Wednesday, December 17, 2014

La vida de Hierarca Nicolas del Japon

El igual a los Apóstoles Nicolás (Kazatkin) es el creador y primer jerarca de la primera iglesia de Japón, él era un eminente misionero ruso del siglo XX. Fallecido en año 1912, fue nominado santo 60 años después de su fallecimiento (el 31 de marzo del año 1970).

Toda la vida y todas sus fuerzas de misionero abnegado fueron utilizadas para la propagación del Evangelio y siembra de la Palabra de Dios en la Ciudad del Sol Naciente y su esmero apostólico trajo un abundante fruto. Naganavi Mitsio escribe: "Dejó a los descendientes la catedral, 8 iglesias, 175 templos, 276 parroquias, educó a un obispo, 34 sacerdotes, 8 diáconos, 115 predicadores. En total el número de ortodoxos creyentes llegó a 34 110 personas..."

El protopresbítero Y. Vostorgov al visitar Japón escribía: "En todo Japón no había persona más conocida que él después del Emperador. En la capital no era necesario preguntar donde estaba la misión ortodoxa rusa, era suficiente decir solo una palabra "Nicolás" e inmediatamente cada riksha ya sabía donde debía llevar al visitante de la misión. El templo ortodoxo se llamaba "Nicolai" y el lugar de la misión también "Nicolai" y la misma ortodoxia se llamaba con el nombre de "Nicolai." Viajando por el país en ropas de sacerdote ruso, siempre nos encontrábamos con miradas de cariño en las palabras de bienvenida. En la conversación relacionada a nosotros, captábamos entre las indescifrables palabras y expresiones de una lengua desconocida algo conocido y querido: "Nicolai" ... "El conocido en el este D.M. Pozdneev conociendo muy de cerca al hierarca recuerda: "Junto a una suavidad era una persona de hierro, no conocedora de ningún obstáculo, con una mente práctica y administrativa, capaz de encontrar solución ante cualquier situación difícil. Junto a su amabilidad tenía la facultad de ser gélido, inamovible e hiriente con las personas que el encontraba necesario educar a través de reglas rígidas y severas o castigar por algo o detener en algo. Junto a su gran sociabilidad tenía una muy fuerte voluntad y un gran dominio sobre sí mismo a través de una larga experiencia y amarga prueba y se debía dedicar mucho tiempo y esfuerzo para obtener su confianza y sinceridad. Junto a cierta ingenuidad infantil de alegre interlocutor tenía una amplitud de ideales de gran inteligencia, infinito amor hacia la patria, padecía con sus padecimientos ( de la patria) y sufría con sus sufrimientos... Amplios y santos ideales, férrea voluntad, e infatigable trabajador —ésta era la realidad del arzobispo Nicolai."

Hay que aceptar a A. Platonov, autora de una de las biografías del hierarca, quien escribía: "Conocerlo más detenidamente — es el deber de cada persona rusa, porque personas como el arzobispo Nicolai, — es un honor, y un adorno para la patria."

Su actividad fue acompañada con muchas aflicciones. El arzobispo Nicolai era molestado por dos lados: los japoneses — lo trataban como a un agente político ruso, espía, agitador, sembrador de traiciones en suelo japonés y simpatizante de la herética y avasalladora Rusia; los rusos — lo trataban como cuentero en Japón acerca de Rusia,sobre lo que Rusia no debía saber... Su labor se denominaba no solo inútil sino hasta lesiva, y en Rusia se lo consideraba como cierto maníaco especial y original. Al arzobispo Nicolai lo salvaron dos ideas claves que lo guiaban: primero — la idea del servicio apostólico, acción valerosa en la propagación de la ortodoxia entre los idólatras; segundo — cálida convicción de que su trabajo debía estar fuera de cualquier liga con la política." Y además: "tenía en sí mismo algo que no tenía un fin terrenal."

Historia del Imperio Bizantino. (2)




Continuación de la (1)

El Arrianismo y el Concilio de Nicea.

En razón del nuevo estado de cosas nacido en la primera parte del siglo IV, la Iglesia cristiana atravesó una época de hirviente actividad, manifestada sobre todo en el dominio dogmático. De esas cuestiones dogmáticas se ocuparon en el siglo IV, no sólo particulares — como, en el siglo III, Tertuliano y Orígenes, — sino numerosos partidos, notablemente organizados.

Los concilios, en el siglo IV, se convirtieron en fenómeno corriente: se veía en ellos el único medio de resolver los problemas religiosos en litigio.

Pero, en el curso de esos concilios del siglo IV, despierta un carácter nuevo, de extrema importancia para toda la historia posterior de las relaciones del poder espiritual y el temporal, de la Iglesia y el Estado. Desde Constantino, el Estado se mezcla a las discusiones dogmáticas y las dirige según le parece bien. En muchos casos, los intereses del Estado no habían de corresponder siempre a los de la Iglesia.

Hacía mucho tiempo que el principal centro de civilización del Oriente era Alejandría, donde la vida espiritual rebosaba actividad. Es natural que hubiera ardientes discusiones sobre nuevos dogmas en aquella Alejandría que, desde el siglo II, “se había tornado — según el profesor A. Spasski — en el centro del desarrollo teológico de Oriente y había adquirido en el mundo cristiano una reputación particular, la de una especie de iglesia filosófica, donde no se debilitaba nunca el interés que se dedicaba al estudio de los problemas superiores de la fe y la ciencia.”(2) La doctrina herética más importante de la época de Constantino fue el arrianismo. Nació éste en la segunda mitad del siglo III, en Antioquia (Siria), donde Luciano, uno de los hombres más cultos del tiempo, fundió una escuela de exégesis y teología. Esta escuela, como dice Harnack, fue “la cuna de la doctrina arriana.”(3)

(1) V. Barthold, en los Zapiski o Informes de la Sociedad Oriental (Leningrado, 1925). lomo I, pág. 463 (en ruso).

(2) S. Spasski, Historia de los movimientos dogmáticos en el período de los concilios ecuménicos, Serguiev Posad, 1906, p. 137 (en ruso).

(3) A- Harnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte, II. 4.a ed. (Tubinga, 1919), p. 187.

Arrio, sacerdote de Alejandría, emitió la idea de que el Hijo de Dios había sido creado. Tal proposición constituyó el fondo del arrianismo. La doctrina de Arrío se expandió aceleradamente. A ella se afiliaron Eusebio, obispo de Cesárea, y Eusebio, obispo de Nicomedia. A pesar de los esfuerzos de los partidarios de Arrio, éste se vio negada la comunión por Alejandro, obispo de Alejandría. Los intentos de las autoridades locales para apaciguar la turbada Iglesia, no produjeron el efecto deseado. Constantino acababa de triunfar de Licinio y era único emperador, Liego el 324 a Nicomedia, donde recibió múltiples quejas de los partidarios de Arrio y de los adversarios de éste. El emperador deseaba, ante todo, conservar en el Estado una Iglesia tranquila y no advertía bien la importancia de tal disputa dogmática. Se dirigió, pues, por escrito a Alejandro de Alejandría y a Arrio, procurando persuadirles de que se reconciliasen y de que se ajustaran al ejemplo de los filósofos, quienes, sin dejar de discutir entre sí, vivían en armonía. Fácil les era a los dos entenderse, pues que ambos reconocían la Providencia divina y a Jesucristo. “Devolvedme el alma de mis días, el reposo de mis noches — les pedía Constantino —; dejadle gustar el placer de una existencia tranquila.” (1)

(1) Eusebio, Vita Constantini, II, 72 (ed. Heikel), p. 71.

Para llevar aquella misiva, Constantino envió a Alejandría uno de sus hombres de confianza: Osio, obispo de Córdoba. Éste entregó la carta, examinó la cuestión sobre el terreno donde se debatía y, a su regreso, hizo conocer al emperador la mucha importancia del movimiento Arriano. Constantino decidió entonces convocar un concilio.

Ese primer concilio ecuménico, convocado por cartas imperiales, se reunió el 325 en Nícea (Bitínia). No se conoce con mucha exactitud el número de los que asistieron al concilio. No obstante, de ordinario, se evalúa en 318 el número de los Padres reunidos en Nicea.(1) La mayoría eran obispos de las regiones orientales del imperio. El obispo de Roma, demasiado anciano para trasladarse se hizo representar por dos sacerdotes. La querella arriana fue, con mucho, la más importante de las cuestiones que se examinaron. El emperador presidió el concilio e incluso dirigió los debates.

No se conservan las actas del concilio de Nicea, hasta no faltan quienes duden de que se redactaran protocolos de las sesiones. Lo que sabemos nos ha llegado merced a escritos de los miembros del concilio y de algunos historiadores.(2) Después de debates muy vivos, el concilio condenó la herejía de Arrio y, tras adoptar algunas enmiendas y adiciones, adoptó el Símbolo de la Fe (el Credo), donde, contrariamente a la doctrina de Arrio, Jesucristo era reconocido como “Hijo de Dios, no creado, consubstancial con el Padre.”

El arcediano de Alejandría, Atanasio, había combatido a Arrio con un celo particular unido a un arte consumado.

El Símbolo de Nicea fue aceptado por varios obispos arrianos. Los más obstinados discípulos de Arrío, y Arrio mismo, fueron expulsados del concilio y puestos en prisión. El concilio resolvió las demás cuestiones pendientes y se disolvió después. En carta solemne que se remitió a todas las comunidades, hízose saber a éstas que la paz y el acuerdo habían sido devueltos a la Iglesia. Constantino escribió: “Todos los proyectos que el demonio había meditado contra nosotros han sido aniquilados a la hora de ahora… El cisma, las disensiones, las turbulencias, el veneno mortal de la discordia, todo eso, por la voluntad de Dios, ha sido vencido por la luz de la verdad.” (3) Uno de los mejores especialistas del arrianismo comenta: “El arrianismo empezó con vigor que prometía una buena carrera; y en pocos años pudo aspirar a la supremacía en Oriente, Pero su fuerza se desvaneció ante el concilio, y fue herido por la reprobación universal del mundo cristiano… El arrianismo parecía completamente aplastado y sin esperanza de resurrección.” (4)

La realidad no confirmó las hermosas esperanzas de Constantino. La condenación del arrianismo por el concilio de Nicea, no sólo no puso fin a la disputa arriana, sino que incluso fue causa de nuevos movimientos y nuevas dificultades. En el mismo Constantino se notó luego un cambio muy neto en favor de los arrianos, A los pocos años del concilio, Arrio y sus partidarios más celosos fueron llamados del destierro.(5) La muerte repentina de Arrio impidió su re-habilitación. En vez de él, fueron exilados los defensores más eminentes del Símbolo de Nicea. Si este Símbolo no quedó desautorizado y condenado, se le olvidó a sabiendas y en parte se le substituyó por otras fórmulas.

(1) Pero fue inferior, sin duda, V. las Págs. 321-322 de P. Batiffol, La País constantinienne et le cathalicisme, 3.a ed., París, 1914.

(2) S. A. Wikenhauser, Zur Frage der Existen von Nizanischcn Synodalprotocolcn, en Dólger, ob. cit., Págs. 122-142.

(3) Sócrates, Historia eclesiástica, I, 9. V. Nicene and Postniccne Fathers, t, II, Pág. 13.

(4) H. Gwatldn, Studies of Arianism, 2.a ed., Cambridge, 1900, p. 1-2.

(5) Véase los muy interesantes artículos de X. H. Baynes, Athanasiana (Journal of Egyptían Archaelogy, t. XI, 1925, Págs. 58-69) y Alejandría and Constantinople; a study in Eccletiastical Diplomacy (Ibid-, t. XXII, 1926, Pág. 149). Más tarde, a raíz de la publicación por Schwartz de una serie de documentos, el autor ha desautorizado su disertación de Athanasiana sobre la llamada de Arrio, en el Journal of Román Studies, t. XVIII, 2, 1928, p. 221, n. I.

Es muy difícil establecer con exactitud cómo se creó esa oposición tenaz contra el concilio de Nicea y cuál fue la causa de tal cambio en el ánimo de Constantino. Examinando las diversas explicaciones que se han propuesto, y donde se hacen intervenir influencias cortesanas, relaciones íntimas o familiares u otros fenómenos, acaso quepa detenerse en la hipótesis de que Constantino, cuando fue solucionado el problema arriano, ignoraba los sentimientos religiosos del Oriente, que en su mayoría simpatizaba con el arrianismo.

El emperador, que había recibido su fe en Occidente y se hallaba bajo el influjo del alto clero occidental — como, por ejemplo, de Osío, obispo de Córdoba, — hizo elaborar en ese sentido el Símbolo de Nicea. Más éste no convenía del todo al Oriente. Constantino comprendió que las declaraciones del concilio de Nicea estaban en oposición, en Oriente, con el estado de ánimo de la mayoría de la Iglesia y los deseos de las masas, y desde entonces comenzó a inclinarse hacía el arrianismo. En los últimos años de su gobierno, el arrianismo penetró en la corte. Y de día en día se afirmaba con más solidez en la mitad oriental del Imperio. Varios de los propugnadores del Símbolo de Nicea perdieron sus sedes episcopales y pasaron al destierro. La historia de la predominancia del arrianismo en esta época no ha sido plenamente aclarada por los sabios, a causa de la penuria de las fuentes. (1)

Como todos saben, Constantino, hasta el último año de su vida, fue, oficialmente, pagano. Sólo en su lecho de muerte recibió el bautismo de manos de Eusebío de Nicomedia, es decir, de un arriano. “Pero — observa el profesor Spasski — la última voluntad que expresó al morir fue llamar del destierro a Atanasio, el ilustre rival de Arrio.” (2) Constantino había hecho cristianos a sus hijos.

(1) Véase, por ejemplo, el intento de explicación de Gwatkin, quien se esfuerza en atribuir la nueva actitud de Constantino al estado de ánimo de Asia. Gwatkin, ob. cit., páginas 57, 96.

(2) A. Spasski, págs. 2-38. Comp. g. Baynes, Athanasiana, Journal of Egyptian Archaeology, XI (1925).



La Fundación de Constantinopla.

El segundo hecho del reinado de Constantino cuya importancia — después del reconocimiento del cristianismo — se ha revelado como esencial, fue la fundación de una capital nueva. Ésta se elevó en la orilla europea del Bósforo, no lejos del mar de Mármara, sobre el emplazamiento de Bizancio (Byzantinum), antigua colonia de Megara. Ya los antiguos, mucho antes de Constantino, habían advertido el valor de la posición ocupada por Bizancio, notable por su importancia estratégica y económica en el límite de Europa y Asia. Aquel lugar prometía el dominio de dos mares, el Mediterráneo y el Negro, y aproximaba el imperio de los origenes de las más brillantes civilizaciones de la antigüedad.

A cuanto cabe juzgar por los documentos que nos han llegado fue en la primera mitad del siglo VII antes de J.C. cuando algunos emigrantes de Megara fundaron en la punta meridional del Bosforo, frente a la futura Constantinopla, la colonia de Calcedonia. Varios años mas tarde un nuevo contingente de megarios, fundo en la primera ribera europea de la punta meridional de Bosforo, la colonia de Bizancio, nombre que se hace derivar del jefe de la expedición megaría: Byzas. Las ventajas de Bizancio respecto a Calcedonia eran evidentes ya a los ojos de los antiguos. El historiador griego Herodoto (siglo V a. J.C.) cuenta que el general persa Megabaces, al llegar a Bizancio, calificó de ciegos a los habitantes de Calcedonia que, teniendo ante los ojos un emplazamiento mejor — aquel donde algunos años más tarde fue fundada Bizancio,— habían elegido una situación desventajosa. (1) Una tradición literaria más reciente, referida por Estrabón (VII, 6, 320) y por Tácito (An. XII, 63), atribuye esa declaración de Megabaces, en forma ligeramente modificada, a Apolo Pítico, quien, en respuesta a los megarios que preguntaban al oráculo dónde debían construir su ciudad, les dijo que frente al país de los ciegos.

Bizancio tuvo un papel importante en la época de las guerras médicas y de Filipo de Macedonía. El historiador griego Polibio (siglo II a. J.C.) analiza brillantemente la situación política y sobre todo económica de Bizancio, reconoce la mucha importancia del intercambio que se mantenía entre Grecia y las ciudades del mar Negro, y escribe que ningún navío mercante podría entrar ni salir de ese mar contra la voluntad de los moradores de Bizancio, quienes, dice, tienen entre sus manos todos los productos del Ponto, indispensables a la humanidad. (2)

(1) Herodoto, IV, 144.

(2) Polibio, IV, 38, 44.

Desde que el Estado romano cesó de ser de hecho una república, los emperadores habían manifestado muchas veces su intención de trasladar a Oriente la capital de Roma. Según el historiador romano Suetonio (I, 79), Julio Cesar había formado el proyecto de instalar la capitalidad en Alejandría o en Ilion (la antigua Troya). Los emperadores de los primeros siglos de la era cristiana abandonaron a menudo Roma durante períodos de larga duración, a causa de la frecuencia de las campañas militares y de los viajes de inspección por el Imperio. A fines del siglo II Bizancio sufrió grandes males. Septimio Severo, vencedor de su rival Pescenio Niger, a cuyo favor se había inclinado Bizancio, hizo padecer a la ciudad estragos terribles y la arruinó casi completamente. Pero Oriente seguía ejerciendo poderoso atractivo sobre los emperadores. Dioclecíano (284-305) se complugo muy particularmente en el Asia Menor, en la ciudad bitinia de Nicomedia, que embelleció con magníficas construcciones.

Constantino, resuelto a fundar una nueva capital, no eligió Bizancio desde el primer momento. Es probable que pensara por algún tiempo en Naisos (Nisch), donde había nacido, en Sárdica (Sofía) y en Tesalónica (Salónica). Pero atrajo su atención sobre todo el emplazamiento de la antigua Troya, de donde, según la leyenda, había partido Eneas, el fundador del Estado romano, para dirigirse al Lacio, en Italia. El emperador fue en persona a aquellos célebres lugares. E1 mismo trazó los límites de la ciudad futura. Las puertas estaban ya construidas, según testimonio de un historiador cristiano del siglo V (Sozomeno) cuando, una noche, Dios se apareció en sueños a Constantino y le persuadió de que buscase otro emplazamiento para la capital. Entonces Constantino fijó definitivamente su elección en Bizancio. Cien años más tarde, el viajero que recorría en barco la costa troyana, podía ver aún, desde el mar, las construcciones inacabadas de Constantino. (1)

Bizancio no se había repuesto por completo de la devastación sufrida bajo Septimio Severo. Tenía el aspecto de un poblado sin importancia y sólo ocupaba una parte del promontorio que se adelanta en el mar de Mármara. El 324, o acaso después (325), Constantino decidió la fundación de la nueva capital e inició los trabajos. (2) La leyenda cristiana refiere que el emperador en persona fijó los límites de la ciudad y que su séquito, viendo las enormes dimensiones de la capital proyectada, le preguntó, con asombro: “¿Cuándo vas a detenerte, señor?” A lo que él repuso: “Cuando se detenga el que marcha delante de mí.”(3) Daba a entender con esto que guiaba sus pasos una fuerza divina. Se reunieron mano de obra y materiales de construcción procedentes de todas partes. Los más bellos monumentos de la Roma pagana, de Atenas, de Alejandría, de Antioquía, de Efeso, sirvieron para embellecimiento de la nueva capital. Cuarenta mil soldados godos (“foederati”) participaron en los trabajos. Se concedieron a la nueva capital una serie de diversas inmunidades comerciales, fiscales, etc., a fin de atraer allí una población numerosa. En la primavera del año 330, los trabajos estaban tan avanzados, que Constantino pudo inaugurar oficialmente la nueva capital. Esta inauguración se celebró el 11 de mayo del 330, yendo acompañada de fiestas y regocijos públicos que duraron cuarenta días. Entonces se vio “la cristiana Constantinopla superponerse a la pagana Bizancio.” (4)

Es difícil determinar con precisión el espacio ocupado por la ciudad de la época de Constantino. Una cosa parece cierta, y es que rebasaba en extensión el territorio de la antigua Bizancio. No hay datos que nos permitan calcular la población de Constantinopla en el siglo IV. Quizá rebasase ya las 200.000 almas, pero ésta es una pura hipótesis.(5) Para defender la ciudad por el lado de tierra contra los enemigos exteriores, Constantino hizo construir una muralla que iba del Cuerno de Oro al mar de Mármara.

Más tarde, la antigua Bizancio, convertida en capital de un Imperio universal, empezó a ser llamada “la ciudad de Constantino,” o Constantinopla, y hasta, a continuación, meramente “Polis” o “La Ciudad.”(6) Recibió la organización municipal de Roma y fue distribuida, como ella, en catorce “regiones,” dos de las cuales se hallaban extramuros.

(1) Sozomeno, Historia eclesiástica, II, 3.

(2) V. J. Maurice, Les origines de Constantinople, Centenario de la Edad. Nacional de los Anticuarios de Francia (París, 1904), págs. 289-292. J. Maurice, Numismatique constantinienne, t. II, págs. 481-490. L. Bréhier, Constantin et la fondation de Constantinople, “Revista histórica,” t. CXIX (1915, p. 248). D. Lathoud, La consagración y dedicación de Constantinopla, Echos d’orient, t. XXIII (1924), pág. 289-94.

(3) Filostorgio, Hist. ecl. II, 9, ed. Bidcz (1913), pág. 20-21 y otras fuentes.

(4) N. Baynes, The Byzantine Empire (Nueva York-I.ondres, 1926), pág. 18.

(5) V. E. Stein, ob. cit., t. I, pág. 196. F. Lot, La fin du monde antique, pág. 81, núm. 5. A. Andreades se inclina a adoptar la cifra de 700.000 a 800.000 habitantes. (A. Andreades, De la población de Constantinopla bajo los emperadores bizantinos, en el periódico italiano Metron, Rovigo, 1920, t. I, pág. 8o). Bury dice que es probable que en el siglo ν la población de Bizancio fuese poco inferior a un millón de habitantes. (History of the Later Román Emperie, t. I, pág. 88).

(6) El geógrafo árabe Al-Masudi escribe en el siglo X que los griegos de su época, al hablar de su capital, la llamaban Bulin (es decir, la palabra griega Polín) y también IstanBulin (Stenpolin) y no empicaban el nombre “Constantinopla.”

No nos ha llegado ninguno de los monumentos contemporáneos de Constantino. Sin embargo, la iglesia de Santa Irene, reconstruida dos veces, una (la más importante) bajo Justiniano, y la otra, bajo León III, se remonta a la época de Constantino. Existe aun en nuestros días, y en ella está el Museo Militar turco. En segundo lugar, la célebre columna (siglo V a. J.C.) elevada en conmemoración, de la batalla de Platea y transportada por Constantino a la nueva capital, donde la instaló en el hipódromo, se encuentra allí todavía, aunque algo deteriorada, en verdad. El genio intuitivo de Constantino pudo apreciar todas las ventajas que implicaba la situación de la antigua Bizancio desde los puntos de vista político, económico y espiritual. Desde el punto de vista político, Constantinopla, aquella “Nueva Roma”), como se la llama a menudo, poseía ventajas excepcionales para la lucha contra los enemigos exteriores: por mar era inatacable y por tierra la protegían sus murallas. Económicamente, Constantinopla tenía en sus manos todo el comercio del mar Negro con el Archipiélago y el Mediterráneo, estando, así, destinada a cumplir el papel de intermediaria entre Asia y Europa. Desde el punto de vista espiritual, se encontraba próxima a los focos de la civilización helenística, la cual, a su fusión con el cristianismo, cambió de aspecto, resultando de tal fusión una civilización cristiano-greco-oriental, que recibió el nombre de bizantina.

“La elección del emplazamiento de la nueva capital — escribe F. I. Uspenski, — la edificación de Constantinopla y la creación de una capital mundial, son hechos que prueban el valor incontestable del genio político y administrativo de Constantino. No es en el edicto de tolerancia donde se encuentra la medida de su mérito, de alcance universal, ya que, de no ser él, habría sido uno de sus sucesores inmediatos quien hubiera dado primacía al cristianismo, el cual, en este caso, no habría perdido nada. En cambio, por un traslado oportuno de la capital del mundo a Constantinopla, salvó la civilización antigua y creó a la vez una atmósfera propicia a la expansión del cristianismo.”

A partir de Constantino, Constantinopla se convirtió en el centro político, religioso, económico y moral del Imperio.

Las Reformas Orgánicas del Imperio en la Época de Diocleciano y de Constantino.

Cuando se examinan las reformas de Diocleciano y de Constantino, se comprueba que las más importantes son: establecimiento de una centralización estricta, creación de una administración numerosa, separación de los poderes civil y militar. Pero no han de buscarse instituciones nuevas ni cambios repentinos. El gobierno romano había entrado en vías de centralización desde Augusto.

Paralelamente a la absorción por Roma de las regiones orientales helenísticas, de civilizaciones superiores y de formas de gobierno más antiguas, la capital — sobre todo en las provincias del Egipto ptolemaico — imprimió de modo progresivo sus costumbres vivas y sus ideales helenísticos a los países recién conquistados. El rasgo distintivo de los Estados que se fundaron sobre las ruinas del imperio de Alejandro Magno — el Pergamo de los atálidas, la Siria de los seléucidas, el Egipto de los Ptolomeos — consistía en el poder ilimitado, divino, de los monarcas, sentimiento particularmente fuerte y arraigado en Egipto. Para los habitantes de Egipto… Augusto, conquistador del país, y sus sucesores; fueron soberanos absolutos y de esencia divina, como antes lo habían sido los Ptolomeos. Esto era la exacta oposición al concepto romano de los poderes del “princeps,” especie de compromiso entre las instituciones republicanas de Roma y las formas gubernamentales desarrolladas desde hacía poco. Bajo la acción de las influencias políticas del Oriente helenístico, el concepto inicial de los poderes imperiales se modificó, y los “príncipes” romanos mostraron muy pronto que preferían a Oriente y su concepción del poder imperial. Desde el siglo I, Calígula, según Suetonio, probó estar presto a aceptar la corona imperial, o diadema (2), y en 1a primera mitad del siglo III, Heliogábalo, según las fuentes, llevaba diadema en su palacio.(1) Se sabe que Aureliano, en la segunda mitad del siglo III, fue el primero en ostentar la diadema en público, a la vez que monedas e inscripciones le daban los nombres de “Dios” y “Señor” (“Deus Aurelianus Imperator Deus et Dominus Aurelianus Augustus”). (2) Aureliano fue quien estableció el gobierno autocrátíco en el Imperio romano.



(1) Uspenski, Historia del Imperio bizantino, t. I, págs. 60-62 (en ruso). Desde hace algún tiempo existe la tendencia a disminuir la importancia de la fundación de Constantinopla. V. O. Seeck, Geschichte des Untergangs der Antiken Welt, t. III (Berlín, 1909), pags 421-423; 2.aed., págs. 426-428. Le siguen E. Stein, ob. cit., t. I., pág. 193, núm. 6; gmas 2-3; ed. en el Gnomon, t. IV (julio-agosto 1928), págs. 411-412. V. también, id-, Kapitel vom persischen una von byzantinischen Staate (Byzantimsch-NeitgriechiSche JarbücHer, t. I (1920), p. 86. F. Lot declara que la fundación de Constantinopla es desde todos los puntos de vista, un gran suceso histórico, pero añade que “la fundación de Constinopla es un enigma” (págs. 39-40) y que nació del capricho de un déspota presa de una extensa exaltación religiosa.

(2) Suctonio, Caligula, 22: Nec multum afuít quin statim diadema sumeret.

(1) Lampridio, Ant, Heliogabalus, 23, 5: Quo (diademate garmnato) et usus est domi.

(2) L. Homo, Essai sur le regne de l’empereur Aurélien (París, 1904), págs. 191-193.

Puede decirse que la evolución del poder imperial, primero sobre el modelo del Egipto ptolemaico, después bajo la influencia de la Persia sasánida, estaba casi del todo acabada alrededor del siglo IV. Diocleciano y Constantino quisieron poner el punto final a la organización de la monarquía y, con esta intención, substituyeron pura y sencillamente las instituciones romanas por las costumbres y prácticas que reinaban en el Oriente helenístico y que se conocían ya en Roma, sobre todo desde la época de Aureliano.

Los períodos de desorden y anarquía militar del siglo III habían infiltrado la turbación en la organización interna del Imperio y la habían dislocado y disgregado. Aureliano restableció de momento la unidad. Por esa obra, los documentos e inscripciones de la época le dan el nombre de “Restaurador del Imperio” (“Restitutor Orbis”). Pero a su muerte siguióse un nuevo período de turbulencias. En tales condiciones, Diocleciano acometió la tarea de reconstruir todo el mecanismo del Estado y ponerlo en el buen camino. En el fondo, no hizo sino una gran reforma administrativa. De todos modos, él y Constantino introdujeron en la organización interior del Estado cambios de tanta importancia, que puede considerárseles como fundadores de un nuevo tipo de monarquía, nacido, como hemos observado antes, bajo una fuerte influencia del Oriente.

Diocleciano, que residía a menudo en Nicomedia y se sentía atraído por Oriente de un modo general, adoptó numerosas características de las monarquías orientales. Fue un verdadero autócrata, un emperador-dios, que llevó la diadema imperial. En su palacio penetraron el lujo y el complicado ceremonial de Oriente. En las audiencias, los súbditos habían de prosternarse ante el emperador antes de osar alzar los ojos a él. Cuanto afectaba al emperador recibía el nombre de sagrado: eran sagrada su persona, sagradas sus palabras, sagrado el palacio, sagrado el tesoro, etc. El emperador hallábase rodeado de una numerosa corte que, instalada desde Constantino en la nueva capital, requirió gastos enormes y se convirtió en centro de maquinaciones e intrigas que más tarde hicieron muy complicada la vida del Imperio bizantino. Así, la autocracia, en forma muy próxima al despotismo oriental, fue introducida en el Imperio por Diocleciano y se convirtió en uno de los rasgos típicos de la organización del Imperio bizantino. Para mejorar el gobierno de la inmensa y heterogénea monarquía, Diocleciano implantó el sistema de la tetrarquía, o “poder de cuatro personas.” El gobierno del Imperio fue distribuido entre los augustos con iguales poderes, uno de los cuales debía habitar en la parte occidental y otro en la oriental del Imperio. Los dos augustos debían gobernar nominalmente un solo Imperio romano. El Imperio seguía siendo uno, y la designación de dos augustos mostraba que el gobierno reconocía ya la diferencia existente entre el Oriente griego y el Occidente latino, la administración simultánea de los cuales era tarea que rebasaba las facultades de una sola persona. Cada augusto debía asociarse un Cesar que a la muerte o abdicación del augusto pasaba a ser augusto el mismo y elegía un nuevo cesar. Así se creó una especie de sistema dinástico artificial que debía librar al Imperio de turbulencias y de empresas de los ambiciosos y a la vez quitar a las legiones el poder decisivo que se habían arrogado en la elección de nuevos emperadores. Los primeros Augustos fueron Diocleciano y Maximiano, y los cesares Galerio y Constancio Cloro, padre de Constantino. Diocleciano se reservó Egipto y las provincias asiáticas, con centro en Nicomedia. Maximiano tomó Italia, España y África, con centro en Mediolanum (Milán). Galerio recibió la Península balcánica y las provincias danubianas vecinas, con centro en Sirmium, sobre el Save (cerca de la actual Mitrovitz). A Constancio Cloro se le adjudicaron la Galia y la Bretaña, con centros en Augusta Trevirorum (Tréveris) y Eboracum (York). Estos cuatro personajes eran considerados gobernadores de un Imperio único e indiviso y las leyes se promulgaban en su cuádruple nombre. No obstante la igualdad teórica de los dos augustos, Diocleciano disfrutaba, como emperador, de una indiscutible supremacía. Los cesares estaban bajo la dependencia de los augustos. Al cabo de cierto tiempo, los augustos debían abdicar, dejando poder a los cesares. En el año 305, en efecto, Diocleciano y Maximiano abdicaron, pasando a la vida privada. Galerio y Constancio Cloro se convirtieron entonces en augustos. Sin embargo, las turbulencias que estallaron pusieron rápido fin al sistema artificial de la tetrarquía, que dejó de existir a principios del siglo IV.

Diocleciano practicó grandes cambios en el gobierno de las provincias. Con él desapareció la antigua distinción entre provincias senatoriales e imperiales. Todas dependían ya del emperador. Las antiguas provincias del Imperio, relativamente poco numerosas, se señalaban por su vasta extensión y daban gran poderío a quienes las administraban. De esto surgían con frecuencia peligros muy graves para el poder central. Se producían revueltas a menudo, y los gobernadores de provincias, a la cabeza de las legiones provinciales que se unían a ellos, erigíanse muchas veces en pretendientes al trono. Diocleciano, queriendo suprimir el peligro político que representaban las provincias de excesiva extensión, decidió disminuirlas en tamaño. De cincuenta y siete provincias que había al llegar él al trono, hizo noventa y seis, o acaso más.

No sabemos el número exacto de las nuevas provincias de menor extensión creadas por Diocleciano, a causa de los insuficientes informes ofrecidos por las fuentes. La fuente principal que poseemos sobre la organización de las provincias del Imperio en esa época, es la llamada “Notitia dignitatum,” o lista oficial de las funciones de la corte y de los empleos civiles y militares, con la enumeración de las provincias. Pero, según la opinión de los sabios, ese documento— que carece de fecha — se remonta a primeros del siglo V y a una época en que existían ya todos los cambios operados en el gobierno por el sucesor de Diocleciano. La “Notitia dignitatum” da una cifra de 120 provincias. Otras listas, de época igualmente incierta, pero anteriores, incluyen un número menor de provincias. Como quiera que sea, debe tenerse en cuenta que varios detalles de la reforma de Diocleciano no se hallan lo bastante aclarados, a causa del mal estado de las fuentes.

El Imperio consistía bajo Diocleciano en cuatro prefecturas, al frente del cada una de las cuales había un prefecto del pretorio (“praefecti pretorio”). Las prefecturas se dividían en diócesis. La lista de Verona, que es la más antigua, indica doce diócesis. Cada una de éstas se dividía en varias provincias.

Para garantizar mejor su poder contra eventuales complicaciones, Diocleciano separó estrictamente el poder militar del poder civil. Desde él, los gobernadores de provincias no tuvieron sino funciones judiciales y administrativas. Las consecuencias de la reforma provincial de Diocleciano se manifestaron sobre todo en Italia, que, de región dominante que era, pasó a ser una mera provincia.

Tal reforma exigía una administración. Se creó un sistema burocrático muy complicado, que requería empleos múltiples, títulos extremadamente diversos una estricta jerarquización.

Constantino desarrolló y completó la obra reformadora empezada por Diocleciano.

Así, los rasgos más característicos de las épocas de Diocleciano y Constantino fueron el establecimiento del poder absoluto del emperador y la rígida separación de los poderes militar y civil, lo que produjo la creación de una administración numerosa. En la época bizantina se conservó el primer rasgo, esto es, el carácter absoluto del monarca, mientras el segundo sufrió una modificación profunda, en el sentido de una concentración progresiva de los poderes militar y civil en las mismas manos. Pero la administración numerosa pasó a Bizancio y, si bien con modificaciones bastante importantes, tanto en los empleos como en sus calificativos, subsistió hasta los últimos tiempos del Imperio. La mayoría de las funciones y títulos se convirtieron, de latinos, en griegos. Varios se tornaron puramente honorarios y con posterioridad se crearon otros muchos nuevos.

Un factor en extremo importante de la historia del Imperio en el siglo IV es la infiltración progresiva de los bárbaros, y concretamente de los germanos (godos). Pero trataremos esta cuestión más tarde, cuando abarquemos en su integridad el siglo IV.

Constantino murió el 337. Su actividad fue póstumamente consagrada por raras marcas de aprecio. El Senado romano, según el historiador Europio (siglo IV) le alineó entre los dioses (1); la historia le dio el nombre de Grande; la Iglesia ha hecho de él un santo e igual a los apóstoles.

El lábaro, “colocado en el palacio de Constantinopla, quedó allí como el testimonio de la religión del fundador del Estado cristiano, así como el programa de Milán fue el testamento de su prudencia política.” (2)

(1) Eutropeo, Breviarium, X, 8.

(2) Maurice, Numismatique conslatitinienne, t. II, pág. XCIII.

Un sabio inglés del siglo XIX hace la siguiente observación: “Si hubiésemos de comparar a Constantino con algún gran hombre de los tiempos modernos, sería más con Pedro el Grande que con Napoleón.” (1)

Eusebio de Cesárea, en su Panegírico de Constantino, escribe que después que el cristianismo triunfante, hubo puesto fin a las creaciones de Satán, es decir, a los falsos dioses, los Estados paganos se encontraron aniquilados. “Se proclamó un día único para todo el género humano. A la vez se elevó y prosperó una potencia universal, el Imperio romano. Exactamente en la misma época, sobre un signo formal del mismo Dios, dos fuentes de beneficios, I el Imperio romano y la doctrina de la piedad cristiana, brotaron juntos, para el bien de la humanidad… Dos poderes potentes, partidos del mismo punto, el Imperio romano bajo el cetro de un soberano único, y la religión cristiana, subyugaron ν reconciliaron todos aquellos elementos contrarios.” (2)

Los Emperadores desde Constantino el Grande hasta Principios del Siglo VI.

A la muerte de Constantino, sus tres hijos, Constantino, Constancio y Constante, tomaron todos el título de augusto y se repartieron el gobierno del Imperio. Pero pronto surgió un conflicto entre los tres emperadores; dos de ellos perecieron en la lucha: Constantino en 340 y Constante en 350. Constancio quedó así único dueño del Imperio y reinó hasta 361. Como no tenía hijos, a la muerte de sus hermanos se inquietó vivamente por su sucesión. De la matanza de los miembros de su propia familia, ejecutada según sus órdenes, sólo dos primos suyos se habían salvado: Galo y Juliano, a quienes se mantenía alejados de la capital. Deseando asegurar el trono a su dinastía, Constancio I designó cesar a Galo. Pero éste atrajo sobre sí las sospechas del emperador y fue asesinado el 354.

Tal era la situación cuando el hermano de Galo, Juliano, fue llamado a la I corte de Constancio, donde se le designó cesar (355), casando con Elena, hermana de Constancio. El muy breve reinado de Juliano (361-363), tras el cual terminó la dinastía de Constantino el Grande, fue seguido del reinado, igualmente corto, de Joviano (363-364), comandante de la guardia imperial antes de su exaltación y elegido augusto por el ejército. A la muerte de Joviano una nueva elección recayó en Valentíniano (364-375), quien inmediatamente después de su designación fue obligado por sus soldados a nombrar augusto y coemperador a su hermano Valente. Valentíniano gobernó el Occidente, y confió el Oriente a Valente. Valentíniano tuvo por sucesor en Occidente a su hijo Graciano (375-385), pero el ejército proclamó augusto a la vez a Valentíniano II (375-392). hermano menor de Graciano, y que no tenía más que cuatro años.

(1) A Dictionary of Christian Biography, Constantine I, t. I (1877), p. 644. V. Duruy, t. VII, pág. 88.

(2) Eusebio, De laudibus Constantini, XVI, 3-5 (Eusebius Werke, I. Heikel, Leipzig, 1902, t. I, p. 249)- Traducción inglesa en los Nicene and Postnicene Fathers, 2.a serie, t. I., página 606.

Después de la muerte de Valente (378), Graciano elevó a Teodosio al título de augusto y le confió el gobierno de la “pars orientalis,” así como de gran extensión de la Iliria. Teodosio, originario del “Extremo Occidente” (pues era español), fue el primer emperador de la dinastía que había de ocupar el trono hasta el 450 de J.C. es decir, hasta la muerte de Teodosio el Joven.

A la muerte de Teodosio, sus dos hijos Arcadio y Honorio se repartieron el gobierno del Imperio. Arcadio reinó en Oriente y Honorio en Occidente. En los reinados en común de Valente y Valentíniano I, o de Teodosio, Graciano y Valentíniano II, la división de poder no había destruido la unidad del Imperio, y bajo Arcadio y Honorio se mantuvo también esa unidad. Hubo dos emperadores y un solo Estado. Los contemporáneos vieron la situación exactamente a esa luz. Un historiador del siglo V, Orosio, autor de la Historia contra los paganos, escribía: “Arcadio y Honorio comenzaron a tener el Imperio en común, no repartiéndose más que sus sedes.” (1)

(1) Paulo Orosio, Historia adversus paganos, VII, 36, I.

Del 395 al 518, los emperadores que reinaron en la “pars orientalis” del Imperio fueron los siguientes: primero el trono estuvo ocupado por la línea de Teodoro el Grande, es decir, por su hijo Arcadio (395-408), que casó con Eudoxia, hija de un jefe germano (franco), y después por el hijo de Arcadio. Teodosio el Joven (408-450), que tomó por mujer a Atenais, hija de un filósofo ateniense, bautizada con el nombre de Eudocia. A la muerte de Teodosio II, su hermana Pulquería se desposó con el tracio Marciano, que se convirtió en emperador (450-457). Así terminó el 450 la línea masculina de la dinastía española de Teodosio. Después de la muerte de Marciano, León I (457-474), tribuno militar originario de Tracia, o de “Dacia en Iliria,” es decir, de la prefectura de Iliria, fue elegido emperador. Ariadna hija de León I, que había casado con el isáurico Zenón, tuvo un hijo, llamado Leòn también, el cual, a la muerte de su abuelo paso a ser emperador (474) a la edad de seis anos. Murió pocos meses después, no sin antes haberse asociado al Imperio a su padre Zenon, que era originario del pueblo bárbaro de los isaurios, habitantes de las montañas del Τauro, en el Asia Menor. A este Leòn se le conoce en la historia con el nombre de Leon II Su padre, Zenón, reinó de 474 a 491. Cuando murió, su esposa Ariadna contrajo matrimonio con un silenciario, (1) el viejo Anastasio, originario de Dyrrachium (Durazzo) en Iliria (la Albania de hoy). Anastasio fue proclamado emperador el 491, a la muerte de Zenón, reinando con el nombre de Anastasio I desde 491 a 518.

Esta lista de emperadores nos muestra que, desde la muerte de Constantino el Grande hasta el año 518 de J.C., el trono de Constantinopla fue ocupado: primero por la dinastía de Constantino, o más bien de su padre Constancio I Cloro, que pertenecía, probablemente, a alguna tribu bárbara romanizada del la Península balcánica; luego por cierto número de romanos (Joviano y la familia de Valentiniano I); después por los tres representantes de la dinastía española de Teodosio el Grande, y al fin por emperadores elevados por casualidad y pertenecientes a tribus variadas: tracios, un isaurio, un ilírico (acaso albanés). En todo este período, el trono no fue ocupado nunca por un griego.

(1) Los silenciarios eran ujieres destinados a cierto servicio especial en algunas puertas del palacio imperial



http://www.diakonima.gr/2009/09/10/historia-dei-imperio-bizantino-2/

Historia deI Imperio Bizantino. (1)


 

El Imperio de Oriente desde el Siglo IV a Comienzos del VI.

Constantino y el Cristianismo.

La crisis de cultura y de religión que atravesó el Imperio romano en el siglo IV, es uno de los fenómenos mas importantes de la historia universal. La antigua civilización pagana entró en conflicto con el cristianismo que, reconocido por Constantino a principios del siglo IV, fue declarado por Teodosio el Grande, a fines del mismo siglo, religión dominante y religión del Estado. Cabía suponer que aquellos dos elementos adversarios, representantes de dos conceptos radicalmente opuestos, no podrían, una vez iniciada la pugna, encontrar jamás ocasión de acuerdo y se excluirían el uno al otro. Pero la realidad mostró todo lo contrario. El cristianismo y el helenismo pagano se fundieron poco a poco en una unidad e hicieron nacer una civilización cristiano-greco-oriental que recibió el nombre de bizantina. El centro de ella fue la nueva capital del Imperio romano: Constantinopla.

El principal papel en la creación de un nuevo estado de cosas correspondió a Constantino. Bajo su reinado, el cristianismo fue reconocido, de manera decisiva, como religión oficial. A partir de la exaltación de aquel emperador, el antiguo Imperio pagano empezó a transformarse en Imperio cristiano.


De ordinario, una conversión semejante se produce al principio de la historia de un pueblo o Estado, cuando su pretérito no ha echado aún en las almas cimientos ni raíces sólidas, o cuando no ha creado más que imágenes primitivas. En tal caso, el paso del paganismo grosero al cristianismo no puede crear en el pueblo o Estado crisis profundas. Pero todo sucedía diferentemente en el Imperio romano del siglo IV. El Imperio poseía una civilización de varios siglos de antigüedad que, para su época, había alcanzado la perfección en las formas del Estado, y tenía tras él un gran pasado cuyas ideas y maneras de ver estaban como enraizadas en la población. Este Imperio, al transformarse en el siglo IV en Estado cristiano, es decir, al emprender el camino de un conflicto con su pretérito, e incluso a veces de una negación del tal, debía por necesidad sufrir una crisis aguda y un trastorno profundo. Era evidente que el antiguo mundo pagano, al menos en el dominio religioso, no satisfacía ya las necesidades del pueblo. Habían nacido nuevas exigencias y nuevos deseos que, en virtud de una serie de causas múltiples y diversas, el cristianismo estaba en grado de satisfacer.

Si en un momento de crisis de extraordinaria importancia se asocia a ella una figura histórica que desempeñe en el caso un papel preponderante, es palmario que se forma siempre en torno a esa personalidad, dentro de la ciencia histórica, toda una literatura que trata de apreciar el papel exacto del personaje en su época, así como de penetrar en las capas subterráneas de su vida religiosa. Una figura así es, en el siglo IV, la de Constantino. Desde hace mucho él ha suscitado una literatura inmensa, acrecida sin cesar en estos años últimos a raíz de la celebración, en 1913, del decimosexto centenario de la promulgación del edicto de Milán.

Constantino pertenecía, por parte de su padre, Constancio Cloro, a una noble familia de Mesia. Nació en Naisos, hoy Nisch. Su madre, Elena, era cristiana, y debía ser canonizada más tarde. Elena había hecho una peregrinación a Palestina y, según la tradición, descubierto allí la verdadera cruz donde Jesucristo fuera crucificado.(1) Cuando, en el 305, Diocleciano y Maximiano, para ponerse de acuerdo con su propio sistema, abdicaron, retirándose a la vida privada, Galeno y Constancio Cloro, padre de Constantino, pasaron a ser augustos, el uno en Oriente y el otro en Occidente. Al año inmediato, Constancio Cloro murió en Bretaña y sus legiones proclamaron augusto a su hijo Constantino. A la vez estallaba en Roma una revuelta contra Galerio. La población rebelde y el ejército proclamaron emperador, en lugar de Galerio, a Majencio, hijo de Maximiano. Al nuevo emperador se agregó el viejo Maximiano, que recuperó el título imperial. Empezó una época de guerras civiles en cuyo transcurso murieron Maximiano y Galerio. Al fin, Constantino se alió a Licinio, uno de los nuevos augustos, y en 312, a las puertas de Roma, batió en una batalla decisiva a Majencio, quien, al tratar de huir, se ahogó en el Tíber, en las Piedras Rojas, cerca del Puente Mílvio. Los dos emperadores victoriosos, Licinio y Constantino, llegaron a Milán, donde, según la historia tradicional, promulgaron el famoso edicto de ese nombre, del que tendremos nueva ocasión de hablar. Pero la inteligencia entre ambos emperadores no duró mucho. Estallaron, pues, las hostilidades, concluidas con la victoria total de Constantino. El 324, Licinio fue muerto y Constantino se’ convirtió en dueño único del Imperio romano.

Los dos hechos del gobierno de Constantino que debían resultar de decisiva importancia para toda la historia ulterior, fueron el reconocimiento oficial del Cristianismo y el traslado de la capital desde las orillas del Tifa en a las orillas del Bosforo, desde la Roma antigua a la «Roma nueva», es decir, a Constantinopla.

Al estudiar la situación del cristianismo en la época de Constantino, los sabios han centrado su atención, de modo particular, en los dos puntos siguientes: la “conversión” de Constantino y el edicto de Milán.

La “Conversión” de Constantino.

Los historiadores y los teólogos se interesan, sobre todo, en los móviles de la «conversión» de Constantino. ¿Por qué se inclinó Constantino en ¿No habrá que mirar en ello sino un acto de prudencia política? ¿Vio Constantino en el cristianismo tino de los medios que podían servirle para alcanzar sus fines políticos, que no tenían con el cristianismo nada común? ¿O bien se unió Constantino a los cristianos impelido por una convicción interna? ¿Débense admitir a la vez en él móviles de carácter político y una inclinación de su ánimo hacia el cristianismo?

La principal dificultad que se halla en la resolución de este problema, radica en los datos contradictorios de las fuentes que nos han llegado. Constantino, tal como nos lo describe el obispo Eusebio, escritor cristiano, no se asemeja en nada al Constantino de Zósimo, escritor pagano. Por su parte, los historiadores, en sus estudios sobre Constantino, han encontrado materia lo bastante rica para que les haya permitido aportar a esta cuestión, ya eminentemente enmarañada, sus propios puntos de vista preconcebidos. El historiador francés G. Boissier, en su obra El fin del paganismo, estribe: “Por desgracia, cuando llegamos a esos grandes personajes que desempeñan los primeros papeles de la historia, cuando tratamos de estudiar su vida y hacernos cargo de su conducta, nos cuesta trabajo contentarnos con explicaciones naturales. Como tienen la reputación de ser personas extraordinarias, no queremos nunca creer que hayan obrado como todos. Buscamos razones ocultas a sus actos más sencillos; les atribuimos sutilezas, combinaciones, profundidades, perfidias, de que ellos no se dieron cuenta nunca. Eso sucede con Constantino: estamos tan convencidos de antemano de que su política hábil quiso engañarnos, que cuanto más se le ve ocuparse con ardor de las cosas religiosas y hacer profesión de ser creyente sincero, más tentados nos sentimos a suponer que era un indiferente, un escéptico, que, en el fondo, no se cuidaba de culto alguno y que prefería aquel de que podía obtener más ventajas.” (1)

(1) G. Boissier, La fin du paganisme, París, 1891, t. I, Págs. 24-25.

Durante mucho tiempo, la opinión general que se ha tenido de Constantino hallóse en muy alto grado influida por el juicio escéptico emitido por el célebre historiador suizo Jacobo Burckhardi en una brillante obra titulada Die Zeit Constantin’s des Grossen (1,a ed., 1853), Según Burckhardt, Constantino, estadista genial, dominado por la ambición y la pasión del poder, lo sacrificó todo al cumplimiento de sus planes universales. “Se trata a menudo — dice Burckhardt—de penetrar en la conciencia religiosa de Constantino y de erigir un cuadro de sus pretendidos cambios de opinión religiosa. Es trabajo perdido. Para un hombre de genio a quien la ambición y la pasión del poder no dejan un instante de tranquilidad, no puede haber cuestión de cristianismo o paganismo, de religión consciente o de irreligiosidad (unreligios). Una persona semejante está, en el fondo, desprovisto de toda religión. Suponiendo que se detenga, siquiera un momento, a examinar su verdadera conciencia religiosa, encontrará allí un fatalismo.” Este “espantoso egoísta,” después de comprender que en el cristianismo residía una fuerza universal, se sirvió de él en ese sentido, y en ello consiste el gran mérito de Constantino. Pero el emperador dio también al paganismo garantías precisas. Sería vano buscar en ese hombre inconsecuente el menor sistema: todo en él es casualidad. Constantino, ese “egoísta vestido de púrpura, hace converger todo, tanto sus propios actos como los que deja cumplir, hacia el acrecentamiento de su propio poderío.” Burckhardt se ha servido, como fuente principal, de la Vida de Constantino, de Eusebío, sin tener en cuenta que esta obra no es auténtica.(2) Tal es, resumida en pocas palabras, la opinión de Burckhardt. Este historiador, como puede verse, no deja lugar alguno a una conversión del emperador fundada en móviles religiosos.

(2) Jacobo Burckhardt, Die Zeit Constantin’s des Grossen, Leipzig, 183 Auflage, páginas 326, 369-70, 387, 407.

Fundándose en otras fuentes, el historiador religioso alemán Adolfo Harnack, en su estudio sobre Die Míssion und Ausbreitung des Christentums in der ersten drei Jahrhunderten (1.a ed., 1892), (1) llega a conclusiones análogas. Tras estudiar el estado del cristianismo en las provincias del Imperio, una a una, y aun reconociendo la imposibilidad de determinar la cifra exacta del número de cristianos, Harnack termina opinando que los cristianos, que eran en el siglo IV bastante numerosos ya representaban un factor considerable en el Estado, no constituían, sin embargo, la mayoría de la población. Pero, observa Harnack, “la fuerza numérica y la influencia real no se corresponden necesariamente. Una minoría puede gozar de gran influencia si se apoya en las clases dirigentes, y una mayoría tiene poco peso si se compone de las capas inferiores de la sociedad, o, sobre todo, de la población rural. El cristianismo fue una religión urbana: cuanto más grande era la ciudad, mayor era el número de cristianos. Esta fue una ventaja eminente. Además, el cristianismo había ya (en el siglo IV) penetrado profundamente en gran número de provincias hasta las campiñas. Lo sabemos así con exactitud en lo que atañe a la mayoría de las provincias del Asia Menor, Armenia, Siria, Egipto y parte de Palestina y también del África del Norte.” Después de distribuir las provincias del Imperio en cuatro grupos, según la mayor o menor expansión del cristianismo, y tras examinar el problema en cada uno de esos cuatro grupos, Harnack concluye que el centro principal de la Iglesia cristiana a comienzos del siglo IV, se encontraba en el Asia Menor. Constantino, antes de partir para la Galia, había pasado varios años en Nicomedía, la corte de Diocleciano. Las impresiones experimentadas en el Asia Menor, le acompañaron a Galia y se transformaron en una serie de convicciones políticas que implicaban conclusiones radicales: las de que podía apoyarse en la Iglesia y el episcopado, fuertes y poderosos los dos. Preguntarse si la Iglesia habría triunfado sin Constantino, es ocioso. Necesariamente había de llegar un Constantino. De década en década se hacía más fácil ser ese Constantino. En todo caso, la victoria del cristianismo en el Asia Menor era ya muy neta antes de la época constantiniana, y en otras provincias estaba muy bien preparada. No se necesitaban inspiración especial ni invitación celeste para realizar de hecho lo ya latente. Sólo hacía falta un político fuerte y penetrante, cuya naturaleza le llevase a la vez a ocuparse de asuntos religiosos. Ese hombre fue Constantino. Su rasgo de genio consistió en discernir con claridad y comprender bien lo que debía producirse q. (2)

(1) La cuarta edición, revisada y aumentada, apareció en alemán en 1925. (2) A. Harnack, Die Mission und Ausbreitung des Christcntems in den ersten drei Jahrhunderten, t. II, Leipzig, 1906, Pág. 276-285, 2 Auflage.

Así, según la opinión de Harnack, Constantino no era más que un político de genio. Por supuesto, el método estadístico es, respecto a aquella época, e incluso para quienes se contenten con aproximaciones, casi imposible de emplear. No obstante, los eruditos más serios reconocen hoy que, bajo Constantino, el paganismo representaba un elemento preponderante en la sociedad y el gobierno, mientras los cristianos eran sólo una minoría. Según los cálculos del profesor Bolotov y otros, “puede que hacia el tiempo de Constantino la población cristiana fuese igual a un décimo de toda la población, pero quizá sea incluso necesario reducir esta cifra. Toda afirmación según la cual los cristianos pudieran representar más de un diez por ciento de la población, sería arriesgada.”(1) Hoy casi todos están de acuerdo en que, en la época de Constantino, los cristianos eran minoría en el Imperio. En tal caso, la teoría política de las relaciones de Constantino y el cristianismo debe ser rechazada, en su forma integral al menos. Ningún gran estadista hubiese podido construir sus planes apoyándose en esa décima parte de la población, que además, como se sabe, no se mezclaba entonces en política.

Víctor Duruy, autor de la Historia de los romanos, habla, algo influido por Eurckhardt, del elemento religioso en Constantino como de “un honrado y tranquilo deísmo que formaba su religión.” Según Duruy, Constantino “comprendió muy pronto que el cristianismo correspondía por su dogma fundamental a su propia creencia en un Dios único.”(2) No obstante, las consideraciones políticas desempeñaban en él papel esencial: “Como Bonaparte procurando conciliar la Iglesia y la Revolución, Constantino se proponía hacer vivir en paz, el uno junto al otro, el antiguo y el nuevo régimen, aunque favoreciendo a este último. Había reconocido hacia qué lado marchaba el mundo y ayudaba al movimiento sin precipitarlo. Es una gloria para ese príncipe haber justificado que había puesto en su arco triunfal: Quietis custos… Hemos tratado de penetrar hasta el fondo del alma de Constantino, y hemos encontrado una política más que una religión.”(3) Por otra parte, analizando el valor de Eusebio como historiador de Constantino, Duruy observa: “El Constantino de Eusebio veía a menudo entre el cielo y la tierra cosas que nadie ha notado en ningún sitio.”(4)

(1) V. Bolotov, Conferencias sobre la historia de la Iglesia antigua (San Petersburgo, 1913), t. III, Pág. 29 (en ruso).

(2) V. Duruy, Historie des Romains, París, 1885, t. VII. p. 102.

(3) Ibíd., Págs. 8tí, 88,.519-20.

(4) Duruy, t. VI (1883), p. 602.

Entre las muy numerosas obras que aparecieron en 1913 con motivo de la celebración del decimosexto centenario del edicto de Milán, podemos mencionar dos, la de E. Schwartz y los Gesammelte Studien, editados por F. J. Dólger. Schwartz declara que Constantino, “con la diabólica perspicacia de un dominador universal, comprendió la importancia que la alianza con la Iglesia presentaba para la monarquía universal que proyectaba edificar, y tuvo el valor y la energía de realizar esa unión en choque con todas las tradiciones del cesarismo.”(1) Por su parte, E. Krebs, en los Studien editados por Dólger, escribe que todos los pasos dados por Constantino en favor de la Iglesia no fueron más que razones secundarias de la aceleración inevitable del testimonio de la Iglesia misma, cuya razón esencial residía en la fuerza sobrenatural del cristianismo.(2)

P.Batiffol defiende la sinceridad de la conversión de Constantino,(3) y más recientemente, J. Maurice, eminente especialista en la numismática de la época constantiniana, se esfuerza en aceptar como un hecho real el elemento milagroso de su conversión.(4)

G. Boissier advierte que “lanzarse en aquella época en brazos de los cristianos,” que constituían una minoría y no gozaban de papel político, hubiese sido para Constantino, como político, tentar lo desconocido. De modo que, si cambió de religión sin tener interés en ello, ha de reconocerse que lo hizo por convicción. (5)

M. F. Lot se inclina en favor de la sinceridad de la conversión de Constantino.(6) Y E. Stein expone las razones políticas que Constantino tenía para convertirse al cristianismo. Según el propio Stein, el hecho más importante de la política religiosa llevada a cabo por Constantino fue la adaptación de la Iglesia cristiana a los cuadros del Estado. Stein presume que Constantino estaba influido hasta cierto punto por la religión zoroástrica, que era estatal en Persia.(7)

Téngase en cuenta que no ha de verse en esa “conversión” de Constantino, que se hace remontar de ordinario a su victoria sobre Majencio, el 312 (8) su verdadera conversión al cristianismo, que no efectuó, como se sabe, sino en su lecho de muerte. Durante todo el tiempo de su gobierno permaneció siendo “Pontifex Maximus.”

(1) E. Schwartz, Kaiser Constantin una die Christliche Kirche, Leipzig-Berlín, 1913, p. 2.

(2) Konstantin der Grosse und seine Zeit, Gesammelte Studien, herausgegeben von F. J. Dólger (Freiburg i. Breisgau, 1913), pág. 2.

(3) P. Batiffol, La País constantinienne et le catholicisme (París, 1914), Págs. 256-259 (a propósito de la disertación de O. Seeck sobre ese tema).

(4) J. Maurice, Constantin le Grand. L’origine de la civilisation chrétienne (París, 1925), pág. 31-36.

(5) Boissier, t. I, pag. 28. V. H. Leclerq en el Diccionario de arqueología cristiana y de liturgia (París, 1914, t. III, col. 2669).

(6) F. Lot, La fin du monde antique, París, 1927, Págs. 32-38,

(7) E. Stein, Geschichte des spátromischen Reiches, t. I (Viena, 1928), Págs. 146-147. A propósito de las obras de Stein y Lot, V. un interesante artículo de N. Baynes en el Journal of Román Studies, t. XVIII, 1928, pág. 22o.

(8) Véase, por ejemplo, J. Maurice, Numismatique constantinienne, t. II (París, 1911), páginas VIII, XII, LVI. E. Stein, ob. cit., p. 146.

No llamaba al domingo de otra manera que “El Día del Sol” (“Dies Solis”). Y con el vocablo de “Sol invicto” (“Sol invictus”) se entendía de ordinario en aquella época al dios persa Mitra, cuyo culto se había expandido prodigiosamente en todo el Imperio, tanto en Oriente como en Occidente, apareciendo a veces como rival serio para el cristianismo. Es un hecho patente que Constantino fue adepto del culto del Sol, culto hereditario en su familia.(1) Según toda probabilidad, aquel “Sol invictus” de Constantino era Apolo.(2) J. Maurice observa con justeza que “esa religión solar le aseguró una inmensa popularidad en el Imperio.(3)

Aun reconociendo la sincera inclinación de Constantino hacia el cristianismo, no se pueden dejar de lado sus miras políticas, las cuales debieron desempeñar papel esencial en su actitud ante el cristianismo, que podía serle útil de varias maneras. Adivinaba que el cristianismo, en el porvenir, sería el principal elemento de unificación de las razas del Imperio. “Quería — ha escrito el príncipe Trubetzkoi — reforzar la unidad del Estado dándole una Iglesia única.”(4)

(1) V. Maurice, ob. cit., t. II, pág. VIII.

(2) Ibid., t. II, p. XX-XLVIII.

(3) Ibid., t. II, pág. XII.

(4) E. Trubetzkoi, Los ideales religiosos y sociales del cristianismo occidental en el siglo V (Moscú, 1892), t. I, pág. 2 (en ruso).

Es común vincular la conversión de Constantino a la leyenda de la aparición de una cruz en el cielo durante la lucha entre Constantino y Majencio. Así se introduce un elemento milagroso como uno de los factores de la conversión. Pero las fuentes revelan una completa falta de acuerdo sobre este punto. El testimonio más antiguo acerca de una ocurrencia milagrosa se debe al cristiano Lactancio, quien, en su obra Sobre la muerte de los perseguidores (De mortibus persecutorum, 44) habla de una milagrosa inspiración recibida por Constantino en su sueño, intimándole a que grabara en sus escudos el celeste signo de Cristo (“coeleste signum Dei”). Pero Lactancio no dice palabra de una verdadera aparición celeste vista por Constantino.

Otro contemporáneo de Constantino, Eusebio de Cesárea, habla dos veces de la victoria de aquél sobre Majencio. En su primera obra, la Historia eclesiástica, Eusebio observa solamente que Constantino, yendo en socorro de Roma, “invocó en su oración, pidiéndole alianza, al Dios del cielo, así como a su Verbo, el Salvador universal, Jesucristo.”(1) Como se ve, aquí no se trata de sueño ni de signo en los escudos. Finalmente, el mismo Eusebio, unos veinticinco años después de la victoria de Constantino sobre Majencio, y en otra obra (La vida de Constantino), nos da, apoyándose en las mismas palabras del emperador, que se lo “había contado y le afirmaba ser verdad bajo juramento,” el famoso relato en virtud del cual Constantino habría visto, durante su marcha sobre Roma, por encima del sol poniente, una cruz luminosa con las palabras (Triunfa con esto). Un terror súbito le acometió, así como a su ejército, siempre según la narración. A la siguiente noche, se le apareció Cristo con la misma cruz, ordenándole hacer elaborar un estandarte semejante a aquella imagen, y avanzar con él contra el enemigo. Por la mañana, el emperador relató el milagroso sueño, llamó artistas, les describió el aspecto del signo que se le había aparecido y les dio el encargo de fabricar un estandarte análogo, que se conoció con el nombre de lábaro, “labarum.” (2) Durante mucho tiempo, se ha discutido el origen de este vocablo. Ahora sabemos que “labarum” no es sino la deformación griega de “laurum,” en el sentido de “estandarte laureado, estandarte rematado en una corona de laurel.” (3) El lábaro representaba una cruz alargada. En la entena perpendicular a la lanza iba fijo un trozo de tela, que consistía en un tejido de púrpura cubierto de piedras preciosas, variadas y magníficas, insertas en la trama, donde brillaban los retratos de Constantino y de sus hijos. En la cúspide se hallaba sujeta una corona de oro en cuyo interior aparecía el monograma de Cristo. (4) A partir de la época de Constantino, el lábaro se convirtió en el estandarte del Imperio de Bizancio. Pueden hallarse también en otros autores alusiones a una visión milagrosa o a ejércitos aparecidos en el cielo a Constantino, como enviados por Dios en su socorro. Pero nuestros conocimientos sobre este episodio son tan confusos y contradictorios, que no cabe apreciarlos debidamente desde el punto de vista histórico. Hay incluso quienes piensan que aquel acontecimiento no se produjo durante la marcha contra Majencio, sino con anterioridad, antes de que Constantino hubiese salido de la Galia.

(1) Eusebio, Historia eclesiástica, IX, 9, 2. Comp. con Padres de Nicea y posteriores (Nicene and Post-nicene Fathers), 2.a serie, Nueva York, 1890, t. I, pág. 363.

(2) Eusebio, Vita Constantini, I, 28-30.

(3) H. Grégoire, L’étymologie de “Labarum,” Byzantion, IV (1929), Págs. 477-482; también Byz, XVI, s (1942-1943), pág. 555-556.

(4) La imagen del lábaro se encuentra en las monedas de la época de Constantino. Véase, por ej-, J. Mauríce, Numismatique constantinienne, París. 1908, t. I, plancha IX; t. n, páginas LIX-LX.

El Seudoedicto de Milán.

Bajo el reinado de Constantino el cristianismo recibió el derecho de existir y desarrollarse legalmente. Pero el primer edicto en favor del cristianismo se promulgó bajo el reinado de Galerio, quien, eso aparte, fue el más feroz perseguidor de los cristianos. Galerio publicó su edicto el año 311. En él concedía a los cristianos amnistía completa de la obstinada lucha que habían sostenido contra los decretos del gobierno, tendentes a reunir al paganismo los disidentes, y les reconocía la facultad de existir ante la ley. El edicto de Galerio declaraba: “Que los cristianos existan de nuevo. Que celebren sus reuniones, a condición de que no turben el orden. A cambio de esta gracia, deben rogar a Dios por nuestra prosperidad y por la del Estado, así como por la suya propia.” (1)

(1) Lactancio, De mort, pers., 34, 4-5. Eusebio, Hist. EcL, 17, 9-10.

Dos años más tarde, después de su victoria sobre Majencio, Constantino se encontró en Milán con Licinio, que había concluido antes un acuerdo con él. Según la historia tradicional, tras deliberar sobre los asuntos del Imperio, los dos emperadores publicaron un documento de gran interés al que se llamaba Edicto de Milán. El texto mismo del documento no ha llegado a nosotros. Se conserva en la obra del escritor cristiano Lactancio, en forma de un reescrito de Lícinio redactado en latín y dirigido al gobernador (praeses) de Bitinia. Eusebio, en su Historia de la Iglesia, inserta una traducción griega del original latino.

La cuestión de las relaciones entre los textos de Lactancio y Eusebio y el texto original, no llegado hasta nosotros, del edicto de Milán, ha sido muy discutida. Hace ya más de cincuenta años, el alemán Seeck había anticipado la inexistencia del edicto de Milán, afirmando que sólo existió el edicto de Galerio (311). Durante mucho tiempo, la ciencia histórica no compartió el criterio de Seeck. Hoy se ha probado que el documento conocido como “Edicto de Milán” es de Licinio y fue promulgado en Nicomedía (Bitinia), y no en Milán, en la primavera del 313. (1) Pero si el edicto de Milán, como tal, debe ser eliminado, en cambio es cierto que se celebraron en Milán conferencias entre los dos emperadores. “Allí se adoptaron las decisiones más importantes.”(2) En virtud de aquel edicto, los cristianos — así como los adeptos de todas las religiones — obtenían libertad plena y entera de abrazar la fe que habían elegido. Todas las medidas tomadas contra ellos quedaban abolidas. “A partir de este día — declara el edicto, — que aquel que quiera seguir la fe cristiana la siga libre y sinceramente, sin ser inquietado ni molestado de otra manera. Hemos querido hacer conocer esto a Tu Excelencia (esto es, el prefecto de Nicomedia) de la manera más precisa, para que no ignores que hemos concedido a los cristianos la libertad más completa y más absoluta de practicar su culto. Y, puesto que la hemos concedido a los cristianos, debe ser claro a Tu Excelencia que a la vez se concede también a los adeptos de las otras religiones el derecho pleno y entero de seguir su costumbre y su fe y de usar de su libertad de venerar los dioses de su elección, para paz y tranquilidad de nuestra época. Lo hemos decidido así porque no queremos humillar la dignidad ni la fe de nadie.” (3)

(1) H. Grégoire, La “conversión” de Constantin. Revue de l’Universite de Bruxelles, XXXVI (1930-1931). En 1928 N. Bayncs escribió en el Journal of Román Studies, XVIII, 2 (1928), pág. 228: Sabemos ahora que no existió edicto de. Milán. V. O. Seeck, Das sogenannte Edikt von Mailand, Zeits. für Kirchengeschichte, XII (1891), pág. 381-386. Del mismo autor: Geschichte des Urttergagns der antiken Welt, I, 2 (Berlín, 1897), pág. 495.

(2) A. Piganiol, L’empereur Constantin (París, 1932), pág. 97, num. 1.

(3) Lactancio, De mort. pers., 48, 4-8. Eusebio, Hist. Ecl. X, 5. 6-9.

El mismo edicto ordenaba entregar a los cristianos, sin exigirles indemnización ni promover la menor dificultad, las casas particulares e iglesias que se les habían confiscado.

De este texto del edicto se desprende que Licinio y Constantino reconocieron a la religión cristiana los mismos derechos que a todas las otras religiones, incluso el paganismo. En la época de Constantino todavía no podía tratarse de un reconocimiento completo del cristianismo, como la religión verdadera. No cabía más que presentirlo. Los dos emperadores juzgaron que el cristianismo era compatible con el paganismo, y la extrema importancia de su acto reside, no sólo en el permiso de existir que dio al cristianismo, sino también en la protección oficial que le concedió. Este momento es esencial en la historia del cristianismo primitivo.

Ese edicto, pues, no nos da el derecho de afirmar, como lo hacen ciertos historiadores, que el cristianismo, bajo Constantino, fuera puesto por encima de todas las demás religiones, que sólo habrían desde entonces sido toleradas (A. Lebediev), (1) ni que el Edicto, lejos de establecer la tolerancia religiosa, proclamara la supremacía del cristianismo (N. Grossu). (2)

Así, cuando se promueve, fundándose en el edicto de Nicomedia, la cuestión de si, bajo Constantino, el cristianismo gozó de derechos paritarios o preponderantes, estamos obligados a inclinarnos en pro de la paridad.

El profesor Brilliantov tiene toda la razón cuando escribe, en su notable obra sobre El emperador Constantino el Grande y el edicto de Milán de 313: “En realidad puede afirmarse, sin exageración alguna, lo que sigue: la gran importancia del edicto de Milán subsiste, incontestable, pues tiene la de un acta que pone fin decisivamente al estado ilegal de los cristianos en el Imperio y que, proclamando una libertad religiosa plena y entera, hace entrar “de jure” el paganismo, de su condición anterior de única religión oficial, en la línea de todas las otras religiones.”(3) Un impresionante testimonio de la libre coexistencia del cristianismo y del paganismo, nos lo dan las monedas.(4)

(1) A. Lebediev, La época de las persecuciones cristianas (. San Petersburgo. 1904), Págs. 300-301 (en ruso).

(2) N. Grossu, El edicto de Milán, pág. 29-30, en las Publicaciones de ln Academia de teología de Kiev, 1913 (en ruso).

(3) Brilliantov, El emperador Constantino el Grande y el edicto de Milán (Petrogrado, pág. 157, en ruso). V. M. A. Huttmann, The Establishement of Christianity und the Proscription of Paganism, Nueva York, 1914, pág. 123.

(4) Maurice, ob. cit., t. II, pág. LV. — Sin embargo, nótese que en las medallas conmemorativas de Claudio II, Constantino Cloro y Maximiano Hércules, mandadas labrar por Constantino en 314, no se permite representar rito alguno relacionado con la consagración pagana de los divi; que la cruz, como marca monetaria, es empleada por la época de Tarrasa.. en el mismo año; y que en una serie acuñada en Panonia, de 317 a 320, figuran dos monogramas cristianos en el casco del emperador. Además, desde la victooria definitiva sobre Licinio (324), el lábaro aparece siempre en las monedas y el emperador aparece en actitud orante, alzados los ojos al cielo; mientras se sabe que prohibía que su imagen se conservara en los templos paganos (Vid. F. Lot, ob. cit., págs. 37-38, precisamente basándose en los de J. Maurice.) (N. del R.)

La Actitud de Constantino ante la Iglesia.

Pero Constantino no se satisfizo con dar a los cristianismos derechos estrictamente iguales, como hubiese hecho con una doctrina religiosa cualquiera.

El clero cristiano (“clerici”) obtuvo todos los privilegios que gozaban los sacerdotes paganos. Quedó exento de impuestos, cargos y servicios estatales que hubiesen podido impedirle el ejercicio de sus deberes religiosos (derecho de inmunidad). Se dio a todos el derecho de testar en favor de la Iglesia, la cual recibía, por tanto, “ipso facto,” el derecho a heredar. Así, a la vez que se proclamaba la libertad religiosa, las comunidades cristianas quedaban reconocidas en su personalidad civil. Este último hecho creaba para el cristianismo una situación nueva desde el punto de vista jurídico.

Se concedieron muy importantes privilegios a los tribunales episcopales. Se dio a todos el derecho de transferir, de acuerdo con la parte adversaria, cualquier clase de asuntos civiles a los tribunales episcopales, aunque el asunto hubiese sido entablado ya ante un tribunal civil. A fines del reinado de Constantino todavía se ensanchó más la competencia de los tribunales episcopales. Las decisiones de los obispos habían de ser reconocidas, sin apelación, en asuntos concernientes a personas de toda edad. Todo asunto civil podía ser trasladado a un tribunal episcopal en cualquier momento del proceso, incluso contra la voluntad de la parte adversaria. Los jueces civiles habían de ratificar los veredictos de los tribunales episcopales.

Estos privilegios judiciales de los obispos, aunque realzasen su autoridad a los ojos de la sociedad, eran para ellos una pesada carga y aumentaban sus responsabilidades. La parte perdedora no podía dejar de guardar aún resentimiento o descontento contra la sentencia episcopal, que no por inapelable estaba menos sujeta a error. Además, las funciones seculares de los obispos debían introducir en los medios eclesiásticos numerosos intereses profanos.

La Iglesia recibió del Estado donaciones muy ricas, en forma de propiedades y de gratificaciones materiales (plata y trigo). Los cristianos no estaban obligados a participar en las fiestas paganas. En fin, bajo la influencia del cristianismo, se aplicaron algunas mitigaciones a los castigos de los criminales.

El nombre de Constantino está vinculado con la fundación de gran número de iglesias en todas las provincias de su inmenso Imperio. A Constantino se atribuye la construcción de las basílicas de San Pedro y de Letrán, en Roma. Pero, en ese sentido, su atención se fijó sobre todo en Palestina, donde, según se decía, su madre había descubierto la verdadera Cruz. En Jerusalén, en el lugar donde Cristo fuera enterrado, se edificó la iglesia del Santo Sepulcro y sobre el Monte de los Olivos el emperador hizo levantar la iglesia de la Ascensión. En Belén se construyó la iglesia de la Natividad. Constantinopla, la nueva capital, y sus arrabales, quedaron ornados con numerosas iglesias, las más magníficas de las cuales fueron la de los Apóstoles y la de Santa Irene. Bajo el reinado de Constantino se alzaron muchas iglesias en otros lugares, como en Antioquía, en Ni-comedia, en África del Norte, etc. (1)

(1) Respecto a Nicomedia, v. J. Solch, Historisch-geographische Studien über bithynische Siedlungen. Nikomedia, Nicaa, Prusa (Byzantinische-Neugriechische Jahrbücher, t. I, 1920 pá-267-68. para África, véase S. Gsell, Les Monumento antiques de I’Algerie (París, 1901), tomo II, pág. 239.

Después del reinado de Constantino se desarrollaron tres focos importante cristianismo: la Roma cristiana en Italia, donde subsistieron por algún tiempo simpatías y tradiciones paganas; la Constantinopla cristiana, que pronto fue una segunda Roma a los ojos de los cristianos de Oriente, y Jerusalén, que conoció con Constantino un período de renovación. Desde su destrucción por Tito, el 70, y la fundación sobre su emplazamiento de la colonia romana de Elia Capitolina, bajo el reinado de Adriano, en el siglo II, la antigua Jerusalén había perdido su importancia, aunque fuese la cuna del cristianismo y el centro de la primera predicación apostólica. Políticamente, la capital de la provincia no era Elia, sino Cesárea. Las iglesias edificadas durante este período en los tres centros mencionados se levantaron como símbolos del triunfo de la Iglesia cristiana sobre la tierra. La Iglesia cristiana iba a convertirse en Iglesia del Estado. La nueva concepción del reino terrestre estaba, por lo tanto, en oposición directa con la concepción inicial del cristianismo, “cuyo reino no era de este mundo,” y con la del próximo fin del mundo mismo.


http://www.diakonima.gr/2009/09/09/historia-dei-imperio-bizantino-1-%CE%B9%CF%83%CF%80%CE%B1%CE%BD%CE%B9%CE%BA%CE%AC-spanish/

¿Por qué el monje José de Batopedi nos sonríe desde la eternidad?


Nota del traductor: la comunidad monástica de la Santa Montaña es el centro espiritual de la Iglesia Ortodoxa Oriental. Se compone de 20 monasterios ortodoxos organizados como un estado autónomo dentro de la república griega. Aunque situada en una península, la comunidad es solamente accesible por vía marítima. Lo que aquí se narra acaeció en el Monasterio de Batopedi de esa comunidad, en el mes de julio del 2009. El adjetivo “Anciano” se utiliza aquí, a la manera griega, como un título honorífico.


Unas horas después de la cristiana sepultura dada al Anciano José, usted publicó en su sitio-web un artículo titulado El Funeral del Beato Anciano José de Batopedi – Una Sonrisa desde la Eternidad, describiendo en pocas palabras el evento con la ayuda de varias fotos.



La foto del Anciano en reposo, quien sonríe no solamente con sus labios mas con toda la expresión de su rostro, ha causado una gran impresión entre muchos, evidenciado por los artículos y comentarios en numerosos sitios-webs.

A lo largo de la vida algunos ya habrán visto rostros de personas fenecidas con un “brillo” especial, con una expresión de paz, pero nunca con una sonrisa. Por un lado, los padres espirituales dicen que el momento de morir es un momento de horror para el agonizante. Por otro lado, leemos en el libro de los Dichos de los Padres del Desierto que, en su humildad, los más avanzados de entre ellos nunca bajaron la guardia antes de entrar a la vida eterna en donde estarían ya fuera de peligro.

Se sabía que el Anciano José sufría de un problema cardiaco mayor y que estaba bien debilitado por su enfermedad. ¿Cómo es entonces que reposó sonriendo?

Esta es la respuesta: el Anciano José no reposó sonriendo, sino que sonrió después de reposar.

Compartimos aquí los sucesos después de haber conversado con algunos de los padres del monasterio.

Los dos monjes que estuvieron al lado del Anciano José hasta el último momento, se apresuraron a notificar al Anciano Efraín y al resto de los padres del reposo del Anciano José, sin haber notado que dejaron el cuerpo con su boca entreabierta.











Los monjes asistentes amortajaron el cuerpo del anciano José con su manto monástico, según la costumbre establecida. El proceso incluye zurcir el manto, cerrándolo sobre su rostro y cuerpo con puntadas a lo largo del manto, un procedimiento que tomó 45 minutos. Finalmente, los asistentes recortaron la tela que cubría su rostro – también de acuerdo al orden previsto – y al descubrirle encontraron al Anciano como todos lo vemos ahora, sonriente.

¿Les habría escuchado y concedido este pequeño favor para no hacerles sentirles mal? Ó, ¿habría sido porque quería darnos una señal para dejarnos saber el estado en que se encontraba ahora?



La sonrisa del Anciano José de Batopedi es el primer evento sobrenatural acaecido tras su reposo, algo que ha servido de gran consolación para todos.





 



http://www.diakonima.gr/2009/09/01/por-que-el-monje-jose-de-batopedi-nos-sonrie-desde-la-eternidad/

Ortodoxía: Una manera de vivir en Libertad!



La ortodoxía no tiene poses, ni categorías ni clases, es abierta a todos y para todos, sobre todo para aquellos que rechazan el mundo, sus poderes transitorios y sus imposiciones. Ortodoxía: Una manera de vivir en Libertad!