Amados cristianos, todos los cristianos dicen: “¿Cómo no amaremos a Dios?”, o “¿a quién amaremos, sino a Dios?”. Esto es muy cierto, “¿cómo no amaremos a Dios?”. Y asimismo, “¿a quién amaremos, sino a Dios?”. Dios es el bien supremo, increado, sin principio, sin fin, existente y sin cambio. Así como el sol siempre resplandece, así como el fuego siempre calienta, así mismo Dios es bueno por naturaleza. Él es, y siempre hace, el bien, pues “Uno solo es el bueno” (Mateo 19:17). Dios hace el bien incluso cuando nos castiga, pues nos castiga para poder corregirnos. Él nos golpea para poder tener misericordia de nosotros, nos da penas para consolarnos verdaderamente. Pues “el Señor corrige a quien ama, y a todo el que recibe por hijo, le azota” (Hebreos 12:6). Entonces, ¿cómo puede alguien no amar un bien tan grande como Dios? Dios es nuestro Creador. Él nos creó de la nada. No existíamos, y he aquí, vivimos, nos movemos y tenemos el ser. Sus poderosas manos nos formaron y nos crearon. Él nos creó, oh hombres, no como a las demás criaturas, insensatas e irracionales. Nos creó por Su propio consejo divino especial, “Hagamos al hombre” (Génesis 1:26). De otras criaturas se dice: “Porque Él lo mandó y fueron creados” (Salmos 148:5), pero no así con el hombre. ¿Y entonces qué?. Dice: “Hagamos al hombre”. ¡Oh santo, oh amado Consejo! El Dios Tri-Hipostático, Padre, Hijo y Espíritu Santo, dijo del hombre, “Hagamos al hombre”. ¿Qué clase de hombre?. Él dijo: “a imagen nuestra, según nuestra semejanza” (Génesis 1:26). ¡Oh maravillosa bondad de Dios para con el hombre! ¡Oh exaltado honor del hombre! ¡El hombre fue creado por Dios a imagen y semejanza de Dios!. ¿A qué criatura ha concedido Dios tal honor? No conocemos ninguna igual. Fue concedida al hombre y fue honrado con la imagen de Dios. ¡Oh amada y hermosa creación de Dios, el hombre, imagen de Dios!. El hombre la lleva en sí mismo como un sello real. Así como se honra al rey, así es su retrato. Así como a Dios el Rey Celestial le es debido todo el honor, así mismo a Su imagen, el hombre. Dios derramó su bondad sobre nosotros, en nuestra creación, oh cristiano. Entonces, ¿cómo no amaremos a Dios?.
Caímos y perecimos. No podemos lamentarnos suficientemente por esto: “Porque el hombre no permanece en su opulencia; desaparece como los brutos” (Salmos 48:13). Pero incluso así, Dios, que ama a la humanidad, no nos abandonó, sino que encontró un maravilloso medio para nuestra salvación. Nos envió a su Hijo Unigénito para salvarnos y reunirnos con Él. “Porque así amó Dios al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). Entonces, ¿cómo no amaremos a Dios, que nos ama tanto? Así como le llamamos: Dios es el Amante de la humanidad, así mismo el hombre debe ser un amante de Dios. Pues no se puede dar otra cosa a cambio del amor, mas que amor y gratitud.
Dios es nuestro abastecedor. Piensa por nosotros y nos cuida. Nos da nuestro alimento, vestido y hogar. Su sol, su luna y sus estrellas nos dan luz. Su fuego nos calienta y cocinamos nuestra comida con él. Su agua nos lava y nos refresca. Sus bestias nos sirven. Su aire nos aviva y nos mantiene vivos. En una palabra, estamos rodeados por sus bendiciones y amor, y sin ellas no somos capaces de vivir ni un momento. Entonces, ¿cómo no amaremos a Dios, que nos ama tanto?. Amamos a un hombre que hace el bien; pues tanto más debemos amar a Dios que hace el bien, de quien somos creación, y todo lo que podamos poseer. Toda la creación, y el hombre mismo, es posesión de Dios. “De Dios es la tierra y cuanto ella contiene” (Salmos 23:1).
Dios es nuestro Padre. Le rezamos y decimos: “Padre nuestro que estás en el cielo”, y lo que continúa. Entonces, ¿cómo no amaremos a Dios el Padre? Los buenos hijos aman necesariamente a su padre. Entonces, si queremos ser verdaderos hijos de Dios, y sin hipocresía Le llamamos Padre, entonces también debemos amarle como Padre.
Verdaderamente, todos dicen: “¿cómo no amaremos a Dios?”. El amor, como toda virtud, debe residir también en nuestro corazón. Si el amor no reside en el corazón, entonces no existe. Dios no dice: “amad, sed humildes, sed compasivos, implorad, clamadme”, y todo lo demás, a nuestros labios, sino a nuestro corazón. Entonces, el amor, la humildad, la compasión, la oración y todo lo demás, debe residir en el corazón. Y si no mora en el corazón, inevitablemente saldrá de él como una eructación del estómago. Un fuego oculto se revela a sí mismo por su calor, y un bálsamo fragante, por su aroma. Así, David mostró el santo amor que tenía por Dios mediante sus dulcísimos himnos a Él. “Te amo, Señor, fortaleza mía, mi peña, mi baluarte, mi libertador, Dios mío, mi roca, mi refugio, broquel mío, cuerno de mi salud, asilo mío” (Salmos 17:2-3), y en otros muchos lugares. Aunque el amor pueda estar oculto en el corazón, no se puede ocultar, sino que se muestra a sí mismo por medio de signos externos.
Sobre el amor a Dios, continuación
Pero veamos cuales son los signos del amor de Dios, para que no tengamos una idea falsa del amor, en vez del amor en sí. En nada se engaña tanto el hombre a sí mismo como en el amor. Los signos de este amor son:
Dios mismo lo indica, diciendo: “El que tiene mis mandamientos y los conserva, ese es el que me ama” (Juan 14:21). Pues el que verdaderamente ama a Dios, se guardará de todo lo que es repugnante a Dios, y se apresurará a cumplir todo lo que complace a Dios. Por lo tanto, guarda sus mandamientos. De esto se deduce que aquellos cristianos que descuidan los mandamientos, no aman a Dios. Tales son los malvados y los que hacen daño a otros de cualquier forma. Tales son los libertinos, adúlteros y profanadores. Tales son los ladrones, los bandidos, los atracadores y todos los que se apropian injustamente de los bienes de otros. Tales son los calumniadores y aquellos que maldicen a otros. Tales son los astutos, los deshonestos, los engañadores, los mentirosos e hipócritas. Tales son los hechiceros y los que los llaman. Todos estos, ni aman la Ley de Dios, ni aman a Dios. Se aman a sí mismos y a sus propios apetitos, pero no a Dios ni a Su santa Ley.
Un signo manifiesto del amor a Dios es una sincera alegría en Dios, pues nos regocijamos en lo que amamos. Del mismo modo, el amor de Dios no puede existir sin alegría, y cuando un hombre siente la dulzura del amor de Dios en su corazón, se regocija en Dios. Pues una virtud tan dulce como el amor no puede sentirse sin regocijo. Así como la miel endulza nuestra garganta cuando la probamos, así alegra nuestro corazón el amor de Dios cuando “Gustamos y vemos cuán bueno es el Señor” (Salmos 33:9). Tal alegría en Dios la encontramos en muchos lugares de la Santa Escritura y se refleja sobre todo en los santos salmos. Esta alegría es espiritual y celestial, y es un anticipo de la dulzura de la vida eterna.
El que verdaderamente ama a Dios desdeña al mundo y todo lo que hay en él, y se afana por Dios, su amado. Tiene como nada el honor, la gloria, las riquezas, y todas las comodidades de este mundo que los hijos de esta era buscan. Para él, sólo basta Dios, el increado y más amado bien. Sólo en Él encuentra el perfecto honor, gloria, riqueza y comodidad. Para él, sólo Dios es la perla de gran precio, por la que tiene todo lo demás como poco y escaso. Ese tal no desea nada en el cielo ni en la tierra más que Dios. Tal amor lo encontramos en las palabras del Salterio: “¿Quién hay para mí en el cielo sino Tú? Y si contigo estoy, ¿qué podrá deleitarme en la tierra?. La carne y el corazón mío desfallecen, la roca de mi corazón es Dios, herencia mía para siempre” (Salmos 72:25-26). Usa el alimento, la bebida, el vestido y todo lo demás, sólo por necesidad, y no por placer sensual.
De esto se deduce que el que ama al mundo, no ama a Dios. Según el testimonio del apóstol: “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1ª Juan 2:15). Tales son los que encuentran placer sólo en el orgullo y la pompa de este mundo, en casas fastuosas, en ricos carruajes, en mesas suculentas y abarrotadas, en vestir ricos y costosos vestidos, para ser glorificado y admirado por todos, y todo lo demás. Tales personas aman “todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida” (1ª Juan 2:16), que son repugnantes a Dios, pero no aman a Dios.
El que verdaderamente ama a Dios tiene a Dios en su mente, y Su amor hacia nosotros, y Sus beneficios. Vemos esto incluso en el amor humano, pues a menudo recordamos al que amamos. Así que el que ama a Dios, Lo recuerda, piensa en Él, encuentra consuelo en Él, y se cautiva por Él. Pues allí donde está su tesoro, allí también está su corazón (Mateo 6:21). Para el que verdaderamente ama a Dios, el invaluable y amado tesoro es Dios. Por lo cual, también recuerda a menudo Su Santo Nombre, y con amor. Así, el corazón lleno del amor de Dios revela signos exteriores de amor. Por eso vemos que los que olvidan a Dios, no lo aman, pues el olvido es un signo manifiesto de no amar a Dios. El que verdaderamente ama a Dios nunca puede olvidar a su amado.
El que ama, no desea estar nunca separado de la persona a la que ama. Muchos cristianos desean estar con Cristo el Señor cuando Es glorificado, pero no quieren estar con Él en el deshonor y el reproche, ni llevar su cruz. Le piden poder estar en Su Reino, pero no desean sufrir en el mundo, y de este modo muestran que su corazón no es recto y que no aman verdaderamente a Cristo. Y a decir verdad, se aman a sí mismos más que a Cristo. Por esta razón, el Señor dice: “Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí” (Mateo 10:38). Se conoce a un verdadero amigo, en la desgracia. Es nuestro verdadero amigo, el que nos ama, y el que no nos abandona en la desgracia. Así mismo, el que verdaderamente ama a Cristo es el que permanece con Cristo en este mundo, se adhiere a Él en su corazón, soporta sin quejarse la cruz con Él, y desea estar con Él, inseparablemente en el siglo venidero. Tal persona es la que dice a Cristo: “Mas para mí la dicha consiste en estar unido a Dios” (Salmos 72:28).
Un signo del amor de Dios es el amor al prójimo. El que ama verdaderamente a Dios, ama a su prójimo. El que ama al que ama, ama lo que él ama. La fuente del amor al prójimo es el amor a Dios, pero el amor a Dios es conocido por el amor al prójimo. De este modo se hace aparente que el que no ama a su prójimo, no ama tampoco a Dios. Así lo enseña el apóstol: “Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios’, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien nunca ha visto. Y este es el mandamiento que tenemos de Él: que quien ama a Dios ame también a su hermano” (1ª Juan 4:20-21).
Queridos cristianos, arrepintámonos y alejémonos de la vanidad del mundo, y purifiquemos nuestros corazones con arrepentimiento y contrición, para que el amor de Dios pueda morar en nosotros. “Dios es amor, y el que permanece en el amor, en Dios permanece, y Dios permanece en él” (1ª Juan 4:16).
¿Por qué debemos amar a Dios?
Dios es el supremo bien del que surge todo bien, y toda la bendición que es y siempre será.
Sin Dios, toda bienaventuranza es maldición y aflicción, la vida es muerte, y la alegría y la dulzura son amargura. Vivir con Dios es la felicidad en la desgracia, la riqueza en la pobreza, la gloria en el deshonor y el consuelo en la pena. Sin Dios, no puede haber verdadero descanso, paz y consuelo.
Por lo tanto amadlo como vuestro bien supremo y bienaventuranza, amadlo por encima de toda criatura, por encima de padre y madre, por encima de mujer e hijos, por encima de vosotros mismos. Unios sólo a Él en vuestro corazón, y por encima de todo , deseadlo sólo a Él, porque Él es vuestro bien eterno y bienaventuranza, sin la que ni hay vida ni bienaventuranza en esta era o en la venidera.
Toda criatura de Dios es buena, pero su Creador es incomparablemente mejor. Así pues, amad y desead este bien como existente, sin principio, sin fin, siempre existente, y sin cambio, de Quien todas las criaturas son creadas buenas.
Sobre el recuerdo de Dios en todo lo posible
En todo lugar y en todo lo posible, recordar al Señor vuestro Dios y Su santo amor por nosotros. Todo lo que veis en el cielo, en la tierra y en vuestra casa os abre los ojos al recuerdo del Señor vuestro Dios y a Su santo amor. Estamos envueltos en el amor de Dios. Toda criatura de Dios nos da testimonio de Su amor por nosotros. Cuando veáis la creación de Dios y hagáis uso de ella, decios a vosotros mismos: Esta es la obra de las manos del Señor mi Dios, y fue creada por mí. Estas luminarias del cielo, el sol, la luna y las estrellas, son creaciones del Señor mi Dios, e iluminan a todo el mundo y a mí. Esta tierra en la que vivo, que da fruto para mí y mi ganado, y todo lo que pueda haber en ella, es la creación del Señor mi Dios. Esta agua que me refresca a mí y a mi ganado es una bendición del Señor. Este ganado que me sirve es la creación del Señor y Él me lo dio para servirme. Esta casa en la que vivo es bendición de Dios y me la dio para mi reposo. Esta comida que pruebo es un don que Dios me ha dado para el fortalecimiento y el consuelo de mi carne débil. Este vestido con el que me revisto me lo dio el Señor mi Dios para conservar mi cuerpo desnudo. Y así con todo.
Este icono es la imagen de Cristo, la imagen de mi Salvador, que vino por mí a este desafortunado mundo para salvarme, pues había perecido, y sufrió y murió por mí, y así me redimió del pecado, del diablo, de la muerte y del infierno. Adoro su inefable amor por el hombre.
Este icono es la imagen de la Theotokos, la imagen de esta Toda Santa Virgen, que dio a luz en la carne sin semilla a Jesús Cristo, mi Señor y Dios. ¡Bendita entre todas las mujeres es la Madre que llevó a Dios encarnado, y bendito es el fruto de su vientre (Lucas 1:42)!. ¡Bendito es el vientre que llevó a mi Señor, y los pechos de los que se amamantó!.
Este es el icono del Precursor, es la imagen del gran profeta que fue enviado por Dios ante el rostro de mi Salvador Jesús Cristo, a quien predicó al pueblo cuando ya había venido al mundo, y le señaló diciendo: “He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29), y fue hecho digno de bautizarle en las aguas del río Jordán.
Este es el icono del apóstol, es la imagen del discípulo de mi Salvador, que le vio en persona, que fue con Él, que le vio obrar milagros, que le escuchó predicar, que lo vio sufrir por la salvación del mundo, y levantarse de entre los muertos y ascender al cielo. Este es el icono del mártir, es la imagen del luchador que resistió incluso hasta verter su sangre por el honor de mi Salvador Jesús Cristo, y que no escatimó ni siquiera su propia vida por Su Nombre, y estableció nuestra piadosa fe como verdadera, vertiendo su propia sangre.
Esta palabra, la Sagrada Escritura que escucho, es la palabra de Dios, es la palabra de Su boca. La boca de mi Señor habló esto, y por medio de ella, mi Dios me habla: “Mejor es para mí la Ley de tu boca que millares de oro y plata” (Salmos 118:72). ¡Oh Señor, concédeme oídos para escuchar Tu santa palabra!.
Esta santa casa, la iglesia en la que estoy, es el templo de Dios en el que se ofrecen oraciones y glorificaciones a Dios en común, por parte de todos los fieles, mis hermanos. Estas voces, esta glorificación y oración común son las voces por las que se elevan himnos, acciones de gracias, alabanzas y glorificación al santo nombre de mi Dios.
Este hombre consagrado, el obispo o sacerdote, es el siervo más cercano de mi Dios, que le ofrece oraciones por mí, pecador, y por todo el mundo. Este hombre, el predicador de la Palabra de Dios, es el mensajero de Dios, que me hace conocer el camino de la salvación y al resto del pueblo, mis hermanos.
Este hermano mío, cada hombre, es la amada criatura de mi Dios, y al igual que yo, es una criatura creada a partir de la imagen y semejanza de mi Dios. Y habiendo caído, ha sido redimido, al igual que yo, por la sangre del Hijo de Dios, mi Salvador, y es llamado a la vida eterna por el Logos de Dios. Debo amarle como la criatura amada de mi Dios, amarle como me amo a mí mismo. Y no debo hacerle nada que yo mismo no ame, y debo hacerle lo que deseo para mí mismo, pues es lo que Dios me mandó. En una palabra, toda ocasión y toda cosa puede y debe inspiraros a un amoroso recuerdo del Señor vuestro Dios, y debe mostraros Su amor por vosotros, pues incluso Su castigo procede de Su amor por vosotros. Según la Escritura: “El Señor corrige a quien ama” (Hebreos 12:6). Así pues, recordad en todo lugar, en toda ocasión y en todas las cosas, el nombre del Señor vuestro Dios. Guardaos de no olvidar a vuestro Benefactor cuando disfrutéis de Sus beneficios, para que no parezcáis ingratos a Él, pues el olvido de un benefactor es un signo claro de ingratitud.
Sobre la gratitud a Dios
Dios es vuestro creador, libertador, supremo benefactor y buen proveedor. Él os creó, así como también os da todo lo bueno, pues sin Su bondad no podríais vivir ni siquiera un minuto. No veis a vuestro Benefactor con estos ojos, pero veis los beneficios que os ha dado. Veis el sol, la luna y Sus estrellas que os iluminan. Veis el fuego que os calienta y cocina vuestra comida. Veis el alimento que os satisface, veis la vestidura con la que se cubre vuestro cuerpo desnudo. Veis otras incontables bendiciones que Os dio para vuestras necesidades y comodidades.
Así pues, viendo y recibiendo estas bendiciones, recordar a vuestro invisible Benefactor en todo lugar y siempre con amor, y dadle gracias por todos Sus beneficios con un corazón puro. La mayor y más elevada de todas Sus bendiciones es que por Su buena voluntad, Cristo, Su Hijo Unigénito, vino a nosotros y nos redimió por Su preciosa Sangre, y sufrió por el maligno, el infierno y la muerte. En esta obra nos mostró Su inefable bondad hacia nosotros. Así, debemos contemplar siempre con fe esta gran obra de Dios tan incomprensible a la mente, y recordar a Dios, que tanto nos amó, tan indignos como somos. Debemos darle gracias con todo nuestro corazón, adorarlo, alabarlo, cantarle himnos y glorificarlo con todo nuestro corazón y labios. “Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, al suscitarnos un poderoso Salvador, en la casa de David, su siervo” (Lucas 1:68-69).
Vosotros, también, debéis recordar siempre esta gran obra de Dios y maravillaos por ella, y dar gracias a Dios desde el fondo de vuestro corazón, y vivir como complace a Dios, que vino al mundo a salvar a los pecadores, para que no le ofendáis con vuestra ingratitud. Él desea salvaros, pues vino al mundo por vosotros, y sufrió y murió en Su santa carne. Por eso, debéis cumplir Su santa voluntad y tener cuidado por la salvación de vuestras almas con toda diligencia. Dad gracias a Dios, y vivid en el mundo humildemente, con amor, mansa y pacientemente, como Él mismo vivió. También desea lo mismo de vosotros.
Sobre la complacencia a Dios
Esforzaos por complacer a Dios con fe y obediencia, esto es, haced lo que Él desea y lo que le complace, y no hagáis lo que no desea y no le complace. Sin obediencia, cualquier cosa que pueda hacer un hombre no complacerá a Dios.
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