Tuesday, September 22, 2015

El lugar del bienaventurado Agustín en la Iglesia Ortodoxa ( Hieromonje Serafin Rose )


1ª Parte

Por la acción providencial de Dios, la Iglesia ortodoxa de nuestros días ha regresado al Occidente, que había abandonado hacía 900 años. Esencialmente, el trabajo inconsciente de los emigrantes de países ortodoxos de los que surgieron, ha creado un movimiento que se ha confirmado en consecuencia, como una gran oportunidad para los pueblos occidentales: en algunas décadas, este movimiento de conversión de Occidente a la Ortodoxia se ha acrecentado, y se ha convertido actualmente en un fenómeno común.

La Ortodoxia ha plantado gradualmente así sus raíces en Occidente, y se ha convertido en una nueva fe “indígena” para estos países occidentales; los nuevos conversos redescubren de forma natural, la herencia ortodoxa occidental de sus orígenes, particularmente a los Santos y a los Padres de los primeros siglos del cristianismo que, en su mayor parte, no son en nada inferiores a sus contemporáneos que vivían en Oriente en la misma época, y que respiraron el aire y propagaron el perfume del verdadero cristianismo perdido más tarde, trágicamente en Occidente. El amor y la veneración del arzobispo San Juan Maximovitch (muerto en 1966 y glorificado en 1994 por la Iglesia Ortodoxa Rusa fuera de las fronteras) por estos santos occidentales ha contribuido poderosamente a despertar la atención que se les debe y ha facilitado su “reintegración” en el dominio común de la Ortodoxia, como era en su época.

Para la mayoría de los santos occidentales, esto nunca ha sido un problema; el redescubrimiento de sus escritos y de sus vidas lo confirma. Simplemente, qué alegría para los cristianos ortodoxos el saber que el espíritu del cristianismo oriental habitaba totalmente en estos santos y llenaba entonces una gran parte de occidente. Verdaderamente, este redescubrimiento presagia un seguro desarrollo continua de una Ortodoxia sana y equilibrada en occidente.

Pero, concerniente a algunos Padres occidentales, hubo ciertas “complicaciones”, unidas sobre todo a disputas dogmáticas en los primeros siglos cristianos. La apreciación de estos Padres ha diferido entre el Oriente y el Occidente para los cristianos ortodoxos, y es esencial conocer con respecto a su punto de vista ortodoxo y no aquel más tardío del catolicismo romano.

En Occidente, el más eminente de estos Padres “controvertidos” es, sin ninguna sombra de duda, el Bienaventurado Agustín, obispo de Hipona, en África del norte. Considerado en Occidente como uno de los Padres de la iglesia más importantes, y como supremo “Doctor de la Gracia”, siempre fue visto con algunas reservas por el Oriente. En nuestros días, sobre todo entre los occidentales convertidos a la Ortodoxia, se manifiestan dos tendencias extremas y opuestas al respecto.

Para una, influenciada por la estimación del catolicismo romano, Agustín recibe como Padre de la Iglesia una importancia bastante superior a la que la Ortodoxia le concedió en el pasado; mientras que la segunda prefiere subestimar su cualidad de ortodoxo, yendo incluso algunos a calificarla de “herético”. Estas dos tendencias son occidentales y no tienen raíz verdadera en la tradición ortodoxa. La mirada de la Ortodoxia sobre él, aunque prevaleció constantemente a lo largo de los siglos en los Santos Padres orientales, e igualmente, (en los primeros siglos) occidentales, no cae en ninguno de estos dos extremos, pero constituye una apreciación equilibrada que toma en consideración también tanto su grandeza indiscutible como sus errores.

En lo que continúa, estable recemos un breve resumen de la evaluación ortodoxa del Bienaventurado Agustín, poniendo a la luz la actitud con relación a numerosos Santos Padres, y no entraremos en el detalles de sus enseñanzas controvertidas más que lo que sea necesario para esclarecer la posición ortodoxa frente a él. Este estudio nos permitirá igualmente caracterizar más generalmente la cercanía ortodoxa de estas figuras “controvertidas”. Cuando los dogmas ortodoxos son atacados directamente, la Iglesia Ortodoxa y sus Padres siempre han respondido inmediatamente y de una manera decisiva, con definiciones dogmáticas exactas, anatematizando a los que pensaban o creían falsamente; pero cuando el tema de la controversia (incluso en temas dogmáticos) es una diferencia de cercanía, ver una extrapolación, una exageración o un error bienintencionado, la Iglesia siempre ha conservado una actitud moderada y conciliadora.

La actitud de la Iglesia frente a los herejes es una cosa, su actitud frente a los Santos Padres que parecen haber errado sobre tal o cual punto es otra. Es lo que vamos a ver en detalle.

La controversia sobre la Gracia y el libre albedrío

La más virulenta de las controversias que rodean al Bienaventurado Agustín, a la vez durante y después de su propia vida, fue aquella que concierne a la Gracia y al libre albedrío. Sin duda, el Bienaventurado Agustín fue conducido a una distorsión de la doctrina ortodoxa sobre la gracia por un cierto sub-racionalismo que poseía en común con la mentalidad latina, a la que pertenece por cultura, si no por sangre (“por sangre”, pues era africano y poseía ese algo de “corazón” emocional de las gentes del sur). El filósofo ruso ortodoxo del siglo XIX Iván Kireievsky resumió bien el punto de vista ortodoxo sobre este hecho, que él consideró como uno de los lados más deficientes de la teología del Bienaventurado Agustín: “Ninguno entre los antiguos o modernos Padres de la Iglesia muestra tanto amor por la secuencia lógica de las verdades como el Bienaventurado Agustín … Algunas de sus obras son, en suma, una simple cadena de acero de silogismos, inseparablemente unidos, anilla por anilla. Quizá a causa de esto fue a veces conducido demasiado lejos, no remarcando el ojo interno unilateral de su pensamiento a causa de esta lógica exterior; si bien él mismo, en sus últimos años de vida, refutó algunos de sus primeros enunciados”.

Concerniente a la doctrina de la Gracia en particular, la evaluación más concisa de la enseñanza de Agustín y sus deficiencias es quizá aquella del arzobispo Filaret de Tchemigoy en su manual de Patrología: “Mientras los monjes de Hadrumetum (en África) hacían remarcar a Agustín que, según su enseñanza, la obligación del ascetismo y la auto mortificación no les era demandado, Agustín percibió la exactitud de la observación y comenzó a repetir más a menudo que la Gracia no destruye la libertad humana; pero tal expresión de su enseñanza no cambió nada esencialmente a la teoría de Agustín, y sus últimas obras no estaban de acuerdo con este pensamiento. Así, en tanto que acusador de Pelagio, Agustín es sin ninguna duda un gran Doctor de la Iglesia; pero en defensa de la verdad, no era completo ni siempre fiel a esta verdad”.

Más tarde los historiadores insistieron en los puntos de desacuerdo entre el Bienaventurado Agustín y San Juan Casiano, contemporáneo en Francia de Agustín y que en sus célebres Instituciones y Conferencias, dio por primera vez en latín la doctrina oriental completa y auténtica de la vida monástica y espiritual, y fue el primero en Occidente en criticar la enseñanza del Bienaventurado Agustín sobre la Gracia. Sin embargo, los historiadores no han visto suficientemente a menudo la profunda base de acuerdo que existía entre ellos dos. Ciertos historiadores modernos (A. Harnack, O. Chadwick) han intentado corregir esta estrechez de espíritu mostrando la “influencia” supuesta de Agustín sobre Casiano; y estas observaciones, aunque sean igualmente exageradas, nos acercan por tanto un poco más a la verdad. Probablemente San Juan Casiano no habría hablado con tanta elocuencia y si en detalle sobre la Gracia Divina si Agustín por su parte no hubiera enseñado su punto de vista sobre esta cuestión.

Pero el hecho importante a tener en la memoria es que el desacuerdo entre Casiano y Agustín no era un desacuerdo entre un Padre ortodoxo y uno herético (como lo era por ejemplo entre Agustín y Pelagio), sino el de dos Padres ortodoxos que divergían solamente en cuanto a los detalles en su presentación de la única y misma doctrina. En conjunto, San Juan Casiano y el Bienaventurado Agustín enseñaron la doctrina ortodoxa de la Gracia y del libre albedrío contra la herejía de Pelagio; pero uno lo hizo con la completa profundidad de la tradición teológica oriental, mientras que el otro fue conducido a ciertas distorsiones en la misma enseñanza, debidas a su enfoque hiperlógico.

Todos saben que el Bienaventurado Agustín fue el oponente más declarado, en Occidente, a la herejía de Pelagio, que negaba la necesidad de la Gracia Divina para la salvación; pero pocos parecen ser conscientes de que San Juan Casiano (cuyas enseñanzas fueron injustamente presentadas por los eruditos católico romanos como “semi-pelagianas) fue un no menos enemigo de Pelagio y de su doctrina. En su último libro, Contra Nestorio, San Juan Casiano aproxima y enlaza más claramente las enseñanzas de Nestorio y Pelagio (ambos condenados por el Tercer Concilio Ecuménico de Éfeso en 431) y los fustiga de una manera vehemente, acusando a Nestorio de “caer en las impiedades tan peligrosas y blasfemas que tú pareces, por tu locura, sobrepasar incluso a Pelagio, que sobrepasa a casi todo el mundo en materia de impiedad” (Contra Nestorio V, 2).

Siempre en este libro, San Juan Casiano cita por entero el documento del presbítero pelagiano Leporio de Hipona, en el cual, este último reconocía públicamente su herejía; este documento que, anota San Juan Casiano, fue aprobado por los obispos de África (incluido Agustín) y fue probablemente redactado por Agustín, personalmente responsable de la conversión de Leporio (Contra Nestorio, I, 5-6). En otro pasaje del mismo libro (VII,27) San Juan Casiano califica al Bienaventurado Agustín como una de las principales autoridades patrísticas sobre la doctrina de la Encarnación (pero con una calificación que será precisada más abajo). En evidencia, en la defensa de la Ortodoxia, y en particular contra la herejía pelagiana, estando Casiano y Agustín del mismo lado, difieren solamente en algunos detalles en su defensa.

El error fundamental de Agustín fue su sobre-evaluación del lugar de la Gracia en la vida cristiana, y su infra-evaluación del lugar del libre albedrío. Fue llevado a exagerar, como lo ha mostrado bien el arzobispo Filaret, por su propia experiencia de conversión, unida a su espíritu latino hiper-racional, que lo empujaron a querer definir esta cuestión de forma muy precisa. Sin embargo, Agustín no negó verdaderamente la libre voluntad; de hecho, si se le preguntara, estaría siempre dispuesto a defenderla y a censurar a los que “exaltan la Gracia hasta el punto de negar la libertad de la voluntad humana y, lo que es más grave, aseguran que en el día del Juicio, Dios no dará a cada hombre según sus actos” (Carta 214 al abad Valentino de Hadrumetum). En algunos de sus escritos, su defensa del libre albedrío no es menos fuerte que la de San Juan Casiano. En su comentario del Salmo 102 (versículo 3: “Él es quien perdona todas tus culpas, quien sana todas tus dolencias.”) por ejemplo, Agustín escribe: “Él te sanará, pero tu debes querer ser sanado. Él sana enteramente no solo al que está enfermo, sino al que rechaza la sanación”.

En sí, el hecho de que Agustín, un padre monástico de Occidente, estuviera fundando su propia comunidad de monjes y monjas, y escribiendo reglas monásticas influyentes, muestra con certeza que, en la práctica, él reconoció el significado de la lucha ascética, impensable sin la libre voluntad del asceta. De una manera general, y especialmente cuando debe dar consejos prácticos a los luchadores cristianos, Agustín enseña, ciertamente, la doctrina ortodoxa de la Gracia y del libre albedrío, tanto que prefiere hacerlo en los límites de su punto de vista teológico.

Pero en sus últimos tratados, especialmente los tratados anti-pelagianos que llevó a cabo en los últimos años de su vida, cuando empieza una discusión lógica sobre la cuestión global de la Gracia y del libre albedrío, cae a menudo en una defensa exagerada de la gracia que parece no dejar más que un pequeño lugar a la libertad humana. Hagamos aquí una confrontación contrastada de su enseñanza con aquella plenamente ortodoxa de San Juan Casiano.

En su libro Sobre la Censura y la Gracia, escrito en el 426 o 427 por el monje Hadrumentum, el Bienaventurado Agustín anota: “¿Osarás decir que, incluso cuando Cristo ruega para que la fe de Pedro no caiga, estaría a pesar de todo caída si Pedro la hubiera querido hacer caer? (cap.17). Hay aquí una exageración evidente, se siente que alguna cosa falta en la descripción agustiniana de la realidad de la Gracia y del libre albedrío. San Juan Casiano, en estas palabras sobre el otro responsable de los apóstoles, San Pablo, nos provee esta “dimensión faltante”: “Él dice: Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia que me dio no resultó estéril, antes bien he trabajado más copiosamente que todos ellos; bien que no soy yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1ª Corintios 15:10). Cuando dice “he trabajado” muestra el esfuerzo de la voluntad personal, cuando dice “bien que no soy yo, sino la gracia de Dios”, él da valor a la Divina protección; cuando dice “conmigo”, afirma que la gracia coopera con él cuando no es perezoso o descuidado, sino trabajador y productor de esfuerzo” (Conferencias, XIII, 1).

La posición de Casiano es equilibrada, sacando a la luz conjuntamente la gracia y la libertad; la posición de Agustín es unilateral e incompleta, aumentando sin necesidad la gracia y exponiendo así sus propuestas a su explotación ulterior por pensadores que no reflexionaban del todo en términos ortodoxos y que podían incluso concebir, como los jansenistas del siglo XVII, una gracia “irresistible” a la que el hombre está obligado a aceptar, lo quiera o no.

Una exageración parecida fue hecha por agustín a la vista de lo que los teólogos latinos llamaron tardíamente “la gracia preventiva”, la gracia que “previene” o “viene antes” e inspira la venida de la fe en el hombre. Agustín admite que a veces pensó de forma errónea sobre este tema, antes de su ordenación como obispo: “Yo estaba en un error similar, pensando que la fe, por la que se cree en Dios, no es un don de Dios, sino que está en nosotros mismos, y que por ella obtenemos los dones de Dios, por ella podemos vivir con templanza, justicia y piedad en el mundo. No reflexionaba sobre que la fe estaba precedida por la gracia de Dios … sino en lo que hemos debido consentir, cuando nos fue predicado el Evangelio, y pensé que eso venía de nuestro propio hecho y nos venía de nosotros mismos” (Sobre la predestinación de los Santos, cap. 7).

Este error de juventud de Agustín es en hecho pelagiano, y el resultado de una sobre-racionalidad, en la defensa del libre albedrío, haciendo algo autónomo, y no colaborador con la gracia de Dios; pero atribuye esto de una manera incorrecta a San Juan Casiano (que fue sin razón acusado en Occidente de enseñar que la gracia de Dios es dada según el mérito humano), y Agustín mismo cayó después en la exageración opuesta que consiste en atribuir todo, en atención a la fe, a la gracia divina.

La enseñanza verídica de San Casiano, que es la enseñanza de la Iglesia Ortodoxa, fue tomada por la mentalidad latina como una clase de mistificación. Es lo que vemos en un compañero del Bienaventurado Agustín en Francia, Próspero de Aquitania, que fue el primero en atacar a San Casiano directamente.

Fue a Próspero así como a Hilario (no a san Hilario de Arles, que estaba en comunión con San Casiano), a quien Agustín envió los dos tomos definitivos de su tratado anti-pelagiano, Sobre la predestinación de los Santos y Sobre el don de la Perseverancia; en estos tratados, Agustín critica las ideas de San Casiano tal y como le fueron presentadas sumariamente por Próspero. Después de la muerte de Agustín en 430, Próspero se convirtió en el campeón de su enseñanza en Francia, y su primer acto mayor fue escribir un tratado Contra el autor de las Conferencias (Contra Collatorum), igualmente conocido bajo el nombre “Sobre la Gracia de Dios y el libre albedrío”. Este tratado no es más que una refutación, punto por punto, de la famosa decimotercera Conferencia de San Casiano, en la que la cuestión de la gracia es tratada con más detalle.

Desde las primeras líneas, está claro que Próspero está profundamente ofendido de que su maestro haya sido abiertamente criticado en Francia: “Hay algunos bastante audaces que afirman que la gracia de Dios, por la que somos cristianos, no fue defendida correctamente por el obispo Agustín de bienaventurada memoria, y no han cesado de atacar con calumnias deliberadas sus libros contra la herejía pelagiana” (cap. 1). Pero sobre todo, Próspero se indigna por lo que él juzga ser una desconcertante “contradicción” en la enseñanza de San Casiano; y su perplejidad sobre este tema (ya que es un ferviente discípulo de Agustín) nos revela en que consiste el error de Agustín.

Próspero encuentra que, en una parte de su decimotercera Conferencia, San Casiano enseña correctamente a propósito de la Gracia (y particularmente sobre la “gracia dispuesta”) justo como el Bienaventurado Agustín. “Esta doctrina no estaba, al principio de la controversia, en desacuerdo con la verdadera piedad, y no habría deservido mas que a una justa y honorable aprobación si no la tenía, en su peligrosa y perniciosa progresión, desviada de su rectitud inicial. Pues, después del ejemplo del arrendador que es para él la imagen de lo que vio bajo la gracia y en la fe, y por el cual el trabajo es tan estéril que no es ayudado en nada por el seguro divino, expuso la posición verdaderamente católica diciendo: “De esta se deduce claramente que el comienzo, no solo de nuestros actos, sino incluso de todos nuestros buenos pensamientos, viene de Dios. Él es el que nos inspira el comienzo de una santa voluntad y nos da el poder y la capacidad de obtener las cosas que deseamos legítimamente” … De nuevo, más lejos, cuando enseñó que todo celo por la virtud requiere la gracia de Dios, añade: “Igual que no podemos desear todas las cosas sin la inspiración de Dios, igualmente no pueden en ningún caso, sin Su ayuda, ser llevadas a término” (Contra Collatorum, cap. 2:2)”. Mas tarde, después de esta y otras citas parecidas, que revelan verdaderamente a San Casiano como un Doctor de la universalidad de la Gracia no menos elocuente que el Bienaventurado Agustín (lo que hace decir a algunos, que él estuvo influenciado por San Agustín), Próspero continua: “En este punto, por una clase de contradicción oscura, introduce una proposición que enseña que muchos vienen a la Gracia sin ella, y también que algunos toman de los dones de su libre albedrío el deseo de buscar, de pedir y de llamar a la puerta …” (cap. 2:4). [Es decir, que acusa aquí a San Casiano de estar en el mismo error que el Bienaventurado Agustín reconocía haber cometido en sus primeros años]. “Oh Maestro católico, ¿por qué abandonas tu deber, por qué te vuelves hacia la oscuridad sombría de la falsificación y abandonas la luz de la verdad clara?

… Por tu parte, no hay acuerdo completo ni con los católicos ni con los herejes. Estos últimos consideran los comienzos de toda obra justa del hombre, como provenientes de su libre voluntad, mientras que nosotros (“católicos”, es decir “ortodoxos) creemos firmemente que los orígenes de los buenos pensamientos provienen de Dios. Has encontrado una tercera variante, informe, inaceptable a la vez para los dos campos, por la que no obtendrás nunca un acuerdo cualquiera con los enemigos ni conservarás ya una armonía cualquiera con nosotros” (cap. 2:5, 3:1). Es precisamente esta “tercera variante informe” la que es doctrina ortodoxa de la gracia y el libre albedrío, conocía más tarde por el nombre de sinergia, es decir, la cooperación de la divina Gracia y del libre albedrío humano, no actuando ninguno de ellos independientemente o de forma autónoma. San Casiano, fiel a la plenitud de esta verdad, expresa a veces un lado de la cuestión (la libertad humana) y a veces el otro (la divina Gracia); para el espíritu superracional de Próspero esto es una “contradicción insondable”. San Casiano enseña: “¿Qué es lo que nos es dicho por otro lado, a través de todas estas citas de las Santas Escrituras, que la afirmación a la vez, de la Gracia de Dios y la libertad de nuestra voluntad, porque incluso si, de sí mismo, un hombre puede ser conducido a la quietud de la virtud, permanece siempre en la necesidad del seguro del Señor? (Conferencias, XIII, 9). “Qué depende de qué, he aquí un problema considerable: precisamente, ¿es Dios misericordioso con nosotros porque hemos presentado las premisas de nuestro buen querer, o recibimos estas premisas porque Dios es misericordioso? Muchos, razonando de forma unilateral y afirmando más justamente, son conducidos a numerosos “errores contradictorios” (Conferencias XIII,11). “Pues la gracia y el libre albedrío parecen ciertamente ser contrarios el uno al otro, pero el uno y el otro están en armonía. Y concluimos que, por piedad, debemos aceptarlos unidos, por miedo a que separando al uno del otro, aparezcamos como violadores de la regla de fe de la Iglesia” (Conferencias, XIII, 11).

¡Qué profunda y serena respuesta a una pregunta a la que los teólogos occidentales (y no solamente el Bienaventurado Agustín) no han estado en disposición de responder correctamente! Para la experiencia cristiana y en particular para la experiencia monástica, en función de la cual habla San Casiano, no existe contradicción ninguna en la cooperación entre la Gracia y la libertad humana; es solamente la lógica humana la que encuentra una “contradicción”, cuando intenta comprender esta cuestión de una forma demasiado arbitraria y separada de la vida. La forma misma en la que el Bienaventurado Agustín, en oposición a San Casiano, expresa la dificultad de esta cuestión, revela diferencia de profundidad en sus respuestas.

Agustín reconocía simplemente que es “una cuestión que es muy difícil e inteligible a pocas personas” (Carta 214, al abad Valentino de Hadrumetum), indicando por esto que, para él, es un puzzle intelectual; mientras que para San Casiano, es un profundo misterio en el que la verdad nos es demostrada por la experiencia de la vida. Al final de su decimotercera Conferencia, San Casiano indica que sigue en su doctrina “a todos los Padres de la Iglesia universal que han enseñado la perfección del corazón, no por vanas disputas verbales, sino verdaderamente por sus actos” (tal referencia a “vanas disputas” es la crítica más extrema que autoriza en su debate con el eminente obispo de Hipona); y concluye su Conferencia sobre la “sinergia” entre la Gracia y la libertad con estas palabras: “Si alguna otra sutil deducción del argumento y del razonamiento humanos parece oponerse a esta interpretación, debe ser evitada más prontamente que ser desarrollada en detrimento de la fe; pues el hecho de que Dios obra todo en nosotros y que por tanto todas las cosas pueden ser imputadas al libre albedrío, he aquí lo que no puede embargar enteramente el espíritu y la razón del hombre” (Conferencias, XIII, 18).

La doctrina de la predestinación

La más seria de las exageraciones en las que cae el Bienaventurado Agustín en su enseñanza sobre la Gracia es en la idea de predestinación. Es la idea por la que es atacado más a menudo, y es aquella, en sus obras, la que, enormemente deformada, ha producido las consecuencias más terribles en los espíritus desequilibrados que ya no retenían la Ortodoxia en su pensamiento general. Debemos guardar en la memoria, sin embargo, que para la mayoría de la gente, actualmente, la palabra “predestinación” es comprendida en el sentido calvinista (lo veremos más adelante), y los que no han estudiado la cuestión están inclinados, a veces, a acusar a Agustín de esta monstruosa herejía. Esto debe ser dicho muy claramente al principio de esta discusión: el Bienaventurado Agustín no enseñó ciertamente la “predestinación” como lo comprende en nuestros días la mayoría de la gente; lo que hizo -como para el resto de su doctrina sobre la Gracia-, es que enseñó la doctrina ortodoxa de la predestinación de una forma exagerada, que se prestaba fácilmente a falsas interpretaciones.

El concepto ortodoxo de la predestinación se encuentra en la enseñanza de San Pablo: “Porque Él, a los que preconoció, los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que Éste sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a esos que predestinó, también los justificó; y a esos que justificó, también los glorificó” (Romanos 8:29-30).

Aquí, San Pablo habla de los que han sido conocidos con antelación, y con antelación establecidos (predestinados) por Dios para la gloria eterna. Esto debe ser comprendido en el contexto entero de la enseñanza cristiana, para quien esta predestinación incluye igualmente la libre elección de la persona de querer ser salvada: aquí, incluso, vemos el misterio de la sinergia, la cooperación de Dios y del hombre. San Juan Crisóstomo escribe en su Comentario sobre este pasaje (Homilía 15 sobre Romanos): “El Apóstol habla aquí de conocimiento por antelación para que todo no sea atribuido a la llamada … Pues si la llamada sola bastara, ¿entonces por qué no seríamos todos salvados? En consecuencia, dice que la salud de los llamados es cumplida no solo por la llamada, sino también por conocimiento por antelación, y la llamada por sí sola no es por obligación o por fuerza. Así, todos fueron llamados, pero no todos obedecieron”. Y el obispo (San) Teófano el Recluso explica incluso: “Concerniente a las criaturas libres, la predestinación divina no obstruye su libertad y no la hace ejecutora involuntaria de Sus decretos. Dios prevé las acciones libres como libres; Él ve la carrera entera de la persona libre y la suma general de sus acciones. Y viendo esto, decreta como si esto hubiera sido ya cumplido … No es que las acciones de la persona libre sean las consecuencias de una predestinación, sino que la predestinación misma es la consecuencia de los actos libres” (Comentario a la Epístola a los romanos, cap. 1 a 8)

Sin embargo, la hiper-racionalidad de Agustín lo empuja a intentar escrutar muy de cerca este misterio y “explicar sus aparentes dificultades por la lógica ordinaria. (Si alguno está en el número de los “predestinados”, ¿tiene necesidad de luchar por su salud? Si no esta, ¿debe por tanto abandonar toda lucha?). No debemos seguirlo en sus razonamientos, salvo para notar que él mismo sintió la dificultad de su posición y encontró a menudo necesario justificar y atenuar su enseñanza a fin de no ser mal comprendido. En su tratado sobre el Don de la Perseverancia, comenta: “E incluso esta doctrina no debe ser predicada a las congregaciones de manera que aparezca a una multitud inexperta o a gentes lentas a comprender, refutada en cierta medida por su prédica misma” (cap. 57). He aquí seguramente una manera remarcable de reconocer la “complejidad” de la doctrina cristiana fundamental. La “complejidad” de esta doctrina (que, incidentemente, está resentida a menudo por los conversos occidentales a la Ortodoxia, hasta los que adquieren alguna experiencia de la vida de todos los días según la fe ortodoxa), no persiste más que en el espíritu de los que han querido “resolverla” intelectualmente; la enseñanza ortodoxa de la cooperación entre Dios y el hombre, de la necesidad del combate ascético, y de la voluntad cierta de Dios de que todos sean salvados (1ª Timoteo 2:4), es suficiente para disipar las complicaciones inútiles que introduce la lógica humana en esta cuestión.

2ª Parte


Las vistas intelectualizadas de Agustín sobre la predestinación, como él mismo se había dado cuenta, tenían tendencia a suscitar opiniones erróneas sobre la gracia y el libre albedrío, en el espíritu de algunos de sus auditores. Estas opiniones comenzaron aparentemente a ser comunes algunos años después de la muerte de Agustín, y uno de los más grandes Padres de Francia encontró necesario combatirlas. San Vicente de Lerins, el teólogo del gran monasterio insular de las costas mediterráneas de Francia, reputado por su fidelidad a las doctrinas orientales en general, así como San Casiano en su enseñanza sobre la gracia, en particular, escribió su Introducción (Commonitorium) en el 434 para combatir las “novedades profanas” de numerosas herejías que habían atacado a la Iglesia. Entre estas novedades, censuró el punto de vista de un grupo que “osa prometer en sus sermones, que en su iglesia -que es justo su pequeño círculo- se puede encontrar una forma elevada, especial y totalmente personal de la divina gracia, que es divinamente administrada sin ninguna pena, celo o esfuerzo por su parte, a toda persona perteneciente a su grupo, incluso si no piden, no buscan ni llaman a la puerta. Así, sostenidos por las manos de los ángeles -es decir, preservados por una protección angélica- no chocan jamás sus pies contra la piedra -es decir, no pueden ser objeto de escándalo-” (Instrucción 26).

Existe otra obra de la época que contiene críticas similares, Las objeciones de Vicente, quizá obra del mismo San Vicente de Lerins. Es una suma de “deducciones lógicas” a partir de enunciados del Bienaventurado Agustín que todo cristiano de fe justa debe evidentemente rechazar: “Dios es el autor de nuestros pecados”, “La penitencia es inútil al predestinado a la muerte”, “Dios ha creado una gran parte de la raza humana para la condenación eterna”, etc.



Si las críticas de estos dos libros estaban dirigidas contra el mismo Agustín (de quien San Vicente de Lerins no menciona el nombre en su Instrucción), serían manifiestamente deshonestas. Agustín no enseñó nunca tal doctrina de la predestinación, que destruye simplemente el sentido mismo de la lucha ascética; encontró necesario, como lo hemos visto, el inscribirse en falso contra los que “exaltan la gracia a una amplitud tal, que niegan la libertad del libre albedrío humano” (Carta 214), y habría estado más ciertamente del lado de San Vicente contra los que fueron más tarde criticados por este último. En definitiva, las críticas de San Vicente son, de hecho, valederas cuando están dirigidas con justo título contra los discípulos extremistas de Agustín, aquellos incluso que deformaron su enseñanza en un sentido no ortodoxo, descuidando todas las explicaciones de Agustín, y que enseñaron que la Divina gracia es efectiva sin el esfuerzo humano.

Sin embargo, desgraciadamente hay un punto en la enseñanza de Agustín sobre la Gracia, y en particular sobre la predestinación, en donde cae en un serio error que alimenta estas “deducciones lógicas” tomadas de su doctrina por los heréticos. Desde el punto de vista de Agustín, sobre la gracia y la libertad, la afirmación apostólica de que Dios desea que todos los hombres sean salvados (1ªTimoteo 2:4) no puede ser verdadera literalmente; si Dios “predestina” que solamente algunos sean salvados, entonces debe querer que solamente algunos sean salvados. Entonces aquí la lógica humana fracasa comprendiendo el misterio de la verdad cristiana. Pero Agustín, de acuerdo con su lógica, quiere “explicar” este pasaje de las Escrituras de una manera compatible con toda su enseñanza sobre la gracia; y así escribe: “El “desea que todos los hombres sean salvados” quiere decir que todos los predestinados son entendidos por esta frase, porque hay toda clase de hombres entre ellos” (Sobre la Censura y la Gracia, 44). Así él niega realmente que Dios desee que todos los hombres sean salvados. Peor, es arrastrado más allá de la coherencia lógica del pensamiento, enseñando incluso (aunque solo en pasajes más cortos), una predestinación “negativa”, una predestinación a la condenación eterna, cosa totalmente extraña en las Escrituras. Habla claramente “de una clase de hombre que está predestinado a la destrucción” (Sobre la Perfección y la Rectitud humana,

13), y de nuevo dice: “A los que Él ha predestinado a la muerte eterna, Él es igualmente el árbitro más justo de su castigo” (Sobre el alma y su origen, 16).

Pero incluso aquí, debemos poner atención en no leer en las palabras de Agustín la interpretación tardía que tomará Calvino. En su doctrina Agustín no sostiene absolutamente que Dios determina o quiere que un solo hombre haga el mal; el contexto entero de su pensamiento deja claro el hecho de que no cree en semejante cosa, y niega a menudo esta acusación especifica con una evidente exasperación. Así, aunque encontró la objeción contra él de que “es por su propia culpa, por lo que cada uno abandona la fe, cuando se entrega y se consiente la tentación, siendo esta la causa de su deserción de la fe” (esto, contra la aserción de que Dios determina que un hombre pierda la fe), Agustín encuentra que no es más necesario responder, exceptuando: “¿Quién niega esto? (Sobre el Don de la Perseverancia, 46). Algunos decenios más tarde, el discípulo del Bienaventurado Agustín, Fulgencio de Ruspe, en la interpretación de su enseñanza, escribe: “En ningún otro sentido, supongo, debe ser tomado este pasaje de San Agustín en el que afirma que existen ciertas personas destinadas a la destrucción. Es en vista de su castigo y no de sus faltas, no predestinadas por el mal que han cometido injustamente, sino para el castigo que sufrirán en toda justicia (Ad Mominium I)”. La doctrina agustiniana de la “predestinación a la muerte eterna” no afirma, pues, que Dios quiera o determine que un hombre reniegue de la fe o haga el mal, ni mucho menos que sea

condenado al infierno por la arbitrariedad de la voluntad Divina, excluyendo así en el hombre una libre elección del bien o del mal. Afirma mas bien que Dios quiere la condenación de los que, por su propia voluntad, hacen el mal. Esto, sin embargo, no constituye la enseñanza ortodoxa, y la doctrina agustiniana de la predestinación, incluso con todas sus reservas, queda demasiado susceptible de extraviar a las almas.

La enseñanza de Agustín era bien conocida antes de que San Casiano escribiese sus Conferencias, y es bien cierto que este tiene en mente a Agustín cuando, en su decimotercera Conferencia, da a este error una respuesta claramente ortodoxa: “Para Aquel que no quiere que se pierda ni el menor de entre sus pequeños, ¿cómo podemos imaginarnos sin blasfemar gravemente que no desee de una manera general que todos los hombres sean salvados, sino solamente algunos de entre ellos? Los que entonces perezcan, perecen contra Su deseo (Conferencias XIII, 7)”. Agustín no habría sido capaz de aceptar tal doctrina, porque había falsamente hecho absoluta la gracia, y no habría podido en ningún caso concebir alguna cosa que pueda acontecer contra la voluntad divina, pero en la doctrina ortodoxa de la sinergia, es dado un verdadero lugar al misterio de la libertad humana, que puede elegir verdaderamente el no aceptar lo que Dios ha querido para ella y es a lo que Él ha llamado constantemente.

La doctrina de la predestinación (no en el sentido restrictivo de Agustín, sino en el sentido de la fatalidad dada más tarde por los heréticos) tuvo un futuro deplorable en Occidente. Hubo al menos tres desbordamientos mayores: en la mitad del siglo V, el presbítero Lucido enseñó una predestinación absoluta a la vez para la salvación y la condenación, forzando el poder de Dios irresistiblemente a algunos al bien, y a otros al mal -aunque se arrepintió finalmente de su doctrina después de haber sido combatido por San Fausto, obispo de Rhegium (un discípulo valeroso de San Vicente de Lerins y de San Casiano), y haber sido condenado por el concilio provincial de Arles en los alrededores de 475. En el siglo IX, el monje sajón Gottschalk comenzó una nueva controversia, afirmando dos predestinaciones “absolutamente parecidas” (una para la salvación y otra para la condenación), negando la libertad humana así como el deseo divino de querer salvar a todos los hombres, haciendo así levantar una furiosa controversia en el imperio franco.

Y para acabar, en nuestros tiempos modernos, Lutero, Zwinglio y especialmente Calvino, enseñaron la forma más extrema de predestinación: Dios ha creado a algunos hombres como “vasos de cólera” para los pecados y la condenación eterna, y la salvación y la condenación son concedidos por Dios según su placer sin tener en cuenta las acciones de los hombres. Aunque el mismo Agustín no haya enseñado nunca cosas parecidas a estas doctrinas lúgubres y del todo no cristianas, no queda menos que destacar que la fuente última de todo esto es clara, e incluso la enciclopedia católica lo admite: “La huella del origen del predestinacionismo herético se encuentra en una mala interpretación y un mal entendimiento de vista de San Agustín relativas a la elección eterna y a la reprobación. Pero fue solamente después de su muerte cuando esta herejía se extendió en la Iglesia de Occidente, mientras que la de Oriente era preservada de estas extravagancias de una manera remarcable”(Vol. XII, pag. 376). Si el Oriente fue preservado de estas herejías, es justamente, y nada más evidente, por la doctrina correcta sobre la gracia y la libertad que San Casiano y los Padres de Oriente enseñaron sin dejar ningún lugar a una cualquiera “mala interpretación” de esta doctrina.

Las exageraciones del Bienaventurado Agustín en su enseñanza sobre la Gracia, fueron, pues, muy serias y tuvieron lamentables consecuencias. No vayamos, sin embargo, a exagerar

nosotros encontrándolo culpable de sus concepciones extremas y manifiestamente heréticas, que le han imputado sus enemigos. No debemos ya hacer pesar sobre él toda la responsabilidad en el surgimiento de estas herejías; tal actitud perdería de vista la verdadera naturaleza del desarrollo de la historia intelectual. Incluso el más grande de los pensadores no puede ejercer una influencia en un vacío intelectual: la razón por la que el predestinacionismo extremo se manifestó en diferentes momentos en Occidente (y no en Oriente) no fue, en primer lugar, la enseñanza de Agustín (que sirvió solamente de pretexto y de pretendida justificación), sino más bien la mentalidad hiper-racional o súper lógica que siempre ha estado presente en los pueblos occidentales: en el caso de San Agustín produjo exageraciones en un pensamiento esencialmente ortodoxo, mientras que en el caso de Calvino, por ejemplo, produjo una herejía abominable en alguno que estaba seguramente más alejado de la Ortodoxia por su pensamiento o su mentalidad.

Si Agustín hubiera enseñado en Oriente y entre los griegos, no habría habido entonces herejía de la predestinación, o no al menos en las proporciones y consecuencias extendidas que tuvo en Occidente. El carácter no racionalista del espíritu oriental no habría deducido ninguna consecuencia de las exageraciones de Agustín, y en general le habría prestado menos atención de la que se le dio en Occidente, viendo en él lo que la Iglesia Ortodoxa continua en nuestros días viendo en él: a un venerable Padre de la Iglesia, no sin ocultar sus errores, y que lo sitúa un poco detrás de los Grandes Doctores Universales de Oriente y Occidente.

Pero para ver esto más claramente, ahora que hemos examinado en detalle la naturaleza de su enseñanza más controvertida, volvamos a las opiniones que tienen los Santos Padres de Oriente y Occidente sobre el Bienaventurado Agustín.

Opiniones en Francia, en el siglo V.

La opinión de los Padres del siglo V en Francia debe ser el punto de partida de esta búsqueda, pues es allí donde su enseñanza sobre la gracia fue, primeramente y más vivamente, puesta en cuestión. Hemos visto la agudeza de las críticas de la enseñanza de Agustín (o de sus discípulos) por San Casiano y San Vicente de Lerins; pero entonces, ¿cómo estos y otros, en la misma época, consideraban al mismo Agustín? Para responder a esta pregunta debemos decir algunas palabras de la doctrina de la gracia misma, y también ver cómo los discípulos de Agustín fueron conducidos a modificar su enseñanza en sus respuestas a las críticas de San Casiano y sus discípulos.

Los historiadores de la controversia sobre la gracia en el siglo V, en Francia, no han faltado a anotar cuán dulce fue en comparar con las disputas contra Nestorio, Pelagio y otros herejes notorios; fue vista siempre como una controversia en el interior de la Iglesia, y no como un conflicto de la Iglesia contra los herejes. Nunca nadie llamó a Agustín hereje, y Agustín no aplicó nunca este término a los que lo criticaban. Los tratados compuestos “Contra Agustín” fuero únicamente la obra de herejes (como Juliano, que profesaba el pelagianismo), y no de los Padres ortodoxos.

Próspero de Aquitania e Hilario, en sus cartas a Agustín informándolo de las observaciones de San Casiano y otros (publicadas como Cartas 225 y 226 en las obras de San Agustín), anotan que, aunque criticando su enseñanza sobre la gracia y la predestinación, están de acuerdo totalmente con él en los otros temas y son grandes admiradores de sus observaciones. Agustín,

en la publicación de sus tratados respondiendo a las críticas, se refiere a los que lo critican como “estos hermanos nuestros en el que vuestro piadoso amor está preocupado”, y a los que las observaciones sobre la gracia “difieren considerablemente de los errores de los pelagianos” (Sobre la Predestinación, 2). Y en la conclusión de su tratado final ofrece humildemente su opinión al juicio de la Iglesia: “Dejemos a los que piensan que estoy en el error, que consideren calmadamente aún e incluso lo que es dicho aquí, por miedo a que, por azar, puedan ellos mismos estar caídos. Y cuando, por medio de los que leen mis escritos, yo me hago no solamente más sabio, sino incluso más perfecto, reconozco el favor de Dios en mí” (Sobre el don de la Perseverancia, 68). El Bienaventurado Agustín no fue nunca un verdadero “fanático” en la exposición de su desacuerdo doctrinal con sus pares cristianos ortodoxos; y su tono generoso y gracioso fue generalmente compartido por sus oponentes sobre la cuestión de la gracia.

San Casiano mismo, en su libro Contra Nestorio, se refiere a Agustín como una de las más altas autoridades patrísticas en lo que concierne a la doctrina de la Encarnación de Cristo, citando dos de sus obras (VII, 27). Es verdad que no se refiere a Agustín en términos tan elogiosos como los utilizados por San Hilario de Poitiers (“un hombre adornado con todas las virtudes y las gracias”, 24), por San Ambrosio de Milán (“este ilustre sacerdote de Dios, que no abandonó jamás la mano de Dios, que brilló como un anillo en el dedo de Dios”, 25), o Jerónimo (“el instructor de los católicos, cuyos escritos brillan como lámparas divinas a través del mundo entero”,26). Él llama a Agustín “el sacerdote (sacerdos) de Hipona Regiensis” y no tiene ninguna duda de que actúa así porque ve a Agustín como un Padre poseyendo menos autoridad que los otros. Algo similar puede ser visto más tarde en los Padres orientales, que distinguieron entre el “divino” Ambrosio y el “bienaventurado” Agustín, y he aquí porqué en verdad Agustín es llamado aún en nuestros días “bienaventurado” en Oriente (un apelativo que será explicado más adelante). Pero el hecho reside en que San Casiano consideraba a Agustín como una autoridad en las cuestiones o el problema de la gracia, es decir, como un Padre ortodoxo y no como un hereje ni incluso una persona cuya enseñanza fuera dudosa o pudiera ser descuidada. Igualmente, existe una antología de las enseñanzas de Agustín sobre la Divina Trinidad y la Encarnación que nos llega bajo el nombre de San Vicente de Lerins: otro indicio del hecho de que Agustín fuera considerado como profesante de la Ortodoxia sobre otras cuestiones, incluso por los que constataban sus observaciones sobre la Gracia.

Poco después de la muerte del bienaventurado Agustín (principios de 430), Próspero de Aquitania hizo un viaje a Roma y reclamó al Papa Celestino una toma de posición autoritaria contra los que criticaban a Agustín. El papa no se pronunció sobre las cuestiones dogmáticas implicadas, pero envió a los obispos del sur de Francia una carta comportando lo que parece ser en esta época el punto de vista dominante así como oficial en Occidente sobre Agustín: “Con respecto a Agustín, al que todos los hombres, estén donde estén, han amado y honrado, estaremos siempre en comunión. Que se detenga este espíritu de denigración, que, desgraciadamente, está creciendo”.

Las enseñanzas de Agustín sobre la Gracia continuaron por tanto provocando turbulencias en la Iglesia de Francia durante todo el siglo V. Sin embargo, los espíritus más sabios de los dos lados de la controversia se explicaron con moderación. Así, incluso Próspero de Aquitania, discípulo eminente de Agustín en los primeros años que siguieron a la muerte de este último, admitió en una de sus obras de defensa (Respuestas a los Capitula Gallorum, VII), que Agustín habla con demasiada rudeza (durius), cuando dice que Dios no desea que todos los hombres

deben ser salvados. Y su último libro, en los alrededores de 450, “La llamada de las naciones” (De vocatione omnium gentium), revela que su propia enseñanza se suavizó considerablemente antes de su muerte.

Este libro se da como principio “para buscar qué restricción y moderación debemos mantener en nuestras observaciones sobre este conflicto de opiniones” (Libro I,1), y el autor intenta realmente expresar la verdad sobre la gracia y la salvación de forma que satisfaga a los dos lados y haga posible el término de la disputa. En particular, saca a la luz el que la Gracia no obliga al hombre, sino que actúa en armonía con la libre voluntad. Expresando la esencia de su enseñanza, escribe: “Si abandonamos totalmente todas las querellas que fluyeron del fuego de disputas inmoderadas, estará claro que debemos tener como ciertos tres puntos en esta cuestión. Primeramente, debemos confesar que Dios desea que todos los hombres sean salvados y lleguen al conocimiento de la verdad. Segundo, no puede haber ninguna duda de que todos los que realmente llegan al conocimiento de la verdad y la salvación, lo hacen, no en virtud de su propio mérito, sino por la ayuda eficaz de la Divina Gracia. Tercero, debemos admitir que la comprensión humana es incapaz de sondear la profundidad de los juicios de Dios” (Libro II, 1). Esta es, esencialmente, la versión “reformada” (y considerablemente mejorada) de la doctrina de Agustín que prevaleció finalmente en el Concilio de Orange 75 años más tarde y que puso fin a la controversia.

El principal de los Padres de Francia, después de San Casiano, en mantener la doctrina ortodoxa de la sinergia fue San Fausto de Lerins, más tarde obispo de Rhegium (Riez). Escribió un tratado Sobre la gracia de Dios y el libre albedrío, en el que ataca a la vez al “pernicioso instructor” Pelagio, por un lado, y el “error del predestinacionismo”, por otro (apuntando al sacerdote Lucido). Como San Casiano, él ve la gracia y la libertad en paralelo, la gracia siempre cooperante con el libre albedrío para la salvación del hombre. Compara el libre albedrío a “una clase de pequeño gancho” que se tiende y engancha a la gracia: una imagen que no estaba hecha para pacificar a los agustinianos estrictos que insistían sobre una “gracia preventiva” absoluta. Cuando escribe, a propósito de los libros de Agustín al diácono Graco, dice que incluso “en los más sabios de los hombres hay cosas que pueden ser consideradas como sospechosas”; pero permanece siempre respetuoso a la persona de Agustín y lo llama “el muy bienaventurado pontífice Agustín” (beatíssimus potifex Augustinus). San Fausto conservó igualmente el día de la fiesta del nacimiento al cielo del Bienaventurado Agustín, y sus escritos incluyen una homilía para esta fiesta.

Pero, incluso las dulces expresiones de este gran Doctor fueron encontradas criticables por los agustinianos estrictos, como el africano Fulgencio de Ruspe, que escribió tratados sobre la gracia y la predestinación contra San Fausto, y la controversia continuó largo tiempo ardiendo bajo las cenizas. Podemos ver incluso el punto de vista ortodoxo sobre esta controversia a finales del siglo V, en una colección de notas biográficas del sacerdote Genadio de Marsella, Vidas de hombres ilustres (una continuación del libro del mismo nombre del bienaventurado Jerónimo). Genadio, en su tratado Sobre losDogmas Eclesiásticos, se muestra como un discípulo de San Casiano sobre la cuestión de la gracia y del libre albedrío, y sus comentarios sobre los participantes más notables de la controversia nos da una buena idea de cómo los defensores de San Casiano en Occidente, veían la cuestión, unos cincuenta años o más, después de la muerte de Agustín y Casiano.

A propósito de San Casiano, Genadio dice (cap. 62): “Escribió a partir de su experiencia, con

un lenguaje vigoroso, o para hablar más claramente, con el sentido detrás de cada palabra y la acción detrás de cada discurso. Cubrió el completo terreno de las direcciones prácticas, para toda clase de monjes”. Entonces continua con una lista de sus obras, con todas las Conferencias mencionadas por su nombre, lo que constituye uno de los más largos capítulos del libro. No se dice nada, específicamente, sobre su enseñanza sobre la gracia, pero San Casiano está claramente presente como Padre Ortodoxo.

Sobre el tema del libro de Próspero, por otra parte, Genadio escribió (cap. 85): “Considero como venido de él, un libro anónimo contra ciertas obras de Casiano, que la Iglesia de Dios ha juzgado saludables, pero mancha como siendo nocivo, y de hecho, algunas de las opiniones de Casiano y Próspero sobre la gracia de Dios y el libre albedrío difieren unas de otras”. Aquí, la Ortodoxia de la enseñanza de Casiano sobre la gracia está claramente proclamada, y está constatado que la de Próspero difiere, pero su crítica de Prospero permanece, sin embargo, dulce.

Concerniente a San Fausto, Genadio escribió (cap. 86): “Publicó un excelente trabajo, Sobre la gracia de Dios por la que somos salvados, en la que enseña que la gracia de Dios invita siempre, precede y ayuda a nuestra voluntad, y cualquiera que sea la ganancia que pueda alcanzar nuestra libertad de querer, en sus hechos piadosos, no es por su propio mérito, sino el don de la gracia”. Y más adelante, después de haber comentado sus otros libros: “Este excelente instructor en quien creemos con entusiasmo y que admiramos”. Claramente, Genadio defiende a San Fausto como Padre ortodoxo, y en particular lo defiende contra la acusación (a menudo formulada también contra San Casiano) de que niega la “gracia preventiva”. Los discípulos de Agustín no pudieron comprender nunca que la doctrina ortodoxa de la sinergia no niega absolutamente “la gracia preventiva”, sino que enseña solamente su cooperación con el libre albedrío. Genadio (y San Fausto mismo) ponen un énfasis especial afirmando esta creencia en la “gracia preventiva”.

Veamos ahora lo que Genadio dijo del mismo Agustín; hay que recordar que este libro fue escrito en los años 480 o 490; cuando la controversia, a propósito de la enseñanza sobre la gracia de Agustín, tenía unos sesenta años de antigüedad, y cuando las exageraciones de esta doctrina habían sido largamente expuestas y abundantemente discutidas, y cuando las consecuencias dolorosas de estas exageraciones fueron evidentes en la doctrina ya condenada del predestinacionismo de Lucido.

“Agustín de Hipona, obispo de Hipona Regiensis, un hombre reputado en el mundo entero por sus conocimientos, a la vez profanos y sacros, sin defecto en la fe, puro en la vida, que escribió libros en gran número que no pueden ser reunidos. ¿Quién puede gloriarse de poseer todas sus obras o bien de haber leído con tanta diligencia, cuanto ha podido leer sobre lo que Agustín escribió?” A este elogio de Agustín, algunos de sus manuscritos añaden una crítica: “He aquí porqué, según la veracidad del proverbio de Salomón, en la multitud de sus palabras se puede faltar a pecar (39).” La crítica de Agustín (que pertenece a Genadio mismo, o a un copista tardío) no es menos dulce que la de los Santos Casiano y Fausto, contentándose con señalar que la enseñanza de Agustín no es perfecta. Claramente los que hablan de una confesión plenamente ortodoxa de la gracia, en Francia, en el siglo V, no consideran a Agustín mas que como un gran instructor y un Padre, incluso si encuentran necesario señalar sus errores. Esta ha continuado siendo la actitud ortodoxa hacia Agustín, hasta nuestros días.

A comienzo del siglo VI, la controversia sobre la gracia se había concentrado en la crítica de la enseñanza de San Fausto, en la que “el pequeño gancho” del libre albedrío continuaba turbando a los discípulos de Agustín con su espíritu siempre hiper-racionalista. Toda la controversia finalmente llegó a su fin gracias, sobre todo, a los esfuerzos de un hombre cuya posición favoreció especialmente esta reconciliación final de las dos partes. San Cesáreo, metropolita de Arces, era un monje del monasterio de Lerins, donde estuvo entre los ascetas más estrictos, y un discípulo de la enseñanza monástica de San Fausto, que no cesó nunca de llamarlo santo; pero al mismo tiempo, admiró altamente y amó fuertemente al bienaventurado Agustín, y al final obtuvo la demanda que había hecho a Dios, de poder morir el día de la muerte de Agustín (murió la víspera, el 27 de agosto de 543). Bajo su presidencia, el Concilio de Orange se reunió en 529, con catorce obispos presentes y aprobó 25 cánones que dieron una versión un poco modificada de la enseñanza sobre la gracia del bienaventurado Agustín. Las expresiones exageradas de Agustín sobre la naturaleza casi irresistible de la gracia fueron cuidadosamente apartadas, y nada más fue dicho de su enseñanza sobre la predestinación. De una manera significativa, la doctrina de la “predestinación al mal” (que algunos habían tomado como falsa “deducción lógica” de la enseñanza de Agustín sobre la “predestinación a la muerte”) fue específicamente condenada y sus partidarios (“si existen algunos que deseen creer en una cosa tan mala”) anatematizados.

La doctrina ortodoxa de San Casiano y San Fausto no fue citada en este Concilio, pero ya no fue condenada; su enseñanza de la sinergia fue simplemente incomprendida. La libertad del hombre fue, bien entendida, mantenida, pero en el marco del punto de vista hiper-racional que Occidente tenía sobre la naturaleza y la gracia. La enseñanza de Agustín fue corregida, pero la plenitud de la enseñanza más profunda de Oriente no fue reconocida. He aquí porqué la enseñanza de San Casiano constituye en nuestros días una revelación para los occidentales que buscan la verdad cristiana: no es que la enseñanza de Agustín, en su forma modificada, sea “falsa” (pues enseña la verdad tanto como puede hacerlo en su marco limitado), sino porque la enseñanza de San Casiano constituye una expresión más profunda y entera de la verdad.



3ª parte

Opiniones en el siglo VI, Oriente y Occidente.
Una vez que la controversia sobre la gracia hubo cesado de turbar a Occidente (Oriente no prestó mas que poca atención a ella, estando su propia enseñanza protegida y no sometida a ningún ataque), la reputación de Agustín permaneció estable: era un gran Doctor de la Iglesia, bien conocido y respetado en todo el Occidente, aunque menos conocido pero respetado igualmente en Oriente.

La opinión occidental sobre él puede ser percibida en la forma en la que se refiere a él San Gregorio el Dialoguista, papa de Roma, un Padre ortodoxo reconocido por el Oriente tanto como por el Occidente. En una carta a Inocencio, prefecto de África, San Gregorio escribe (teniendo en su mente, en particular, los comentarios de Agustín sobre las Escrituras): “Si deseáis ser saciados con un alimento delicioso, leed los libros del bienaventurado Agustín, vuestro compatriota, y no busquéis nuestra paja en comparación con su fino trigo” (Epístolas, Libro II, 37). Por otra parte San Gregorio lo llama “San Agustín” (ibídem, 54)

En Oriente, donde no había razón para discutir sobre Agustín (cuyos escritos eran aún poco conocidos), la opinión sobre el Bienaventurado Agustín puede ser vista incluso más claramente con ocasión del mayor evento de ese siglo, cuando los Padres de Oriente y Occidente se reunieron para el quinto Concilio Ecuménico, que tuvo lugar en Constantinopla en 553. En las Actas de este Concilio, el nombre de Agustín es mencionado numerosas veces. Así, durante la primera sesión del Concilio, la carta del Santo Emperador Justiniano, que contenía el pasaje siguiente, fue leída en la asamblea de los Padres: “Declaramos además que nos mantenemos firmes en los decretos del cuarto Concilio, y que en todo seguimos a los Santos Padres, Atanasio, Basilio, Gregorio de Constantinopla, Cirilo, Agustín, Proclo, León y sus escrito sobre la fe verdadera” (Los Siete Concilios Ecuménicos, Eerdmans ed, p. 303).

Otra vez, en la “Sentencia” final del concilio, cuando los Padres invocaron la autoridad del bienaventurado Agustín sobre cierto punto, se refirieron a él de esta forma: “Numerosas cartas de Agustín, de venerable memoria y que ante todos brilló de una manera resplandeciente entre los obispos africanos, fueron leídas …” (Ibid, p.309)

Finalmente, el papa de Roma, Virgilio, que fue a Constantinopla, pero que rehusó tomar parte en el Concilio, en la “Carta Decretal” que publicó algunos meses más tarde (mientras aún se encontraba en Constantinopla) aceptando finalmente el Concilio, tomó como ejemplo de su propia retracción al bienaventurado Agustín, del que habla en estos términos: “Es manifiesto que nuestros Padres, y especialmente el Bienaventurado Agustín, que fue ilustre en su fe en las Divinas Escrituras y un maestro en la elocuencia romana, retiró algunas de sus propias obras, y corrigió algunas de sus propias palabras, y añadió lo que había omitido y que más tarde, finalmente descubrió” (ibid, p. 322).

Es, pues, evidente, que en el siglo VI el Bienaventurado Agustín era reconocido como un Padre de la Iglesia, del que se hablaba en términos de gran respeto, respeto que no es atenuado por el reconocimiento del hecho de que enseñara algunas veces imprecisamente y que debió de corregirse a sí mismo.

En los siglos siguientes, el pasaje de la carta del santo emperador Justiniano, en el que enumera a Agustín entre los principales Padres de la Iglesia, fue citado por los escribas latinos en sus disputas teológicas con el Oriente (el texto de las Actas de este Concilio, no habiendo sido conservado mas que en latín), con la intención precisa de establecer la autoridad de Agustín así como de otros Padres occidentales en la Iglesia Universal. Veremos como los principales Padres orientales de este período aceptaron a Agustín como Padre ortodoxo, y al mismo tiempo cómo nos legaron la actitud ortodoxa exacta hacia los Padres que, como Agustín, cayeron en algunos errores.

El siglo noveno: San Focio el Grande

La teología del Bienaventurado Agustín (y no ya su teología sobre la gracia solamente) fue controvertida por primera vez en Oriente hacia finales del siglo IX, ligada con el famoso debate sobre el Filioque (la enseñanza de la doble procesión del Espíritu Santo: del Padre y del Hijo, y no del Padre solamente, como el Oriente había siempre profesado). Esto ocasionó, por

primera vez en Oriente, el examen atento de toda la teología de Agustín por un Padre griego (San Focio); pues los Padres de Francia, que se habían opuesto a él por el problema de la Gracia, aunque hubiesen enseñado con el espíritu oriental, vivían en Occidente y escribían en latín.

La controversia del siglo IX sobre el Filioque es un vasto tema sobre el cuál ha sido recientemente publicado un libro fuertemente instructivo (Richard Haugh, Focio y los Carolingios, Belmont, Mass, 1975). Aquí nos concentraremos únicamente en la actitud de San Focio sobre el Bienaventurado Agustín. Esta actitud es esencialmente la misma que la de los Padres de Francia del siglo V, pero San Focio da una explicación más detallada de lo que es el punto de vista ortodoxo sobre un gran y santo Doctor que erró en materia de doctrina.

En una de sus obras, su Carta al Patriarca de Aquileia (que era uno de los apologistas del Filioque más observados en Occidente, en la época de Carlomagno), San Focio responde a diversas objeciones. A la afirmación: “El gran Ambrosio, así como Agustín, Jerónimo y algunos otros escribieron que el Espíritu procede igualmente del Hijo”, san Focio redarguye: “Si diez, o incluso veinte Padres dijeron eso, seiscientos o incluso una multitud no lo han dicho. ¿Quiénes son aquellos que ofenden a los Padres? ¿No son aquellos, que aprisionando la fe íntegra de algunos Padres en algunas palabras, poniéndolas en contradicción con los concilios, los prefieren a la multitud innumerable (de otros Padres)? ¿O son aquellos que eligen por defensores a todos los otros Padres? ¿Quién ofende a los bienaventurados Agustín, Jerónimo y Ambrosio? ¿Son aquellos que los fuerzan a entrar en contradicción con nuestro Maestro y Preceptor común, o bien son los que, no haciendo nada parecido, desean que todos sigan el decreto del Maestro común?

Entonces San Focio presenta una objeción típica de esta mentalidad latina, a menudo, demasiado ligada en su lógica: “Si enseñan correctamente, entonces toda persona que los considera como Padres debe aceptar sus ideas; pero si no han hablado con piedad, deben ser rechazados junto con los herejes”. La respuesta de San Focio a esta mentalidad racional es un modelo de profundidad, de sensibilidad y de compasión con los cuales un verdadero ortodoxo ve a los que han errado de buena fe: “¿No ha habido circunstancias complejas que han forzado a muchos Padres a expresarse de una manera imprecisa, en parte para responder, adaptándose a las circunstancias, a los ataques de los enemigos, y a veces por razón de la ignorancia humana a la cual también ellos estaban expuestos? … Si algunos han hablado con imprecisión, o incluso, por alguna razón que desconocemos, se han desviado del camino recto, pero si no han sido contestados y nadie los ha conducido a conocer la verdad, los admitimos en la lista de los Padres, como si no hubiesen dicho tal o cual cosa, en razón de la rectitud de su vida, de su virtud remarcable o de su fe irreprochable en todo otro concepto. No sigamos, sin embargo, sus enseñanzas allí donde se hayan salido del sendero de la verdad … En cuanto a nosotros, sabiendo que algunos de nuestros Santos Padres y Doctores se han apartado de la fe de los verdaderos dogmas, no aceptemos como doctrina estas enseñanzas en las que se han apartado, sino que abracemos a los hombres. Así, igualmente en el caso en el que uno haya afirmado que el Espíritu procede del Hijo, no aceptemos lo que se opone a las palabras del Señor, pero no lo apartemos del rango de los Padres”.

En un tratado posterior consagrado a la Procesión del Espíritu Santo, la Mystagogia, San Focio habla en el mismo espíritu de Agustín y de otros que erraron en lo que concierne al Filioque, y de nuevo defiende a Agustín contra los que querrían sin razón situarlo contra la tradición de la

Iglesia, exhortando a los latinos a cubrir los errores de sus Padres “por medio del silencio y la gratitud” (Focio y los Carolingios, pp. 151-153).

Si la enseñanza de Agustín sobre la Santa Trinidad, como aquella sobre la Gracia, no obtiene su objetivo, no es porque se encontrase en el error sobre algún punto en particular; pues, tomando conciencia de la enseñanza oriental sobre la Santa Trinidad en su plenitud, no habría enseñado probablemente que el Espíritu procede “igualmente del Hijo”. Es más bien que acercó toda la dogmática desde un punto de vista “psicológicamente” diferente, que no estaba demasiado adecuado al de la cercanía oriental en su expresión de la verdad sobre nuestro conocimiento de Dios; aquí, como sobre la Gracia y también otras doctrinas, la cercanía mas ligada de los latinos, no es tanto “mala” como “limitada“. Algunos siglos más tarde, el famoso Padre oriental, San Gregorio Palamás, estaba en posesión de ejecutar ciertas formulaciones latinas de la Procesión del Espíritu Santo (mientras que no era cuestión de Procesión de la Hipóstasis del Espíritu Santo), añadiendo: “No debemos comportarnos de una manera tan inconveniente, querellándonos vanamente con palabras”. Pero incluso para los que enseñaron incorrectamente a propósito de la Procesión de la Hipóstasis del Espíritu Santo (como lo supuso San Focio en lo que concierne al Bienaventurado Agustín), si enseñaron así antes de que el tema hubiese sido debatido en toda la Iglesia y que la doctrina ortodoxa les hubiese sido presentada claramente, deben ser tratados con clemencia y “no ser expulsados del rango de Padres”.

El Bienaventurado Agustín mismo, debemos añadir, era, de hecho, digno de la condescendencia amante que muestra San Focio hacia sus errores. En la conclusión de su libro “Sobre la Trinidad”, escribió: “Oh Señor, Único Dios, Dios Trinidad, todo lo que he dicho en estos libros que sea de Ti, lo puedan reconocer los que son Tuyos, y si alguna cosa viene de mi, pueda ser perdonada a la vez por Ti y por los que son Tuyos”.

En el siglo IX, pues, mientras que otro error importante del Bienaventurado Agustín, expuesto, se convertía en tema de controversia, el Oriente ortodoxo continuaba considerándole como un Santo y un Padre.

Los siglos tardíos: San Marcos de Éfeso.

En el siglo XV, en el concilio de “Unión” de Florencia, se presentó una situación análoga a la de la época de San Focio: Los latinos citaron a Agustín como autoridad (a veces incorrectamente) para doctrinas tan variadas como el Filioque y el purgatorio, y un gran teólogo de Oriente les respondió.

En su primera argumentación contra los griegos a favor del fuego purificador del purgatorio, los latinos utilizaron el texto de la carta dirigida por el santo emperador Justiniano a los Santos Padres del Quinto Concilio Ecuménico (citado anteriormente) a fin de establecer la autoridad ecuménica del Bienaventurado Agustín en la Iglesia así como la de otros Padres occidentales. A esto San Marcos de Éfeso respondió (en su “Primera homilía sobre el fuego del purgatorio”, Cap. 7): “En primer lugar habéis citado algunas palabras del Quinto Concilio Ecuménico, que determinan que en todo debemos seguir a estos Padres de quienes habéis citado los propósitos, y aceptar completamente lo que han dicho; entre esto se encuentran Agustín y Ambrosio que, sea dicho, enseñan más expresamente que los otros sobre el tema de este fuego purificador.

Pero estos propósitos no nos son conocidos, pues no poseemos el libro de las Actas del Concilio: he aquí porque os pedimos que nos lo presentéis, si lo tenéis en alguna versión griega. Pues estamos muy asombrados de que en este texto Teófilo figure igualmente entre los otros Doctores; Teófilo es conocido en todos lados, no por ninguno de sus escritos, sino por su infamia, en razón del loco encarnizamiento contra San Juan Crisóstomo” (Archimandrita Ambrosio Pogodin, “San Marcos de Éfeso y la Unión de Florencia, pp. 65-66, Jordanville, N. Y., 1963).

Es solamente contra Teófilo, y no contra Agustín o Ambrosio, contra quien protesta San Marco, negándose a recibirlo como Doctor de la Iglesia. Más allá, en este tratado (cap. 8 y 9), San Marcos examina las citas tomadas del “bienaventurado Agustín” y del “divino Padre Ambrosio” (una distinción que es retenida por los Padres Ortodoxos en los siglos tardíos), negando algunas y aceptando otras. En otros escritos de San Marco durante este Concilio, utiliza los escritos del mismo Agustín como fuente ortodoxa (bien entendido a partir de traducciones griegas de algunas de sus obras, realizadas después de San Focio). En sus “Respuestas a las dificultades y cuestiones de los cardenales y otros profesores latinos” (cap.

3), San Marcos cita “Los soliloquios” y “Sobre la Trinidad”, haciendo referencia al autor como “el Bienaventurado Agustín”, utilizando con pertinencia sus citas contra los latinos del concilio (Pogodin, obra citada, pp. 156-158). En uno de sus escritos, “Los capítulos silogísticos contra los latinos” (cap. 34), se refiere incluso al “divino Agustín” cuando de nuevo cita favorablemente su “Sobre la Trinidad” (Pogodin, obra citada, p. 268). Debe ser notado que San Marcos pone atención, cuando cita más allá a un teólogo latino que no tiene autoridad en la Iglesia Ortodoxa, en no darle un título de honor cualquiera, que no sea el de “bienaventurado” o “divino”; así, Tomás de Aquino es para él, solamente, “Tomás, el profesor de latín” (Ibíd, cap. 13; Pogodin, obra citada, p. 251).

Como San Focio, San Marcos, viendo que los teólogos latinos citaban errores de algunos Padres contra la enseñanza de la misma Iglesia, sintió que era necesario establecer la enseñanza ortodoxa concerniente a los Padres que erraron sobre algunos puntos. Hizo aquí como San Focio, pero sin referirse a Agustín, a quien intenta justificar los errores y situarlos en su mejor esclarecimiento posible, ni a ningún otro Padre occidental, sino a un Padre oriental que cayó en un error, ciertamente no menos serio que los de Agustín. He aquí lo que escribió San Marcos: “En lo que concierne a las propuestas que son citadas del bienaventurado Gregorio de Nisa, sería mejor guardar sobre ellos silencio, y sobre todo no esforzarse, por la salvación de nuestra propia defensa, a desvelarlos en lugar público. Pues el Doctor aparecía visiblemente de acuerdo con los dogmas de los origenistas que asignaron un fin a los tormentos”. Según san Gregorio (continúa San Marcos) “vendrá una restauración final de todo, e incluso de los demonios, para que Dios, dice, pueda ser todo en todos, según la palabra del Apóstol”. En la medida en la que estas palabras fueron igualmente citadas, entre otras, debemos en principio responder a esto como lo hemos recibido de nuestros Padres. Es posible que se hayan producido algunas alteraciones e inserciones debidas a algunos herejes u origenistas … Pero si tal fuera la verdadera opinión del Santo, esto sucedió cuando este punto estaba sujeto a disputa y no había sido definitivamente condenado y rechazado por la opinión opuesta, como ésta fue expuesta en el Quinto Concilio Ecuménico; también, no hay nada de sorprendente en el hecho de que él, un ser humano, erró en cuanto a definir precisamente la verdad, mientras que lo mismo sucedió a muchos otros antes que a él, como a San Ireneo de Lyon, San Dionisio de Alejandría y otros. Así, estas propuestas, si fueron sostenidas realmente por el maravilloso Gregorio concerniendo a este fuego, no indican una purificación especial

(como lo querría la doctrina del purgatorio …) sino que introducen una purificación final y una restauración final de todo; pero de ninguna manera son convincentes para nosotros, que creemos en el juicio corriente de la Iglesia y estamos guiados por las Sagradas Escrituras, sin creer lo que cada uno de los Doctores a escrito como su opinión personal. Si cualquier otro ha escrito de igual manera sobre este fuego purificador, no debemos aceptarlo de ninguna manera”. (Primera homilía sobre el fuego del purgatorio, 11; Pogodin, obra citada, pp. 68-69).

De una manera significativa, los latinos fueron golpeados por esta respuesta y delegaron en su principal teólogo, el cardenal español Juan de Torquemada (tío del famoso Gran Inquisidor de la Inquisición española) para responder, cosa que hizo por estas palabras: “Gregorio de Nisa, sin ninguna duda uno de los más grandes entre los Doctores, transmitió de la manera más clara la doctrina del fuego del purgatorio …; Pero lo que decís en respuesta a esto, el que un ser humano pueda engañarse, nos parece extraño; pues Pedro y Pablo también, y los otros Apóstoles, y los cuatro Evangelistas eran igualmente hombres, sin hablar incluso de Atanasio el Grande, de Basilio, de Ambrosio, de Hilario y de los otros Padres de la Iglesia que eran igualmente hombres y podrían, pues, engañarse. ¿No pensáis que esta respuesta que nos dais, sobrepasa lo lógico? Pues la fe, toda entera, vacila, y el Antiguo y el Nuevo Testamento, trasmitido hasta nosotros por hombres, es asunto para dudar, pues, si seguimos vuestra aserción, no sería imposible para ellos engañarse. Pero entonces, ¿qué queda de sólido en las Sagradas Escrituras? ¿Qué tendremos de estable? Reconocemos también que es posible para un hombre engañarse en tanto que ser humano, actuando según su propio poder, pero mientras que esta guiado por el Espíritu Santo y prueba la piedra de toque de la Iglesia, en estos puntos que se trasladan a la fe común como enseñanza dogmática, entonces, lo que escribe, lo afirmamos, y es absolutamente verdad” (Respuesta de los latinos, 4; Pogodin, obra citada, pp.

94-95)

El fin lógico de esta búsqueda latina de la “perfección” en los Santos Padres es, bien entendida, la infalibilidad papal. Esta posición es exactamente la misma en su lógica que aquella defendida en otro tiempo contra San Focio como que, si Agustín y otros han enseñado incorrectamente sobre un punto cualquiera, entonces deben ser “rechazados junto con los herejes”.

San Marcos de Éfeso, en su nueva respuesta a esta declaración, repite el punto de vista ortodoxo de que “es posible para alguien ser un Doctor y al mismo tiempo no decir algo de una forma absolutamente correcta. ¿Con qué necesidad, si no, habrían convocado los Santos Padres, los Concilios Ecuménicos?”, y que tales enseñanzas privadas (en oposición a la infalibilidad de las Escrituras y de la Tradición de la Iglesia) “no debemos creerlas de una manera absoluta o aceptar sin examen”. Entra, entonces, en muchos detalles, con numerosas citas tomadas de su Libro, para mostrar que San Gregorio de Nisa no enseñó, de hecho, el error que le era atribuido (que no es nada menos que la negación del tormento eterno en el infierno, y el de la salvación universal), y da como propuesta que hacen definitivamente autorizada sobre la cuestión, a la del mismo Agustín.

“Que solamente las Escrituras Canónicas sean infalibles, esto es afirmado por el bienaventurado Agustín en las palabras que escribió a Jerónimo: “Conviene conceder tal honor y tal veneración solamente a los libros de la Escritura que son llamados “canónicos”, pues creo absolutamente que ninguno de los autores que las han escrito no han errado en nada

… Pero para otros escritos, aun cuando la excelencia de sus autores sea grande en santidad y

conocimiento, cuando los leo, no acepto su enseñanza como verdad sobre la única base de que es así como lo han escrito y pensado”. Después, en la carta a Fortunato: “No debemos considerar el juicio de un hombre, aun cuando este hombre haya sido ortodoxo y poseyó una alta reputación, de la misma manera que aceptamos la autoridad de las Escrituras canónicas, hasta el punto de considerar como inadmisible, en razón del respeto debido a este hombre, el desaprobar y rechazar alguna cosas en sus escritos si nos venía a descubrir que no había enseñado más que la verdad que, con ayuda de Dios, había sido alcanzada por otros o por nosotros mismos; y espero que los lectores actuarán igualmente así con mis propios escritos” (San Marcos de Éfeso, Segunda Homilía sobre el fuego del purgatorio, 15-16; Pogodin, obra citada, pp. 127-132).

Así pues, las últimas palabras sobre el bienaventurado Agustín, son las del mismo Agustín; y la Iglesia ortodoxa a través de los siglos no ha cesado, de hecho, de tratarlo exactamente como él deseó.

4ª parte

Opiniones de los tiempos modernos sobre el bienaventurado Agustín.


Los Padres ortodoxos de tiempos modernos han continuado viendo al bienaventurado Agustín de la misma manera que hizo San Marcos de Éfeso, y no hubo controversia particular unida a su nombre. En Rusia, al menos desde el tiempo de San Dimitri de Rostov (principios del siglo XVIII), la costumbre de referirse a él como “el bienaventurado Agustín” comenzó a estar bien establecida. Aquí, decimos justo una palabra sobre este apelativo.

En los primeros siglos del Cristianismo, la palabra “bienaventurado” en referencia a un hombre de vida santa era utilizada de una manera más o menos intercambiable con las palabras “santo” o “sagrado”. Esto no era el resultado de una cualquiera o formal “canonización”, que no existía en estos siglos, sino que estaba más bien basada, ante todo, en la veneración popular. Así, San Martín de Tours (siglo IV), un santo y taumaturgo probado, en escritos como los de San Gregorio de Tours (siglo VI), es calificado a veces como “bienaventurado” (beatus) y a veces como “santo” (sanctus). Y pues, cuando Agustín fue calificado en el siglo V, por san Fausto de Lerins, como “el mas bienaventurado” (beatissimus), en el siglo VI, por San Gregorio el Grande, como “bienaventurado” (beatus), en el siglo XIX, por san Focio, como “santo” (agios), estos títulos diferentes quieren decir la misma cosa: que Agustín era reconocido como formando parte de los que son remarcables por su santidad y su enseñanza. En Occidente, durante todos estos siglos, el día de su fiesta fue conservado; en Oriente (donde no se celebraban fiestas particulares para santos occidentales) fue simplemente visto como Padre de la Iglesia Universal.

En tiempos de San Marcos de Éfeso, la palabra “bienaventurado” fue utilizada para denotar menor autoridad que los grandes Padres; así, se refiere al “bienaventurado Agustín”, pero al “divino Ambrosio”, al “bienaventurado Gregorio de Nisa”, pero a “Gregorio el Teólogo, grande entre los santos”; pero esto no quiere decir que exista una constante en este propósito.

Incluso en los tiempos modernos, la palabra “bienaventurado” queda, de algún modo, vaga en su aplicación. Según el uso ruso, “bienaventurado” puede referirse a los grandes Doctores alrededor de los cuales hubo ciertas controversias (Agustín y Jerónimo, en Occidente, Teodoreto de Ciro en Oriente), pero también a los locos en Cristo (glorificados o no) así como en general a las personas santas pero no glorificadas en los siglos recientes. Incluso en nuestros días no hay definición precisa de lo que quiere decir “bienaventurado” en la Iglesia Ortodoxa (en oposición al catolicismo romano, donde la “beatificación” es parte entera de un proceso legal en sí mismo), y no importa que personas “bienaventuradas”, que tienen un lugar reconocido en el calendario ortodoxo de los Santos (como lo tienen Agustín, Jerónimo, Teodoreto, y muchos locos en Cristo) pueden igualmente ser llamados “santas”. En el uso ortodoxo ruso se habla raramente de “San Agustín”, pero más bien siempre del “bienaventurado Agustín”. En nuestros tiempos modernos hubo numerosas traducciones en griego y en ruso de los escritos del bienaventurado Agustín, y comenzó a ser bastante conocido en el Oriente ortodoxo. Algunos de sus escritos, a decir verdad, como los de sus tratados anti-pelagianos y “Sobre la Trinidad”, son leídos con prudencia, la misma prudencia con la que los creyentes ortodoxos leen “Sobre el alma y la resurrección”, de San Gregorio de Nisa y algunos otros de sus escritos.

El gran Doctor ruso del siglo XVIII, san Tikon de Zadonsk, cita algunos de los escritos del bienaventurado Agustín (principalmente tomados de los Soliloquios) como procedentes de un Padre ortodoxo, aunque su principal fuente patrística esté sobre los Padres de Oriente, y por debajo de San Juan Crisóstomo. “Las Confesiones” de Agustín ocupan un lugar respetable entre los libros espirituales ortodoxos en Rusia y han tenido incluso un efecto decisivo sobre el gran recluso del siglo XIX, Georges de Zadonsk, en cuanto a su renuncia al mundo. Cuando este último estaba en el servicio militar, en su juventud, y llevaba una vida cada vez más retirara para prepararse para entrar en un monasterio, fue atraído por la hija de un cierto coronel y tomó la decisión de pedirla en matrimonio. Recordando después el deseo profundo que había desarrollado de abandonar el mundo, se encontró en un estado crítico de indecisión y perplejidad, y resolvió finalmente haciendo uso del libro patrístico que estaba a punto de leer. Él mismo describió este momento: “Fui inspirado a abrir el libro que estaba sobre la mesa, diciéndome a mí mismo: seguiré al pie de la letra lo que me indique, sea lo que sea. Abrí las Confesiones de Agustín y leí: “El que se casa está preocupado por su mujer y cómo complacerla, pero el que no se casa está preocupado por el Señor y cómo complacer al Señor.

¡Ve la justicia de esto! ¡Qué diferencia! Razona profundamente, elige la mejor vía, no te retrases, decide, sigue; nada te pone trabas”. Decidí. Mi corazón se llenó de una bondad indecible. Mi alma estaba en júbilo. Y me parecía que mi espíritu estaba enteramente cubierto de un éxtasis paradisíaco”. Esta experiencia nos recuerda la propia experiencia del bienaventurado Agustín, cuando fue inspirado a abrir las cartas de San Pablo y siguió el consejo dado por el primer pasaje sobre el que cayeron sus ojos (Confesiones, VIII, 12). Debe ser notado que el mundo espiritual del bienaventurado Georges de Zadonsk era enteramente el de los Padres ortodoxos, como lo sabemos por los libros que leía: La vida de los Santos, San Basilio el Grande, San Gregorio el Teólogo, San Tikon de Zadonsk, y los comentarios patrísticos de las Escrituras.

En los tiempos modernos, la situación fue la misma para la Iglesia griega. El teólogo griego del siglo XVIII Eustratius Argenti, en sus tratados anti latinos como el tratado “Sobre el pan sin levadura”, utiliza a Agustín como autoridad patrística, pero anota igualmente que Agustín es uno de los Padres que cayó en ciertos errores, sin dejar por ello de ser un Padre de la Iglesia.

A finales del siglo XVIII, san Nicodemo el Hagiorita introdujo la vida del bienaventurado Agustín en su Sinaxario (Colección de vidas de santos), aunque no estaba, hasta entonces, incluida en los calendarios orientales y las colecciones de vidas de santos. Cosa que no tiene nada de remarcable en sí; Agustín fue uno entre algunos nombres que añadió San Nicodemo al calendario ortodoxo de Santos, muy incompleto, en su celo por dar una mayor y más grande gloria a los santos de Dios. En el siglo XIX, con un celo similar, la Iglesia Rusa tomó el nombre de Agustín a partir del Sinaxario de San Nicodemo y lo añadió a su propio calendario. Esto no era una clase de “canonización” del bienaventurado Agustín, pues no había sido visto nunca en Oriente como nada más que un Padre y un Santo; pero se trataba más bien de ensanchar el calendario de la Iglesia para hacerlo más completo: un proceso que todavía hoy está en vigor.

En el siglo XX, el nombre del bienaventurado Agustín puede ser encontrado en los calendarios ortodoxos estándar, habitualmente bajo la fecha del 15 de junio (junto con el bienaventurado Jerónimo), pero a veces bajo la fecha de su dormición, el 28 de Agosto. La Iglesia griega, en su conjunto, lo ha podido considerar con menos reservas que la Iglesia rusa, como se ve, por ejemplo, en el calendario oficial de una de las Iglesias griegas “viejo calendaristas”, donde es llamado, no el “bienaventurado Agustín” como en el calendario ruso, sino “San Agustín el Grande” (agios Augustinos o megas).

La iglesia rusa, sin embargo, le tiene un gran amor, incluso si no le concede el título de “grande”. El arzobispo San Juan Maximovitch, cuando fue nombrado obispo diocesano de Europa Occidental, se interesó en mostrarle una reverencia especial (como con numerosos santos occidentales); así, pidió la escritura de un oficio litúrgico particular en su honor (que hasta este día no había existido en el Menaion en eslavón), y este oficio fue oficialmente aprobado por el Sínodo de obispos de la Iglesia Rusa fuera de las fronteras, bajo la presidencia del metropolita Anastasio. El arzobispo Juan celebraba este servicio cada año, donde se encontrara, el día de la fiesta del bienaventurado Agustín.

Quizá la evaluación crítica más equilibrada del bienaventurado Agustín, en nuestra época, se encuentra en la Patrología del arzobispo Filaret de Chernigov, que ha sido citada numerosas veces más arriba. “Tuvo una larga influencia en su época y en los tiempos que le siguieron. Pero fue mal comprendido por un lado, y por otro no expresó sus pensamientos con precisión y dio lugar a controversias” (Vol. III, p. 7). “Poseyendo un espíritu lógico y una sensibilidad muy viva, el Doctor de Hipona no tenía, sin embargo, la misma riqueza de espíritu metafísico; en sus obras se encuentra mucha ingeniosidad pero poca originalidad de pensamiento, un cierto rigor muy lógico pero pocas ideas verdaderamente sublimes. Por más que sea, no se le puede atribuir una profunda educación teológica. Agustín escribió, sobre poco más o menos, de todo, exactamente como Aristóteles, y sus obras excelentes no podían ser más que sus estudios sistemáticos de temas y reflexiones morales. Su mayor cualidad reside en esta piedad tan sincera y profunda que impregna todas sus obras (Ibíd, p. 35)”. Entre sus escritos morales, que el arzobispo Filaret considera como los más elevados, se encuentran los Soliloquios, los Tratados, las cartas y los sermones sobre la lucha monástica y las virtudes, sobre el descanso de los muertos, sobre la oración a los santos, sobre la veneración de las reliquias; y sobre todo sus Confesiones justamente renombradas, “que sin ninguna duda pueden alcanzar a cualquiera hasta las profundidades del alma, por la sinceridad de su contrición y recalentar por el calor de la piedad que está esencialmente en el camino de la salvación” (Ibíd, p. 23).

Los temas de controversia, en los escritos dogmáticos del bienaventurado Agustín, de algún modo han retenido, a veces, la atención que el otro aspecto, el lado moral de sus obras, ha descuidado grandemente. Sin ninguna duda, su principal interés para nosotros hoy en día tiende al hecho de que provengan de un Padre de la piedad ortodoxa. Los eruditos modernos, en efecto, se afligen a menudo porque “tal gigante intelectual” haya podido ser “un niño típico de su edad, incluso en los dominios en los que deberíamos esperarlo como tal”, exclamándose “que es verdaderamente extraño que Agustín se acomodase en un paisaje lleno de sueños, de demonios y de espíritus”, y que esta aceptación de los milagros y las visiones “revele una credulidad que nos parece increíble hoy en día”. Allí hizo compañía a los “sofísticos” estudiantes de teología de hoy, pero no es más que uno con el simple fiel ortodoxo, como con todos los otros Padres de Oriente y Occidente que, a pesar de sus sentimientos variados y sus diferencias sobre puntos teóricos de doctrina, tuviesen en común un alma y un corazón profundamente cristianos. Es lo que lo hace indiscutiblemente un Padre ortodoxo y cruza un abismo infranqueable entre él y sus discípulos “heterodoxos” de los primeros siglos, pero lo asemeja a todos los que se acercan en nuestros días al cristianismo verdadero, a la Santa Ortodoxia.

Pero igualmente, sobre muchos puntos doctrinales, el bienaventurado Agustín se revela como un Doctor de la Ortodoxia. En principio, deberíamos mencionar su enseñanza sobre el milenarismo. Después de haber sido atraído por una forma demasiado espiritualista del quiliasmo (milenarismo) durante sus primeros años de cristiano, fue durante sus años de madurez uno de los principales combatientes de esta herejía, que en tiempos antiguos o modernos, ha seducido a tantos herejes en una lectura demasiado literal del Apocalipsis de San Juan, contraria a la tradición de la Iglesia. Según la verdadera interpretación ortodoxa, que profesó el bienaventurado Agustín, los mil años del Apocalipsis (cap. 20:1-6) corresponden al tiempo total que transcurre desde la primera venida de Cristo hasta su Segunda Venida, cuando el diablo esté, de hecho, “limitado” (restringido sobremanera en su poder de tentar a los fieles), y los santos reinen con Cristo en la vida de la gracia dada a la Iglesia (La Ciudad de Dios, libro XX, cap. 7-9).

En iconografía, la fisonomía del bienaventurado Agustín está bien tipificada. Sin duda, el icono más viejo de él, un fresco del siglo VI en la librería de Letrán, en Roma, está indudablemente basado en un retrato hecho de él en vida; el mismo rostro demacrado, ascético y barba rala, se encuentra en un icono del siglo VII, mostrándolo junto con el bienaventurado Jerónimo y San Gregorio el Grande.

El icono de un manuscrito de Tours del siglo XI, es más estilizado, pero basado incluso de forma indiscutible en el original. Más tarde los iconógrafos occidentales perdieron contacto con el original (como sucedió con la mayor parte de los santos en Occidente), esbozándolo más o menos como prelado latino medieval o moderno.

Nota sobre los detractores contemporáneos del bienaventurado Agustín.

La teología ortodoxa del siglo XX ha retomado una “renovación patrística”. Sin duda, hay muchos elementos positivos en esta “renovación”. Algunos manuales ortodoxos de siglos recientes han enseñado doctrinas que contienen parcialmente una orientación y un vocabulario occidental (en particular, romanos católicos), y no han sabido apreciar correctamente a

algunos de los Padres ortodoxos más profundos, especialmente a los de los tiempos más cercanos, como San Simeón el Nuevo Teólogo, San Gregorio Palamás o San Gregorio el Sinaita. La “renovación patrística” del siglo XX ha corregido al menos, parcialmente, estos defectos, y liberado las academias y seminarios ortodoxos de algunas de estas “influencias occidentales” de las que había que dispensarse. De hecho, esto prolongó el movimiento moderno de toma de conciencia ortodoxa que había comenzado en el siglo XVIII y principios del XIX con San Nicodemo el Hagiorita, San Macario de Corinto, el bienaventurado Paísios Velichkovsky, el metropolita Filaret de Moscú, y otros igualmente en Grecia como en Rusia. Pero hubo también un aspecto negativo en esta “renovación patrística”. En ciertos aspectos, en el siglo XX, ha habido y permanecido largamente un fenómeno “académico” abstracto, fuera de la vida real, llevando la marca de algunas de estas pasiones mezquinas del mundo académico moderno: la falta de caridad, la suficiencia, el orgullo superior en la crítica a otros, la formación de partidos o pandillas de los que están “al corriente” y saben si tal o cual idea está “de moda” o no. Algunos estudiantes poseen tal celo excesivo para la “renovación patrística”, que encuentran “influencia occidental” en todo lo que observan; llegan a ser supercríticos hacia la Ortodoxia “occidentalizada” de los siglos pasados, y tienen una actitud extremadamente desdeñada hacia ciertos instructores ortodoxos muy respetados durante siglos (como los de los tiempos presentes, o incluso de la antigüedad) a causa de sus miradas “occidentales”. De tales “celotes” sospechan poco los que se ocupan mismamente del terreno ortodoxo y reducen la tradición ortodoxa ininterrumpida a una pequeña “línea de partido” que un pequeño grupo entre ellos comparte, dicho sea de paso, con los Grandes Doctores del pasado. En este ejemplo, la “renovación patrística” se acerca peligrosamente a una clase de protestantismo.

El bienaventurado Agustín se ha convertido, en estos últimos años, en una víctima de este aspecto negativo de la “renovación patrística”. El crecimiento de un conocimiento teórico de la teología ortodoxa, en la época actual (en oposición a la teología de los Santos Padres, que estaba inseparablemente ligada a una vida cristiana) ha engendrado muchas críticas al bienaventurado Agustín por sus errores teológicos. Algunos estudiantes de teología se especializan incluso en el ejercicio de “poner en su lugar” a Agustín y su teología, no dejando a casi nadie el placer de creer que pueda aún ser un Padre de la Iglesia. A veces, tales estudiantes entran en conflicto con otros estudiantes de teología ortodoxa de la “vieja escuela”, que han estudiado en el seminario y tomado algunos defectos de la teología del bienaventurado Agustín, pero lo aceptan como un Padre entre otros, no dándole una especial atención. Estos últimos están más próximos a la opinión ortodoxa sobre el bienaventurado Agustín a través de los siglos, mientras que los primeros son culpables de exagerar las faltas de Agustín más bien que de excusarlas (como los Padres hicieron en el pasado), y en su “exactitud” académica, faltan, a menudo, a una cierta humildad interior y a la sutileza que son la marca de una auténtica transmisión de la tradición ortodoxa de padres a hijos (y no simplemente de profesor a alumno). Tomemos ejemplo de esta mala actitud hacia el bienaventurado Agustín entre algunos estudiantes actuales de teología.

Un sacerdote y profesor ortodoxo de una escuela de teología que experimentó esta “renovación patrística”, da una clase sobre las diferencias entre la mentalidad de Oriente y la de Occidente. Hablando de las “desastrosas distorsiones de la moral cristiana” en los países occidentales modernos, y en particular de un falso “puritanismo” y de un sentido de la “perfección”, afirma: “Yo no puedo remontar el origen de esta noción. Solamente sé que Agustín ya lo introdujo cuando, salvo error mío, dijo en sus Confesiones que después de su

bautismo ya no pudo tener deseos sexuales. Detesto poner en duda lo honestidad de Agustín, pero me es absolutamente imposible admitir esta afirmación. Supongo que afirmó eso porque tenía ya la idea de que, desde que se había hecho cristiano, ya no estaría dispuesto a tener pensamientos carnales. La concepción del cristianismo oriental en la misma época era totalmente diferente” (La Crónica Helénica, Nov. 11, 1976, p. 6)

Aquí, Agustín se ha convertido, simplemente en un chivo expiatorio sobre el que se puede cargar cualquier opinión juzgada como “no ortodoxa” u “occidental”; toda corrupción del Oeste debe provenir, como última fuente, de él. Y aunque sea incluso considerado como posible, contra todas las leyes de la equidad, el escrutar su cerebro y atribuirle un tipo de pensamiento tan primitivo que no pudiera ser aquel de nuestros más desgastados conversos a la ortodoxia.

En realidad, bien entendido, el bienaventurado Agustín, no hizo nunca tales afirmaciones. En sus Confesiones, habla con toda franqueza del “fuego de la sensualidad” que estaba aún el él, y de “cómo estoy aún turbado por esta clase de demonio” (Confesiones X, 360); y su enseñanza sobre la moral sexual y la batalla contra las pasiones es, en general, idéntica a la de los Padres orientales de su tiempo; las dos a la vez son muy diferentes de la actitud moderna occidental que el conferenciante ve como erróneo y no cristiano. (En verdad, sin embargo, la gracia de ser liberado de las tentaciones carnales fue concedida a algunos Padres, tanto en Oriente como Occidente; ver La Historia Lausíaca, cap. 29, donde el asceta Elías de Egipto, como resultado de su Visitación angélica, recibió tal liberación del deseo, que pudo decir: “Las pasiones ya no penetran en mi espíritu”.

No tenemos necesidad de decir, sin embargo, demasiadas durezas en nuestro juicio sobre tales distorsiones de la “renovación patrística”. Tantas ideas inexactas y contradictorias, de las que la mayor parte son en realidad extrañas a la Iglesia, son presentadas en nuestros días con el nombre de cristianismo e incluso Ortodoxia que se puede fácilmente excusar en aquellos cuyas evaluaciones y vistas ortodoxas carecen a veces de equilibrio, si es que verdaderamente es la pureza del cristianismo lo que buscan sinceramente. Este estudio incluso, sobre el bienaventurado Agustín, nos muestra en verdad cuál es, precisamente la actitud de los Padres Ortodoxos hacia los que han errado de buena fe. Tenemos mucho que aprender de la actitud generosa, tolerante e indulgente de estos Padres.

Donde se encuentre errores, por seguro, debemos procurar corregirlos; las “influencias occidentales” de los tiempos modernos deben ser combatidas, los errores de los Padres antiguos no deber ser seguidos. En lo que se refiere al bienaventurado Agustín, en particular, no se puede poner en duda el hecho de que a pesar de todos los esfuerzos, su enseñanza erró: sobre la Santa Trinidad, la gracia y la naturaleza, y otras doctrinas; su enseñanza no es “herética” sino exagerada, y fueron los Padres orientales los que enseñaron sobre estos puntos las verdaderas y profundas doctrinas cristianas.

Para algunos, el entendimiento de los fallos en la enseñanza de Agustín es debido a la mentalidad occidental, que en suma no ha entendido la doctrina cristiana tan profundamente como lo hizo el Oriente. San Marcos de Éfeso hizo a los teólogos latinos, en Ferrara (Florencia), hincapié particularmente en lo que puede ser considerado como el resumen de las diferencias entre Oriente y Occidente: “¿Veis con qué superficialidad vuestros instructores tocan la significación, y cómo no penetran en el sentido mismo, como lo hacen por ejemplo

San Juan Crisóstomo, San Gregorio el Teólogo y otras luminarias universales de la Iglesia? (Primera homilía sobre el fuego del purgatorio, cap. 8; Pogodin, p. 66)

Algunos Padres occidentales, seguro, como San Ambrosio de Milán, San Hilario de Poitiers o San Casiano, penetran más profundamente y están más en el espíritu oriental; pero como regla general son verdaderamente los Padres orientales los que enseñan de la manera más perspicaz y profunda la doctrina cristiana.

Pero eso no nos da el pretexto para un cualquier “triunfalismo oriental”. Si nos glorificamos en nuestros grandes Doctores, guardémonos de ser como los judíos que se gloriaban de los verdaderos profetas que habían lapidado (Mateo 23:29-31). Nosotros, los últimos cristianos, no somos dignos de la herencia que estos Santos Padres nos han legado, estamos en la indignidad de percibir incluso de lejos la teología sublime que a la vez han enseñado y vivido; citamos a los grandes Doctores pero no tenemos su espíritu. Por regla general, podemos incluso decir que son los que gritan más fuertemente contra la “influencia occidental” y que son los últimos en perdonar a aquellos cuya teología no es “pura”, que son los más infectados por las influencias occidentales, a menudo de una manera no sospechosa. El espíritu de denigración de todo lo que no concuerda con la forma “correcta”, sea en teología, iconografía, servicios litúrgicos, vida espiritual, o cualquier otro tema, es mucho más corriente en nuestros días, especialmente entre los nuevos conversos a la Fe Ortodoxa, en los que es particularmente inconveniente y da a menudo resultados desastrosos. Pero, incluso en los “pueblos ortodoxos”, esta mentalidad está demasiado expandida (evidentemente a causa de la “influencia occidental”), como se puede ver en Grecia en recientes y desgraciadas tentativas de negar la santidad a San Nectario de Egina (Pentápolis), un gran taumaturgo de nuestro siglo, porque enseñó de una manera, según dicen, errónea en algunos puntos doctrinales.

Hoy en día, todos los cristianos ortodoxos, que estén en Oriente u Occidente, si solamente son demasiado honestos y sinceros para admitirlo, están en una “cautividad occidental” peor que las que conocieron nuestros Padres en el pasado. En los primeros siglos, las influencias occidentales pudieron producir algunas formulaciones teóricas de doctrina que carecían de precisión, pero hoy en día, la “cautividad occidental” engloba y a menudo gobierna la atmósfera y el tono mismo de nuestra Ortodoxia, que es a menudo “correcta” teóricamente pero que carece de un verdadero espíritu cristiano, del sabor indefinible del verdadero cristianismo.

Seamos, pues, más humildes, más amantes y misericordiosos en nuestra aproximación a los Santos Padres. Que el sello de nuestra continuidad con la tradición cristiana ininterrumpida sea no solo nuestro esfuerzo por la exactitud en cuanto a la doctrina, sino también nuestro amor para con los hombres que nos la han transmitido hasta estos días, y de cuya fuente ciertamente participó el bienaventurado Agustín, como también San Gregorio de Nisa, a pesar de sus errores. Estemos en concordancia con nuestro gran Doctor San Focio el Grande siguiendo sus palabras: “No tomamos como doctrina los dominios en los cuales se han extraviado, sino que abrazamos a los hombres”.

Y el bienaventurado Agustín verdaderamente tiene algo que enseñar a nuestra generación de cristianos ortodoxos, “preciso” o “correcto, y no frío e indiferente. La enseñanza sublime de la Filocalía está ahora de moda, pero ¿cuántos de los que leen este libro han aprendido en principio el ABC del profundo arrepentimiento, del calor del corazón, y de la verdadera piedad

ortodoxa que brilla en cada página de las Confesiones de Agustín, renombradas en justicia? Este libro, la historia de la propia conversión del bienaventurado Agustín, no ha perdido hoy su significado; los conversos fervientes encontrarán mucho de su propio camino, a través del pecado y del error, hacia la Iglesia Ortodoxa, y un antídoto contra algunas “tentaciones de conversos” de nuestro tiempo. Sin el fuego de un celo y de una piedad auténticas que están contenidas en Las Confesiones, nuestra espiritualidad ortodoxa es una vergüenza y una broma, y participa del espíritu que precede a la venida del anticristo al igual que la apostasía doctrinal que nos rodea por todas partes.

“El pensamiento en Ti agita tan profundamente al hombre que no puede contentarse hasta que no Te clama, para que Te apresures a mirarnos cara a cara, pues nuestros corazones no encuentran el reposo hasta que no están Contigo” (Confesiones I, 1)







Hieromonje Serafín Rose




      

                         Catecismo Ortodoxo

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El Ecumenismo ....




Nuestra Iglesia Ortodoxa es por su naturaleza católica y naturalmente ecuménica (universal). Tiene sus brazos abiertos a todos los hombres, de cada raza y en toda época, y les llama venir cerca de ella. El Cristo, que es su cabeza, se dirige diacrónicamente al mundo “venid a mí todos “, mientras paralelamente manda Sus alumnos “en todos los pueblos” a enseñar el Evangelio de la sanación y salvación.

Esta cualidad o característica natural y compositora de ecumenidad-universalidad hoy la reivindican dos movimientos que expresan el espíritu de la época actual: el Ecumenismo y la Globalización.

La Globalización se impulsa por potentes fuerzas político-económicas y proyecta un modelo de una humanidad unificada; en cambio el ecumenismo se mueve en el ámbito religioso, buscando la realización del sueño de un Cristianismo unificado, finalmente apuntando a una religión ecuménica, una Πανθρησκεία (panzriskía, todareligión, o interreligión).

En este folleto intentamos apuntar el movimiento del Ecumenismo, -en el cual participa también la Ortodoxia-, porque esto permanece desconocido a la mayoría del laós-pueblo de nuestra Iglesia y los desarrollos en estos puntos provocan inquietud y problemas.

Quizás esto sea escuchado como raro, pero es un hecho que el Ecumenismo de hoy amenaza la ecumenidad de nuestra Iglesia, porque resbala continuamente hacia tácticas conciliadoras-sincretistas, que revocan principios fundamentales de la fe ortodoxa. Y no olvidemos que la fe ortodoxa es la primera y principal condición de la sanación y salvación del hombre de acuerdo con la decisión tomada por inspiración del Espíritu Santo de los Santos Padres. “El que quiere sanarse y salvarse, más que nada debe tener la fe católica y si no la mantiene sana e inmaculada, sin miedo y sin duda, en el siglo se perderá” (San Atanasio).

Así pues, si el mensaje sanador y salvador de nuestra Ortodoxia se pierde en los mensajes engañosos y equivocados de los heterodoxos y de otras religiones para la gracia y favor de una visión ecumenista utópica, entonces se perderá también la esperanza del mundo.
1) Qué es el ecumenismo

El ecumenismo es un movimiento que proclama que tiene como propósito la unidad del mundo cristiano (Ortodoxos, Papistas, Protestantes, etc.). La idea de unión emociona a cada psique cristiana y corresponde a sus profundos anhelos. Esta idea la hace suya también el Ecumenismo. Pero la visión unitaria, por excelencia espiritual, lo basa principalmente sobre los intentos humanos y no en la acción de la energía increada del Espíritu Santo. Sólo el Espíritu Santo hace realidad esta visión, pero cuando encuentra la metania y la humildad humana.

La deseada unidad, aunque cuando ocurra, no será sino un milagro de Dios.

2) Cuándo apareció

Las raíces del Ecumenismo se deben buscar al espacio protestante, mediados del siglo 19º. Entonces unas confesiones cristianas viendo que la gente se marchaba de ellos a causa del aumento de indiferencia religiosa y de los movimientos antirreligiosos organizados, fueron obligados a una concentración y colaboración.

Esta actividad unitaria tomó ya forma organizada, como Movimiento Ecuménico, el siglo 20º y principalmente el año 1948 con la creación en Ámsterdam de Holanda del Consejo Internacional de Iglesias (C.I.I) que tiene su sede en Ginebra.

Es preciso apuntar que el C.I.I. nunca podría tomar carácter “ecuménico” sino que permanecería simplemente una cuestión endo-protestante, si no hubiesen participado algunas Iglesias Ortodoxas locales. Los romano-papistas negaron entrar y participar. Pero más tarde, sin que ingresaran al C.I.I. también ellos entraron en este Movimiento Ecumenista. Con el relativo decreto del 2ª Sínodo de Vaticano (1964), inauguraron un Ecumenismo al estilo propio de ellos, que aspira a la unión de todos los Cristianos bajo el poder papista.
3) La participación de los Ortodoxos en el movimiento ecumenista

Debemos de confesar que un empuje esencial a la creación del movimiento ecumenista lo ha dado también el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, especialmente con el mensaje de 1920, donde, tal como se demostró constituyó la base y el Mapa de la participación de los Ortodoxos al movimiento ecumenista.

Este mensaje fue una cosa que por primera vez se conocía en la Iglesia, porque por primera vez un texto oficial ortodoxo calificaba todas las Comunidades heterodoxas de Occidente como “iglesias”, “como parientes y familiares en Cristo y también coherederos y del mismo cuerpo de la promesa de Dios”. Así derogaba la eclesiología ortodoxa. Y por no referirnos épocas antiguas, basta con recordarnos unos años antes (1895) el mismo Patriarcado, en una circular ponía al papismo fuera de la Iglesia, porque introducía enseñanzas heréticas y novedosas. Por eso llamaba a los Cristianos Occidentales a regresar en el seno de la una Iglesia, es decir, a la Ortodoxia.

En el mensaje de 1920 teniendo como modelo la “intercomunión de Naciones”, propuso una conjunción y comunión entre las Iglesias con sus objetivos principales: a) la revisión de las diferencias dogmáticas en sentido de conciliación, b) la aceptación de calendario unificado (que su parcial aplicación desgraciadamente trajo división en el festejo ortodoxo), y c) la composición de congresos intercristianos.

Además del Patriarca Ecuménico, progresivamente pidieron entrar casi todas las Iglesias Ortodoxas como miembros del C.I.I.., SIN EMBARGO, mas tarde algunas fueron obligadas a revisar y abandonar, puesto que por una parte observaron con decepción su degradación y por otra parte estaban presionadas de las fuertes reacciones anti-ecumenistas de sus pueblos. Buenamente el pueblo hacía la pregunta: “¿Cómo puede ser que la Ortodoxia sea integrada como “miembro” en “algo”, en el momento que el “todo”, el Cuerpo de Cristo, llama a todos que se hagan Sus miembros?

Además, la presencia de las Iglesias Ortodoxas en los congresos del C.I.I., a causa de la forma de composición y funcionamiento, siempre era escueta, incompleta y decorativa. Sus decisiones siempre se formaban y tomaban exclusivamente de votos de protestantes que eran mayoría. Cierto que desde 1961, las reuniones Ortodoxas Generales presentaban manifiestos particulares y – algunas constituyen textos confesionales colosales y memorables – como representantes de la Una Iglesia Santa y Apostólica.
4) Las supuestas aperturas del ecumenismo

El ecumenismo para hacer realidad sus propósitos se esfuerza en omitir, dejando de lado y reconsiderando algunos puntos básicos de la Ortodoxia.

Proyecta la falsa percepción de la “Iglesia ampliada”, de acuerdo con la cual la Iglesia es una pero contiene a todos los cristianos de cada confesión desde el momento que aceptaron el bautizo. Así todas las confesiones cristianas son entre sí “Iglesias Hermanas”.

Dentro del mismo espíritu se mueve también la idea de la “Iglesia universal visible”. La Iglesia que presuntamente aparece ”invisiblemente” y está compuesta de todos los cristianos, se manifestará también en su dimensión visible con los esfuerzos comunes unitarios.

En estas percepciones también influyó mucho la teoría de ramas de los protestantes, según la cual la Iglesia es un “árbol” con “ramas” en todas las confesiones cristianas y cada una contiene sólo parte de la verdad.

Pues, añadimos también la teoría de dos “pulmones” que fue desarrollada por algunos ecumenistas ortodoxos y los papistas. Según esta falsa teoría la Ortodoxia y el Papismo son dos pulmones con los que respira la Iglesia. Para empezar presuntamente otra vez a respirar correctamente, deberán los dos pulmones sincronizar su respiración.

Finalmente a los métodos que utiliza el ecumenismo para el acercamiento de los Cristianos es también el minimalismo dogmático. Se trata de un intento de minimizar los dogmas en las cosas más necesarias para que sean superadas las diferencias dogmáticas entre las confesiones. Pero el resultado es la omisión o tergiversión del dogma, su minimización y desprecio de su importancia y significado. ¡Dicen que se unan primero los cristianos y después los teólogos (tiólogos de academia) discutirán sobre los dogmas! Está claro que con este método del minimalismo dogmático quizás sea fácil que se unan los cristianos ¿Pero, pueden ser ortodoxos, como este tipo de cristianos?
5) La percepción Ortodoxa sobre la Iglesia

Según la eclesiología Ortodoxa, la Iglesia y la Ortodoxia se identifican. Sin duda la Iglesia es también Ortodoxa, es la Una Iglesia, Santa, Católica y Apostólica, el Cuerpo de Cristo. Y como el Cristo es Uno, entonces también la Iglesia es Una. Por eso nunca se entiende división en la Iglesia. Sólo tenemos separación de la Iglesia. Es decir, en momentos concretos históricos los heréticos y los cismáticos se separaron de ella y así dejaron de ser sus miembros.

La Iglesia contiene la plenitud de la verdad, pero no una verdad abstracta, sino una manera de vivir que sana y salva al hombre de la muerte y le hace “Dios por la jaris (gracia, energía increada)”. Al contrario la herejía constituye negación total o parcial de la verdad, un fraccionamiento de ella, y así toma el carácter y la patología de una ideología. Separa al hombre de la forma de existencia que ha dado el Dios a Su Iglesia y le asesina espiritualmente.

También los dogmas contienen las verdades trascendentales de nuestra fe, no son concepciones de conceptos intelectuales, ni mucho más, un oscurantismo de la edad media o el escolasticismo teológico. Expresan la vivencia y la experiencia de la Iglesia. Por eso, cuando hay una diferencia en los dogmas, sin duda hay también una diferencia de la manera de vivir. Y aquel que subestima la exactitud de la fe no puede vivir la plenitud de la vida en Cristo.

El cristiano debe aceptar todo lo que ha apocaliptado (revelado) el Cristo. No “un mínimum” sino el total. Porque en la totalidad y la integridad de la fe se salvan y se mantienen la catolicidad-universalidad y la ortodoxia de la Iglesia.

Así se explican las luchas, hasta con sangre, de los santos Padres para la conservación de la fe de la Iglesia, como también el esfuerzo de ellos, por la iluminación del Espíritu Santo, para la formulación de los “términos” de los Sínodos Ecuménicos. Estos “términos” no significan otra cosa que las fronteras, que son fronteras de la verdad, para que los creyentes puedan discernir la Iglesia como Ortodoxia de la herejía.

Los heterodoxos, con negar la plenitud de la verdad, se separaron de la Iglesia. Por eso son heréticos. Por lo tanto están privados de la santificadora jaris (gracia, energía increada) del Espíritu Santo, y sus Misterios-Sacramentos son inválidos. Pues, el bautismo que realizan no puede introducir a la Iglesia de Cristo.

El canon 68 de los Santos Apóstoles nos dice: “…porque, no es posible que sean creyentes o clérigos los bautizados y ordenados por los heréticos”. Y san Nicodemo el Aghiorita añade: “El bautismo de todos los heréticos es impío, blasfemo y no tiene ninguna kinonía-comunión, conexión con el de los Ortodoxos”.
6) Qué nos dicen los ecumenistas ortodoxos

…Algunos ecumenistas ortodoxos atrevidos hablan de la “reformación” de la Iglesia mediante la unión de todos los Cristianos. Un jerarca ortodoxo apunta que tenemos necesidad de un nuevo Cristianismo que estará basado totalmente en percepciones y términos nuevos. El tipo de religión que hemos recibido no podemos enseñar a las generaciones futuras…
7) Los diálogos

El ecumenismo, para impulsar sus planes utiliza muchos medios. El más importante de todos es el diálogo.

Nadie ignora que la Iglesia Ortodoxa es por su naturaleza abierta al diálogo. El Dios siempre conversa con el hombre y los Santos de la Iglesia no negaron nunca la comunicación dialéctica con el mundo.

Los Santos, teniendo autoconciencia de la kinonía (comunión, unión, conexión) con Dios, intentaban con el diálogo transmitir la experiencia de la verdad que estaban viviendo. Para ellos la verdad no era objeto de investigación. No la buscaban, ni la negociaban, sino que la ofrecían. Si el diálogo no conducía a los heterodoxos a la negación de sus errores y engaños y a la aceptación de la fe ortodoxa, no lo continuaban.

San Marcos el Amable dialogaba dos años continuos con los papistas en el Pseudosínodo de Ferara de Florencia (1438-1439). Pero viendo la arrogancia, la intolerancia y la persistencia en el engaño por parte papista, cortó toda relación con ellos incitando a los ortodoxos creyentes: “Evitad a los papistas como cuando uno evita la serpiente”.

El diálogo teológico lo había empezado también el Patriarca ecuménico Jeremías II el Grande, con los protestantes teólogos de Tibingui (1579). Pero cuando comprobó que el diálogo no fructificaba lo cortó y les escribió: “Os rogamos que no nos canséis más… Sino caminad por vuestro camino. Si queréis podéis escribirnos, pero ya no sobre los dogmas de la fe”.
8) Los diálogos del ecumenismo

Los contemporáneos diálogos ecumenistas se diferencian radicalmente de los diálogos de los Santos, porque se hacen con base los principios de la Iglesia ampliada y el minimalismo dogmático. Por eso no son ortodoxos y están sin frutos. La demostración es que en los casi cien años de diálogos no han ofrecido nada digno de valor para la unidad del mundo cristiano. ¡Al contrario han conseguido dividir a los Ortodoxos!

Las principales patologías de los diálogos actuales son las siguientes:

a) La falta de confesión, testimonio y reconocimiento ortodoxos.

En los diálogos, algunos ortodoxos, no expresan la firme e inamovible convicción de la Iglesia Ortodoxa, en que ella constituye la una y única Iglesia de Cristo encima de la tierra. Tampoco proyectan la santa tradición y la experiencia espiritual de la Ortodoxia que se diferencia de las tradiciones del cristianismo Occidental. Sólo con una actitud confesional de este tipo se podría hacer fructífera y valida la presencia ortodoxa en los diálogos.

b) la falta de franqueza y sinceridad.

La falta de testimonio ortodoxo en combinación con la mentira demostrada y la no franqueza de los heterodoxos, estorba más el diálogo intercristiano y le convierte infructuoso. Por eso muchas veces sea porque se observan recíprocos retrocesos superficiales, sea porque se utiliza un lenguaje y terminología diferente con tan de que se recubran las diferencias.

En principio los romanocatólicos, si fueran honestos y francos, deberían recalcar con claridad en los círculos ecumenistas esto que recalcan a sus propios creyentes, es decir, su entrega total a la primicia y lo infalible del papa. Así está claro que se vería también como piensan la unión de los cristianos: no como unión de fe, sino bajo la sumisión al poder papista. Además, se verificaría que la institución papista por una parte constituye la alteración más trágica del Evangelio de Cristo y por otra parte utiliza los diálogos únicamente para satisfacción de su extensión política.

Principal expresión de la falsedad y mentira papista constituye el mantenimiento y fortalecimiento de la Unía*. Se trata de una institución muy zorra y mala astuta, por la cual el papismo utilizó y continua utilizando como modelo de unión, a pesar de las fuertes protestas de los Ortodoxos y a pesar de que hoy la unía constituye el impedimento básico en los diálogos bilaterales.

Por otra parte, los de múltiples nombres Protestantes, si fueran honestos y francos, deberían manifestar directamente con rectitud que para nada están dispuestos a retroceder de sus principios básicos protestantes, y finalmente, son otras las causas que vienen al diálogo. Además, esto manifiesta también el gran bajón que tienen sus “Iglesias” (sacerdocio femenino, bodas de homosexuales, etc.)

*Unía es un sistema politicoreligioso que fue inventado por el papismo para la occidentalización de los Cristianos de Oriente. Se aprovechó de la coincidencia de dificultades históricas de estos Cristianos y les obligó a someterse al poder papista. No obstante, los animó a que no cambien sus costumbres eclesiásticas (prendas de los sacerdotes, tipikó litúrgico, etc.) de manera que crean confusión y promuevan la propaganda papista.

c) la enfatización de la agapi (amor)

Como la mentira, la no franqueza y los fines interesados, envenenaron los diálogos que acabaron en inagotables e infructuosas discusiones teológicas, se ha intentado un giro. Ahora los diálogos se llamaron “diálogos de la agapi” por la razón tanto para impresionar como para que se desvíe el escollo de los conflictos dogmáticos. Dicen e insisten que “la agapi tiene prioridad” y “la agapi impone que nos unamos, aunque existan diferencias dogmáticas”.

Por eso también en la práctica de los diálogos actuales es que no se discutan las cosas que nos separan, sino las que nos unen, de manera que se crea una falsa sensación y un autoengaño de unión y fe común. Pero en los Sínodos Ecuménicos los Padres siempre discutían sobre las cosas que separaban. Lo mismo ocurre también hoy en cualquier diálogo entre partes que tienen diferencias: discuten las cosas que separan –además, por eso se hace el diálogo- y no las que nos unen.

Para nosotros los Ortodoxos la Agapi y la Verdad son dos conceptos inseparables. Diálogo de agapi sin la verdad es un diálogo falso, anormal y no natural. En cambio agapi “en la verdad” significa: Dialogo con los heterodoxos por agapi para indicarles donde se encuentran sus errores y cómo serán conducidos a la verdad. Si realmente les amo, debo decirles la verdad por mucho que eso sea difícil o doloroso.

d) el desgaste de los criterios ortodoxos.

En la patología de los diálogos pertenece también el desgaste de los criterios teológicos ortodoxos, que se produce de una “amistad gentileza ecumenista”, de relaciones personales con los teólogos heterodoxos. La fe no se considera la verdad que sana y salva, sino un conjunto de verdades teóricas que admiten conciliaciones.

Los ortodoxos ecumenistas sostienen que: “¡hacemos diálogos, no cambiamos nuestra fe!” Está claro que el diálogo como “salida agapítica-amorosa” hacia al otro es querida de Dios. Pero el diálogo ecumenista que se hace hoy no es un encuentro en la verdad, sino un “reconocimiento recíproco”. Esto significa que reconocemos las comunidades heterodoxas como Iglesias y aceptamos que las diferencias dogmáticas constituyen “expresiones legales” de la misma fe. Pero, así caemos en la trampa del sincretismo: ponemos al mismo nivel la verdad y el engaño, igualamos la luz con la oscuridad.

e) oraciones conjuntas.

Los ortodoxos ecumenistas con el desgaste de sus criterios teológicos, es muy natural que participen sin suspensiones en cocelebraciones y oraciones en común con los heterodoxos, que muchas veces se realizan en el marco de los encuentros intercristianos. Creen que con este espiritualismo conjunto ecumenista se cree el clima adecuado que se requiere para el avance del esfuerzo unionista.

Pero los santos Cánones de nuestra Iglesia nos prohíben estricta y severamente las oraciones conjuntas con los heterodoxos. Porque los heterodoxos no tienen la misma fe con nosotros. Creen en un Cristo distinto y tergiversado. Por eso también san Juan el Damasceno los que no están en la Tradición de la Iglesia les llama increyentes.

La oración en común, pues, se prohíbe tajantemente porque manifiesta participación en la fe del co-orante y da en él la falsa sensación de que no se encuentra en el engaño, por lo tanto no hace falta que regrese a la verdad.

f) la intercomunión.

Si los santos Cánones prohíben las oraciones en común con los heréticos, mucho más, excluyen la participación nuestra en los Misterios de ellos. Pero tampoco en este punto los Ortodoxos hemos sido consecuentes.

El 2º sínodo vaticanea, que se hizo dentro de los marcos de “apertura”, propuso la Intercomunión con los Ortodoxos: Los papistas podrán tomar la kinonía-comunión en templos ortodoxos y los Ortodoxos en los papistas. De esta manera tanto los papistas como los ortodoxos ecumenistas creen que gradualmente “de facto” vendrá la unión de papistas y ortodoxos, a pesar de sus diferencias dogmáticas.

Si para los papistas una tesis así se justifica por la percepción que tienen sobre la Iglesia y los Misterios (jaris-gracia creada, etc.), para nosotros los Ortodoxos en anormal, paradójico e inaceptable. Nuestra Iglesia nunca consideró la divina Efjaristía como medio de unión, sino siempre como su sello y corona.

Además, el Cáliz común presupone fe común. Es decir, si un Ortodoxo toma la comunión en un templo papista, esto significa que acepta también la fe papista.
9) Colaboración en temas prácticos

Otro medio que utilizan para la consecución del propósito del Ecumenismo es la colaboración intercristiana en sectores prácticos. Los ecumenistas aparentan que están interesados en los problemas contemporáneos (sociales, morales, medioambientales, etc,) que deben unirnos.

Está claro que la Iglesia mostraba y muestra siempre una gran sensibilidad sobre los problemas humanos, sin embargo, el planteamiento en común con los heréticos presenta los siguientes defectos:

a) La voz de la Iglesia cuando se hace una con otras voces cristianas pierde su clarividencia y se debilita en comunicar al hombre actual su única manera de vivir es zeantropocéntrica (centro dios), al contrario que la humanocentrica manera de vivir de los heterodoxos.

b) La Iglesia sucumbe a la tentación de la secularización (mundanación), utilizando en su obra social prácticas secularizadas, mundanizadas de otras confesiones en perjuicio del mensaje sotiriológico (sanador y salvador). Pero aquello que tiene necesidad el hombre actual, no es el mejoramiento de su vida mediante un cristianismo secularizado, aunque este pueda eliminar todas las heridas sociales, sino su liberación del pecado y su zeosis dentro del verdadero Cuerpo de Cristo, la Iglesia Ortodoxa.

c) El creyente Ortodoxo, viendo que los heterodoxos están colaborando con sus pastores, toman una impresión de que ellos pertenecen a la Iglesia de Cristo, a pesar de las diferencias dogmáticas.
10) Intercambio de visitas

Los últimos años la política ecumenista se ejerce también con el intercambio de visitas oficiales entre las confesiones, las cuales se realizan por grados altos, principalmente de clérigos. Estas contienen discursos alabantes, abrazos, cambios de regalos, banquetes y oraciones comunes, declaraciones conjuntas, etc.

Estos encuentros, desgraciadamente no son simplemente visitas típicas. Además, los mismos ecumenistas confiesan que con los festejos comunes, se manifiesta un tipo de comunión eclesiástica con reconocimiento recíproco.

Pero nuestro pueblo, cuando, por medio de los medios audiovisionales, sigue las visitas, siente una sorpresa desagradable, se escandaliza, se amarga y se problematiza o inquieta, sobre todo si escucha a sus pastores que hablen sobre la lengua de los santos padres y en un lenguaje ortodoxísimo, y otras veces los ve entre los heterodoxos a comportarse diplomáticamente. ¿Pero una conciliación de este tipo en el espacio de la verdad de la Iglesia, no será pagada a un precio caro y doloroso?
11) El desarrollo interreligioso del ecumenismo

La profunda crisis de orientación que muy tempranamente apareció en el movimiento ecumenista, lo obligó en principio a girar sobre el planteamiento de los problemas sociopolíticos de los hombres, abandonando la teología como camino de unión, y después realizar una apertura hacia las religiones no cristianas. Acepta que todas las religiones constituyen caminos distintos de sanación y salvación, paralelos al Cristianismo, y que el Espíritu Santo energiza también en ellas. Su lema contiene el axioma de la “new age-nueva era”: “Cree lo que quieras, sólo no reivindiques la exclusividad de la verdad y el camino de la salvación”.

Convoca, pues, encuentros intercristianos, los cuales no son simples congresos científicos como proclaman sus organizadores, sino reuniones de confesión, de unión con base la fe a un Dios. Por eso continuamente contienen también manifestaciones de cultos comunes, en los cuales oran conjuntamente ortodoxos, heterodoxos y otras religiones. Pero el Dios Trinitario de los Ortodoxos, el verdadero y autoapocaliptado (autorevelado) no es el mismo que cualquier “Dios” de los heterodoxos y de otras religiones, es decir, con un “Dios” fanático, que creó y mantiene la necesidad religiosa del hombre post caída.

Desgraciadamente, esta apertura interreligiosa comparten también algunos jerarcas ortodoxos ecumenistas, los cuales expresan opiniones como las siguientes:

“En el fondo el movimiento ecumenista, aunque tiene procedencia cristiana, debe de ser movimiento de todas las religiones… Todas las religiones sirven a Dios y al hombre. No existe sino solamente un Dios.

“En el fondo una iglesia o un santuario aspiran a la misma consagración espiritual del hombre”.

“El Islam, en el Corán habla sobre Cristo y la Panayía (Santísima) y nosotros también debemos de hablar sobre Mohamet con atrevimiento y ánimo. Ver su historia y su oferta, el kerigma de un Dios y la vida de sus alumnos, que son alumnos de un Dios…”

“Romanopapistas y Ortodoxos, Protestantes y Judíos, Musulmanes e Hindúes, Budistas y Comfuquianos… deberemos de contribuir todos en el fomento de los principios del ecumenismo, la hermandad y la paz. Pero esto sólo se podrá hacer si estamos unidos en el espíritu de un Dios”.

La pretensión básica de los encuentros interreligiosos es la creación de puntos de encuentro entre religiones, de modo que sea facilitado el tratamiento común de los problemas sociales e internacionales. Esta pretensión la aprovechan durante algún tiempo también los soberanos potentes del mundo, movilizando las religiones a la fomentación de sus intereses ilegales. Esto se ha visto claramente después del 11 de Septiembre del 2001, cuando se hicieron “por mandato” multitud de encuentros interreligiosos.

Pero así, nuestra Iglesia en vez de ser “juez” y “control” de la ilegalidad, se convierte en su soporte y conservación. Se encierra en la perspectiva mundana de distintas religiones y se degrada al nivel de una religión mundana de carácter utilitario y materialista. A la vez se ve obligada de rechazar su misión y el deber santo-apostólico, puesto que se da por aceptado sobretodo de sus representantes oficiales, que todas las religiones constituyen “caminos de salvación queridos por Dios”.

Además, algunos ecumenistas ortodoxos llegan hasta el punto de hablar de paz, justicia, libertad, agapi-amor y sobretodo de bienes espirituales en un lenguaje mundano puro y duro. Se callan el que estos bienes constituyen los frutos del Espíritu Santo, regalos divinos que se proporcionan por el ejercicio espiritual “en Cristo Jesús” y no por los encuentros o congresos interreligiosos.

Está claro que se debe de recalcar que la Ortodoxia nos es una religión, ni si quiera la mejor. Es Iglesia. Es la autoapocalipsis (autorevelación) y aparición de Dios en la historia. Tiene conciencia de la Ecumenicidad y contiene la Verdad de Cristo, por eso no tiene miedo en sus relaciones con los no Cristianos. Conoce los límites de estas relaciones, tal como los ha formado la Tradición santo-patrística y su experiencia mistiríaca (sacramental). Por ejemplo san Gregorio Palamás, bajo condiciones severas de prisión dialogó con los Turcos Otomanos. Sin embargo, no dudó con peligro de su vida en decir la verdad y examinar el engaño de ellos. Además, ¿cómo afrontaban los Mártires a los idólatras y los santos Neomártires a los Mahometanos? ¿No confesaban la verdad? ¿Podemos imaginarlos orando junto con ellos? ¡Entonces no tendríamos Mártires!

Nuestra Iglesia, pues, niega a sacrificar su singularidad al altar de otras intencionalidades y aceptar la consigna ecumenista que “en todas las religiones y detrás de nombres distintos se venera el mismo Dios”, según lo apostólico: “Y no hay sanación y salvación en ningún otro; pues, no se nos ha dado a los hombres ningún otro nombre debajo del cielo para salvarnos” (He 4,12).
12) Finalmente, ¿qué es el ecumenismo?

Después de sus sucesivos desarrollos y su alejamiento continuo de sus intenciones iniciales, está justificado que los creyentes Ortodoxos se pregunten: “¿Acaso no se ve claro que la finalidad del ecumenismo no es la unión de los Cristianos, sino el predominio de la Interreligión, el aplastamiento de todo y la transformación de la Iglesia de Cristo en un “Club de hombres religiosos”, en un organismo mundano como la ONU, in-espiritualizado e insensibilizado?

¿Cómo nuestra Ortodoxia tradicional revaloriza al ecumenismo?

“Al ecumenismo actual realmente ha predominado en señalarle por el término herejía y está claro y cierto que es una herejía, porque significa la negación de las cualidades básicas de la fe ortodoxa, como por ejemplo, la aceptación de la teoría de ramas; es decir, que cada Iglesia tiene una parte de la verdad y debemos unirnos todas las iglesias poniendo en la mesa todos los trozos de la verdad para constituir la totalidad. Nosotros creemos que la Ortodoxia es Una Iglesia Santa, Católica y Apostólica. Se acabó, esto no entra en discusión; por lo tanto cualquiera que promulga lo contrario se puede llamar ecumenista y por lo tanto es herético.” (24/ 5/ 1998/ Cristódulos, obispo de Atenas).

“El ecumenismo es un nombre común para los pseudocristianos y las pseudoiglesias de Europa Occidental… Todos estos pseudocristianismos y pseudoiglesias no son otra cosa que una herejía a lado de la otra. Su nombre común es παναίρεση (Paneresi, toda herejía o la jefa de las heregías.) ¿Por qué? Porque en el espacio del tiempo de la historia distintas herejías cambiaban algunas características o cualidades del Zeántropos (Dios y hombre) y Señor Jesús; pero estas herejías europeas alejan totalmente al Zeántropo y en su lugar colocan el antropo (hombre) Europeo” (San Justino Popovits.)

El ecumenismo no es sólo herejía y παναίρεση (toda herejía o jefa) tal como se caracteriza por costumbre. Es algo peor que todo esto. Las herejías eran enemigos claros de la Iglesia, pero ella podía luchar contra ellas y derrotarlas. Pero el ecumenismo actual es indiferente sobre los dogmas y las diferencias dogmáticas de las Iglesias. Es trascendencia, perdón y obvia las herejías por no decir que las legaliza y las da la razón. Es un enemigo muy sutil. Exactamente desde aquí proviene el peligro mortal. (Profesor, Andreas Theodoru).
13) Reacciones al movimiento Ecumenista

Hoy en el espacio ortodoxo cada vez más aumentan las reacciones contra el ecumenismo y los que le expresan. Muchos artículos y críticas salen a la luz donde se manifiesta con dolor y agonía la opinión de que caminamos a base de un “plan” y una “línea” hacia el aprisionamiento babilónico de la Ortodoxia por la herejía multicolor, multinombre y de muchas caras.

No son pocos los iluminados clérigos y teólogos que proponen la retirada inmediata de la Ortodoxia del movimiento ecumenista y sus congresos, porque consideran que la participación en ellos, no sólo es infructuosa, sino que es muy perjudicial y peligrosa.

Algunas Iglesias ya se han retirado del C.I.I., mientras que otras ven un problema grande y se inquietan intensamente sobre su participación. Esta problematización e inquietud se expresó también en el congreso interortodoxo en Thesalónica el 1998, donde entre otras cosas se observó que “después de un siglo de participación ortodoxa en el movimiento ecumenista y medio siglo al C.I.I…, el abismo entre Ortodoxos y Protestantes se hace mayor”.
14) La participación del laós-pueblo fiel al movimiento ecumenista

Conocemos que el criterio de la Ortodoxia permanece el laós-pueblo fiel y piadoso. Nadie, ni Patriarcas, ni Sínodos puede tergiversar, desviar y amordazar su conciencia. Por eso “no debe hacer ningún diálogo o tomar ninguna decisión, si no está de acuerdo esta conciencia vigilante de la Iglesia, (carismáticos clérigos, laicos y monjes)”. (Metropolita, Ieroteo Vlajos.)

Los diálogos ecumenistas, tal como se realizan, principalmente están favorecidos de ciclos académicos de teología y de otros órganos eclesiásticos no institucionales que aspiran en concretos beneficios políticos, económicos, proyección y relaciones internacionales. No constituyen una petición del cuerpo eclesiástico sino que se imponen del “exterior y de “arriba o superiores”. Este hecho hoy muestra un fenómeno de autonomización de las instituciones gubernamentales de las Iglesias Ortodoxas. El gobierno eclesiástico está separado del pensamiento teológico, de las inquietudes y de la experiencia del cuerpo eclesiástico.

Así ocurre que el laós-pueblo de Dios no participa enérgicamente ni se informa responsablemente ni objetivamente sobre los diálogos. Además, las decisiones no siempre llevan el sello del auténtico modo de sínodo, sino que se toman por costumbre de “profesionales” especiales del ecumenismo. Un jerarca ortodoxo dice característicamente: “El laós- pueblo Ortodoxo no conoce nada sobre el movimiento ecumenista… quizás tiene mucha suerte el movimiento ecumenista que el laós-pueblo ortodoxo no conoce lo que se cuece en Ginebra”.
15) Nuestro deber

Sin duda vivimos en un período de cambios universales. Los acontecimientos ya dirigidos, corren a un ritmo inapelable. El ecumenismo se desarrolla dentro de una perspectiva apisonadora de la Globalización que imponen centros potentes político-económicos. Ya nadie cree seriamente que el ecumenismo puede ofrecer una solución visible a la unión cristiana.

Como Cristianos Ortodoxos, no debemos estar por los aires, tampoco en quietud. Si respetamos realmente la vida de los hombres, si sentimos el dolor del mundo Occidental apresado en tradiciones religiosas sin salida, y también el mundo Oriental apresado dentro de engaños demoníacos, tenemos el deber de permanecer fijados a nuestra Santa Iglesia. Guardar pura, sin mezclas nuestra fe, entregada por nuestros santos padres, viviendo auténticamente dentro de nuestra lucha diaria pera nuestra santificación y zéosis o glorificación personal. La fe Ortodoxa y la vida exacta nos harán capaces de dar testimonio de la Ortodoxia- y porqué no- también para el martirio, si y cuando los tiempos lo requieran…

La persistencia en la Ortodoxia, es decir, la autenticidad de la vida, y la persistencia en la verdad que libera, sana y salva, no es egoísmo, ni fanatismo, ni sectarismo o intolerancia. Expresa la dimensión ecuménica de la agapi-amor y la folantropía (amistad al hombre) de la Iglesia Ortodoxa. También constituye la última posibilidad para un cambio espiritual radical al espacio de Occidente, pero también una salida para Oriente de la prisión de los falsos dioses.

                                 Catecismo Ortodoxo 

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El alma vivifica al cuerpo ...


Según la Biblia el alma vivifica al cuerpo, lo hace "alma viviente," y el espíritu "pneumatiza" a todo el ser humano. Lo corporal y lo psíquico existen uno en el otro, regido cada uno por sus propias leyes; lo espiritual no es la tercera esfera, sino el principio de cualificación que se expresa a través de lo psíquico y lo carnal y los hace espirituales. Según las palabras de san Agustín, el hombre puede hacerse carnal hasta en su espíritu, o espiritual hasta en su carne. El espíritu es ese punto avanzado que comunica con el más allá y participa de él.

Demasiado amplio en su significación, el espíritu no puede servir de centro hipostático del ser humano. Hay que buscarlo en la noción bíblica del corazón. Según los judíos, se piensa con el corazón, porque integra todas las facultades del espíritu humano. Es el centro radiante, pero que permanece oculto en su misteriosa profundidad.

Mis sentimientos, mis pensamientos, mis actos, mi conciencia me pertenecen, son míos y de ellos tengo conciencia; pero el yo está más allá de lo "mío"; es trascendente a sus propias manifestaciones. Aquí no se trata del yo empírico, cognoscible, sino del yo espiritual que escapa a toda investigación. Esta es la "noción-límite," centro de la totalidad que Jung llama "Selbst," el uno mismo. Sólo la intuición mística lo descubre y sólo el símbolo del corazón lo designa. "¿Quién puede conocer el corazón?," pregunta Jeremías, y responde inmediatamente: "Sólo Dios sondea el corazón." También san Gregorio de Nisa subraya esta misma profundidad misteriosa: "Nuestra naturaleza espiritual existe según la imagen del Creador; se parece a lo que está por encima de ella (a su Arquetipo divino); en la incognoscibilidad de sí mismo, manifiesta el sello de lo inaccesible."

La presencia de Dios se manifiesta en los "espacios o pastos del corazón"; y a este nivel se sitúa la persona. El "personalismo" filosófico jamás alcanza a dar una definición satisfactoria de la persona humana. La única luz viene del dogma trinitario, porque el hombre en su estructura refleja lo divino. Cada Persona divina es una donación subsistente en el Otro y en la "circuminsesión" de los Tres únicos. Hablando estrictamente, sólo en Dios existe la Persona y sólo Dios personaliza toda persona humana, la sitúa en su verdad.

La Hipóstasis o la Persona en Dios está determinada por sus relaciones, pero es también todo lo que en ella rebasa esas relaciones: el Único en sí mismo. Así también la persona humana escapa a toda definición racional y no puede ser captada sino por medio de una aprehensión intuitiva o revelación mística. También por ella el hombre es "el único" en el poder de rebasarse a sí mismo hacia el Infinito que es Dios. La persona se hace trascendiéndose hacia Dios. A este nivel, la persona en cuanto hipóstasis no nos pertenece en propiedad: la recibimos en la comunión con Dios; es la "identidad por la gracia," según la expresión de san Máximo. La Hipóstasis del Verbo es el lugar de la unión de lo divino y de lo humano. La "persona" de todo ser humano se hace "hipóstasis," cuando también y a imagen de Cristo es el lugar de la comunión entre Dios y el hombre, cuando "enhipostasía" la existencia teándrica "divino-humana." "El hombre, decía san Basilio, es una criatura que ha recibido la orden de hacerse dios"; lo que significa hacerse hipóstasis de su ser deificado. Según san Máximo, la persona está llamada "a unir por el amor la naturaleza creada con la naturaleza increada" (las energías deificantes).

"Dios honró al hombre concediéndole la libertad"; por eso "el Espíritu no engendra ninguna voluntad que le resista. No transforma por divinización sino a la que lo quiere," dice san Máximo. La angustia que el espíritu humano puede sentir viene de lo arbitrario siempre posible y que lo acecha; porque puede rehusar la vida, decir no a la existencia. El hombre está suspendido en cada momento entre el ser que tiene la vocación de realizar y la vuelta a la nada de donde ha sido sacado; éste es el riesgo grande y noble de toda existencia y la tensión suprema de la esperanza: "Siendo capaz el poder divino de inventar una esperanza donde ya no hay esperanza y un camino en lo imposible," dice magníficamente san Gregorio de Nisa. Lo imposible es esa tensión entre lo normativo de la imagen de Dios y lo real caído.

El hombre es un proyecto viviente de Dios. Él debe descifrarlo y construir libremente su destino. Así la existencia es la tensión creadora para descubrir y vivir la propia verdad y entonces la verdad se hace vida: "No conozco la verdad sino cuando se hace vida en mí," advertía profundamente Kierkegaard.

"Ya no os llamo siervos... os llamo amigos" (Jn. 15:15). Por encima de la ética de los esclavos y de los mercenarios, el Evangelio propone la "ética de los amigos de Dios." Nuestra libertad y por consiguiente nuestro libre "obrar humano" se convierten en la verdadera libertad cuando se ponen dentro del "obrar de Dios": la verdad es la que hace verdaderamente libres (Jn. 8:32).

La gracia apremia en secreto a toda alma, sin coaccionarla jamás. En respuesta, la fe no es una sumisión ciega, ni simple adhesión, sino fidelidad consciente y total de la persona a la Persona. Estas son las relaciones nupciales; la Biblia se sirve siempre de ellas para describir las relaciones entre Dios y el hombre. Al decir el "fiat," el "sí," me identifico con el ser amado. Dios pide al hombre la realización de la voluntad del Padre, como si ésta fuera la voluntad propia del hombre. Éste es el sentido del "sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto."

Ante Dios, la voluntad humana proclama: "Hágase tu voluntad." Pero podemos decir "sí," porque también podemos decir "que no se haga tu voluntad"; nuestro sí resuena plenamente, porque resuena libremente, porque podemos decir no. Es preciso, pues, que este sí sea engendrado en lo más profundo de nuestro ser; por eso la que lo pronuncia por todos en el momento de la anunciación es una Virgen, nueva Eva, Madre de los vivientes y fuente vivificante. Dios no da órdenes, sino lanza invitaciones, llamadas: "Escucha, Israel," o "si quieres ser perfecto." Al decreto de un tirano responde una resistencia sorda; a la invitación del Señor del banquete, la aceptación gozosa de "el que tiene oídos... ." En los "vasos de barro" Dios ha depositado su libertad, su imagen. Si es posible el fracaso, si en el acto creador se incluye la hipótesis de la ruina. es que la libertad de los "dioses," su libre amor, constituye la esencia misma de la persona humana.

La palabra latina "persona," lo mismo que el "prosopon" en griego, significa "máscara." Enseña la inexistencia de un orden humano autónomo; porque existir es participar del ser o de la nada. En esta participación el hombre realiza la semejanza, el icono de Dios, o la desemejanza, la mueca demoníaca de un mono de Dios. San Gregorio de Nisa lo dice claramente: "La humanidad se compone de hombres de rostro de ángel y de hombres que llevan la marca de la bestia." Así el hombre puede reavivar la llama de amor o el fuego de la gehenna; puede convertir su sí en uniones infinitas; puede también con su noromper su ser en separaciones infernales. Según san Juan (1 Jn., 3, 2), en el siglo futuro "seremos semejantes a él," semejantes a Cristo en su comunión perfecta de lo divino y humano. El hombre fue creado a imagen de Dios con vistas a esta comunión. Los postulados del conocimiento de Dios se encuentran, pues, en la estructura misma de su ser.


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La Inmortalidad del Alma......


El alma como 'criatura'.

San Justin en su Conversación con Trifono cuenta su conversión. En la búsqueda de la verdad, él primero se dirigió a los filósofos y cierto tiempo fue completamente satisfecho con los puntos de vista de los platónicos. "Me arrebataba fuertemente la enseñanza platónica sobre lo incorpóreo y la teoría de las ideas daba alas a mi mente." Luego él encontró a un maestro cristiano, hombre honorable y anciano. Entre otras preguntas que se tocaron en su conversación estaba la cuestión sobre la naturaleza del alma. "No se debe llamar al alma inmortal, — acertaba el cristiano. Porque si ella es inmortal, entonces no tiene comienzo," esta por si misma — una tesis de los platónicos.

Pero solo Dios "no tiene comienzo" y es indestructible y por eso Él es Dios. El mundo, por el contrario, "tiene comienzo" y las almas son partes del mundo. "Es posible, que hubo tiempo cuando ellas no existían." Esto significa que ellas no son inmortales, "porque el mundo mismo, como vemos, tuvo su comienzo." El alma no constituye la vida por si misma, sino ella, solo "comulga" con la vida. Solo Dios es la vida; el alma en cambio solo puede tener la vida. "Ya que la capacidad de vivir no entra en las cualidades del alma, sino en las cualidades de Dios." Mas todavía, Dios da vida al alma "porque quiere que ella viva." Toda la creación "posee la naturaleza destructible y puede ser aniquilada y dejar de vivir." Es "corruptible" (Dial. 5 y 6).

Las principales demostraciones clásicas de la inmortalidad, que toman su comienzo de Phaedo y Phaedrus, son pasados por alto e ignorados y sus argumentos básicos son abiertamente rechazados. Tal como indicó el profesor A. E. Taylor: "para la conciencia griega la inmortalidad ó la incorruptibilidad siempre significaban casi lo mismo que la 'divinidad', sobreentendiendo el no nacimiento y la indestructibilidad."  Decir "el alma es inmortal" para el griego es lo mismo que decir "no es creada," o sea eterna y "divina." Todo lo que tiene el principio, necesariamente tiene el final. En otras palabras, los griegos bajo la inmortalidad del alma entendían siempre su "eternidad," o sea su "preexistencia." Solo lo que no tuvo principio es capaz de existir eternamente.

Los cristianos no podían estar de acuerdo con esta premisa "filosófica," ya que ellos creían en la Creación y, por consiguiente, debían negar la "inmortalidad" (en la comprensión griega de esta palabra). El alma no es un ser independiente y autodirigido, sino, justamente, la criatura, que hasta su existencia debe a Dios. De acuerdo con esto ella puede ser "inmortal" no por su naturaleza, ó sea por si misma, sino, sólo por la "voluntad Divina," — por la Gracia. La argumentación "filosófica" sobre la "inmortalidad" natural se basaba en la "imprescindibilidad" de la existencia.

Por lo contrario, afirmar, que el mundo es criatura significa, ante todo, subrayar, que su existencia no es imprescindible. En otras palabras, el mundo creado es un mundo que podría no existir del todo. Esto significa que el mundo en su totalidad y plenamente ab alio y de ninguna manera ab se.  Como lo expone Gilson: "algunos seres se diferencian radicalmente de Dios aunque sea en que, a diferencia de El, ellos podrían no existir y además, pueden en cierto momento dejar de existir."  De lo que "pueden dejar de existir" no significa que su existencia en realidad se termina. San Justin no era "condicionalista" y su nombre es invocado en vano por los defensores de la "inmortalidad condicional." — "Yo no afirmo, que las almas se destruyen..." La finalidad principal de esta discusión es acentuar la fe en la Creación. Encontramos razonamientos análogos en otras obras del siglo II. San Teófilo de Antioquía afirmaba la condición "intermedia" del hombre. "Según la naturaleza" el hombre no es "inmortal," ni "mortal," sino, mas bien, es capaz de uno y otro. Si Dios desde el principio lo crearía como inmortal, entonces lo haría Dios. Si el hombre, obedeciendo los mandamientos Divinos, elegiría primordialmente la parte inmortal, seria coronado con la inmortalidad y se haría Dios — "Dios asumido," deus assumptus (Ad Autoliceum II, 24 y 27).

Tatian va todavía mas lejos. "El alma por si misma no es inmortal, sino mortal. Sin embargo, ella puede no morir" (Discurso contra los ellinos). Los puntos de vista de los apologuetas tempranos no eran exentos de contradicciones y no siempre lograban expresarse con exactitud. Pero el punto principal era siempre claro: el problema de la inmortalidad humana debe ser considerada en la luz de la enseñanza sobre la Creación. De otra forma: no como un problema solo metafísico, sino, en primer termino como religioso. "La inmortalidad" — no es una cualidad del alma, sino, algo completamente dependiente de las relaciones reciprocas del hombre con Dios, su Señor y Creador. No solo el destino final del hombre se define por el grado de comunión con Dios, pero hasta la existencia humana, su estadía y "supervivencia" — se encuentran en la mano de Dios. San Irineo continua la misma tradición. En su lucha contra los gnósticos él tenia una causa especial para subrayar que el alma fue creada. El alma no viene del "otro mundo" que no conoce la corrupción; ella pertenece, justamente, a este mundo creado.


Le afirmaban a san Irineo que para tener la existencia infinita las almas deben "no tener principio" (sed oportere eas aut innascibiles esse ut sint immortales), sino van a morir junto con el cuerpo (vel si generationis initium acceperint, cum corpore mori). El rechaza este argumento. Siendo criaturas las almas "continúan su existencia hasta cuando lo quiere Dios" (perseverant autem quoadusque eas Deus et esse, et preservare voluerit). Aqui perseverantia, aparentemente corresponde al griego diamoni. San Irineo usa las mismas palabras que san Justin. El alma no representa la vida por si misma; ella participa de la vida otorgada a ella por Dios (sic et anima quidem non est vita, participatur autem a Deo sibi praestitum vitam). Solo Dios es Vida y el único Dador de Vida (Contra las herejías, II, 34). Clemente de Alejandría, a pesar de su fidelidad al platonismo, menciona de paso, que el alma no es inmortal por "su naturaleza" (Breves explicaciones sobre... 1Ped. 1:9: hinc apparet quoniam non est naturaliter anima incorruptibilis, sed gartia Dei... perficitur incorruptibilis).

San Atanasio demuestra la inmortalidad del alma con ayuda de argumentos que ascienden a Platon (contra gentiles, 33), pero insiste también en repetir que todo lo creado, en su naturaleza es inestable y sujeto a destrucción (41: fysin revstin usan ke dialyomeni). Hasta san Agustín tomaba conciencia de la necesidad de limitar la inmortalidad del alma: Anima hominis immortalis est secundum quendam modum suum; non enimomni modo sicut Deus (Epístola al Jerónimo). "Viendo a la inestabilidad de esta vida, se puede llamarla mortal (sobre Juan, tr. 23,9; comp. Sobre Trinidad I, 9,15 La ciudad de Dios, 19.3:mortalis in quantum mutabilis). San Juan el Damasceno dice que los Angeles también son inmortales no por su naturaleza, sino, por la Gracia de Dios (Expos. Exacta de la fe ortodoxa, II, 3), y demuestra esto casi de mismo modo que los apologuetas (Dialogo contra los maniqueos, 21). Un especial acento sobre una afirmación análoga se puede encontrar en la epístola "conciliar" de San Sofronio, Patriarca de Jerusalén (634), leída y bien aceptada en el sexto Concilio Universal (681). En la ultima parte de esta epístola Sofronio condena los errores de los origenistas — la preexistencia del alma y apokatastasis — y claramente dice que los "seres inteligentes," aunque no mueren, igualmente "son inmortales no por naturaleza," pero solamente por la Gracia Divina (Mansi, XI, 490-492; Migne, LXXXVII, 3, 3181). Hay que agregar que hasta el siglo XVII en el oriente no olvidaron los conceptos arriba mencionados de la Iglesia temprana y es conocida una interesante discusión de aquellos años entre los obispos ortodoxos de Creta sobre el tema: es inmortal el alma "por su naturaleza" ó "por la Gracia."

Se puede resumir: cuando se consideran los problemas de la inmortalidad, desde el punto de vista cristiano, hay que recordar siempre la naturaleza creada del alma. La misma existencia del alma no es imprescindible, ó sea, se puede decir que es "condicionada." Es condicionada por el fiat creador, que emana de Dios. Pero la existencia otorgada, ó sea, existencia no contenida en la naturaleza no es necesariamente pasajera. El acto creativo es libre, pero es un acto Divino no sujeto a la supresión. Dios creó a nuestro mundo justamente para que exista (Sabid. 1:14). Y no puede subsistir la abolición de esta orden creativa. Aquí está el núcleo de la paradoja: teniendo un comienzo no imprescindible, el mundo no tiene fin. Está sostenido por la inmutable voluntad de Dios.

El hombre es mortal.

Los pensadores contemporáneos están tan preocupados por la "inmortalidad del alma," que el hecho primordial de la mortalidad humana esta prácticamente olvidado. Solo recién las filosofías "existencialistas" nos recordaron poderosamente lo inevitable del curso de la vida humana sub specie mortis. La muerte es una catástrofe para el hombre. Ella es su "ultimo (o rectamente definitivo) enemigo," (Cor. 15:26). La "inmortalidad" es un termino que claramente contiene la negación; esta vinculado con el termino "muerte." Y aquí de nuevo se plantea ante nosotros un agudo conflicto entre el cristianismo, por un lado, y "helenismo," y principalmente platonismo — por el otro. W.H.V. Reade en su libro El desafio del cristianismo a la filosofía  antepone, muy acertadamente, dos citas: "Y aquel Verbo fue carne, y habitó entre nosotros" (Jn. 1:14) y "Plotino, el filosofo de nuestro tiempo, parecería que siempre se avergonzaba de vivir en la carne" (Porfirio, La vida de Plotino,1). Mas adelante Reade continua: "Si llevar a cabo, de manera semejante, la comparación directa de la lectura Evangélica sobre la Natividad, con la esencia de la enseñanza de su maestro, captado por Porfirio, será completamente claro, que son absolutamente incompatibles y que es imposible de imaginar a un cristiano-platonico ó platonico-cristiano; y con esto hay que reconocer que los platónicos tenían perfecta conciencia de este "hecho trivial."  Tengo que agregar que este "hecho trivial," por desgracia, parece ser desconocido para los cristianos.

De siglo en siglo y hasta nuestros días, el platonismo es la filosofía preferida de los sabios cristianos. No vamos a tratar de explicar como pasó esto. Pero, hablando suavemente, este triste malentendido causó un embrollo descomunal en los puntos de vista contemporáneos sobre la muerte y la inmortalidad. Podemos usar la definición conocida: la muerte es la separación del alma de cuerpo (Nemezias: Sobre la naturaleza del hombre, 2, el cita a Chrysipus). Para el griego es la liberación, la vuelta a la región familiar de los espíritus. Para el cristiano es la catástrofe, la existencia humana tachada. La teoría griega sobre la inmortalidad nunca podrá resolver el problema cristiano. Unica resolución digna da la nueva de la resurrección de Cristo y la promesa de la futura Resurrección Universal de los muertos. De nuevo, volviendo a las fuentes del cristianismo, descubrimos que este pensamiento fue claramente formulado ya en los primeros siglos. San Justin es muy insistente sobre este tema: "Si encontrarías a la gente que... no acepta la resurrección de los muertos y piensa que sus almas después de la muerte se van al cielo, no los consideréis cristianos" (Convers. 80).

Un autor desconocido de un tratado sobre la Resurrección (atribuido a San Justin) muy exactamente expresa la esencia de la cuestión: "Que es el hombre, si no un animal inteligente, que consta de alma y cuerpo? El alma, por si misma es el hombre? No — ella es el alma del hombre. Y el cuerpo puede ser llamado hombre? No — él se llama el cuerpo del hombre. Si ni una ni otro por separado no constituyen al hombre, entonces, solo el ser compuesto de la unión de aquellos dos — se llama el hombre, y Dios llamó al hombre a la vida y a la resurrección: El llamó no una parte, sino lo entero, el alma y el cuerpo" (sobre la Resurrección). Atenagoras de Atenas presenta un razonamiento análogo en su composición perfecta Sobre la resurrección de los muertos. Dios creó al hombre con una finalidad definida — para existencia eterna. "Dios dió la existencia individual y vida no a la naturaleza del alma por si misma, y no a la naturaleza del cuerpo, tomado por separado, sino, mas bien, a la gente compuesta de alma y cuerpo, para que, con las dos partes, con las cuales nacen y viven, alcancen la finalidad común después de la vida terrenal; el alma y el cuerpo constituyen en el hombre el ser vivo unido." El hombre desaparecerá, afirma Atenagoras, si será destruida la entereza de este ligamento, ya que en este caso, la personalidad se destruye también. La inmortalidad del alma debe ser acompañada por la inmutabilidad del cuerpo, incorruptibilidad de su naturaleza. "Un ser con mente y razón es el hombre y no el alma por si misma. Por consiguiente, el hombre debe quedar siempre formado por el alma y el cuerpo." De otra manera seria no el hombre, sino, solo partes de él. 'Y una unión eterna no es posible si no hay resurrección. Porque si no hay resurrección, la naturaleza del hombre entero no se conservara" .

La principal base de semejantes razonamientos era la inclusión del cuerpo como parte, en la plenitud de la existencia humana. De esto se concluye que el hombre deja de ser hombre se el alma debe "desencarnarse" para siempre. Este hecho es seriamente contrario a las declaraciones de los platónicos. Los helenos soñaban, mas bien, con la definitiva y perfecta desencarnacion. El cuerpo — son ataduras del alma. Por el contrario, para los cristianos la muerte no es un final normal de la existencia humana. Ella es — la catástrofe y la insensatez. Ella es — "el castigo por el pecado" (Rom. 6:23). Ella es la perdida y la perversión. Desde el momento de la caída en el pecado el misterio de la vida está desplazado por el misterio de la muerte. "La unión" del alma y del cuerpo es indudablemente misteriosa, de esto habla la percepción directa del hombre de la unión orgánica sicofisica. Anima autem et spiritus pars hominis esse possunt, homo autem nequaquam, escribia san Irineo (Adv. Haereses V, 6,1). El cuerpo sin alma es solo un cadaver, y el alma sin cuerpo — es solo fantasma. El hombre no es un incorpóreo fantasma y el cadáver no es parte del hombre. El hombre no es el demonio incorpóreo escondido en la prisión del cuerpo. Por eso, la "separación" de alma del cuerpo es la muerte precisamente del hombre, cesación de su existencia, como hombre. Por consiguiente la muerte y la descomposición del cuerpo se puede decir, que borran del hombre la "imagen Divina." En un muerto no todo es humano.

San Juan el Damasceno en uno de sus cánticos del servicio fúnebre lo trasmite de esta manera: "Lloro y sollozo cuando pienso en la muerte y veo en el ataúd yacente a nuestra belleza, creada según la imagen Divina, deforme, sin gloria, que no tiene apariencia." San Juan no habla solo del cuerpo humano, sino, del hombre mismo. "Nuestra belleza, según la imagen Divina" — no es el cuerpo, sino el hombre. El, en verdad, es "la imagen de la inexpresable gloria Divina, hasta después de "la vulneración por el pecado." Y la muerte nos revela que el hombre es "escultura inteligente" esculpida por Dios — usando la expresión de san Metodio (sobre la resurrección I, 34,4) — es solo un cadáver. "Son desnudos los huesos del hombre, comida de gusanos y hedor" . Se puede llamar al hombre "una única hipóstasis en dos naturalezas," no de dos naturalezas, sino, justamente, en dos naturalezas. La muerte escinde a esta única hipóstasis. Y no hay mas hombre. Por eso nosotros esperamos la "redención de nuestro cuerpo" (Rom. 8:23). Como escribe san Pablo en su otra epístola "porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida" (2 Cor. 5:4). Todo el sufrimiento de la muerte esta, justamente, en que ella es el "castigo por el pecado,' o sea, el resultado de la vulneración de nuestras relaciones reciprocas con Dios. Ella no es solo una falla natural, ó un callejón sin salida metafísico. La mortalidad del hombre es la mortalidad de aquel que se alejó de Dios, Quien es el Unico Dispensador de la Vida y encontrándose en ese alejamiento, el hombre no puede quedar, "permanecer," ser valorado plenamente humano.

El mortal, hablando en serio, es un "subhombre." Subrayar la mortalidad humana no significa proponer una explicación "naturalista" de la tragedia humana; todo lo contrario, significa desnudar sus profundas raíces religiosas. El interés en la mortalidad humana era el punto de apoyo mas importante de la teología de los Santos Padres, porque era el interés hacia la prometida Resurrección. La desdicha de la permanencia en el pecado no disminuía en ninguna medida, pero se la miraba no desde la posición exclusiva de la ética y moral, sino, desde el punto de vista teológico. El peso del pecado no consiste solo de la conciencia impura y el sentido de la culpa, sino, en una fisura incorregible de toda la naturaleza humana. El hombre caído ya no es mas hombre: el es degradado ontológicamente. Y el testimonio de esta "degradación" es la mortalidad humana, la muerte humana. Fuera de Dios la naturaleza del hombre se falsea y no concuerda. El edificio del ser humana pierde su estabilidad. La "unión" del alma con el cuerpo se torna débil. El alma, privada de la energía vital, no puede mas vivificar al cuerpo. El cuerpo se torna en prisión, tumba del alma. Entonces, la muerte física es inevitable. El cuerpo y el alma no concuerdan mas, la una con el otro.

La vulneración del mandamiento Divino, según la expresión de san Atanasio, "devolvió a los hombres a su estado natural." — "Para que, como eran creados de la nada, así en la misma existencia, según la justicia, con el tiempo, sufran la corrupción." Porque la criatura, llevada el mundo desde la inexistencia, sigue existiendo en el borde del abismo de la nada, siempre cercana a la caída (sobre la encarnación, 4 y 5). "Moriremos y seremos como agua vertida sobre la tierra, que no se puede recoger" (2 Rey. 14:14). "El estado natural," del cual habla el san Atanacio, es el flujo de los ciclos cósmicos que sumergen fuertemente al hombre caído y esta esclavitud es el signo de la degradación humana. El hombre perdió su lugar privilegiado en el mundo de las criaturas. Pero su catástrofe metafísica — es solo la manifestación de la deformación de las relaciones reciprocas con Dios.



"Yo — la Resurreccion y la Vida."

La encarnación del Verbo era una verdadera aparición de Dios. Mas todavía, era una revelación de la Vida. Cristo — es Verbo de Vida (I Jn. 1:1). La Encarnación, por si misma, ya vivificó en parte al hombre y resucitó a su naturaleza. No simplemente la abundante Gracia se vertió sobre el hombre en la Encarnación, sino, su naturaleza fue aceptada en la misteriosa unidad, unidad según la "hipóstasis" con el Mismo Dios. Los Padres de la Iglesia temprana veían unánimemente en semejante alcance por la naturaleza humana de la comunión eterna con la Vida Divina — la parte esencial de la salvación. "Lo que esta unido a Dios, está salvado," — dice san Gregorio el Teólogo. Y lo que no está unido — no puede nunca salvarse (Epístola 101 a Clidonio). Este pensamiento era el leit-motiv de toda la teología de los primeros siglos: en san Irineo, san Atanacio, los Capadocenos, san Cirilo de Alejandría, san Máximo el Confesor.

Pero la culminación de la Vida Encarnada fue la Cruz, la muerte del Señor Encarnado. La Vida se reveló plenamente en la muerte. He aquí la paradoja, el misterio de la fe cristiana: la vida en la muerte y a través de la muerte, la vida desde la tumba, el Misterio de la tumba plena de vida. Y los cristianos nacen de nuevo a la vida eterna verdadera solo pasando por la muerte y sepultura en Cristo por el bautismo; ellos renacen con Cristo en la pila bautismal (Rom. 6:3-5). Así es la inefable ley de la vida verdadera. "Lo que tú siembras no se vivifica, si no muere antes" (1 Cor. 15:36). La salvación fue realizada en la Gólgota y no en el Tabor y hasta en Tabor hablaron de la Cruz de Cristo (Luc. 9:31). Cristo debía morir para dar la vida en abundancia a toda la humanidad. Esta necesidad no es de este mundo. Posiblemente así es el imperativo del Amor Divino, del orden establecido por Dios. Y a nosotros no es dado entender este misterio. Porque la vida verdadera debía revelarse en la muerte de Aquel, Quien Mismo era "resurrección y vida?" Unica explicación posible es que la Salvación debía ser la victoria sobre la muerte y la mortalidad humana. El enemigo definitivo del hombre era, justamente, la muerte. La Redención no es simplemente el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios. Es — la liberación del pecado y la muerte. "El arrepentimiento no saca del estado natural (al cual volvió el hombre al pecar) sino, solo, suprime los pecados" — dice san Atanacio. Porque el hombre no solo peco, sino, "cayó en el decaimiento." Así la misericordia Divina no podía permitir "que los seres inteligentes, una vez creados y comulgantes de Su Verbo, perecieran y a través de la descomposición volvieran a la no existencia." Por consiguiente, el Verbo de Dios bajó y se hizo hombre, aceptando a nuestro cuerpo para que los hombres "vueltos a la corrupción, puedan volver a la incorruptibilidad y vivificarlos de la muerte, haciendo Suyo el cuerpo y con la Gracia de la resurrección destruir en ellos a la muerte, como paja con el fuego" (Sobre la encarnación, 6-8).

Así, según san Atanacio, el Verbo se hizo carne para expulsar la "corrupción" de las naturaleza humana. Pero la muerte ce vence no por la aparición de la Vida en el cuerpo mortal, sino, por la muerte voluntaria de la Vida Encarnada. El Verbo se encarnó para tener muerte en la carne, — subraya el san Atanacio. "El Verbo se vistió en el cuerpo para, encontrando la muerte en la carne, destruirla" . Ó, citando a Tertuliano, Forma moriendi causa nascendi est (De carne Cristi, 6). El motivo principal de la muerte de Cristo — es la mortalidad humana. Cristo murió, pero sobrepasó a la muerte y venció a la mortalidad y la podredumbre. El Vivificó a la misma muerte "Con Su muerte destruyo la muerte." Por eso la muerte de Cristo, se puede decir, se constituyo en el desarrollo de la Encarnación. La muerte en la Cruz es importante no como la muerte del Sin Pecado, sino, como la muerte del Señor Encarnado. San Gregorio usa una formulación muy valiente: "tuvimos la necesidad en Dios Encarnado y matado para que podamos revivir" (Palabra 45, sobre la santa Pascua, 28). Sobre la Cruz murió no el hombre, Cristo no tiene hipóstasis humana, Su Personalidad es Divina, aunque encarnada. "Porque sufría y cumplía la hazaña de paciencia no un hombre insignificante, sino, Dios hecho hombre," — dice el san Cirilo de Jerusalén (Palabra 13 de Cateq. 6). Es justo afirmar, que sobre la Cruz murió Dios, pero murió solo en Su naturaleza humana (la cual es "unigénita" a la nuestra). Esta era la muerte voluntaria de Aquel, Quien Mismo es la Vida Eterna.

Se entiende, que esta es la muerte humana, la muerte según la "naturaleza humana" pero acontece dentro de la hipóstasis del Verbo, Verbo Encarnado. Por consiguiente lleva a la resurrección. "De un bautismo tengo que ser bautizado" (Luc. 12:50). Este Bautismo es la muerte en la cruz y el derramamiento de la sangre: "El bautismo de martirio y sangre, con el cual el Mismo Cristo también fue bautizado" — considera san Gregorio el Teólogo (Palabra 37, 17). La muerte en la Cruz como el bautismo en la sangre — es la escénica del misterio redentor de la Cruz. El bautismo es la purificación. Y el Bautismo en la Cruz era, se puede decir, la purificación de la naturaleza humana, que se dirigía al renacimiento en la Hipóstasis del verbo Encarnado. Esto era el lavado de la naturaleza humana con el torrente de sangre sacrifical del Cordero Divino, y ante todo, lavado del cuerpo, o sea, fueron lavados no solo los pecados, sino, también, las infirmidades humanas y hasta la misma mortalidad. Semejante purificación constituye la preparación para la futura resurrección — purificación de toda la naturaleza humana en la persona de su nuevo primogénito místico, "el Ultimo Adan." Era el bautismo con la sangre de toda la Iglesia, y mas todavía, de todo el mundo. Citaremos una vez mas a san Gregorio el Teólogo: "Purificación no de la pequeña parte del universo y no por poco tampoco, sino, del mundo entero y eternamente" (Palabra 45, 13).

El Señor murió en la Cruz. Esta era una muerte verdadera, pero no del todo como la nuestra, porque constituía la muerte del Verbo Encarnado, la muerte dentro de la Hipóstasis indivisible del Verbo, que se hizo hombre., la muerte "intrahipostatica" de la naturaleza humana. Esto no cambia las cualidades ontológicas de la muerte, pero ahora ella adquiere otro sentido. "La unidad hipostática" no se quebrantó, no fue quebrada por la muerte, y por eso, a pesar de que el cuerpo y el alma se separaron, quedaron enlazados a través de la Divinidad del Verbo, del cual no fueron separados. En esta "muerte incorruptible" se sobrepasa la "corrupción" y la "mortalidad," o sea, — comienza la resurrección.

La misma muerte del Encarnado marca la resurrección de la naturaleza humana (san Juan Damasceno, La exposición exacta de la fe ortodoxa, 3.27; comp. Sermón para el Sábado de Gloria 29). "Hoy Señor nuestro Jesucristo — sobre la cruz, y nosotros festejamos," — según la aguda expresión de san Juan Chrisostomo (Sermón primero sobre la cruz y el ladrón). La muerte en la cruz se hizo victoria sobre la muerte, no porque después de ella vino la Resurrección, ella es — victoria por si misma. La Resurrección constituye solo el resultado y la manifestación de la victoria de la Cruz, que se produjo apenas se durmió Dios-hombre. "Tu mueres, reviviéndome a mi..." como lo describe san Gregorio el Teólogo: "El rinde Su vida, pero, tiene el poder de tomarla de vuela, y el telón se rasgó, porque se abrió la puerta secreta del Cielo; las piedras se fracturaron y los muertos se levantaron... El muere, dando la vida, destruyendo a la muerte con Su muerte. El esta sepultado, pero se levanta de nuevo. El baja al infierno, pero saca de allí a las almas" (Palabra 41). El misterio de la Cruz Resucitante se honra especialmente el Sábado de Gloria, el día del descenso al infierno: la bajada al infierno — es ya la Resurrección de los muertos. Como resultado de Su muerte, Cristo se une con los muertos, y esto es la continuación del desarrollo de la Encarnación. El infierno — el habitáculo de las tinieblas y de la sombra de la muerte, es mas bien el lugar de los terribles sufrimientos, mas que de merecido castigo, del oscuro "sheol," el lugar de una desesperada desencarnacion, apenas tocado por un rayo deslizado por el Sol, que todavía no se levantó; el rayo de esperanzas todavía no cumplidas. Allí se manifestaba la infirmidad ontológica del alma que, en la separación de la muerte, perdía la capacidad de ser una verdadera entelexia (autenticidad) de su cuerpo — la impotencia de la naturaleza caída y vulnerada. Y hasta no un lugar, sino un estado espiritual — la "prisión de los espíritus'" (1Ped. 3:19).

Precisamente a esta prisión, a este infierno baja el Señor y Salvador. El las tinieblas de la pálida muerte se prendió la luz inapagable de la Vida Divina. "El descenso al infierno" — la aparición de la Vida entre la desesperación de los disueltos por la muerte; es el triunfo sobre la muerte. "El cuerpo murió no por la infirmidad del Ser del Verbo, que lo habitó, sino, para destrucción en él de la muerte con la fuerza del Salvador," — dice san Atanacio (Sobre la encarnación 26). El Sábado de Gloria es algo mas, que simplemente las vísperas de Pascua. Es el "sábado bendito," — "Sanctum Sabbatum," — requies Sabbati magni, según las palabras de san Ambrosio. "Este es el sábado bendito, este es el día de reposo, en el cual reposó de todos Sus actos el Unigénito Hijo de Dios" (cántico del servicio ortodoxo vespertino del Gran Sábado). "Yo soy el Primero y el Ultimo, y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amen. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades" (Apocal. 1:17-18).

"La esperanza de inmortalidad" de los cristianos se basa y se mantiene por esta victoria de Cristo y no por cualquier capacidad "natural" del hombre. Además de esto sale que la esperanza esta condicionada por el acontecimiento histórico, por la aparición histórica de Dios, y no por la organización primaria del hombre y de su naturaleza.

El Ultimo Adan.

La muerte todavía no esta suprimida, pero su impotencia ya está demostrada. "Si, todavía morimos como antes — dice san Juan Crisostomo, — pero la muerte no nos puede retener para siempre, y esto significa que, no es muerte... el poder y la esencia de la muerte está en que el muerto no puede volver a la vida; pero si después de la muerte él revivirá y además recibirá una vida mejor, entonces esto ya no es la muerte, sino simplemente un sueno" (Sobre la epístola a los hebreos, 17, 2). Ó según la expresión de san Atanasio: "Como las semillas echadas en la tierra, pasamos, pero no perecemos, sino, como lo sembrado vamos a resucitar" (sobre la encarnación, 21). Sucedió sanacion, renovación de la "naturaleza" humana, por eso todos se levantaran, todos serán resucitados y a todos se les devolverá la plenitud de su naturaleza, aunque en aspecto transfigurado. Desde ahora toda la desencarnacion es temporal. El sombrío valle del infierno esta destruido con la fuerza de la Cruz vivificadora. El Primer Adan con su desobediencia reveló y realizo la capacidad enemiga innata hacia la muerte. El Segundo Adan, con Su obediencia y pureza realizo la capacidad de inmortalidad tan plenamente, que la muerte se hizo imposible. Una analogía semejante presenta ya san Irineo. La fe en Cristo seria vana y inútil sin la esperanza de la Resurrección Universal. "Pero Cristo resucitó de los muertos, el primogénito de los muertos" (1 Cor. 15:20). La Resurrección de Cristo es un nuevo comienzo. Es — una "nueva creación." Se puede decir hasta un nuevo comienzo escatológico,último paso en el camino histórico de la Salvación.

Pero debemos diferenciar claramente la sanacion de la naturaleza y la sanacion de la voluntad. "La naturaleza" es sanada y renacida a la fuerza con el poder potente de la misericordia Divina, que todo puede y todo vence. La salud es "adquirida" a la naturaleza humana, porque en Cristo toda la naturaleza humana ("la semilla de Adan") es purificada definitivamente de imperfección y mortalidad. La perfección adquirida, indefectiblemente, jugará su papel, se manifestara plenamente en tiempo correspondiente — en la Resurrección Universal, resurrección de todos: de justos y de pecadores. Y lo que se refiere a la naturaleza, nadie podrá evadir la orden soberana de Cristo, nadie podrá oponerse al poder todopenetrante de la resurrección. Pero la voluntad del hombre no se puede sanar "por comando." La voluntad humana debe ella misma dirigirse a Dios. Debe aparecer el sentimiento sincero y voluntario de amor y veneración; debe surgir una "conversión libre." Solo en el "sacramento de la libertad" es posible la sanacion de la voluntad humana. Solo con este esfuerzo libre entra el hombre en la nueva vida eterna, revelada por Jesucristo.

El renacimiento espiritual se produce solo en las condiciones de la libertad absoluta. A través de la negación propia, y consagración de si mismo a Dios en Cristo. Sobre esta diferencia indicaba con insistencia Nicolás Cavasilas, en su excelente composición "Sobre la vida en Cristo." La resurrección es el restablecimiento del ser, y Dios lo otorga gratis. En cambio, el Reino del Cielo, la contemplación de Dios y la unión con Cristo es un goce del deseo, y por eso es accesible solo a los que lo desean y a los que aman. La inmortalidad la recibirán todos, igualmente como cada uno disfruta de la providencia Divina. No depende de nosotros el resucitar de la muerte, de la misma manera como no dependía de nosotros nuestro nacimiento. La muerte y la resurrección de Cristo traen la inmortalidad y la incorruptibilidad a todos, en la misma medida, porque, cada hombre tiene el mismo ser que el Hombre-Cristo. Pero no se puede obligar a nadie a desear algo. De tal manera que la resurrección — es un don universal, en cambio la dicha la recibirán solo algunos (sobre la Vida en Cristo, II 86-96). Y de nuevo, el camino de la vida se presenta como una senda de negación propia, humildad, sacrificio y autoinmolacion. Se debe morir para uno mismo para vivir en Cristo. Cada uno debe cumplir el acto personal y libre reunión con Cristo, Señor, Salvador y Redentor; a través de la confesión de la fe, aceptación del amor, y un místico juramento de fidelidad. Quien no muere con Cristo, no puede vivir con El. "Si nosotros a través de El no estamos listos a morir voluntariamente, según la imagen de Sus sufrimientos — no tenemos la vida de El en nosotros" (San Ignacio, epístola a los Magnesianos 5; tiene el estilo del ap. Pablo).

Esta no es solo una indicación ascética y moral, ó una amenaza. Esta es la ley ontológica de la existencia espiritual y, mas todavía, de toda la vida. Porque la devolución de la salud al hombre tiene sentido exclusivamente, en la comunión con Dios y la vida en Cristo. Pero para los que se encuentran en tinieblas sin luz, y para los que se alejaron de Dios, hasta la misma Resurrección debe parecer carente de base y superflua. Pero llegará — vendrá como "resurrección de la condenación" (Jn. 5:29). Y con ella culminara la tragedia de la libertad humana. Nos encontramos de verdad en el umbral de lo incomprensible.Apocatastasis de la naturaleza no excluye la libertad de la voluntad, — la voluntad debe ser movida desde adentro por el amor.

Esto lo sentía claramente san Gregorio de Nyssa. El acepa planamente algo semejante de las almas en el mundo a la conversión general en el mundo de ultratumba, cuando la Verdad Divina se revelará y aparecerá con absoluta y invencible evidencia. Justamente aquí se nota la limitación helenea de la percepción mundial. Para él la evidencia ejerce una decidida influencia sobre la voluntad, o sea, el pecado es simplemente una "ignorancia." La conciencia del heleno tuvo que pasar un largo y pesado camino de ascetismo y examinacion de si mismo para liberarse de los errores intelectuales e ingenuidad, y así descubrir el abismo de tinieblas en las almas caídas. Solo después de varios siglos de trabajos ascéticos, encontramos en los escritos de san Máximo un tratamiento nuevo, repensado y profundizado de apocatastasis.

San Máximo no creía en la conversión infalible de las almas obstinadas. El enseñaba sobre el apocatastasis natural, o sea una regeneración de cada hombre en la plenitud de su naturaleza; sobre la manifestación universal de la Vida Divina, que seria evidente para todos. Pero aquellos, quienes durante su vida terrenal se estancaban en los placeres carnales, vivían contrario a las leyes de la naturaleza, no podrán gustar esta felicidad eterna. El Verbo es la luz, que ilumina la mente de los fieles, pero quema con el fuego justiciero a aquellos, que por el apego a su carne, habitan en las tinieblas nocturnas de esta vida. La diferencia aquí esta entre epignosis y methesis. "Reconocer" no significa "compartir." Dios, de verdad, estará en todos, pero solo en Santos El estará "piadoso," en cambio en fraudulentos — "sin misericordia." Los pecadores serán alejados de Dios por su propia ausencia de voluntad hacia el bien.  De nuevo nos encontramos ante división entre la naturaleza y la voluntad. Con la resurrección toda la creación renacerá y será llevada a la perfección y absoluta incorruptibilidad. Pero el pecado y el mal se enraízan en la voluntad. El pensamiento helénico concluye de ahí, que el mal es inestable y inevitablemente debe desaparecer por si mismo, porque nada dispensado de la voluntad Divina es eterno.

La conclusión cristiana es diametralmente opuesta: Suele existir una inerte y terca voluntad, y a esta obstinación no la puede curar tampoco la "Sanacion general." Dios nunca comete violación sobre la voluntad humana, por consiguiente, la comunión con Dios no puede se sujetada forzosamente a un ser obstinado. Según la expresión de san Máximo: "El Espíritu no hace nacer una voluntad no deseosa, El solo trasforma a la (voluntad) deseosa en santificada" (Preg. y resp. a Fallacio, 6). Vivimos en otro mundo — él se hizo otro después de la Resurrección redentora de Cristo. La Vida se reveló, la Vida va a triunfar. El Señor Encarnado — es el Segundo Adan, en pleno sentido de esta palabra y en Su Persona se estableció el comienzo de una humanidad nueva. Ahora es indudable no solo la definitiva "sobrevivencia" del hombre, sino también, el cumplimiento en él de la finalidad Divina de la Creación. El hombre "esta hecho inmortal." El no puede realizar un "suicidio metafísico" y borrar a si mismo de la existencia. Pero hasta la victoria de Cristo no fuerza la "Vida Eterna" sobre los seres que están en contra. Como dice san Agustín, para la criatura "ser, no es lo mismo que vivir" (Sobre Génesis literalmente,1, 5).

"Y la Vida eterna."


En la vision del mundo cristiana es inevitable la presion entre lo "dado" y lo "esperado." Los cristianos esperan 'la vida del siglo venidero," pero conocen tambien la Vida, o sea, la esperanza ya cumplida: "Porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó" (1 Jn. 1:2). Esto no es una tension temporal entre pasado, presente y futuro. Es la tension entre la predecision y la decision. Se puede decir que la vida eterna esta propuesta al hombre, pero su tarea es — decidir de aceptarla. Se coronará con exito la "predecision" Divina con respecto a una persona concreta depende de su "decision de creer," la cual consiste no en "reconocer," sino, en "tomar parte" sinceramente. El comienzo de la vida cristiana — nacimiento nuevo por el agua y Espiritu. Y antes todo, es necesario el "arrepentimiento," — un cambio interior intimo y pleno.

El simbolismo del Bautismo.

Es complejo y versátil. Pero, en primer termino, esta el simbolismo de la muerte y resurrección de Cristo, a través de participación en Su muerte y levantamiento con El y en El, para una nueva y eterna vida (Col. 2:12; Filip. 3:10). Solo pasando por la sepultura, los cristianos coresusitan con Cristo: "Si somos muertos con El, también reviviremos con El" (2 Tim 2:11). Cristo es en verdad el Segundo Adan, pero los hombres deben nacer de nuevo y unirse a El para heredar Su nueva vida. San Pablo hablaba de la "semejanza" de la muerte de Cristo (Rom. 6:5). Pero la "semejanza" aquí es mucho mayor que el parecido externo. No es solo un símbolo y recuerdo. Para el apóstol mismo la semejanza consistía en que Cristo puede y debe "ser formado" en cada uno de nosotros (Gal. 4:19). Cristo es la Cabeza, todos los fieles — Sus miembros y en ellos habita Su vida. Este es el misterio de Cristo Entero — totus Cristus, Caput et Corpus. Todos están llamados y cada uno es capaz de creer y alimentarse de fe y bautismo para vivir en El. Según las palabras de Cabassil, el bautismo es el principio de la vida feliz en Cristo, y no simplemente de la vida (Sobre la vida en Cristo II, 95).

San Cirilo de Jerusalén explica exhaustivamente la esencia verdadera de la Simbólica del bautismo. Es verdad, dice él, que en la pila bautismal solo "asimilamos" a la muerte y sepultura y, viviéndolas "simbólicamente" no nos levantamos de una verdadera tumba. Pero 'la semejanza puede ser en la imagen, en cambio, la salvación — en el objeto mismo." Porque Cristo fue crucificado de verdad, sepultado de verdad y de verdad resucitó. "En el mismo objeto" — traducción de la palabra griega ondos — palabra, que es mas fuerte, que simplemente "en realidad." Esto subraya el significado exclusivo de la muerte y resurrección de Cristo, que constituyeron un adelanto absolutamente nuevo. Ahora El nos dio la oportunidad de participar en Sus sufrimientos en forma "imitativa," y "en realidad" recibir la salvación. Esto no es solo la "imitación," sino también, la "semejanza." — "A Cristo lo crucificaron y sepultaron en realidad, pero a ti, te es dado experimentar la crucificacion y la resurrección con El en semejanza." En otras palabras, en el bautismo, el hombre "misteriosamente" baja a la oscuridad de la muerte y luego se levanta con el Señor Resucitado y pasa de la muerte a la vida. "Y todo sobre vosotros es realizado en imagen ya que erréis la imagen de Cristo," — concluye san Cirilo. O sea, todos están reunidos por Cristo y en Cristo, de ahí — la posibilidad de la "semejanza" en el sacramento (Enseñanzas que llevan a misterios, 2.4-5,7; 3,1).

San Gregorio de Nyssa también se detiene en detalle sobre ese tema. En el Bautismo hay dos aspectos: del nacimiento y de la muerte. El nacimiento corporal es el principio de la existencia mortal, cuyo final es la corrupción. Hay que encontrar el segundo, nuevo nacimiento que lleva a la vida eterna. Durante el bautismo "la presencia de la fuerza Divina eleva a lo nacido en la naturaleza corruptible al estado incorruptible" (Gran palabra sobre preparación bautismal, 33). Esto pasa a través de la imitación y semejanza para cumplir lo legado por el Señor. Solo yendo en pos de Cristo se puede pasar el laberinto de la vida y encontrar a la salida. "Comparo el camino de la humanidad sufriente bajo la guarda, siempre vigilante de la muerte, con el vagar en el laberinto." Cristo se libero de él después de tres días de muerte. En la pila bautismal se realiza la plena semejanza de lo que hizo El. La muerte es "representada" por el elemento acuoso. Y como Cristo con la resurrección volvió a la vida, así el bautizado, ligado a El por su naturaleza carnal, semeja la resurrección en el tercer día." Esto es solo la imitación" y no la identificación." En el bautismo el hombre no resucita en realidad, sino, solo, se libera de la vulneración natural e inestabilidad de la muerte. En el bautismo se rompe "la mala infinidad del vicio." El no puede resucitar porque no muere y durante todo el sacramento permanece vivo. El bautismo es sola la sombra de la resurrección futura, y pasando el ritual, el hombre solamente presiente la Gracia Divina del levantamiento de los muertos. El bautismo es solo principio, en cambio, la resurrección es el final y el cumplimiento. Y todo lo que pasara en la Gran resurrección posee sus embriones en el bautismo. Se puede decir, que el bautismo es la "semejanza de la resurrección." "Homiomatic resurrection" (Gran palabra, 35). Hay que recordar, también, que san Gregorio subrayaba muy especialmente la necesidad de guardar y vigilar con cuidado a la Gracia recibida durante el bautismo. Porque con ella cambia y se transforma no solo la naturaleza, sino también, la voluntad, quedando, sin embargo, absolutamente libre. Y sin purificar el alma y no guardarla con un esfuerzo libre de la voluntad, el bautismo no traerá ningún fruto. La transfiguración no se terminara de realizar hasta el fin y la vida nueva no se percibirá plenamente. Esto no supedita a la gracia del bautismo a la sanción humana — la Gracia baja siempre.

Pero ella no puede ser forzada sobre nadie, quien esta creado libre, según la imagen de Dios — necesita el acuerdo y la respuesta sinérgica del amor y de la voluntad. La Gracia no calienta y no vivifica a las almas tercamente cerradas, verdaderas "almas muertas." Son necesarios el movimiento hacia en encuentro y la colaboración (40). La causa de esto se encuentra, justamente, en que el bautismo es la muerte misteriosa con Cristo, la comunión con Sus sufrimientos voluntarios y Su amor sacrificial, lo cual puede acontecer, solo libremente. Ahí, el bautismo, como un icono sagrado y vivo, refleja y representa la muerte de Cristo en la Cruz. El bautismo es simultáneamente la muerte y el nacimiento; la sepultura y el baño de vida eterna, "Hay tiempo para morir y tiempo para nacer" según la expresión de dan Cirilo de Jerusalén (Enseñanza de misterios cecuosos 2,4).

El Simbolismo de la Comunión.

Lo mismo es justo en relación con todos los sacramentos. Todos los sacramentos son instituidos para permitir a los fieles "participar" en la muerte redentora de Cristo y con esto recibir la gracia de Su resurrección. Con los sacramentos se subraya y demuestra el extraordinario y universal significado del sacrificio y victoria de Cristo. Este fue el pensamiento básico del trabajo de Nicolás Cabassil sobre lavida en Cristo, en el cual está perfectamente sumada toda la enseñanza sobre los sacramentos de la Iglesia de Oriente. "Nos bautizamos para morir con Su muerte y resucitar con Su resurrección; nos untamos para ser participes con El en la unción real de deificacion. Y cuando nos alimentamos con el Santísimo Pan y bebemos el Divino Cáliz, nos comunicamos con la misma carne y la misma sangre que aceptó el Salvador y, de esta manera, nos unimos con el Encarnado por nosotros y Divinizado y Muerto y Resucitado... El bautismo es el nacimiento, el óleo (miro) es la causa en nosotros de la actividad y movimiento y el pan de la vida y el cáliz de agradecimiento es el alimento y verdadera bebida (Sobre la vida en Cristo, II, 3,4,6).

Todos los sacramentos de la Iglesia contienen diversos símbolos con los cuales se "compara" y se representa la Cruz y la Resurrección. Esta simbólica es realista. Los símbolos no solo recuerdan algo, que tuvo lugar en el lejano "pasado." Lo que aconteció en el "pasado" dio comienzo a lo "Eterno." Todo los símbolos manifiestan una verdadera Realidad, que revelan y transmiten en forma absolutamente adecuada. A este simbolismo sagrado lo corona el gran Misterio del Santo Altar. La Eucaristía es el corazón de la Iglesia. Ella es el Sacramento de la Redención en su sentido mas alto. Ella es mas que la "semejanza" o un simple "recuerdo." Ella es la misma Realidad escondida y revelada en el Sacramento. La Eucaristía es "un Sacramento perfecto i ultimo, — dice Cabassil, — no se puede extender mas lejos, no se puede agregar algo mas grande." Es el "limite de la vida." — "Después de la Eucaristía no hay mas hacia donde dirigirnos, pero llegados aquí debemos tratar de saber como guardar a un tesoro semejante (Sobre la vida en Cristo IV, 1, 4, 15). La Eucaristía es la misma Ultima Cena, que acontece de nuevo, y de nuevo, y a pesar de eso no es repetida. Porque, realizándola cada vez no solo "representamos," sino, en realidad, nos unimos a la misma "misteriosa Ultima Cena" creada una sola vez (y por los siglos) por el Mismo Divino Sumosacerdote, como introducción y principio del Sacrificio voluntario en la Cruz. Y el verdadero Sacerdote de cada Eucaristía — es infaliblemente el Mismo Cristo.

San Juan Crisostomo afirmaba reiteradamente: "Así deben creer, que ahora se realiza la misma cena en la cual presenciaba El. Una de la otra no se diferencian en nada." (Sobre Mateo conversación, L, 3). "Las acciones de ese Sacramento se realizan no con la fuerza humana. Aquel, Quien las realizó en aquella cena, las realiza también ahora. Nosotros ocupamos el lugar de oficiantes, en cambio El que santifica y transmite a las ofrendas, es el Mismo Cristo...Es la misma cena misteriosa, que propuso Cristo y en nada menor, que aquella. No se puede decir, que a Aquella realiza Cristo, y a esta un hombre, ambas realiza El Mismo Cristo. Este lugar es la misma estancia donde El estaba con Sus discípulos" (Idem. LXXXII, 5). Esta cuestión es de una importancia primordial. La Ultima Cena era la presentación del sacrificio — sacrificio de la Cruz. El sacrificio continua hasta ahora. Cristo hasta hoy día es el Sumosacerdote de Su Iglesia. El Sacramento es el mismo. Una vez mas nos referimos a las obras de Cabassil: "Presentándose y sacrificándose una vez por todos nosotros, El no cesa en Su eterno oficio, realizándolo por nosotros y siempre será en este nuestro interceder ante Dios (Interpretación de la Divina Liturgia, 23).

La potencia resucitante de la muerte de Cristo, se manifiesta con toda fuerza en la Eucaristía, que es "la sanción de la inmortalidad, no solo protegiendo de la muerte, sino, también dando la vida eterna en Jesucristo" (A los Efecios, XX,2). Es el "Pan celestial y el Cáliz de la vida." Este terrible Sacramento se torna para los fieles "el compromiso de la vida eterna," justamente, porque la misma muerte de Cristo ya era el Triunfo y la resurrección, En la Eucaristía están unidos el principio y el fin: los recuerdos de acontecimientos evangélicos y las profecías de Apocalipsis. Ella es — sacramentum futuri, porque ella es — el recuerdo (anamnesis) de la Cruz. La Eucaristía es el sacramento de presentimiento y placer anticipado de la Resurrección "la imagen de Resurrección" — una expresión de la oración para consumir la Santa Ofrenda (de la Liturgia de san Basilio el Grande). Solo "imagen" no porque ella es simple símbolo, sino, porque la historia de la Salvación continua y hay que esperar "la vida del siglo futuro."


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