Continuación de la (1)
El Arrianismo y el Concilio de Nicea.
En razón del nuevo estado de cosas nacido en la primera parte del siglo IV, la Iglesia cristiana atravesó una época de hirviente actividad, manifestada sobre todo en el dominio dogmático. De esas cuestiones dogmáticas se ocuparon en el siglo IV, no sólo particulares — como, en el siglo III, Tertuliano y Orígenes, — sino numerosos partidos, notablemente organizados.
Los concilios, en el siglo IV, se convirtieron en fenómeno corriente: se veía en ellos el único medio de resolver los problemas religiosos en litigio.
Pero, en el curso de esos concilios del siglo IV, despierta un carácter nuevo, de extrema importancia para toda la historia posterior de las relaciones del poder espiritual y el temporal, de la Iglesia y el Estado. Desde Constantino, el Estado se mezcla a las discusiones dogmáticas y las dirige según le parece bien. En muchos casos, los intereses del Estado no habían de corresponder siempre a los de la Iglesia.
Hacía mucho tiempo que el principal centro de civilización del Oriente era Alejandría, donde la vida espiritual rebosaba actividad. Es natural que hubiera ardientes discusiones sobre nuevos dogmas en aquella Alejandría que, desde el siglo II, “se había tornado — según el profesor A. Spasski — en el centro del desarrollo teológico de Oriente y había adquirido en el mundo cristiano una reputación particular, la de una especie de iglesia filosófica, donde no se debilitaba nunca el interés que se dedicaba al estudio de los problemas superiores de la fe y la ciencia.”(2) La doctrina herética más importante de la época de Constantino fue el arrianismo. Nació éste en la segunda mitad del siglo III, en Antioquia (Siria), donde Luciano, uno de los hombres más cultos del tiempo, fundió una escuela de exégesis y teología. Esta escuela, como dice Harnack, fue “la cuna de la doctrina arriana.”(3)
(1) V. Barthold, en los Zapiski o Informes de la Sociedad Oriental (Leningrado, 1925). lomo I, pág. 463 (en ruso).
(2) S. Spasski, Historia de los movimientos dogmáticos en el período de los concilios ecuménicos, Serguiev Posad, 1906, p. 137 (en ruso).
(3) A- Harnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte, II. 4.a ed. (Tubinga, 1919), p. 187.
Arrio, sacerdote de Alejandría, emitió la idea de que el Hijo de Dios había sido creado. Tal proposición constituyó el fondo del arrianismo. La doctrina de Arrío se expandió aceleradamente. A ella se afiliaron Eusebio, obispo de Cesárea, y Eusebio, obispo de Nicomedia. A pesar de los esfuerzos de los partidarios de Arrio, éste se vio negada la comunión por Alejandro, obispo de Alejandría. Los intentos de las autoridades locales para apaciguar la turbada Iglesia, no produjeron el efecto deseado. Constantino acababa de triunfar de Licinio y era único emperador, Liego el 324 a Nicomedia, donde recibió múltiples quejas de los partidarios de Arrio y de los adversarios de éste. El emperador deseaba, ante todo, conservar en el Estado una Iglesia tranquila y no advertía bien la importancia de tal disputa dogmática. Se dirigió, pues, por escrito a Alejandro de Alejandría y a Arrio, procurando persuadirles de que se reconciliasen y de que se ajustaran al ejemplo de los filósofos, quienes, sin dejar de discutir entre sí, vivían en armonía. Fácil les era a los dos entenderse, pues que ambos reconocían la Providencia divina y a Jesucristo. “Devolvedme el alma de mis días, el reposo de mis noches — les pedía Constantino —; dejadle gustar el placer de una existencia tranquila.” (1)
(1) Eusebio, Vita Constantini, II, 72 (ed. Heikel), p. 71.
Para llevar aquella misiva, Constantino envió a Alejandría uno de sus hombres de confianza: Osio, obispo de Córdoba. Éste entregó la carta, examinó la cuestión sobre el terreno donde se debatía y, a su regreso, hizo conocer al emperador la mucha importancia del movimiento Arriano. Constantino decidió entonces convocar un concilio.
Ese primer concilio ecuménico, convocado por cartas imperiales, se reunió el 325 en Nícea (Bitínia). No se conoce con mucha exactitud el número de los que asistieron al concilio. No obstante, de ordinario, se evalúa en 318 el número de los Padres reunidos en Nicea.(1) La mayoría eran obispos de las regiones orientales del imperio. El obispo de Roma, demasiado anciano para trasladarse se hizo representar por dos sacerdotes. La querella arriana fue, con mucho, la más importante de las cuestiones que se examinaron. El emperador presidió el concilio e incluso dirigió los debates.
No se conservan las actas del concilio de Nicea, hasta no faltan quienes duden de que se redactaran protocolos de las sesiones. Lo que sabemos nos ha llegado merced a escritos de los miembros del concilio y de algunos historiadores.(2) Después de debates muy vivos, el concilio condenó la herejía de Arrio y, tras adoptar algunas enmiendas y adiciones, adoptó el Símbolo de la Fe (el Credo), donde, contrariamente a la doctrina de Arrio, Jesucristo era reconocido como “Hijo de Dios, no creado, consubstancial con el Padre.”
El arcediano de Alejandría, Atanasio, había combatido a Arrio con un celo particular unido a un arte consumado.
El Símbolo de Nicea fue aceptado por varios obispos arrianos. Los más obstinados discípulos de Arrío, y Arrio mismo, fueron expulsados del concilio y puestos en prisión. El concilio resolvió las demás cuestiones pendientes y se disolvió después. En carta solemne que se remitió a todas las comunidades, hízose saber a éstas que la paz y el acuerdo habían sido devueltos a la Iglesia. Constantino escribió: “Todos los proyectos que el demonio había meditado contra nosotros han sido aniquilados a la hora de ahora… El cisma, las disensiones, las turbulencias, el veneno mortal de la discordia, todo eso, por la voluntad de Dios, ha sido vencido por la luz de la verdad.” (3) Uno de los mejores especialistas del arrianismo comenta: “El arrianismo empezó con vigor que prometía una buena carrera; y en pocos años pudo aspirar a la supremacía en Oriente, Pero su fuerza se desvaneció ante el concilio, y fue herido por la reprobación universal del mundo cristiano… El arrianismo parecía completamente aplastado y sin esperanza de resurrección.” (4)
La realidad no confirmó las hermosas esperanzas de Constantino. La condenación del arrianismo por el concilio de Nicea, no sólo no puso fin a la disputa arriana, sino que incluso fue causa de nuevos movimientos y nuevas dificultades. En el mismo Constantino se notó luego un cambio muy neto en favor de los arrianos, A los pocos años del concilio, Arrio y sus partidarios más celosos fueron llamados del destierro.(5) La muerte repentina de Arrio impidió su re-habilitación. En vez de él, fueron exilados los defensores más eminentes del Símbolo de Nicea. Si este Símbolo no quedó desautorizado y condenado, se le olvidó a sabiendas y en parte se le substituyó por otras fórmulas.
(1) Pero fue inferior, sin duda, V. las Págs. 321-322 de P. Batiffol, La País constantinienne et le cathalicisme, 3.a ed., París, 1914.
(2) S. A. Wikenhauser, Zur Frage der Existen von Nizanischcn Synodalprotocolcn, en Dólger, ob. cit., Págs. 122-142.
(3) Sócrates, Historia eclesiástica, I, 9. V. Nicene and Postniccne Fathers, t, II, Pág. 13.
(4) H. Gwatldn, Studies of Arianism, 2.a ed., Cambridge, 1900, p. 1-2.
(5) Véase los muy interesantes artículos de X. H. Baynes, Athanasiana (Journal of Egyptían Archaelogy, t. XI, 1925, Págs. 58-69) y Alejandría and Constantinople; a study in Eccletiastical Diplomacy (Ibid-, t. XXII, 1926, Pág. 149). Más tarde, a raíz de la publicación por Schwartz de una serie de documentos, el autor ha desautorizado su disertación de Athanasiana sobre la llamada de Arrio, en el Journal of Román Studies, t. XVIII, 2, 1928, p. 221, n. I.
Es muy difícil establecer con exactitud cómo se creó esa oposición tenaz contra el concilio de Nicea y cuál fue la causa de tal cambio en el ánimo de Constantino. Examinando las diversas explicaciones que se han propuesto, y donde se hacen intervenir influencias cortesanas, relaciones íntimas o familiares u otros fenómenos, acaso quepa detenerse en la hipótesis de que Constantino, cuando fue solucionado el problema arriano, ignoraba los sentimientos religiosos del Oriente, que en su mayoría simpatizaba con el arrianismo.
El emperador, que había recibido su fe en Occidente y se hallaba bajo el influjo del alto clero occidental — como, por ejemplo, de Osío, obispo de Córdoba, — hizo elaborar en ese sentido el Símbolo de Nicea. Más éste no convenía del todo al Oriente. Constantino comprendió que las declaraciones del concilio de Nicea estaban en oposición, en Oriente, con el estado de ánimo de la mayoría de la Iglesia y los deseos de las masas, y desde entonces comenzó a inclinarse hacía el arrianismo. En los últimos años de su gobierno, el arrianismo penetró en la corte. Y de día en día se afirmaba con más solidez en la mitad oriental del Imperio. Varios de los propugnadores del Símbolo de Nicea perdieron sus sedes episcopales y pasaron al destierro. La historia de la predominancia del arrianismo en esta época no ha sido plenamente aclarada por los sabios, a causa de la penuria de las fuentes. (1)
Como todos saben, Constantino, hasta el último año de su vida, fue, oficialmente, pagano. Sólo en su lecho de muerte recibió el bautismo de manos de Eusebío de Nicomedia, es decir, de un arriano. “Pero — observa el profesor Spasski — la última voluntad que expresó al morir fue llamar del destierro a Atanasio, el ilustre rival de Arrio.” (2) Constantino había hecho cristianos a sus hijos.
(1) Véase, por ejemplo, el intento de explicación de Gwatkin, quien se esfuerza en atribuir la nueva actitud de Constantino al estado de ánimo de Asia. Gwatkin, ob. cit., páginas 57, 96.
(2) A. Spasski, págs. 2-38. Comp. g. Baynes, Athanasiana, Journal of Egyptian Archaeology, XI (1925).
La Fundación de Constantinopla.
El segundo hecho del reinado de Constantino cuya importancia — después del reconocimiento del cristianismo — se ha revelado como esencial, fue la fundación de una capital nueva. Ésta se elevó en la orilla europea del Bósforo, no lejos del mar de Mármara, sobre el emplazamiento de Bizancio (Byzantinum), antigua colonia de Megara. Ya los antiguos, mucho antes de Constantino, habían advertido el valor de la posición ocupada por Bizancio, notable por su importancia estratégica y económica en el límite de Europa y Asia. Aquel lugar prometía el dominio de dos mares, el Mediterráneo y el Negro, y aproximaba el imperio de los origenes de las más brillantes civilizaciones de la antigüedad.
A cuanto cabe juzgar por los documentos que nos han llegado fue en la primera mitad del siglo VII antes de J.C. cuando algunos emigrantes de Megara fundaron en la punta meridional del Bosforo, frente a la futura Constantinopla, la colonia de Calcedonia. Varios años mas tarde un nuevo contingente de megarios, fundo en la primera ribera europea de la punta meridional de Bosforo, la colonia de Bizancio, nombre que se hace derivar del jefe de la expedición megaría: Byzas. Las ventajas de Bizancio respecto a Calcedonia eran evidentes ya a los ojos de los antiguos. El historiador griego Herodoto (siglo V a. J.C.) cuenta que el general persa Megabaces, al llegar a Bizancio, calificó de ciegos a los habitantes de Calcedonia que, teniendo ante los ojos un emplazamiento mejor — aquel donde algunos años más tarde fue fundada Bizancio,— habían elegido una situación desventajosa. (1) Una tradición literaria más reciente, referida por Estrabón (VII, 6, 320) y por Tácito (An. XII, 63), atribuye esa declaración de Megabaces, en forma ligeramente modificada, a Apolo Pítico, quien, en respuesta a los megarios que preguntaban al oráculo dónde debían construir su ciudad, les dijo que frente al país de los ciegos.
Bizancio tuvo un papel importante en la época de las guerras médicas y de Filipo de Macedonía. El historiador griego Polibio (siglo II a. J.C.) analiza brillantemente la situación política y sobre todo económica de Bizancio, reconoce la mucha importancia del intercambio que se mantenía entre Grecia y las ciudades del mar Negro, y escribe que ningún navío mercante podría entrar ni salir de ese mar contra la voluntad de los moradores de Bizancio, quienes, dice, tienen entre sus manos todos los productos del Ponto, indispensables a la humanidad. (2)
(1) Herodoto, IV, 144.
(2) Polibio, IV, 38, 44.
Desde que el Estado romano cesó de ser de hecho una república, los emperadores habían manifestado muchas veces su intención de trasladar a Oriente la capital de Roma. Según el historiador romano Suetonio (I, 79), Julio Cesar había formado el proyecto de instalar la capitalidad en Alejandría o en Ilion (la antigua Troya). Los emperadores de los primeros siglos de la era cristiana abandonaron a menudo Roma durante períodos de larga duración, a causa de la frecuencia de las campañas militares y de los viajes de inspección por el Imperio. A fines del siglo II Bizancio sufrió grandes males. Septimio Severo, vencedor de su rival Pescenio Niger, a cuyo favor se había inclinado Bizancio, hizo padecer a la ciudad estragos terribles y la arruinó casi completamente. Pero Oriente seguía ejerciendo poderoso atractivo sobre los emperadores. Dioclecíano (284-305) se complugo muy particularmente en el Asia Menor, en la ciudad bitinia de Nicomedia, que embelleció con magníficas construcciones.
Constantino, resuelto a fundar una nueva capital, no eligió Bizancio desde el primer momento. Es probable que pensara por algún tiempo en Naisos (Nisch), donde había nacido, en Sárdica (Sofía) y en Tesalónica (Salónica). Pero atrajo su atención sobre todo el emplazamiento de la antigua Troya, de donde, según la leyenda, había partido Eneas, el fundador del Estado romano, para dirigirse al Lacio, en Italia. El emperador fue en persona a aquellos célebres lugares. E1 mismo trazó los límites de la ciudad futura. Las puertas estaban ya construidas, según testimonio de un historiador cristiano del siglo V (Sozomeno) cuando, una noche, Dios se apareció en sueños a Constantino y le persuadió de que buscase otro emplazamiento para la capital. Entonces Constantino fijó definitivamente su elección en Bizancio. Cien años más tarde, el viajero que recorría en barco la costa troyana, podía ver aún, desde el mar, las construcciones inacabadas de Constantino. (1)
Bizancio no se había repuesto por completo de la devastación sufrida bajo Septimio Severo. Tenía el aspecto de un poblado sin importancia y sólo ocupaba una parte del promontorio que se adelanta en el mar de Mármara. El 324, o acaso después (325), Constantino decidió la fundación de la nueva capital e inició los trabajos. (2) La leyenda cristiana refiere que el emperador en persona fijó los límites de la ciudad y que su séquito, viendo las enormes dimensiones de la capital proyectada, le preguntó, con asombro: “¿Cuándo vas a detenerte, señor?” A lo que él repuso: “Cuando se detenga el que marcha delante de mí.”(3) Daba a entender con esto que guiaba sus pasos una fuerza divina. Se reunieron mano de obra y materiales de construcción procedentes de todas partes. Los más bellos monumentos de la Roma pagana, de Atenas, de Alejandría, de Antioquía, de Efeso, sirvieron para embellecimiento de la nueva capital. Cuarenta mil soldados godos (“foederati”) participaron en los trabajos. Se concedieron a la nueva capital una serie de diversas inmunidades comerciales, fiscales, etc., a fin de atraer allí una población numerosa. En la primavera del año 330, los trabajos estaban tan avanzados, que Constantino pudo inaugurar oficialmente la nueva capital. Esta inauguración se celebró el 11 de mayo del 330, yendo acompañada de fiestas y regocijos públicos que duraron cuarenta días. Entonces se vio “la cristiana Constantinopla superponerse a la pagana Bizancio.” (4)
Es difícil determinar con precisión el espacio ocupado por la ciudad de la época de Constantino. Una cosa parece cierta, y es que rebasaba en extensión el territorio de la antigua Bizancio. No hay datos que nos permitan calcular la población de Constantinopla en el siglo IV. Quizá rebasase ya las 200.000 almas, pero ésta es una pura hipótesis.(5) Para defender la ciudad por el lado de tierra contra los enemigos exteriores, Constantino hizo construir una muralla que iba del Cuerno de Oro al mar de Mármara.
Más tarde, la antigua Bizancio, convertida en capital de un Imperio universal, empezó a ser llamada “la ciudad de Constantino,” o Constantinopla, y hasta, a continuación, meramente “Polis” o “La Ciudad.”(6) Recibió la organización municipal de Roma y fue distribuida, como ella, en catorce “regiones,” dos de las cuales se hallaban extramuros.
(1) Sozomeno, Historia eclesiástica, II, 3.
(2) V. J. Maurice, Les origines de Constantinople, Centenario de la Edad. Nacional de los Anticuarios de Francia (París, 1904), págs. 289-292. J. Maurice, Numismatique constantinienne, t. II, págs. 481-490. L. Bréhier, Constantin et la fondation de Constantinople, “Revista histórica,” t. CXIX (1915, p. 248). D. Lathoud, La consagración y dedicación de Constantinopla, Echos d’orient, t. XXIII (1924), pág. 289-94.
(3) Filostorgio, Hist. ecl. II, 9, ed. Bidcz (1913), pág. 20-21 y otras fuentes.
(4) N. Baynes, The Byzantine Empire (Nueva York-I.ondres, 1926), pág. 18.
(5) V. E. Stein, ob. cit., t. I, pág. 196. F. Lot, La fin du monde antique, pág. 81, núm. 5. A. Andreades se inclina a adoptar la cifra de 700.000 a 800.000 habitantes. (A. Andreades, De la población de Constantinopla bajo los emperadores bizantinos, en el periódico italiano Metron, Rovigo, 1920, t. I, pág. 8o). Bury dice que es probable que en el siglo ν la población de Bizancio fuese poco inferior a un millón de habitantes. (History of the Later Román Emperie, t. I, pág. 88).
(6) El geógrafo árabe Al-Masudi escribe en el siglo X que los griegos de su época, al hablar de su capital, la llamaban Bulin (es decir, la palabra griega Polín) y también IstanBulin (Stenpolin) y no empicaban el nombre “Constantinopla.”
No nos ha llegado ninguno de los monumentos contemporáneos de Constantino. Sin embargo, la iglesia de Santa Irene, reconstruida dos veces, una (la más importante) bajo Justiniano, y la otra, bajo León III, se remonta a la época de Constantino. Existe aun en nuestros días, y en ella está el Museo Militar turco. En segundo lugar, la célebre columna (siglo V a. J.C.) elevada en conmemoración, de la batalla de Platea y transportada por Constantino a la nueva capital, donde la instaló en el hipódromo, se encuentra allí todavía, aunque algo deteriorada, en verdad. El genio intuitivo de Constantino pudo apreciar todas las ventajas que implicaba la situación de la antigua Bizancio desde los puntos de vista político, económico y espiritual. Desde el punto de vista político, Constantinopla, aquella “Nueva Roma”), como se la llama a menudo, poseía ventajas excepcionales para la lucha contra los enemigos exteriores: por mar era inatacable y por tierra la protegían sus murallas. Económicamente, Constantinopla tenía en sus manos todo el comercio del mar Negro con el Archipiélago y el Mediterráneo, estando, así, destinada a cumplir el papel de intermediaria entre Asia y Europa. Desde el punto de vista espiritual, se encontraba próxima a los focos de la civilización helenística, la cual, a su fusión con el cristianismo, cambió de aspecto, resultando de tal fusión una civilización cristiano-greco-oriental, que recibió el nombre de bizantina.
“La elección del emplazamiento de la nueva capital — escribe F. I. Uspenski, — la edificación de Constantinopla y la creación de una capital mundial, son hechos que prueban el valor incontestable del genio político y administrativo de Constantino. No es en el edicto de tolerancia donde se encuentra la medida de su mérito, de alcance universal, ya que, de no ser él, habría sido uno de sus sucesores inmediatos quien hubiera dado primacía al cristianismo, el cual, en este caso, no habría perdido nada. En cambio, por un traslado oportuno de la capital del mundo a Constantinopla, salvó la civilización antigua y creó a la vez una atmósfera propicia a la expansión del cristianismo.”
A partir de Constantino, Constantinopla se convirtió en el centro político, religioso, económico y moral del Imperio.
Las Reformas Orgánicas del Imperio en la Época de Diocleciano y de Constantino.
Cuando se examinan las reformas de Diocleciano y de Constantino, se comprueba que las más importantes son: establecimiento de una centralización estricta, creación de una administración numerosa, separación de los poderes civil y militar. Pero no han de buscarse instituciones nuevas ni cambios repentinos. El gobierno romano había entrado en vías de centralización desde Augusto.
Paralelamente a la absorción por Roma de las regiones orientales helenísticas, de civilizaciones superiores y de formas de gobierno más antiguas, la capital — sobre todo en las provincias del Egipto ptolemaico — imprimió de modo progresivo sus costumbres vivas y sus ideales helenísticos a los países recién conquistados. El rasgo distintivo de los Estados que se fundaron sobre las ruinas del imperio de Alejandro Magno — el Pergamo de los atálidas, la Siria de los seléucidas, el Egipto de los Ptolomeos — consistía en el poder ilimitado, divino, de los monarcas, sentimiento particularmente fuerte y arraigado en Egipto. Para los habitantes de Egipto… Augusto, conquistador del país, y sus sucesores; fueron soberanos absolutos y de esencia divina, como antes lo habían sido los Ptolomeos. Esto era la exacta oposición al concepto romano de los poderes del “princeps,” especie de compromiso entre las instituciones republicanas de Roma y las formas gubernamentales desarrolladas desde hacía poco. Bajo la acción de las influencias políticas del Oriente helenístico, el concepto inicial de los poderes imperiales se modificó, y los “príncipes” romanos mostraron muy pronto que preferían a Oriente y su concepción del poder imperial. Desde el siglo I, Calígula, según Suetonio, probó estar presto a aceptar la corona imperial, o diadema (2), y en 1a primera mitad del siglo III, Heliogábalo, según las fuentes, llevaba diadema en su palacio.(1) Se sabe que Aureliano, en la segunda mitad del siglo III, fue el primero en ostentar la diadema en público, a la vez que monedas e inscripciones le daban los nombres de “Dios” y “Señor” (“Deus Aurelianus Imperator Deus et Dominus Aurelianus Augustus”). (2) Aureliano fue quien estableció el gobierno autocrátíco en el Imperio romano.
(1) Uspenski, Historia del Imperio bizantino, t. I, págs. 60-62 (en ruso). Desde hace algún tiempo existe la tendencia a disminuir la importancia de la fundación de Constantinopla. V. O. Seeck, Geschichte des Untergangs der Antiken Welt, t. III (Berlín, 1909), pags 421-423; 2.aed., págs. 426-428. Le siguen E. Stein, ob. cit., t. I., pág. 193, núm. 6; gmas 2-3; ed. en el Gnomon, t. IV (julio-agosto 1928), págs. 411-412. V. también, id-, Kapitel vom persischen una von byzantinischen Staate (Byzantimsch-NeitgriechiSche JarbücHer, t. I (1920), p. 86. F. Lot declara que la fundación de Constantinopla es desde todos los puntos de vista, un gran suceso histórico, pero añade que “la fundación de Constinopla es un enigma” (págs. 39-40) y que nació del capricho de un déspota presa de una extensa exaltación religiosa.
(2) Suctonio, Caligula, 22: Nec multum afuít quin statim diadema sumeret.
(1) Lampridio, Ant, Heliogabalus, 23, 5: Quo (diademate garmnato) et usus est domi.
(2) L. Homo, Essai sur le regne de l’empereur Aurélien (París, 1904), págs. 191-193.
Puede decirse que la evolución del poder imperial, primero sobre el modelo del Egipto ptolemaico, después bajo la influencia de la Persia sasánida, estaba casi del todo acabada alrededor del siglo IV. Diocleciano y Constantino quisieron poner el punto final a la organización de la monarquía y, con esta intención, substituyeron pura y sencillamente las instituciones romanas por las costumbres y prácticas que reinaban en el Oriente helenístico y que se conocían ya en Roma, sobre todo desde la época de Aureliano.
Los períodos de desorden y anarquía militar del siglo III habían infiltrado la turbación en la organización interna del Imperio y la habían dislocado y disgregado. Aureliano restableció de momento la unidad. Por esa obra, los documentos e inscripciones de la época le dan el nombre de “Restaurador del Imperio” (“Restitutor Orbis”). Pero a su muerte siguióse un nuevo período de turbulencias. En tales condiciones, Diocleciano acometió la tarea de reconstruir todo el mecanismo del Estado y ponerlo en el buen camino. En el fondo, no hizo sino una gran reforma administrativa. De todos modos, él y Constantino introdujeron en la organización interior del Estado cambios de tanta importancia, que puede considerárseles como fundadores de un nuevo tipo de monarquía, nacido, como hemos observado antes, bajo una fuerte influencia del Oriente.
Diocleciano, que residía a menudo en Nicomedia y se sentía atraído por Oriente de un modo general, adoptó numerosas características de las monarquías orientales. Fue un verdadero autócrata, un emperador-dios, que llevó la diadema imperial. En su palacio penetraron el lujo y el complicado ceremonial de Oriente. En las audiencias, los súbditos habían de prosternarse ante el emperador antes de osar alzar los ojos a él. Cuanto afectaba al emperador recibía el nombre de sagrado: eran sagrada su persona, sagradas sus palabras, sagrado el palacio, sagrado el tesoro, etc. El emperador hallábase rodeado de una numerosa corte que, instalada desde Constantino en la nueva capital, requirió gastos enormes y se convirtió en centro de maquinaciones e intrigas que más tarde hicieron muy complicada la vida del Imperio bizantino. Así, la autocracia, en forma muy próxima al despotismo oriental, fue introducida en el Imperio por Diocleciano y se convirtió en uno de los rasgos típicos de la organización del Imperio bizantino. Para mejorar el gobierno de la inmensa y heterogénea monarquía, Diocleciano implantó el sistema de la tetrarquía, o “poder de cuatro personas.” El gobierno del Imperio fue distribuido entre los augustos con iguales poderes, uno de los cuales debía habitar en la parte occidental y otro en la oriental del Imperio. Los dos augustos debían gobernar nominalmente un solo Imperio romano. El Imperio seguía siendo uno, y la designación de dos augustos mostraba que el gobierno reconocía ya la diferencia existente entre el Oriente griego y el Occidente latino, la administración simultánea de los cuales era tarea que rebasaba las facultades de una sola persona. Cada augusto debía asociarse un Cesar que a la muerte o abdicación del augusto pasaba a ser augusto el mismo y elegía un nuevo cesar. Así se creó una especie de sistema dinástico artificial que debía librar al Imperio de turbulencias y de empresas de los ambiciosos y a la vez quitar a las legiones el poder decisivo que se habían arrogado en la elección de nuevos emperadores. Los primeros Augustos fueron Diocleciano y Maximiano, y los cesares Galerio y Constancio Cloro, padre de Constantino. Diocleciano se reservó Egipto y las provincias asiáticas, con centro en Nicomedia. Maximiano tomó Italia, España y África, con centro en Mediolanum (Milán). Galerio recibió la Península balcánica y las provincias danubianas vecinas, con centro en Sirmium, sobre el Save (cerca de la actual Mitrovitz). A Constancio Cloro se le adjudicaron la Galia y la Bretaña, con centros en Augusta Trevirorum (Tréveris) y Eboracum (York). Estos cuatro personajes eran considerados gobernadores de un Imperio único e indiviso y las leyes se promulgaban en su cuádruple nombre. No obstante la igualdad teórica de los dos augustos, Diocleciano disfrutaba, como emperador, de una indiscutible supremacía. Los cesares estaban bajo la dependencia de los augustos. Al cabo de cierto tiempo, los augustos debían abdicar, dejando poder a los cesares. En el año 305, en efecto, Diocleciano y Maximiano abdicaron, pasando a la vida privada. Galerio y Constancio Cloro se convirtieron entonces en augustos. Sin embargo, las turbulencias que estallaron pusieron rápido fin al sistema artificial de la tetrarquía, que dejó de existir a principios del siglo IV.
Diocleciano practicó grandes cambios en el gobierno de las provincias. Con él desapareció la antigua distinción entre provincias senatoriales e imperiales. Todas dependían ya del emperador. Las antiguas provincias del Imperio, relativamente poco numerosas, se señalaban por su vasta extensión y daban gran poderío a quienes las administraban. De esto surgían con frecuencia peligros muy graves para el poder central. Se producían revueltas a menudo, y los gobernadores de provincias, a la cabeza de las legiones provinciales que se unían a ellos, erigíanse muchas veces en pretendientes al trono. Diocleciano, queriendo suprimir el peligro político que representaban las provincias de excesiva extensión, decidió disminuirlas en tamaño. De cincuenta y siete provincias que había al llegar él al trono, hizo noventa y seis, o acaso más.
No sabemos el número exacto de las nuevas provincias de menor extensión creadas por Diocleciano, a causa de los insuficientes informes ofrecidos por las fuentes. La fuente principal que poseemos sobre la organización de las provincias del Imperio en esa época, es la llamada “Notitia dignitatum,” o lista oficial de las funciones de la corte y de los empleos civiles y militares, con la enumeración de las provincias. Pero, según la opinión de los sabios, ese documento— que carece de fecha — se remonta a primeros del siglo V y a una época en que existían ya todos los cambios operados en el gobierno por el sucesor de Diocleciano. La “Notitia dignitatum” da una cifra de 120 provincias. Otras listas, de época igualmente incierta, pero anteriores, incluyen un número menor de provincias. Como quiera que sea, debe tenerse en cuenta que varios detalles de la reforma de Diocleciano no se hallan lo bastante aclarados, a causa del mal estado de las fuentes.
El Imperio consistía bajo Diocleciano en cuatro prefecturas, al frente del cada una de las cuales había un prefecto del pretorio (“praefecti pretorio”). Las prefecturas se dividían en diócesis. La lista de Verona, que es la más antigua, indica doce diócesis. Cada una de éstas se dividía en varias provincias.
Para garantizar mejor su poder contra eventuales complicaciones, Diocleciano separó estrictamente el poder militar del poder civil. Desde él, los gobernadores de provincias no tuvieron sino funciones judiciales y administrativas. Las consecuencias de la reforma provincial de Diocleciano se manifestaron sobre todo en Italia, que, de región dominante que era, pasó a ser una mera provincia.
Tal reforma exigía una administración. Se creó un sistema burocrático muy complicado, que requería empleos múltiples, títulos extremadamente diversos una estricta jerarquización.
Constantino desarrolló y completó la obra reformadora empezada por Diocleciano.
Así, los rasgos más característicos de las épocas de Diocleciano y Constantino fueron el establecimiento del poder absoluto del emperador y la rígida separación de los poderes militar y civil, lo que produjo la creación de una administración numerosa. En la época bizantina se conservó el primer rasgo, esto es, el carácter absoluto del monarca, mientras el segundo sufrió una modificación profunda, en el sentido de una concentración progresiva de los poderes militar y civil en las mismas manos. Pero la administración numerosa pasó a Bizancio y, si bien con modificaciones bastante importantes, tanto en los empleos como en sus calificativos, subsistió hasta los últimos tiempos del Imperio. La mayoría de las funciones y títulos se convirtieron, de latinos, en griegos. Varios se tornaron puramente honorarios y con posterioridad se crearon otros muchos nuevos.
Un factor en extremo importante de la historia del Imperio en el siglo IV es la infiltración progresiva de los bárbaros, y concretamente de los germanos (godos). Pero trataremos esta cuestión más tarde, cuando abarquemos en su integridad el siglo IV.
Constantino murió el 337. Su actividad fue póstumamente consagrada por raras marcas de aprecio. El Senado romano, según el historiador Europio (siglo IV) le alineó entre los dioses (1); la historia le dio el nombre de Grande; la Iglesia ha hecho de él un santo e igual a los apóstoles.
El lábaro, “colocado en el palacio de Constantinopla, quedó allí como el testimonio de la religión del fundador del Estado cristiano, así como el programa de Milán fue el testamento de su prudencia política.” (2)
(1) Eutropeo, Breviarium, X, 8.
(2) Maurice, Numismatique conslatitinienne, t. II, pág. XCIII.
Un sabio inglés del siglo XIX hace la siguiente observación: “Si hubiésemos de comparar a Constantino con algún gran hombre de los tiempos modernos, sería más con Pedro el Grande que con Napoleón.” (1)
Eusebio de Cesárea, en su Panegírico de Constantino, escribe que después que el cristianismo triunfante, hubo puesto fin a las creaciones de Satán, es decir, a los falsos dioses, los Estados paganos se encontraron aniquilados. “Se proclamó un día único para todo el género humano. A la vez se elevó y prosperó una potencia universal, el Imperio romano. Exactamente en la misma época, sobre un signo formal del mismo Dios, dos fuentes de beneficios, I el Imperio romano y la doctrina de la piedad cristiana, brotaron juntos, para el bien de la humanidad… Dos poderes potentes, partidos del mismo punto, el Imperio romano bajo el cetro de un soberano único, y la religión cristiana, subyugaron ν reconciliaron todos aquellos elementos contrarios.” (2)
Los Emperadores desde Constantino el Grande hasta Principios del Siglo VI.
A la muerte de Constantino, sus tres hijos, Constantino, Constancio y Constante, tomaron todos el título de augusto y se repartieron el gobierno del Imperio. Pero pronto surgió un conflicto entre los tres emperadores; dos de ellos perecieron en la lucha: Constantino en 340 y Constante en 350. Constancio quedó así único dueño del Imperio y reinó hasta 361. Como no tenía hijos, a la muerte de sus hermanos se inquietó vivamente por su sucesión. De la matanza de los miembros de su propia familia, ejecutada según sus órdenes, sólo dos primos suyos se habían salvado: Galo y Juliano, a quienes se mantenía alejados de la capital. Deseando asegurar el trono a su dinastía, Constancio I designó cesar a Galo. Pero éste atrajo sobre sí las sospechas del emperador y fue asesinado el 354.
Tal era la situación cuando el hermano de Galo, Juliano, fue llamado a la I corte de Constancio, donde se le designó cesar (355), casando con Elena, hermana de Constancio. El muy breve reinado de Juliano (361-363), tras el cual terminó la dinastía de Constantino el Grande, fue seguido del reinado, igualmente corto, de Joviano (363-364), comandante de la guardia imperial antes de su exaltación y elegido augusto por el ejército. A la muerte de Joviano una nueva elección recayó en Valentíniano (364-375), quien inmediatamente después de su designación fue obligado por sus soldados a nombrar augusto y coemperador a su hermano Valente. Valentíniano gobernó el Occidente, y confió el Oriente a Valente. Valentíniano tuvo por sucesor en Occidente a su hijo Graciano (375-385), pero el ejército proclamó augusto a la vez a Valentíniano II (375-392). hermano menor de Graciano, y que no tenía más que cuatro años.
(1) A Dictionary of Christian Biography, Constantine I, t. I (1877), p. 644. V. Duruy, t. VII, pág. 88.
(2) Eusebio, De laudibus Constantini, XVI, 3-5 (Eusebius Werke, I. Heikel, Leipzig, 1902, t. I, p. 249)- Traducción inglesa en los Nicene and Postnicene Fathers, 2.a serie, t. I., página 606.
Después de la muerte de Valente (378), Graciano elevó a Teodosio al título de augusto y le confió el gobierno de la “pars orientalis,” así como de gran extensión de la Iliria. Teodosio, originario del “Extremo Occidente” (pues era español), fue el primer emperador de la dinastía que había de ocupar el trono hasta el 450 de J.C. es decir, hasta la muerte de Teodosio el Joven.
A la muerte de Teodosio, sus dos hijos Arcadio y Honorio se repartieron el gobierno del Imperio. Arcadio reinó en Oriente y Honorio en Occidente. En los reinados en común de Valente y Valentíniano I, o de Teodosio, Graciano y Valentíniano II, la división de poder no había destruido la unidad del Imperio, y bajo Arcadio y Honorio se mantuvo también esa unidad. Hubo dos emperadores y un solo Estado. Los contemporáneos vieron la situación exactamente a esa luz. Un historiador del siglo V, Orosio, autor de la Historia contra los paganos, escribía: “Arcadio y Honorio comenzaron a tener el Imperio en común, no repartiéndose más que sus sedes.” (1)
(1) Paulo Orosio, Historia adversus paganos, VII, 36, I.
Del 395 al 518, los emperadores que reinaron en la “pars orientalis” del Imperio fueron los siguientes: primero el trono estuvo ocupado por la línea de Teodoro el Grande, es decir, por su hijo Arcadio (395-408), que casó con Eudoxia, hija de un jefe germano (franco), y después por el hijo de Arcadio. Teodosio el Joven (408-450), que tomó por mujer a Atenais, hija de un filósofo ateniense, bautizada con el nombre de Eudocia. A la muerte de Teodosio II, su hermana Pulquería se desposó con el tracio Marciano, que se convirtió en emperador (450-457). Así terminó el 450 la línea masculina de la dinastía española de Teodosio. Después de la muerte de Marciano, León I (457-474), tribuno militar originario de Tracia, o de “Dacia en Iliria,” es decir, de la prefectura de Iliria, fue elegido emperador. Ariadna hija de León I, que había casado con el isáurico Zenón, tuvo un hijo, llamado Leòn también, el cual, a la muerte de su abuelo paso a ser emperador (474) a la edad de seis anos. Murió pocos meses después, no sin antes haberse asociado al Imperio a su padre Zenon, que era originario del pueblo bárbaro de los isaurios, habitantes de las montañas del Τauro, en el Asia Menor. A este Leòn se le conoce en la historia con el nombre de Leon II Su padre, Zenón, reinó de 474 a 491. Cuando murió, su esposa Ariadna contrajo matrimonio con un silenciario, (1) el viejo Anastasio, originario de Dyrrachium (Durazzo) en Iliria (la Albania de hoy). Anastasio fue proclamado emperador el 491, a la muerte de Zenón, reinando con el nombre de Anastasio I desde 491 a 518.
Esta lista de emperadores nos muestra que, desde la muerte de Constantino el Grande hasta el año 518 de J.C., el trono de Constantinopla fue ocupado: primero por la dinastía de Constantino, o más bien de su padre Constancio I Cloro, que pertenecía, probablemente, a alguna tribu bárbara romanizada del la Península balcánica; luego por cierto número de romanos (Joviano y la familia de Valentiniano I); después por los tres representantes de la dinastía española de Teodosio el Grande, y al fin por emperadores elevados por casualidad y pertenecientes a tribus variadas: tracios, un isaurio, un ilírico (acaso albanés). En todo este período, el trono no fue ocupado nunca por un griego.
(1) Los silenciarios eran ujieres destinados a cierto servicio especial en algunas puertas del palacio imperial
http://www.diakonima.gr/2009/09/10/historia-dei-imperio-bizantino-2/
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