Oh, cómo amaría, amigo de Dios, que en esta vida estéis siempre en el Espíritu Santo. “Yo os juzgaré en el estado en el que os encontrare, dijo el Señor” (Mt. 24,42; Mc.13,33-37; Lc. 19, 12 y siguientes). Desgracia, gran desgracia si El nos encuentra angustiados por las preocupaciones y penas terrenales, ya que, ¿quién puede soportar Su cólera, y quién puede resistirlas? Es por eso que El dijo:“Vigilad y orad para no ser inducido a la tentación” (Mt. 25, 13-15). Dicho de otra manera, vigilad para no ser privado del Espíritu de Dios, ya que las vigilias y la plegaria nos dan Su gracia.
Es cierto que toda buena acción hecha en nombre de Cristo confiere la gracia del Espíritu Santo, pero la oración es la única práctica que está siempre a nuestra disposición. ¿Tenéis, por ejemplo, deseo de ir a la iglesia, pero la iglesia está lejos o el oficio terminó? ¿Tenéis deseos de hacer limosna, pero no veis a un pobre, o carecéis de dinero? ¿Deseáis permanecer virgen, pero no tenéis bastante fuerza para esto por causa de vuestras inclinaciones o debido a las asechanzas del enemigo que por la debilidad de vuestra humanidad no os permite resistir? ¿Pretendéis, tal vez, encontrar una buena acción para practicarla en Nombre de Cristo, pero no tenéis bastante fuerza para esto, o la ocasión no se presenta? En cuanto a la oración, nada de todo esto la afecta: cada uno tiene siempre la posibilidad de orar, el rico como el pobre, el notable como el hombre común, el fuerte como el débil, el sano como el enfermo, el virtuoso como el pecador.
Se puede juzgar el poder de la plegaria que brota de un corazón sincero, incluso siendo pecador, por el siguiente ejemplo narrado por la Tradición Santa: A pedido de una desolada madre que acababa de perder a su hijo único, una cortesana que la encuentra en su camino, afligida por la desesperación maternal, osa gritar al Señor, mancillada como estaba aún por sus propios pecados: “No es por mí, pues soy una horrible pecadora, sino por causa de las lágrimas de esta madre llorando a su hijo, y creyendo firmemente en Tu misericordia y en Tu Todo-poder, que te pido: resucítalo, Señor!” Y el Señor lo resucitó.
Tal es, amigo de Dios, el poder de la oración. Más que ninguna otra cosa, ella nos da la gracia del Espíritu de Dios y, sobre todo, está siempre a nuestra disposición. Bienaventurados seremos cuando Dios nos encuentre vigilantes, en la plenitud de los dones de Su Espíritu Santo. Entonces podremos esperar gozosos el encuentro con Nuestro Señor, que riega revestido de poder y de gloria para juzgar a los vivos y a los muertos y para dar a cada uno su merecido.
San Serafín de Sarov
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