasladadas por el emperador León III “el Isaurio” bajo jurisdicción de Constantinopla, porque fue acusado del Papa de hereje, y territorios que el Papa pretendía permanentemente.

Otro foco de conflicto entre Oriente y Occidente era el hecho de que la mayor parte de países eslavos, aún estando a punto de adoptar el cristianismo, tenían ciertas dudas frente a las presiones políticas y religiosas que venían de parte de los dos imperios rivales: Bizancio y el Imperio Franco.

El Papa Juan VIII entendió el peligro que representaba para la unidad cristiana la actitud de sus predecesores e inmediatamente le dio la razón a los griegos en el problema del lenguaje litúrgico y en lo relativo al “Filioque”. Emisarios suyos enviados a Constantinopla condenaron junto a la Iglesia Oriental la famosa adición “y del Hijo” hecha al Credo. El Sínodo de los años 879-880 representa un modelo de la forma en la que la Iglesia Ortodoxa entiende la unidad de los cristianos: unidad en la fe, de la cual el primado romano puede ser un testigo.
No obstante, los dos pueblos, griego y romano, con predisposiciones e inclinaciones diferentes, especialmente en cuanto al idioma, cultura y civilización, arriban al siglo IX sin entenderse; se veían incluso con recelo y resentimiento.
El “papismo” se involucró también en las discusiones propias de Constantinopla sobre quién debía ocupar el sillón patriarcal, incrementando así el resentimiento de Oriente en contra de Occidente. Así, en el año 933, el emperador Romano I Lecapeno colocó a su hijo Teofilacto en la patriarquía, apartando al venerable Trifón. Para que este “movimiento” pareciera canónico, creyó adecuado dirigirse a la Iglesia de Roma, rogándole al Papa Juan XI que reconociera al nuevo patriarca. El Papa no tardó en satisfacer el deseo del emperador. Después de la muerte de Teofilacto, los patriarcas siguientes no quisieron plegarse a los intereses de Roma, haciendo más pronunciados los desacuerdos ya existentes.
En el año 1014, el emperador Enrique II de los germanos, visitó Roma para ser coronado por el Papa Benedicto VIII y además obtuvo que la ceremonia de coronación se realizara bajo el rito germánico, es decir, con la Liturgia modificada por el “Filioque”. Como consecuencia, bajo órdenes del Patriarca Sergio II, el nombre del Papa fue borrado de los dípticos de las iglesias de Constantinopla. Es decir, entonces, que desde los inicios del siglo XI la comunión entre las dos “romas” ya se había roto. Ese estado de fuerte tensión instalada entre Oriente y Occidente, llevaron a que el emperador Constantino Monómaco convocara un sínodo en Constantinopla.
Pero en el siglo XI, a diferenceia de los siglos anteriores, cuando las tensiones entre Roma y Constantinopla tendían a atenuarse constantemente, la situación adquirió incluso un tinte trágico, porque debido a una mutua ignorancia, Oriente y Occidente perdieron el criterio común que alguna vez les hizo entenderse. Para unos, el trono de Roma era el criterio único de la verdad, para los otros, el Espíritu de la Verdad descansaba sobre la Iglesia completa y se expresaba por medio de los sínodos.
El Papa Leon IX aceptó la propuesta del emperador Constantino Monómaco y envió, a principios de enero del año 1054, una delegación específica a Constantinopla, encabezada por el Cardenal Humberto de Silva. Desafortunadamente, aquél era un hombre orgulloso y engreído, que no podía soportar a los griegos – como ejemplo, podemos mencionar los epítetos injuriosos de “perro sucio, muérdete la lengua” dirigidos a Nicetas Stetathos, “stárets” del Monetario Studion, que había escrito algunas cartas en desacuerdo con los latinos – de muestra claramente el odio del cardenal de Silva en contra de los griegos; incluso, estudiosos católicos se han admirado de cómo pudo el Papa enviar a Constantinopla a alguien así de arrogante y prepotente.
El emperador recibió la delegación con honores, lo que incrementó el orgullo de los delegados romanos. El cardenal de Silva y los otros fueron hospedados en el Monasterio Studion de Constantinopla. El Patriarca Miguel Cerulario, sabiendo que no se podía esperar nada bueno de parte de los delegados latinos, les comunicó que todos los asuntos y malos entendidos eclesiales serían discutidos en sínodo (además, se dudaba de la autenticidad de las cartas oficiales de los delegados romanos, toda vez que el Papa en aquellos momentos era prisionero de los normandos y no podía, parece, firmar documentos oficiales).
Frente a las reticencias del Patriarcado bizantino, el cardenal Humberto de Silva redactó un acta de excomunión, misma que colocó sobre la Santa Mesa de la Iglesia de Santa Sofía, acta en la que aducía acusaciones graves en contra de los griegos, siendo la más absurda la que mencionaba que los griegos habían extraído del Credo la enseñanza que “el Espíritu Santo proviene también del Hijo” – Filioque – cuando cualquiera sabe que la Santa escritura, los Santos Padres de la Iglesia y los Sínodos ecuménicos hablan minuciosamente únicamente de la procedencia del Espíritu Santo de una sola fuente, Dios Padre, y no de dos orígenes, del Padre y del Hijo.

El cisma entre Bizancio y Roma ha sido, sin duda alguna, el evento más trágico en la historia de la Iglesia; el mundo cristiano se rompió en dos mitades, y esta escisión, que todavía duele, ha determinado en gran medida el destino del Oriente, como el del Occidente. La Iglesia de Oriente, que es esencialmente la verdadera Iglesia de Cristo, ha visto limitado su campo cultural y geográfico de acción, dando lugar a que históricamente se le confunda únicamente con el mundo bizantino.

En cuanto a la Iglesia de Occidente, ha perdido el equilibrio doctrinario y eclesial del cristianismo primario, y este desequilibrio también dio lugar a la Reforma del siglo XVI.

En los orígenes del cisma se encuentra, vinculados indisolublemente, causas o motivos teológicos y no-teológicos, pero vamos a ver que las razones propiamente “teológicas” resultan finalmente determinantes, porque impiden la solución de las dificultades aparecidas y provocan que las tentativas de reunificación fracasen. Ellas constituyen, hasta el día de hoy, el mayor obstáculo en el que tropieza la buena voluntad ecuménica.

Comenzando ya desde el siglo IV, entre Oriente y Occidente cristianos se sentía una tensión eclesiástica respecto al status del Papa romano en la Iglesia. Esta latente tensión siguió creciendo a lo largo del tiempo, transformándose, algunos siglos más tarde, en una oposición abierta.

La disputa tiene como fondo político la aparición, en Occidente, del Imperio Carolingio y el conflicto estalla cuando los intereses políticos de aquel Imperio franco se unen a las pretensiones de jurisdicción universal del Papa, asunto que no compartían los bizantinos*.

A finales del siglo VIII, Carlomagno, rey franco, comenzó a hacer públicas sus pretensiones de adquirir el título de “emperador romano”. Al no obtener el reconocimiento de Bizancio, decidió destruir la autoridad de Constantinopla. Uno de los medios a los que recurrió, fue a las acusaciones de herejía: el emperador de Oriente no podría aspirar a suceder a los emperadores cristianos, porque “rinde veneración a los íconos y confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre a través del Hijo” y no “del Padre y del Hijo”. Estas acusaciones, aducidas por Carlomagno en sus célebres “Libros carolinos” dirigidas al Papa en el año 792, se oponían claramente a las decisiones del séptimo Sínodo Ecuménico de Nicea (787) y abrían la interminable controversia greco-latina sobre el Filioque (expresión en latín agregada al Credo, en la fórmula “…y en el Espíritu Santo, que procede del Padre…”; con el término "Filioque" se agrega “y del Hijo”, algo que no existía en el Credo original). Muchos otros obispos y teólogos francos se lanzaron entonces en la controversia, patrocinados por la corte de Aix-la-Chapelle (Aquisgrán, en español. N. del T.).

Felizmente, la Iglesia de Roma, aceptando el patrocinio político que Carlos I le ofrecía, se opuso con vehemencia a los ataques doctrinarios en contra de Oriente. Los papas Adrián I (772-795) y Leon III (795-816) actuaron en protección del Sínodo de Nicea y rechazaron con fuerza la introducción del Filioque en el Credo. Aún así, en la noche de Navidad del año 800, el Papa Leon III coronó en Roma como “emperador romano de Occidente” a Carlomagno, lo que llevó al cisma político entre Occidente y Oriente.

En el siglo VIII y especialmente en los siglos X y XI, los obispos de Roma son casi completamente dominados por los emperadores francos; no obstante, los papas lograron mostrar alguna oposición. Pero, aunque los grandes papas reformadores buscaban la independencia de la Iglesia, eran también herederos de una civilización carolingia que se definía a sí misma a través de su oposición al Oriente y que se desarrollaba fuera de la tradición de los Santos Padres de la Iglesia; únicamente latina y occidental esta civilización era común a los papas y a los emperadores de Occidente.

El Papa Nicolás I (858-867), fue una especie de luchador tenaz. Él quiso cimentar un imperio espiritual mundial, al frente del cual estaría “el sucesor de San Pedro”. Él sostenía que el merecedor de la “Silla apostólica” recibiría de Jesucristo el derecho de “pastorear” a todos los creyentes, como único legislador de la Iglesia, que podía llamar ante él para justificarse ante su trono, no sólo a los clérigos de las diferentes diócesis, sino que también a obispos, metropolias, incluso patriarcas; sin embargo, él no podría ser juzgado por nadie y sus decisiones tendrían el valor y el poder de los cánones. Este punto de vista fue afirmado en el sínodo romano del año 863, en el que también se precisó que cualquier contradicción a las decisiones papales conllevan la declaración de “anatema”.

Aunque buscaba separar el poder espiritual del puramente “terrenal”, él se sintió juzgador y guía espiritual supremo e indiscutible de los principios terrenales, en cuestiones de naturaleza eclesial. Incluso, extendió sus pretensiones jurisdiccionales en contra del titular del trono de Constantinopla, amenazando deponer al Patriarca Focio.


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* Entre los años 754-755, el Papa se convirtió también en jefe de estado. El rey de los francos, Pipino el Breve, que fuera llamado por el Papa en busca de ayuda, le otorgó el territorio conquistado a los lombardos, en la Italia central, bajo la denominación de "Patrimonium Sancti Petri". De esta manera, creándose una especie de estado geográfico, el Papa se emancipaba del poder político de Bizancio, y aún más, hacía concurrencia con el Imperio Bizantino, en su - nueva - calidad de jefe de estado llamado Republica Romanorum.
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Para sostener y justificar la creación de un estado papal, los jerarcas de Roma se basaron en los siguientes documentos ilegítimos:
1. Donatio Constantini, por el cual pretendían que el emperador Constantino el Grande le habría donado al Papa Silvestre I, el territorio de Italia y sus fortalezas, justa recompensa por haberle curado de lepra por medio de las aguas bautismales. Tal documento fue probado como ilegítimo en el siglo XV por el canónico Lorenzo Valla, de Florencia, porque se sabe - según el historiador Eusebio de Cesárea - que el emperador Constantino el Grande fue bautizado en su lecho de muerte, falleciendo pocos días después, el 22 de mayo de 337, cerca de Nicomidia.

2. Decretos pseudo-isidorianos, una colección de cánones y decretos, en parte auténticos, en parte falsificados y en parte inventados, atribuidos incorrectamente a Isidoro de Sevilla. Estos decretos fueron utilizados por el Papa incluso para justificar la "supremacía papal".


Es importante saber que no toda creencia en Dios es buena. Por ejemplo, veamos qué dice el apóstol Pablo: “Repréndelos con firmeza para mantenerlos en una fe sana” (Tito 1, 13). Puede que alguien crea en Dios y esa convicción no le sea útil, si no cree en la forma que lo hace la Iglesia, es decir, la fe ortodoxa verdadera. Porque también los demonios creen en Dios. Por esto, dice el apóstol Santiago “¿Tú crees que hay un solo Dios? Pues muy bien, pero eso lo creen también los demonios y tiemblan” (Santiago 2, 19). Pero, ¿Para qué les sirve a ellos esa creencia, si no hacen la voluntad de Dios?

El primer tipo de fe es la fe correcta, es decir, ortodoxa, única que obra y salva.

Luego, está la fe cismática. Este tipo de fe es la de los católicos. “Iglesia Católica” significa “Iglesia universal”, pero dejó de ser correcta, es decir, “ortodoxa”, porque han ido cambiando algunos de los dogmas establecidos por los Santos Apóstoles y los Santos Padres en los siete Sínodos ecuménicos. Por este motivo, se separaron de la fe y del credo ortodoxo y creen en el Papa.

Luego está la fe herética. También los sectarios creen, pero su fe es herética. Si alguien “retuerce” la fe ortodoxa, ésta deja de ser correcta y no es agradable a Dios. Porque el apóstol Pablo dice: “Que la paz y la misericordia acompañen a los que viven según esta regla” (Gálatas 6, 16), es decir, la fe correcta, “y sobre todos aquellos elegidos por Dios”- Y, nuevamente dice “Pelea el buen combate de la fe…” (I Timoteo 6, 16); “Soporta las dificultades como un buen soldado de Jesucristo (…) porque quien no lucha según lo establecido, no será premiado” (II Timoteo 2, 3-5).

Así, es una lucha y una fe que trabaja, cuando se hace según lo que ordena Dios. Esta es la fe correcta. Y cuando la fe no es correcta, es una convicción herética, cismática o retorcida, es decir, en perjuicio de la verdadera fe ortodoxa.

Los protestantes dicen “sola fide”, es decir salvación únicamente a través de la fe: el hombre se salva sólo con la fe, sin obras, dicen ellos. Pero, ¿No dice el apóstol Santiago que la fe sin obras está muerta, así como las obras sin fe? Entonces, la fe que no está unida a hechos buenos no salva; porque también los demonios creen, pero no hacen la voluntad de Dios.

Nuevamente, el apóstol Pablo dice que ésa fe es la que salva, la que trabaja a través del amor. Fe a través del conocimiento tienen también los demonios, pero fe que trabaja tienen únicamente los cristianos. Insisto, la fe que trabaja a través del amor, es la única que puede salvar al hombre.

Así que no se confundan con las ideas de los sectarios, que vienen del seno del Protestantismo, que dice que únicamente la fe (“sola fide”) es suficiente para la salvación. O “sola gratia”, es decir, la salvación por la “gracia”. Eso no es cierto.

Es cierto que el apóstol dijo “en gracia sois salvados” (Efesios 2, 8). Sí, pero el mismo apóstol que dijo eso, también afirmó que “Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir cada uno lo que ha merecido en la vida presente por sus obras buenas o malas” (II Corintios 5, 10; ver también Apocalipsis 20, 12). ¿Han observado que se piden obras?

También el Salvador dice en el Evangelio que “Sepan que el Hijo del Hombre vendrá con la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno según su conducta” (Mateo 16: 27, 19, 28); asimismo, dice el Salmo 61: “Que eres Tú quien retribuye a cada cual según sus obras”. Cada obra buena o mala será tomada en cuenta por Dios en el juicio particular. En muchas partes de la Escritura se encuentra exactamente lo mismo. Es decir, únicamente la fe correcta salva, si está unida a los hechos

Veamos qué dice el apóstol Santiago: “Si un hermano o una hermana no tienen con qué vestirse ni qué comer, y ustedes le dicen, ‘Que les vaya bien, caliéntense y aliméntense’, sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué les sirve eso?” (Santiago 2, 15-16). Incluso Dios podría ayudarles sin necesidad de enviarles a ti. Pero te los envía parar conocer cuánto amor tienes, para ver tu fe, para ver si tú los quieres ayudar, alimentarlos o recibir algún extraño en tu casa y hospedarlo. Luego, la fe que no te hace sentir el dolor de tu prójimo, es una fe yerma, inútil y no te lleva a la salvación porque la fe sin obras está muerta.

La fe mosaica es la del pueblo hebreo recibida a través de Moisés. Ellos no creen en Jesucristo, Salvador y Redentor, rechazando la Nueva Ley traída por Él y por eso rechazan también a los cristianos.

La fe pagana es la de aquellos que no creen en el verdadero Dios, sino que adoran a deidades extrañas. ¿Qué dice el salmista David? “Porque todos los dioses del mundo son ídolos” (Salmo 95, 5). Y, otra vez, “los ídolos paganos son plata y oro, objetos hechos por las manos del hombre; no tienen boca ni hablarán…” (Salmo 134, 15-17) y otros.

La fe cristiana puede también ser supersticiosa y otras veces fanática. Las personas que creen en brujos, en encantos, en sueños y otras cosas así, son supersticiosos y tienen una fe enferma o dañada.

La fe fanática es la que odia a los demás en el nombre de Dios. Tiene un gran ímpetu en todo: en el ayuno, en los trabajos, en la caridad, en el abandono de sí mismo, en inclinaciones, pero no tiene una justa medida en lo que hace. El fanatismo se parece a un hombre que llena un camión de muchos bienes y al final del camino se aproxima a un punto en el que no podrá frenar. Cuando llega, vuelca. Así es la fe fanática. Es una fe sin equilibrio, sin justa medida.



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