1ª Parte
Por la acción providencial de Dios, la Iglesia ortodoxa de nuestros días ha regresado al Occidente, que había abandonado hacía 900 años. Esencialmente, el trabajo inconsciente de los emigrantes de países ortodoxos de los que surgieron, ha creado un movimiento que se ha confirmado en consecuencia, como una gran oportunidad para los pueblos occidentales: en algunas décadas, este movimiento de conversión de Occidente a la Ortodoxia se ha acrecentado, y se ha convertido actualmente en un fenómeno común.
La Ortodoxia ha plantado gradualmente así sus raíces en Occidente, y se ha convertido en una nueva fe “indígena” para estos países occidentales; los nuevos conversos redescubren de forma natural, la herencia ortodoxa occidental de sus orígenes, particularmente a los Santos y a los Padres de los primeros siglos del cristianismo que, en su mayor parte, no son en nada inferiores a sus contemporáneos que vivían en Oriente en la misma época, y que respiraron el aire y propagaron el perfume del verdadero cristianismo perdido más tarde, trágicamente en Occidente. El amor y la veneración del arzobispo San Juan Maximovitch (muerto en 1966 y glorificado en 1994 por la Iglesia Ortodoxa Rusa fuera de las fronteras) por estos santos occidentales ha contribuido poderosamente a despertar la atención que se les debe y ha facilitado su “reintegración” en el dominio común de la Ortodoxia, como era en su época.
Para la mayoría de los santos occidentales, esto nunca ha sido un problema; el redescubrimiento de sus escritos y de sus vidas lo confirma. Simplemente, qué alegría para los cristianos ortodoxos el saber que el espíritu del cristianismo oriental habitaba totalmente en estos santos y llenaba entonces una gran parte de occidente. Verdaderamente, este redescubrimiento presagia un seguro desarrollo continua de una Ortodoxia sana y equilibrada en occidente.
Pero, concerniente a algunos Padres occidentales, hubo ciertas “complicaciones”, unidas sobre todo a disputas dogmáticas en los primeros siglos cristianos. La apreciación de estos Padres ha diferido entre el Oriente y el Occidente para los cristianos ortodoxos, y es esencial conocer con respecto a su punto de vista ortodoxo y no aquel más tardío del catolicismo romano.
En Occidente, el más eminente de estos Padres “controvertidos” es, sin ninguna sombra de duda, el Bienaventurado Agustín, obispo de Hipona, en África del norte. Considerado en Occidente como uno de los Padres de la iglesia más importantes, y como supremo “Doctor de la Gracia”, siempre fue visto con algunas reservas por el Oriente. En nuestros días, sobre todo entre los occidentales convertidos a la Ortodoxia, se manifiestan dos tendencias extremas y opuestas al respecto.
Para una, influenciada por la estimación del catolicismo romano, Agustín recibe como Padre de la Iglesia una importancia bastante superior a la que la Ortodoxia le concedió en el pasado; mientras que la segunda prefiere subestimar su cualidad de ortodoxo, yendo incluso algunos a calificarla de “herético”. Estas dos tendencias son occidentales y no tienen raíz verdadera en la tradición ortodoxa. La mirada de la Ortodoxia sobre él, aunque prevaleció constantemente a lo largo de los siglos en los Santos Padres orientales, e igualmente, (en los primeros siglos) occidentales, no cae en ninguno de estos dos extremos, pero constituye una apreciación equilibrada que toma en consideración también tanto su grandeza indiscutible como sus errores.
En lo que continúa, estable recemos un breve resumen de la evaluación ortodoxa del Bienaventurado Agustín, poniendo a la luz la actitud con relación a numerosos Santos Padres, y no entraremos en el detalles de sus enseñanzas controvertidas más que lo que sea necesario para esclarecer la posición ortodoxa frente a él. Este estudio nos permitirá igualmente caracterizar más generalmente la cercanía ortodoxa de estas figuras “controvertidas”. Cuando los dogmas ortodoxos son atacados directamente, la Iglesia Ortodoxa y sus Padres siempre han respondido inmediatamente y de una manera decisiva, con definiciones dogmáticas exactas, anatematizando a los que pensaban o creían falsamente; pero cuando el tema de la controversia (incluso en temas dogmáticos) es una diferencia de cercanía, ver una extrapolación, una exageración o un error bienintencionado, la Iglesia siempre ha conservado una actitud moderada y conciliadora.
La actitud de la Iglesia frente a los herejes es una cosa, su actitud frente a los Santos Padres que parecen haber errado sobre tal o cual punto es otra. Es lo que vamos a ver en detalle.
La controversia sobre la Gracia y el libre albedrío
La más virulenta de las controversias que rodean al Bienaventurado Agustín, a la vez durante y después de su propia vida, fue aquella que concierne a la Gracia y al libre albedrío. Sin duda, el Bienaventurado Agustín fue conducido a una distorsión de la doctrina ortodoxa sobre la gracia por un cierto sub-racionalismo que poseía en común con la mentalidad latina, a la que pertenece por cultura, si no por sangre (“por sangre”, pues era africano y poseía ese algo de “corazón” emocional de las gentes del sur). El filósofo ruso ortodoxo del siglo XIX Iván Kireievsky resumió bien el punto de vista ortodoxo sobre este hecho, que él consideró como uno de los lados más deficientes de la teología del Bienaventurado Agustín: “Ninguno entre los antiguos o modernos Padres de la Iglesia muestra tanto amor por la secuencia lógica de las verdades como el Bienaventurado Agustín … Algunas de sus obras son, en suma, una simple cadena de acero de silogismos, inseparablemente unidos, anilla por anilla. Quizá a causa de esto fue a veces conducido demasiado lejos, no remarcando el ojo interno unilateral de su pensamiento a causa de esta lógica exterior; si bien él mismo, en sus últimos años de vida, refutó algunos de sus primeros enunciados”.
Concerniente a la doctrina de la Gracia en particular, la evaluación más concisa de la enseñanza de Agustín y sus deficiencias es quizá aquella del arzobispo Filaret de Tchemigoy en su manual de Patrología: “Mientras los monjes de Hadrumetum (en África) hacían remarcar a Agustín que, según su enseñanza, la obligación del ascetismo y la auto mortificación no les era demandado, Agustín percibió la exactitud de la observación y comenzó a repetir más a menudo que la Gracia no destruye la libertad humana; pero tal expresión de su enseñanza no cambió nada esencialmente a la teoría de Agustín, y sus últimas obras no estaban de acuerdo con este pensamiento. Así, en tanto que acusador de Pelagio, Agustín es sin ninguna duda un gran Doctor de la Iglesia; pero en defensa de la verdad, no era completo ni siempre fiel a esta verdad”.
Más tarde los historiadores insistieron en los puntos de desacuerdo entre el Bienaventurado Agustín y San Juan Casiano, contemporáneo en Francia de Agustín y que en sus célebres Instituciones y Conferencias, dio por primera vez en latín la doctrina oriental completa y auténtica de la vida monástica y espiritual, y fue el primero en Occidente en criticar la enseñanza del Bienaventurado Agustín sobre la Gracia. Sin embargo, los historiadores no han visto suficientemente a menudo la profunda base de acuerdo que existía entre ellos dos. Ciertos historiadores modernos (A. Harnack, O. Chadwick) han intentado corregir esta estrechez de espíritu mostrando la “influencia” supuesta de Agustín sobre Casiano; y estas observaciones, aunque sean igualmente exageradas, nos acercan por tanto un poco más a la verdad. Probablemente San Juan Casiano no habría hablado con tanta elocuencia y si en detalle sobre la Gracia Divina si Agustín por su parte no hubiera enseñado su punto de vista sobre esta cuestión.
Pero el hecho importante a tener en la memoria es que el desacuerdo entre Casiano y Agustín no era un desacuerdo entre un Padre ortodoxo y uno herético (como lo era por ejemplo entre Agustín y Pelagio), sino el de dos Padres ortodoxos que divergían solamente en cuanto a los detalles en su presentación de la única y misma doctrina. En conjunto, San Juan Casiano y el Bienaventurado Agustín enseñaron la doctrina ortodoxa de la Gracia y del libre albedrío contra la herejía de Pelagio; pero uno lo hizo con la completa profundidad de la tradición teológica oriental, mientras que el otro fue conducido a ciertas distorsiones en la misma enseñanza, debidas a su enfoque hiperlógico.
Todos saben que el Bienaventurado Agustín fue el oponente más declarado, en Occidente, a la herejía de Pelagio, que negaba la necesidad de la Gracia Divina para la salvación; pero pocos parecen ser conscientes de que San Juan Casiano (cuyas enseñanzas fueron injustamente presentadas por los eruditos católico romanos como “semi-pelagianas) fue un no menos enemigo de Pelagio y de su doctrina. En su último libro, Contra Nestorio, San Juan Casiano aproxima y enlaza más claramente las enseñanzas de Nestorio y Pelagio (ambos condenados por el Tercer Concilio Ecuménico de Éfeso en 431) y los fustiga de una manera vehemente, acusando a Nestorio de “caer en las impiedades tan peligrosas y blasfemas que tú pareces, por tu locura, sobrepasar incluso a Pelagio, que sobrepasa a casi todo el mundo en materia de impiedad” (Contra Nestorio V, 2).
Siempre en este libro, San Juan Casiano cita por entero el documento del presbítero pelagiano Leporio de Hipona, en el cual, este último reconocía públicamente su herejía; este documento que, anota San Juan Casiano, fue aprobado por los obispos de África (incluido Agustín) y fue probablemente redactado por Agustín, personalmente responsable de la conversión de Leporio (Contra Nestorio, I, 5-6). En otro pasaje del mismo libro (VII,27) San Juan Casiano califica al Bienaventurado Agustín como una de las principales autoridades patrísticas sobre la doctrina de la Encarnación (pero con una calificación que será precisada más abajo). En evidencia, en la defensa de la Ortodoxia, y en particular contra la herejía pelagiana, estando Casiano y Agustín del mismo lado, difieren solamente en algunos detalles en su defensa.
El error fundamental de Agustín fue su sobre-evaluación del lugar de la Gracia en la vida cristiana, y su infra-evaluación del lugar del libre albedrío. Fue llevado a exagerar, como lo ha mostrado bien el arzobispo Filaret, por su propia experiencia de conversión, unida a su espíritu latino hiper-racional, que lo empujaron a querer definir esta cuestión de forma muy precisa. Sin embargo, Agustín no negó verdaderamente la libre voluntad; de hecho, si se le preguntara, estaría siempre dispuesto a defenderla y a censurar a los que “exaltan la Gracia hasta el punto de negar la libertad de la voluntad humana y, lo que es más grave, aseguran que en el día del Juicio, Dios no dará a cada hombre según sus actos” (Carta 214 al abad Valentino de Hadrumetum). En algunos de sus escritos, su defensa del libre albedrío no es menos fuerte que la de San Juan Casiano. En su comentario del Salmo 102 (versículo 3: “Él es quien perdona todas tus culpas, quien sana todas tus dolencias.”) por ejemplo, Agustín escribe: “Él te sanará, pero tu debes querer ser sanado. Él sana enteramente no solo al que está enfermo, sino al que rechaza la sanación”.
En sí, el hecho de que Agustín, un padre monástico de Occidente, estuviera fundando su propia comunidad de monjes y monjas, y escribiendo reglas monásticas influyentes, muestra con certeza que, en la práctica, él reconoció el significado de la lucha ascética, impensable sin la libre voluntad del asceta. De una manera general, y especialmente cuando debe dar consejos prácticos a los luchadores cristianos, Agustín enseña, ciertamente, la doctrina ortodoxa de la Gracia y del libre albedrío, tanto que prefiere hacerlo en los límites de su punto de vista teológico.
Pero en sus últimos tratados, especialmente los tratados anti-pelagianos que llevó a cabo en los últimos años de su vida, cuando empieza una discusión lógica sobre la cuestión global de la Gracia y del libre albedrío, cae a menudo en una defensa exagerada de la gracia que parece no dejar más que un pequeño lugar a la libertad humana. Hagamos aquí una confrontación contrastada de su enseñanza con aquella plenamente ortodoxa de San Juan Casiano.
En su libro Sobre la Censura y la Gracia, escrito en el 426 o 427 por el monje Hadrumentum, el Bienaventurado Agustín anota: “¿Osarás decir que, incluso cuando Cristo ruega para que la fe de Pedro no caiga, estaría a pesar de todo caída si Pedro la hubiera querido hacer caer? (cap.17). Hay aquí una exageración evidente, se siente que alguna cosa falta en la descripción agustiniana de la realidad de la Gracia y del libre albedrío. San Juan Casiano, en estas palabras sobre el otro responsable de los apóstoles, San Pablo, nos provee esta “dimensión faltante”: “Él dice: Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia que me dio no resultó estéril, antes bien he trabajado más copiosamente que todos ellos; bien que no soy yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1ª Corintios 15:10). Cuando dice “he trabajado” muestra el esfuerzo de la voluntad personal, cuando dice “bien que no soy yo, sino la gracia de Dios”, él da valor a la Divina protección; cuando dice “conmigo”, afirma que la gracia coopera con él cuando no es perezoso o descuidado, sino trabajador y productor de esfuerzo” (Conferencias, XIII, 1).
La posición de Casiano es equilibrada, sacando a la luz conjuntamente la gracia y la libertad; la posición de Agustín es unilateral e incompleta, aumentando sin necesidad la gracia y exponiendo así sus propuestas a su explotación ulterior por pensadores que no reflexionaban del todo en términos ortodoxos y que podían incluso concebir, como los jansenistas del siglo XVII, una gracia “irresistible” a la que el hombre está obligado a aceptar, lo quiera o no.
Una exageración parecida fue hecha por agustín a la vista de lo que los teólogos latinos llamaron tardíamente “la gracia preventiva”, la gracia que “previene” o “viene antes” e inspira la venida de la fe en el hombre. Agustín admite que a veces pensó de forma errónea sobre este tema, antes de su ordenación como obispo: “Yo estaba en un error similar, pensando que la fe, por la que se cree en Dios, no es un don de Dios, sino que está en nosotros mismos, y que por ella obtenemos los dones de Dios, por ella podemos vivir con templanza, justicia y piedad en el mundo. No reflexionaba sobre que la fe estaba precedida por la gracia de Dios … sino en lo que hemos debido consentir, cuando nos fue predicado el Evangelio, y pensé que eso venía de nuestro propio hecho y nos venía de nosotros mismos” (Sobre la predestinación de los Santos, cap. 7).
Este error de juventud de Agustín es en hecho pelagiano, y el resultado de una sobre-racionalidad, en la defensa del libre albedrío, haciendo algo autónomo, y no colaborador con la gracia de Dios; pero atribuye esto de una manera incorrecta a San Juan Casiano (que fue sin razón acusado en Occidente de enseñar que la gracia de Dios es dada según el mérito humano), y Agustín mismo cayó después en la exageración opuesta que consiste en atribuir todo, en atención a la fe, a la gracia divina.
La enseñanza verídica de San Casiano, que es la enseñanza de la Iglesia Ortodoxa, fue tomada por la mentalidad latina como una clase de mistificación. Es lo que vemos en un compañero del Bienaventurado Agustín en Francia, Próspero de Aquitania, que fue el primero en atacar a San Casiano directamente.
Fue a Próspero así como a Hilario (no a san Hilario de Arles, que estaba en comunión con San Casiano), a quien Agustín envió los dos tomos definitivos de su tratado anti-pelagiano, Sobre la predestinación de los Santos y Sobre el don de la Perseverancia; en estos tratados, Agustín critica las ideas de San Casiano tal y como le fueron presentadas sumariamente por Próspero. Después de la muerte de Agustín en 430, Próspero se convirtió en el campeón de su enseñanza en Francia, y su primer acto mayor fue escribir un tratado Contra el autor de las Conferencias (Contra Collatorum), igualmente conocido bajo el nombre “Sobre la Gracia de Dios y el libre albedrío”. Este tratado no es más que una refutación, punto por punto, de la famosa decimotercera Conferencia de San Casiano, en la que la cuestión de la gracia es tratada con más detalle.
Desde las primeras líneas, está claro que Próspero está profundamente ofendido de que su maestro haya sido abiertamente criticado en Francia: “Hay algunos bastante audaces que afirman que la gracia de Dios, por la que somos cristianos, no fue defendida correctamente por el obispo Agustín de bienaventurada memoria, y no han cesado de atacar con calumnias deliberadas sus libros contra la herejía pelagiana” (cap. 1). Pero sobre todo, Próspero se indigna por lo que él juzga ser una desconcertante “contradicción” en la enseñanza de San Casiano; y su perplejidad sobre este tema (ya que es un ferviente discípulo de Agustín) nos revela en que consiste el error de Agustín.
Próspero encuentra que, en una parte de su decimotercera Conferencia, San Casiano enseña correctamente a propósito de la Gracia (y particularmente sobre la “gracia dispuesta”) justo como el Bienaventurado Agustín. “Esta doctrina no estaba, al principio de la controversia, en desacuerdo con la verdadera piedad, y no habría deservido mas que a una justa y honorable aprobación si no la tenía, en su peligrosa y perniciosa progresión, desviada de su rectitud inicial. Pues, después del ejemplo del arrendador que es para él la imagen de lo que vio bajo la gracia y en la fe, y por el cual el trabajo es tan estéril que no es ayudado en nada por el seguro divino, expuso la posición verdaderamente católica diciendo: “De esta se deduce claramente que el comienzo, no solo de nuestros actos, sino incluso de todos nuestros buenos pensamientos, viene de Dios. Él es el que nos inspira el comienzo de una santa voluntad y nos da el poder y la capacidad de obtener las cosas que deseamos legítimamente” … De nuevo, más lejos, cuando enseñó que todo celo por la virtud requiere la gracia de Dios, añade: “Igual que no podemos desear todas las cosas sin la inspiración de Dios, igualmente no pueden en ningún caso, sin Su ayuda, ser llevadas a término” (Contra Collatorum, cap. 2:2)”. Mas tarde, después de esta y otras citas parecidas, que revelan verdaderamente a San Casiano como un Doctor de la universalidad de la Gracia no menos elocuente que el Bienaventurado Agustín (lo que hace decir a algunos, que él estuvo influenciado por San Agustín), Próspero continua: “En este punto, por una clase de contradicción oscura, introduce una proposición que enseña que muchos vienen a la Gracia sin ella, y también que algunos toman de los dones de su libre albedrío el deseo de buscar, de pedir y de llamar a la puerta …” (cap. 2:4). [Es decir, que acusa aquí a San Casiano de estar en el mismo error que el Bienaventurado Agustín reconocía haber cometido en sus primeros años]. “Oh Maestro católico, ¿por qué abandonas tu deber, por qué te vuelves hacia la oscuridad sombría de la falsificación y abandonas la luz de la verdad clara?
… Por tu parte, no hay acuerdo completo ni con los católicos ni con los herejes. Estos últimos consideran los comienzos de toda obra justa del hombre, como provenientes de su libre voluntad, mientras que nosotros (“católicos”, es decir “ortodoxos) creemos firmemente que los orígenes de los buenos pensamientos provienen de Dios. Has encontrado una tercera variante, informe, inaceptable a la vez para los dos campos, por la que no obtendrás nunca un acuerdo cualquiera con los enemigos ni conservarás ya una armonía cualquiera con nosotros” (cap. 2:5, 3:1). Es precisamente esta “tercera variante informe” la que es doctrina ortodoxa de la gracia y el libre albedrío, conocía más tarde por el nombre de sinergia, es decir, la cooperación de la divina Gracia y del libre albedrío humano, no actuando ninguno de ellos independientemente o de forma autónoma. San Casiano, fiel a la plenitud de esta verdad, expresa a veces un lado de la cuestión (la libertad humana) y a veces el otro (la divina Gracia); para el espíritu superracional de Próspero esto es una “contradicción insondable”. San Casiano enseña: “¿Qué es lo que nos es dicho por otro lado, a través de todas estas citas de las Santas Escrituras, que la afirmación a la vez, de la Gracia de Dios y la libertad de nuestra voluntad, porque incluso si, de sí mismo, un hombre puede ser conducido a la quietud de la virtud, permanece siempre en la necesidad del seguro del Señor? (Conferencias, XIII, 9). “Qué depende de qué, he aquí un problema considerable: precisamente, ¿es Dios misericordioso con nosotros porque hemos presentado las premisas de nuestro buen querer, o recibimos estas premisas porque Dios es misericordioso? Muchos, razonando de forma unilateral y afirmando más justamente, son conducidos a numerosos “errores contradictorios” (Conferencias XIII,11). “Pues la gracia y el libre albedrío parecen ciertamente ser contrarios el uno al otro, pero el uno y el otro están en armonía. Y concluimos que, por piedad, debemos aceptarlos unidos, por miedo a que separando al uno del otro, aparezcamos como violadores de la regla de fe de la Iglesia” (Conferencias, XIII, 11).
¡Qué profunda y serena respuesta a una pregunta a la que los teólogos occidentales (y no solamente el Bienaventurado Agustín) no han estado en disposición de responder correctamente! Para la experiencia cristiana y en particular para la experiencia monástica, en función de la cual habla San Casiano, no existe contradicción ninguna en la cooperación entre la Gracia y la libertad humana; es solamente la lógica humana la que encuentra una “contradicción”, cuando intenta comprender esta cuestión de una forma demasiado arbitraria y separada de la vida. La forma misma en la que el Bienaventurado Agustín, en oposición a San Casiano, expresa la dificultad de esta cuestión, revela diferencia de profundidad en sus respuestas.
Agustín reconocía simplemente que es “una cuestión que es muy difícil e inteligible a pocas personas” (Carta 214, al abad Valentino de Hadrumetum), indicando por esto que, para él, es un puzzle intelectual; mientras que para San Casiano, es un profundo misterio en el que la verdad nos es demostrada por la experiencia de la vida. Al final de su decimotercera Conferencia, San Casiano indica que sigue en su doctrina “a todos los Padres de la Iglesia universal que han enseñado la perfección del corazón, no por vanas disputas verbales, sino verdaderamente por sus actos” (tal referencia a “vanas disputas” es la crítica más extrema que autoriza en su debate con el eminente obispo de Hipona); y concluye su Conferencia sobre la “sinergia” entre la Gracia y la libertad con estas palabras: “Si alguna otra sutil deducción del argumento y del razonamiento humanos parece oponerse a esta interpretación, debe ser evitada más prontamente que ser desarrollada en detrimento de la fe; pues el hecho de que Dios obra todo en nosotros y que por tanto todas las cosas pueden ser imputadas al libre albedrío, he aquí lo que no puede embargar enteramente el espíritu y la razón del hombre” (Conferencias, XIII, 18).
La doctrina de la predestinación
La más seria de las exageraciones en las que cae el Bienaventurado Agustín en su enseñanza sobre la Gracia es en la idea de predestinación. Es la idea por la que es atacado más a menudo, y es aquella, en sus obras, la que, enormemente deformada, ha producido las consecuencias más terribles en los espíritus desequilibrados que ya no retenían la Ortodoxia en su pensamiento general. Debemos guardar en la memoria, sin embargo, que para la mayoría de la gente, actualmente, la palabra “predestinación” es comprendida en el sentido calvinista (lo veremos más adelante), y los que no han estudiado la cuestión están inclinados, a veces, a acusar a Agustín de esta monstruosa herejía. Esto debe ser dicho muy claramente al principio de esta discusión: el Bienaventurado Agustín no enseñó ciertamente la “predestinación” como lo comprende en nuestros días la mayoría de la gente; lo que hizo -como para el resto de su doctrina sobre la Gracia-, es que enseñó la doctrina ortodoxa de la predestinación de una forma exagerada, que se prestaba fácilmente a falsas interpretaciones.
El concepto ortodoxo de la predestinación se encuentra en la enseñanza de San Pablo: “Porque Él, a los que preconoció, los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que Éste sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a esos que predestinó, también los justificó; y a esos que justificó, también los glorificó” (Romanos 8:29-30).
Aquí, San Pablo habla de los que han sido conocidos con antelación, y con antelación establecidos (predestinados) por Dios para la gloria eterna. Esto debe ser comprendido en el contexto entero de la enseñanza cristiana, para quien esta predestinación incluye igualmente la libre elección de la persona de querer ser salvada: aquí, incluso, vemos el misterio de la sinergia, la cooperación de Dios y del hombre. San Juan Crisóstomo escribe en su Comentario sobre este pasaje (Homilía 15 sobre Romanos): “El Apóstol habla aquí de conocimiento por antelación para que todo no sea atribuido a la llamada … Pues si la llamada sola bastara, ¿entonces por qué no seríamos todos salvados? En consecuencia, dice que la salud de los llamados es cumplida no solo por la llamada, sino también por conocimiento por antelación, y la llamada por sí sola no es por obligación o por fuerza. Así, todos fueron llamados, pero no todos obedecieron”. Y el obispo (San) Teófano el Recluso explica incluso: “Concerniente a las criaturas libres, la predestinación divina no obstruye su libertad y no la hace ejecutora involuntaria de Sus decretos. Dios prevé las acciones libres como libres; Él ve la carrera entera de la persona libre y la suma general de sus acciones. Y viendo esto, decreta como si esto hubiera sido ya cumplido … No es que las acciones de la persona libre sean las consecuencias de una predestinación, sino que la predestinación misma es la consecuencia de los actos libres” (Comentario a la Epístola a los romanos, cap. 1 a 8)
Sin embargo, la hiper-racionalidad de Agustín lo empuja a intentar escrutar muy de cerca este misterio y “explicar sus aparentes dificultades por la lógica ordinaria. (Si alguno está en el número de los “predestinados”, ¿tiene necesidad de luchar por su salud? Si no esta, ¿debe por tanto abandonar toda lucha?). No debemos seguirlo en sus razonamientos, salvo para notar que él mismo sintió la dificultad de su posición y encontró a menudo necesario justificar y atenuar su enseñanza a fin de no ser mal comprendido. En su tratado sobre el Don de la Perseverancia, comenta: “E incluso esta doctrina no debe ser predicada a las congregaciones de manera que aparezca a una multitud inexperta o a gentes lentas a comprender, refutada en cierta medida por su prédica misma” (cap. 57). He aquí seguramente una manera remarcable de reconocer la “complejidad” de la doctrina cristiana fundamental. La “complejidad” de esta doctrina (que, incidentemente, está resentida a menudo por los conversos occidentales a la Ortodoxia, hasta los que adquieren alguna experiencia de la vida de todos los días según la fe ortodoxa), no persiste más que en el espíritu de los que han querido “resolverla” intelectualmente; la enseñanza ortodoxa de la cooperación entre Dios y el hombre, de la necesidad del combate ascético, y de la voluntad cierta de Dios de que todos sean salvados (1ª Timoteo 2:4), es suficiente para disipar las complicaciones inútiles que introduce la lógica humana en esta cuestión.
2ª Parte
Las vistas intelectualizadas de Agustín sobre la predestinación, como él mismo se había dado cuenta, tenían tendencia a suscitar opiniones erróneas sobre la gracia y el libre albedrío, en el espíritu de algunos de sus auditores. Estas opiniones comenzaron aparentemente a ser comunes algunos años después de la muerte de Agustín, y uno de los más grandes Padres de Francia encontró necesario combatirlas. San Vicente de Lerins, el teólogo del gran monasterio insular de las costas mediterráneas de Francia, reputado por su fidelidad a las doctrinas orientales en general, así como San Casiano en su enseñanza sobre la gracia, en particular, escribió su Introducción (Commonitorium) en el 434 para combatir las “novedades profanas” de numerosas herejías que habían atacado a la Iglesia. Entre estas novedades, censuró el punto de vista de un grupo que “osa prometer en sus sermones, que en su iglesia -que es justo su pequeño círculo- se puede encontrar una forma elevada, especial y totalmente personal de la divina gracia, que es divinamente administrada sin ninguna pena, celo o esfuerzo por su parte, a toda persona perteneciente a su grupo, incluso si no piden, no buscan ni llaman a la puerta. Así, sostenidos por las manos de los ángeles -es decir, preservados por una protección angélica- no chocan jamás sus pies contra la piedra -es decir, no pueden ser objeto de escándalo-” (Instrucción 26).
Existe otra obra de la época que contiene críticas similares, Las objeciones de Vicente, quizá obra del mismo San Vicente de Lerins. Es una suma de “deducciones lógicas” a partir de enunciados del Bienaventurado Agustín que todo cristiano de fe justa debe evidentemente rechazar: “Dios es el autor de nuestros pecados”, “La penitencia es inútil al predestinado a la muerte”, “Dios ha creado una gran parte de la raza humana para la condenación eterna”, etc.
…
Si las críticas de estos dos libros estaban dirigidas contra el mismo Agustín (de quien San Vicente de Lerins no menciona el nombre en su Instrucción), serían manifiestamente deshonestas. Agustín no enseñó nunca tal doctrina de la predestinación, que destruye simplemente el sentido mismo de la lucha ascética; encontró necesario, como lo hemos visto, el inscribirse en falso contra los que “exaltan la gracia a una amplitud tal, que niegan la libertad del libre albedrío humano” (Carta 214), y habría estado más ciertamente del lado de San Vicente contra los que fueron más tarde criticados por este último. En definitiva, las críticas de San Vicente son, de hecho, valederas cuando están dirigidas con justo título contra los discípulos extremistas de Agustín, aquellos incluso que deformaron su enseñanza en un sentido no ortodoxo, descuidando todas las explicaciones de Agustín, y que enseñaron que la Divina gracia es efectiva sin el esfuerzo humano.
Sin embargo, desgraciadamente hay un punto en la enseñanza de Agustín sobre la Gracia, y en particular sobre la predestinación, en donde cae en un serio error que alimenta estas “deducciones lógicas” tomadas de su doctrina por los heréticos. Desde el punto de vista de Agustín, sobre la gracia y la libertad, la afirmación apostólica de que Dios desea que todos los hombres sean salvados (1ªTimoteo 2:4) no puede ser verdadera literalmente; si Dios “predestina” que solamente algunos sean salvados, entonces debe querer que solamente algunos sean salvados. Entonces aquí la lógica humana fracasa comprendiendo el misterio de la verdad cristiana. Pero Agustín, de acuerdo con su lógica, quiere “explicar” este pasaje de las Escrituras de una manera compatible con toda su enseñanza sobre la gracia; y así escribe: “El “desea que todos los hombres sean salvados” quiere decir que todos los predestinados son entendidos por esta frase, porque hay toda clase de hombres entre ellos” (Sobre la Censura y la Gracia, 44). Así él niega realmente que Dios desee que todos los hombres sean salvados. Peor, es arrastrado más allá de la coherencia lógica del pensamiento, enseñando incluso (aunque solo en pasajes más cortos), una predestinación “negativa”, una predestinación a la condenación eterna, cosa totalmente extraña en las Escrituras. Habla claramente “de una clase de hombre que está predestinado a la destrucción” (Sobre la Perfección y la Rectitud humana,
13), y de nuevo dice: “A los que Él ha predestinado a la muerte eterna, Él es igualmente el árbitro más justo de su castigo” (Sobre el alma y su origen, 16).
Pero incluso aquí, debemos poner atención en no leer en las palabras de Agustín la interpretación tardía que tomará Calvino. En su doctrina Agustín no sostiene absolutamente que Dios determina o quiere que un solo hombre haga el mal; el contexto entero de su pensamiento deja claro el hecho de que no cree en semejante cosa, y niega a menudo esta acusación especifica con una evidente exasperación. Así, aunque encontró la objeción contra él de que “es por su propia culpa, por lo que cada uno abandona la fe, cuando se entrega y se consiente la tentación, siendo esta la causa de su deserción de la fe” (esto, contra la aserción de que Dios determina que un hombre pierda la fe), Agustín encuentra que no es más necesario responder, exceptuando: “¿Quién niega esto? (Sobre el Don de la Perseverancia, 46). Algunos decenios más tarde, el discípulo del Bienaventurado Agustín, Fulgencio de Ruspe, en la interpretación de su enseñanza, escribe: “En ningún otro sentido, supongo, debe ser tomado este pasaje de San Agustín en el que afirma que existen ciertas personas destinadas a la destrucción. Es en vista de su castigo y no de sus faltas, no predestinadas por el mal que han cometido injustamente, sino para el castigo que sufrirán en toda justicia (Ad Mominium I)”. La doctrina agustiniana de la “predestinación a la muerte eterna” no afirma, pues, que Dios quiera o determine que un hombre reniegue de la fe o haga el mal, ni mucho menos que sea
condenado al infierno por la arbitrariedad de la voluntad Divina, excluyendo así en el hombre una libre elección del bien o del mal. Afirma mas bien que Dios quiere la condenación de los que, por su propia voluntad, hacen el mal. Esto, sin embargo, no constituye la enseñanza ortodoxa, y la doctrina agustiniana de la predestinación, incluso con todas sus reservas, queda demasiado susceptible de extraviar a las almas.
La enseñanza de Agustín era bien conocida antes de que San Casiano escribiese sus Conferencias, y es bien cierto que este tiene en mente a Agustín cuando, en su decimotercera Conferencia, da a este error una respuesta claramente ortodoxa: “Para Aquel que no quiere que se pierda ni el menor de entre sus pequeños, ¿cómo podemos imaginarnos sin blasfemar gravemente que no desee de una manera general que todos los hombres sean salvados, sino solamente algunos de entre ellos? Los que entonces perezcan, perecen contra Su deseo (Conferencias XIII, 7)”. Agustín no habría sido capaz de aceptar tal doctrina, porque había falsamente hecho absoluta la gracia, y no habría podido en ningún caso concebir alguna cosa que pueda acontecer contra la voluntad divina, pero en la doctrina ortodoxa de la sinergia, es dado un verdadero lugar al misterio de la libertad humana, que puede elegir verdaderamente el no aceptar lo que Dios ha querido para ella y es a lo que Él ha llamado constantemente.
La doctrina de la predestinación (no en el sentido restrictivo de Agustín, sino en el sentido de la fatalidad dada más tarde por los heréticos) tuvo un futuro deplorable en Occidente. Hubo al menos tres desbordamientos mayores: en la mitad del siglo V, el presbítero Lucido enseñó una predestinación absoluta a la vez para la salvación y la condenación, forzando el poder de Dios irresistiblemente a algunos al bien, y a otros al mal -aunque se arrepintió finalmente de su doctrina después de haber sido combatido por San Fausto, obispo de Rhegium (un discípulo valeroso de San Vicente de Lerins y de San Casiano), y haber sido condenado por el concilio provincial de Arles en los alrededores de 475. En el siglo IX, el monje sajón Gottschalk comenzó una nueva controversia, afirmando dos predestinaciones “absolutamente parecidas” (una para la salvación y otra para la condenación), negando la libertad humana así como el deseo divino de querer salvar a todos los hombres, haciendo así levantar una furiosa controversia en el imperio franco.
Y para acabar, en nuestros tiempos modernos, Lutero, Zwinglio y especialmente Calvino, enseñaron la forma más extrema de predestinación: Dios ha creado a algunos hombres como “vasos de cólera” para los pecados y la condenación eterna, y la salvación y la condenación son concedidos por Dios según su placer sin tener en cuenta las acciones de los hombres. Aunque el mismo Agustín no haya enseñado nunca cosas parecidas a estas doctrinas lúgubres y del todo no cristianas, no queda menos que destacar que la fuente última de todo esto es clara, e incluso la enciclopedia católica lo admite: “La huella del origen del predestinacionismo herético se encuentra en una mala interpretación y un mal entendimiento de vista de San Agustín relativas a la elección eterna y a la reprobación. Pero fue solamente después de su muerte cuando esta herejía se extendió en la Iglesia de Occidente, mientras que la de Oriente era preservada de estas extravagancias de una manera remarcable”(Vol. XII, pag. 376). Si el Oriente fue preservado de estas herejías, es justamente, y nada más evidente, por la doctrina correcta sobre la gracia y la libertad que San Casiano y los Padres de Oriente enseñaron sin dejar ningún lugar a una cualquiera “mala interpretación” de esta doctrina.
Las exageraciones del Bienaventurado Agustín en su enseñanza sobre la Gracia, fueron, pues, muy serias y tuvieron lamentables consecuencias. No vayamos, sin embargo, a exagerar
nosotros encontrándolo culpable de sus concepciones extremas y manifiestamente heréticas, que le han imputado sus enemigos. No debemos ya hacer pesar sobre él toda la responsabilidad en el surgimiento de estas herejías; tal actitud perdería de vista la verdadera naturaleza del desarrollo de la historia intelectual. Incluso el más grande de los pensadores no puede ejercer una influencia en un vacío intelectual: la razón por la que el predestinacionismo extremo se manifestó en diferentes momentos en Occidente (y no en Oriente) no fue, en primer lugar, la enseñanza de Agustín (que sirvió solamente de pretexto y de pretendida justificación), sino más bien la mentalidad hiper-racional o súper lógica que siempre ha estado presente en los pueblos occidentales: en el caso de San Agustín produjo exageraciones en un pensamiento esencialmente ortodoxo, mientras que en el caso de Calvino, por ejemplo, produjo una herejía abominable en alguno que estaba seguramente más alejado de la Ortodoxia por su pensamiento o su mentalidad.
Si Agustín hubiera enseñado en Oriente y entre los griegos, no habría habido entonces herejía de la predestinación, o no al menos en las proporciones y consecuencias extendidas que tuvo en Occidente. El carácter no racionalista del espíritu oriental no habría deducido ninguna consecuencia de las exageraciones de Agustín, y en general le habría prestado menos atención de la que se le dio en Occidente, viendo en él lo que la Iglesia Ortodoxa continua en nuestros días viendo en él: a un venerable Padre de la Iglesia, no sin ocultar sus errores, y que lo sitúa un poco detrás de los Grandes Doctores Universales de Oriente y Occidente.
Pero para ver esto más claramente, ahora que hemos examinado en detalle la naturaleza de su enseñanza más controvertida, volvamos a las opiniones que tienen los Santos Padres de Oriente y Occidente sobre el Bienaventurado Agustín.
Opiniones en Francia, en el siglo V.
La opinión de los Padres del siglo V en Francia debe ser el punto de partida de esta búsqueda, pues es allí donde su enseñanza sobre la gracia fue, primeramente y más vivamente, puesta en cuestión. Hemos visto la agudeza de las críticas de la enseñanza de Agustín (o de sus discípulos) por San Casiano y San Vicente de Lerins; pero entonces, ¿cómo estos y otros, en la misma época, consideraban al mismo Agustín? Para responder a esta pregunta debemos decir algunas palabras de la doctrina de la gracia misma, y también ver cómo los discípulos de Agustín fueron conducidos a modificar su enseñanza en sus respuestas a las críticas de San Casiano y sus discípulos.
Los historiadores de la controversia sobre la gracia en el siglo V, en Francia, no han faltado a anotar cuán dulce fue en comparar con las disputas contra Nestorio, Pelagio y otros herejes notorios; fue vista siempre como una controversia en el interior de la Iglesia, y no como un conflicto de la Iglesia contra los herejes. Nunca nadie llamó a Agustín hereje, y Agustín no aplicó nunca este término a los que lo criticaban. Los tratados compuestos “Contra Agustín” fuero únicamente la obra de herejes (como Juliano, que profesaba el pelagianismo), y no de los Padres ortodoxos.
Próspero de Aquitania e Hilario, en sus cartas a Agustín informándolo de las observaciones de San Casiano y otros (publicadas como Cartas 225 y 226 en las obras de San Agustín), anotan que, aunque criticando su enseñanza sobre la gracia y la predestinación, están de acuerdo totalmente con él en los otros temas y son grandes admiradores de sus observaciones. Agustín,
en la publicación de sus tratados respondiendo a las críticas, se refiere a los que lo critican como “estos hermanos nuestros en el que vuestro piadoso amor está preocupado”, y a los que las observaciones sobre la gracia “difieren considerablemente de los errores de los pelagianos” (Sobre la Predestinación, 2). Y en la conclusión de su tratado final ofrece humildemente su opinión al juicio de la Iglesia: “Dejemos a los que piensan que estoy en el error, que consideren calmadamente aún e incluso lo que es dicho aquí, por miedo a que, por azar, puedan ellos mismos estar caídos. Y cuando, por medio de los que leen mis escritos, yo me hago no solamente más sabio, sino incluso más perfecto, reconozco el favor de Dios en mí” (Sobre el don de la Perseverancia, 68). El Bienaventurado Agustín no fue nunca un verdadero “fanático” en la exposición de su desacuerdo doctrinal con sus pares cristianos ortodoxos; y su tono generoso y gracioso fue generalmente compartido por sus oponentes sobre la cuestión de la gracia.
San Casiano mismo, en su libro Contra Nestorio, se refiere a Agustín como una de las más altas autoridades patrísticas en lo que concierne a la doctrina de la Encarnación de Cristo, citando dos de sus obras (VII, 27). Es verdad que no se refiere a Agustín en términos tan elogiosos como los utilizados por San Hilario de Poitiers (“un hombre adornado con todas las virtudes y las gracias”, 24), por San Ambrosio de Milán (“este ilustre sacerdote de Dios, que no abandonó jamás la mano de Dios, que brilló como un anillo en el dedo de Dios”, 25), o Jerónimo (“el instructor de los católicos, cuyos escritos brillan como lámparas divinas a través del mundo entero”,26). Él llama a Agustín “el sacerdote (sacerdos) de Hipona Regiensis” y no tiene ninguna duda de que actúa así porque ve a Agustín como un Padre poseyendo menos autoridad que los otros. Algo similar puede ser visto más tarde en los Padres orientales, que distinguieron entre el “divino” Ambrosio y el “bienaventurado” Agustín, y he aquí porqué en verdad Agustín es llamado aún en nuestros días “bienaventurado” en Oriente (un apelativo que será explicado más adelante). Pero el hecho reside en que San Casiano consideraba a Agustín como una autoridad en las cuestiones o el problema de la gracia, es decir, como un Padre ortodoxo y no como un hereje ni incluso una persona cuya enseñanza fuera dudosa o pudiera ser descuidada. Igualmente, existe una antología de las enseñanzas de Agustín sobre la Divina Trinidad y la Encarnación que nos llega bajo el nombre de San Vicente de Lerins: otro indicio del hecho de que Agustín fuera considerado como profesante de la Ortodoxia sobre otras cuestiones, incluso por los que constataban sus observaciones sobre la Gracia.
Poco después de la muerte del bienaventurado Agustín (principios de 430), Próspero de Aquitania hizo un viaje a Roma y reclamó al Papa Celestino una toma de posición autoritaria contra los que criticaban a Agustín. El papa no se pronunció sobre las cuestiones dogmáticas implicadas, pero envió a los obispos del sur de Francia una carta comportando lo que parece ser en esta época el punto de vista dominante así como oficial en Occidente sobre Agustín: “Con respecto a Agustín, al que todos los hombres, estén donde estén, han amado y honrado, estaremos siempre en comunión. Que se detenga este espíritu de denigración, que, desgraciadamente, está creciendo”.
Las enseñanzas de Agustín sobre la Gracia continuaron por tanto provocando turbulencias en la Iglesia de Francia durante todo el siglo V. Sin embargo, los espíritus más sabios de los dos lados de la controversia se explicaron con moderación. Así, incluso Próspero de Aquitania, discípulo eminente de Agustín en los primeros años que siguieron a la muerte de este último, admitió en una de sus obras de defensa (Respuestas a los Capitula Gallorum, VII), que Agustín habla con demasiada rudeza (durius), cuando dice que Dios no desea que todos los hombres
deben ser salvados. Y su último libro, en los alrededores de 450, “La llamada de las naciones” (De vocatione omnium gentium), revela que su propia enseñanza se suavizó considerablemente antes de su muerte.
Este libro se da como principio “para buscar qué restricción y moderación debemos mantener en nuestras observaciones sobre este conflicto de opiniones” (Libro I,1), y el autor intenta realmente expresar la verdad sobre la gracia y la salvación de forma que satisfaga a los dos lados y haga posible el término de la disputa. En particular, saca a la luz el que la Gracia no obliga al hombre, sino que actúa en armonía con la libre voluntad. Expresando la esencia de su enseñanza, escribe: “Si abandonamos totalmente todas las querellas que fluyeron del fuego de disputas inmoderadas, estará claro que debemos tener como ciertos tres puntos en esta cuestión. Primeramente, debemos confesar que Dios desea que todos los hombres sean salvados y lleguen al conocimiento de la verdad. Segundo, no puede haber ninguna duda de que todos los que realmente llegan al conocimiento de la verdad y la salvación, lo hacen, no en virtud de su propio mérito, sino por la ayuda eficaz de la Divina Gracia. Tercero, debemos admitir que la comprensión humana es incapaz de sondear la profundidad de los juicios de Dios” (Libro II, 1). Esta es, esencialmente, la versión “reformada” (y considerablemente mejorada) de la doctrina de Agustín que prevaleció finalmente en el Concilio de Orange 75 años más tarde y que puso fin a la controversia.
El principal de los Padres de Francia, después de San Casiano, en mantener la doctrina ortodoxa de la sinergia fue San Fausto de Lerins, más tarde obispo de Rhegium (Riez). Escribió un tratado Sobre la gracia de Dios y el libre albedrío, en el que ataca a la vez al “pernicioso instructor” Pelagio, por un lado, y el “error del predestinacionismo”, por otro (apuntando al sacerdote Lucido). Como San Casiano, él ve la gracia y la libertad en paralelo, la gracia siempre cooperante con el libre albedrío para la salvación del hombre. Compara el libre albedrío a “una clase de pequeño gancho” que se tiende y engancha a la gracia: una imagen que no estaba hecha para pacificar a los agustinianos estrictos que insistían sobre una “gracia preventiva” absoluta. Cuando escribe, a propósito de los libros de Agustín al diácono Graco, dice que incluso “en los más sabios de los hombres hay cosas que pueden ser consideradas como sospechosas”; pero permanece siempre respetuoso a la persona de Agustín y lo llama “el muy bienaventurado pontífice Agustín” (beatíssimus potifex Augustinus). San Fausto conservó igualmente el día de la fiesta del nacimiento al cielo del Bienaventurado Agustín, y sus escritos incluyen una homilía para esta fiesta.
Pero, incluso las dulces expresiones de este gran Doctor fueron encontradas criticables por los agustinianos estrictos, como el africano Fulgencio de Ruspe, que escribió tratados sobre la gracia y la predestinación contra San Fausto, y la controversia continuó largo tiempo ardiendo bajo las cenizas. Podemos ver incluso el punto de vista ortodoxo sobre esta controversia a finales del siglo V, en una colección de notas biográficas del sacerdote Genadio de Marsella, Vidas de hombres ilustres (una continuación del libro del mismo nombre del bienaventurado Jerónimo). Genadio, en su tratado Sobre losDogmas Eclesiásticos, se muestra como un discípulo de San Casiano sobre la cuestión de la gracia y del libre albedrío, y sus comentarios sobre los participantes más notables de la controversia nos da una buena idea de cómo los defensores de San Casiano en Occidente, veían la cuestión, unos cincuenta años o más, después de la muerte de Agustín y Casiano.
A propósito de San Casiano, Genadio dice (cap. 62): “Escribió a partir de su experiencia, con
un lenguaje vigoroso, o para hablar más claramente, con el sentido detrás de cada palabra y la acción detrás de cada discurso. Cubrió el completo terreno de las direcciones prácticas, para toda clase de monjes”. Entonces continua con una lista de sus obras, con todas las Conferencias mencionadas por su nombre, lo que constituye uno de los más largos capítulos del libro. No se dice nada, específicamente, sobre su enseñanza sobre la gracia, pero San Casiano está claramente presente como Padre Ortodoxo.
Sobre el tema del libro de Próspero, por otra parte, Genadio escribió (cap. 85): “Considero como venido de él, un libro anónimo contra ciertas obras de Casiano, que la Iglesia de Dios ha juzgado saludables, pero mancha como siendo nocivo, y de hecho, algunas de las opiniones de Casiano y Próspero sobre la gracia de Dios y el libre albedrío difieren unas de otras”. Aquí, la Ortodoxia de la enseñanza de Casiano sobre la gracia está claramente proclamada, y está constatado que la de Próspero difiere, pero su crítica de Prospero permanece, sin embargo, dulce.
Concerniente a San Fausto, Genadio escribió (cap. 86): “Publicó un excelente trabajo, Sobre la gracia de Dios por la que somos salvados, en la que enseña que la gracia de Dios invita siempre, precede y ayuda a nuestra voluntad, y cualquiera que sea la ganancia que pueda alcanzar nuestra libertad de querer, en sus hechos piadosos, no es por su propio mérito, sino el don de la gracia”. Y más adelante, después de haber comentado sus otros libros: “Este excelente instructor en quien creemos con entusiasmo y que admiramos”. Claramente, Genadio defiende a San Fausto como Padre ortodoxo, y en particular lo defiende contra la acusación (a menudo formulada también contra San Casiano) de que niega la “gracia preventiva”. Los discípulos de Agustín no pudieron comprender nunca que la doctrina ortodoxa de la sinergia no niega absolutamente “la gracia preventiva”, sino que enseña solamente su cooperación con el libre albedrío. Genadio (y San Fausto mismo) ponen un énfasis especial afirmando esta creencia en la “gracia preventiva”.
Veamos ahora lo que Genadio dijo del mismo Agustín; hay que recordar que este libro fue escrito en los años 480 o 490; cuando la controversia, a propósito de la enseñanza sobre la gracia de Agustín, tenía unos sesenta años de antigüedad, y cuando las exageraciones de esta doctrina habían sido largamente expuestas y abundantemente discutidas, y cuando las consecuencias dolorosas de estas exageraciones fueron evidentes en la doctrina ya condenada del predestinacionismo de Lucido.
“Agustín de Hipona, obispo de Hipona Regiensis, un hombre reputado en el mundo entero por sus conocimientos, a la vez profanos y sacros, sin defecto en la fe, puro en la vida, que escribió libros en gran número que no pueden ser reunidos. ¿Quién puede gloriarse de poseer todas sus obras o bien de haber leído con tanta diligencia, cuanto ha podido leer sobre lo que Agustín escribió?” A este elogio de Agustín, algunos de sus manuscritos añaden una crítica: “He aquí porqué, según la veracidad del proverbio de Salomón, en la multitud de sus palabras se puede faltar a pecar (39).” La crítica de Agustín (que pertenece a Genadio mismo, o a un copista tardío) no es menos dulce que la de los Santos Casiano y Fausto, contentándose con señalar que la enseñanza de Agustín no es perfecta. Claramente los que hablan de una confesión plenamente ortodoxa de la gracia, en Francia, en el siglo V, no consideran a Agustín mas que como un gran instructor y un Padre, incluso si encuentran necesario señalar sus errores. Esta ha continuado siendo la actitud ortodoxa hacia Agustín, hasta nuestros días.
A comienzo del siglo VI, la controversia sobre la gracia se había concentrado en la crítica de la enseñanza de San Fausto, en la que “el pequeño gancho” del libre albedrío continuaba turbando a los discípulos de Agustín con su espíritu siempre hiper-racionalista. Toda la controversia finalmente llegó a su fin gracias, sobre todo, a los esfuerzos de un hombre cuya posición favoreció especialmente esta reconciliación final de las dos partes. San Cesáreo, metropolita de Arces, era un monje del monasterio de Lerins, donde estuvo entre los ascetas más estrictos, y un discípulo de la enseñanza monástica de San Fausto, que no cesó nunca de llamarlo santo; pero al mismo tiempo, admiró altamente y amó fuertemente al bienaventurado Agustín, y al final obtuvo la demanda que había hecho a Dios, de poder morir el día de la muerte de Agustín (murió la víspera, el 27 de agosto de 543). Bajo su presidencia, el Concilio de Orange se reunió en 529, con catorce obispos presentes y aprobó 25 cánones que dieron una versión un poco modificada de la enseñanza sobre la gracia del bienaventurado Agustín. Las expresiones exageradas de Agustín sobre la naturaleza casi irresistible de la gracia fueron cuidadosamente apartadas, y nada más fue dicho de su enseñanza sobre la predestinación. De una manera significativa, la doctrina de la “predestinación al mal” (que algunos habían tomado como falsa “deducción lógica” de la enseñanza de Agustín sobre la “predestinación a la muerte”) fue específicamente condenada y sus partidarios (“si existen algunos que deseen creer en una cosa tan mala”) anatematizados.
La doctrina ortodoxa de San Casiano y San Fausto no fue citada en este Concilio, pero ya no fue condenada; su enseñanza de la sinergia fue simplemente incomprendida. La libertad del hombre fue, bien entendida, mantenida, pero en el marco del punto de vista hiper-racional que Occidente tenía sobre la naturaleza y la gracia. La enseñanza de Agustín fue corregida, pero la plenitud de la enseñanza más profunda de Oriente no fue reconocida. He aquí porqué la enseñanza de San Casiano constituye en nuestros días una revelación para los occidentales que buscan la verdad cristiana: no es que la enseñanza de Agustín, en su forma modificada, sea “falsa” (pues enseña la verdad tanto como puede hacerlo en su marco limitado), sino porque la enseñanza de San Casiano constituye una expresión más profunda y entera de la verdad.
3ª parte
Opiniones en el siglo VI, Oriente y Occidente.
Una vez que la controversia sobre la gracia hubo cesado de turbar a Occidente (Oriente no prestó mas que poca atención a ella, estando su propia enseñanza protegida y no sometida a ningún ataque), la reputación de Agustín permaneció estable: era un gran Doctor de la Iglesia, bien conocido y respetado en todo el Occidente, aunque menos conocido pero respetado igualmente en Oriente.
La opinión occidental sobre él puede ser percibida en la forma en la que se refiere a él San Gregorio el Dialoguista, papa de Roma, un Padre ortodoxo reconocido por el Oriente tanto como por el Occidente. En una carta a Inocencio, prefecto de África, San Gregorio escribe (teniendo en su mente, en particular, los comentarios de Agustín sobre las Escrituras): “Si deseáis ser saciados con un alimento delicioso, leed los libros del bienaventurado Agustín, vuestro compatriota, y no busquéis nuestra paja en comparación con su fino trigo” (Epístolas, Libro II, 37). Por otra parte San Gregorio lo llama “San Agustín” (ibídem, 54)
En Oriente, donde no había razón para discutir sobre Agustín (cuyos escritos eran aún poco conocidos), la opinión sobre el Bienaventurado Agustín puede ser vista incluso más claramente con ocasión del mayor evento de ese siglo, cuando los Padres de Oriente y Occidente se reunieron para el quinto Concilio Ecuménico, que tuvo lugar en Constantinopla en 553. En las Actas de este Concilio, el nombre de Agustín es mencionado numerosas veces. Así, durante la primera sesión del Concilio, la carta del Santo Emperador Justiniano, que contenía el pasaje siguiente, fue leída en la asamblea de los Padres: “Declaramos además que nos mantenemos firmes en los decretos del cuarto Concilio, y que en todo seguimos a los Santos Padres, Atanasio, Basilio, Gregorio de Constantinopla, Cirilo, Agustín, Proclo, León y sus escrito sobre la fe verdadera” (Los Siete Concilios Ecuménicos, Eerdmans ed, p. 303).
Otra vez, en la “Sentencia” final del concilio, cuando los Padres invocaron la autoridad del bienaventurado Agustín sobre cierto punto, se refirieron a él de esta forma: “Numerosas cartas de Agustín, de venerable memoria y que ante todos brilló de una manera resplandeciente entre los obispos africanos, fueron leídas …” (Ibid, p.309)
Finalmente, el papa de Roma, Virgilio, que fue a Constantinopla, pero que rehusó tomar parte en el Concilio, en la “Carta Decretal” que publicó algunos meses más tarde (mientras aún se encontraba en Constantinopla) aceptando finalmente el Concilio, tomó como ejemplo de su propia retracción al bienaventurado Agustín, del que habla en estos términos: “Es manifiesto que nuestros Padres, y especialmente el Bienaventurado Agustín, que fue ilustre en su fe en las Divinas Escrituras y un maestro en la elocuencia romana, retiró algunas de sus propias obras, y corrigió algunas de sus propias palabras, y añadió lo que había omitido y que más tarde, finalmente descubrió” (ibid, p. 322).
Es, pues, evidente, que en el siglo VI el Bienaventurado Agustín era reconocido como un Padre de la Iglesia, del que se hablaba en términos de gran respeto, respeto que no es atenuado por el reconocimiento del hecho de que enseñara algunas veces imprecisamente y que debió de corregirse a sí mismo.
En los siglos siguientes, el pasaje de la carta del santo emperador Justiniano, en el que enumera a Agustín entre los principales Padres de la Iglesia, fue citado por los escribas latinos en sus disputas teológicas con el Oriente (el texto de las Actas de este Concilio, no habiendo sido conservado mas que en latín), con la intención precisa de establecer la autoridad de Agustín así como de otros Padres occidentales en la Iglesia Universal. Veremos como los principales Padres orientales de este período aceptaron a Agustín como Padre ortodoxo, y al mismo tiempo cómo nos legaron la actitud ortodoxa exacta hacia los Padres que, como Agustín, cayeron en algunos errores.
El siglo noveno: San Focio el Grande
La teología del Bienaventurado Agustín (y no ya su teología sobre la gracia solamente) fue controvertida por primera vez en Oriente hacia finales del siglo IX, ligada con el famoso debate sobre el Filioque (la enseñanza de la doble procesión del Espíritu Santo: del Padre y del Hijo, y no del Padre solamente, como el Oriente había siempre profesado). Esto ocasionó, por
primera vez en Oriente, el examen atento de toda la teología de Agustín por un Padre griego (San Focio); pues los Padres de Francia, que se habían opuesto a él por el problema de la Gracia, aunque hubiesen enseñado con el espíritu oriental, vivían en Occidente y escribían en latín.
La controversia del siglo IX sobre el Filioque es un vasto tema sobre el cuál ha sido recientemente publicado un libro fuertemente instructivo (Richard Haugh, Focio y los Carolingios, Belmont, Mass, 1975). Aquí nos concentraremos únicamente en la actitud de San Focio sobre el Bienaventurado Agustín. Esta actitud es esencialmente la misma que la de los Padres de Francia del siglo V, pero San Focio da una explicación más detallada de lo que es el punto de vista ortodoxo sobre un gran y santo Doctor que erró en materia de doctrina.
En una de sus obras, su Carta al Patriarca de Aquileia (que era uno de los apologistas del Filioque más observados en Occidente, en la época de Carlomagno), San Focio responde a diversas objeciones. A la afirmación: “El gran Ambrosio, así como Agustín, Jerónimo y algunos otros escribieron que el Espíritu procede igualmente del Hijo”, san Focio redarguye: “Si diez, o incluso veinte Padres dijeron eso, seiscientos o incluso una multitud no lo han dicho. ¿Quiénes son aquellos que ofenden a los Padres? ¿No son aquellos, que aprisionando la fe íntegra de algunos Padres en algunas palabras, poniéndolas en contradicción con los concilios, los prefieren a la multitud innumerable (de otros Padres)? ¿O son aquellos que eligen por defensores a todos los otros Padres? ¿Quién ofende a los bienaventurados Agustín, Jerónimo y Ambrosio? ¿Son aquellos que los fuerzan a entrar en contradicción con nuestro Maestro y Preceptor común, o bien son los que, no haciendo nada parecido, desean que todos sigan el decreto del Maestro común?
Entonces San Focio presenta una objeción típica de esta mentalidad latina, a menudo, demasiado ligada en su lógica: “Si enseñan correctamente, entonces toda persona que los considera como Padres debe aceptar sus ideas; pero si no han hablado con piedad, deben ser rechazados junto con los herejes”. La respuesta de San Focio a esta mentalidad racional es un modelo de profundidad, de sensibilidad y de compasión con los cuales un verdadero ortodoxo ve a los que han errado de buena fe: “¿No ha habido circunstancias complejas que han forzado a muchos Padres a expresarse de una manera imprecisa, en parte para responder, adaptándose a las circunstancias, a los ataques de los enemigos, y a veces por razón de la ignorancia humana a la cual también ellos estaban expuestos? … Si algunos han hablado con imprecisión, o incluso, por alguna razón que desconocemos, se han desviado del camino recto, pero si no han sido contestados y nadie los ha conducido a conocer la verdad, los admitimos en la lista de los Padres, como si no hubiesen dicho tal o cual cosa, en razón de la rectitud de su vida, de su virtud remarcable o de su fe irreprochable en todo otro concepto. No sigamos, sin embargo, sus enseñanzas allí donde se hayan salido del sendero de la verdad … En cuanto a nosotros, sabiendo que algunos de nuestros Santos Padres y Doctores se han apartado de la fe de los verdaderos dogmas, no aceptemos como doctrina estas enseñanzas en las que se han apartado, sino que abracemos a los hombres. Así, igualmente en el caso en el que uno haya afirmado que el Espíritu procede del Hijo, no aceptemos lo que se opone a las palabras del Señor, pero no lo apartemos del rango de los Padres”.
En un tratado posterior consagrado a la Procesión del Espíritu Santo, la Mystagogia, San Focio habla en el mismo espíritu de Agustín y de otros que erraron en lo que concierne al Filioque, y de nuevo defiende a Agustín contra los que querrían sin razón situarlo contra la tradición de la
Iglesia, exhortando a los latinos a cubrir los errores de sus Padres “por medio del silencio y la gratitud” (Focio y los Carolingios, pp. 151-153).
Si la enseñanza de Agustín sobre la Santa Trinidad, como aquella sobre la Gracia, no obtiene su objetivo, no es porque se encontrase en el error sobre algún punto en particular; pues, tomando conciencia de la enseñanza oriental sobre la Santa Trinidad en su plenitud, no habría enseñado probablemente que el Espíritu procede “igualmente del Hijo”. Es más bien que acercó toda la dogmática desde un punto de vista “psicológicamente” diferente, que no estaba demasiado adecuado al de la cercanía oriental en su expresión de la verdad sobre nuestro conocimiento de Dios; aquí, como sobre la Gracia y también otras doctrinas, la cercanía mas ligada de los latinos, no es tanto “mala” como “limitada“. Algunos siglos más tarde, el famoso Padre oriental, San Gregorio Palamás, estaba en posesión de ejecutar ciertas formulaciones latinas de la Procesión del Espíritu Santo (mientras que no era cuestión de Procesión de la Hipóstasis del Espíritu Santo), añadiendo: “No debemos comportarnos de una manera tan inconveniente, querellándonos vanamente con palabras”. Pero incluso para los que enseñaron incorrectamente a propósito de la Procesión de la Hipóstasis del Espíritu Santo (como lo supuso San Focio en lo que concierne al Bienaventurado Agustín), si enseñaron así antes de que el tema hubiese sido debatido en toda la Iglesia y que la doctrina ortodoxa les hubiese sido presentada claramente, deben ser tratados con clemencia y “no ser expulsados del rango de Padres”.
El Bienaventurado Agustín mismo, debemos añadir, era, de hecho, digno de la condescendencia amante que muestra San Focio hacia sus errores. En la conclusión de su libro “Sobre la Trinidad”, escribió: “Oh Señor, Único Dios, Dios Trinidad, todo lo que he dicho en estos libros que sea de Ti, lo puedan reconocer los que son Tuyos, y si alguna cosa viene de mi, pueda ser perdonada a la vez por Ti y por los que son Tuyos”.
En el siglo IX, pues, mientras que otro error importante del Bienaventurado Agustín, expuesto, se convertía en tema de controversia, el Oriente ortodoxo continuaba considerándole como un Santo y un Padre.
Los siglos tardíos: San Marcos de Éfeso.
En el siglo XV, en el concilio de “Unión” de Florencia, se presentó una situación análoga a la de la época de San Focio: Los latinos citaron a Agustín como autoridad (a veces incorrectamente) para doctrinas tan variadas como el Filioque y el purgatorio, y un gran teólogo de Oriente les respondió.
En su primera argumentación contra los griegos a favor del fuego purificador del purgatorio, los latinos utilizaron el texto de la carta dirigida por el santo emperador Justiniano a los Santos Padres del Quinto Concilio Ecuménico (citado anteriormente) a fin de establecer la autoridad ecuménica del Bienaventurado Agustín en la Iglesia así como la de otros Padres occidentales. A esto San Marcos de Éfeso respondió (en su “Primera homilía sobre el fuego del purgatorio”, Cap. 7): “En primer lugar habéis citado algunas palabras del Quinto Concilio Ecuménico, que determinan que en todo debemos seguir a estos Padres de quienes habéis citado los propósitos, y aceptar completamente lo que han dicho; entre esto se encuentran Agustín y Ambrosio que, sea dicho, enseñan más expresamente que los otros sobre el tema de este fuego purificador.
Pero estos propósitos no nos son conocidos, pues no poseemos el libro de las Actas del Concilio: he aquí porque os pedimos que nos lo presentéis, si lo tenéis en alguna versión griega. Pues estamos muy asombrados de que en este texto Teófilo figure igualmente entre los otros Doctores; Teófilo es conocido en todos lados, no por ninguno de sus escritos, sino por su infamia, en razón del loco encarnizamiento contra San Juan Crisóstomo” (Archimandrita Ambrosio Pogodin, “San Marcos de Éfeso y la Unión de Florencia, pp. 65-66, Jordanville, N. Y., 1963).
Es solamente contra Teófilo, y no contra Agustín o Ambrosio, contra quien protesta San Marco, negándose a recibirlo como Doctor de la Iglesia. Más allá, en este tratado (cap. 8 y 9), San Marcos examina las citas tomadas del “bienaventurado Agustín” y del “divino Padre Ambrosio” (una distinción que es retenida por los Padres Ortodoxos en los siglos tardíos), negando algunas y aceptando otras. En otros escritos de San Marco durante este Concilio, utiliza los escritos del mismo Agustín como fuente ortodoxa (bien entendido a partir de traducciones griegas de algunas de sus obras, realizadas después de San Focio). En sus “Respuestas a las dificultades y cuestiones de los cardenales y otros profesores latinos” (cap.
3), San Marcos cita “Los soliloquios” y “Sobre la Trinidad”, haciendo referencia al autor como “el Bienaventurado Agustín”, utilizando con pertinencia sus citas contra los latinos del concilio (Pogodin, obra citada, pp. 156-158). En uno de sus escritos, “Los capítulos silogísticos contra los latinos” (cap. 34), se refiere incluso al “divino Agustín” cuando de nuevo cita favorablemente su “Sobre la Trinidad” (Pogodin, obra citada, p. 268). Debe ser notado que San Marcos pone atención, cuando cita más allá a un teólogo latino que no tiene autoridad en la Iglesia Ortodoxa, en no darle un título de honor cualquiera, que no sea el de “bienaventurado” o “divino”; así, Tomás de Aquino es para él, solamente, “Tomás, el profesor de latín” (Ibíd, cap. 13; Pogodin, obra citada, p. 251).
Como San Focio, San Marcos, viendo que los teólogos latinos citaban errores de algunos Padres contra la enseñanza de la misma Iglesia, sintió que era necesario establecer la enseñanza ortodoxa concerniente a los Padres que erraron sobre algunos puntos. Hizo aquí como San Focio, pero sin referirse a Agustín, a quien intenta justificar los errores y situarlos en su mejor esclarecimiento posible, ni a ningún otro Padre occidental, sino a un Padre oriental que cayó en un error, ciertamente no menos serio que los de Agustín. He aquí lo que escribió San Marcos: “En lo que concierne a las propuestas que son citadas del bienaventurado Gregorio de Nisa, sería mejor guardar sobre ellos silencio, y sobre todo no esforzarse, por la salvación de nuestra propia defensa, a desvelarlos en lugar público. Pues el Doctor aparecía visiblemente de acuerdo con los dogmas de los origenistas que asignaron un fin a los tormentos”. Según san Gregorio (continúa San Marcos) “vendrá una restauración final de todo, e incluso de los demonios, para que Dios, dice, pueda ser todo en todos, según la palabra del Apóstol”. En la medida en la que estas palabras fueron igualmente citadas, entre otras, debemos en principio responder a esto como lo hemos recibido de nuestros Padres. Es posible que se hayan producido algunas alteraciones e inserciones debidas a algunos herejes u origenistas … Pero si tal fuera la verdadera opinión del Santo, esto sucedió cuando este punto estaba sujeto a disputa y no había sido definitivamente condenado y rechazado por la opinión opuesta, como ésta fue expuesta en el Quinto Concilio Ecuménico; también, no hay nada de sorprendente en el hecho de que él, un ser humano, erró en cuanto a definir precisamente la verdad, mientras que lo mismo sucedió a muchos otros antes que a él, como a San Ireneo de Lyon, San Dionisio de Alejandría y otros. Así, estas propuestas, si fueron sostenidas realmente por el maravilloso Gregorio concerniendo a este fuego, no indican una purificación especial
(como lo querría la doctrina del purgatorio …) sino que introducen una purificación final y una restauración final de todo; pero de ninguna manera son convincentes para nosotros, que creemos en el juicio corriente de la Iglesia y estamos guiados por las Sagradas Escrituras, sin creer lo que cada uno de los Doctores a escrito como su opinión personal. Si cualquier otro ha escrito de igual manera sobre este fuego purificador, no debemos aceptarlo de ninguna manera”. (Primera homilía sobre el fuego del purgatorio, 11; Pogodin, obra citada, pp. 68-69).
De una manera significativa, los latinos fueron golpeados por esta respuesta y delegaron en su principal teólogo, el cardenal español Juan de Torquemada (tío del famoso Gran Inquisidor de la Inquisición española) para responder, cosa que hizo por estas palabras: “Gregorio de Nisa, sin ninguna duda uno de los más grandes entre los Doctores, transmitió de la manera más clara la doctrina del fuego del purgatorio …; Pero lo que decís en respuesta a esto, el que un ser humano pueda engañarse, nos parece extraño; pues Pedro y Pablo también, y los otros Apóstoles, y los cuatro Evangelistas eran igualmente hombres, sin hablar incluso de Atanasio el Grande, de Basilio, de Ambrosio, de Hilario y de los otros Padres de la Iglesia que eran igualmente hombres y podrían, pues, engañarse. ¿No pensáis que esta respuesta que nos dais, sobrepasa lo lógico? Pues la fe, toda entera, vacila, y el Antiguo y el Nuevo Testamento, trasmitido hasta nosotros por hombres, es asunto para dudar, pues, si seguimos vuestra aserción, no sería imposible para ellos engañarse. Pero entonces, ¿qué queda de sólido en las Sagradas Escrituras? ¿Qué tendremos de estable? Reconocemos también que es posible para un hombre engañarse en tanto que ser humano, actuando según su propio poder, pero mientras que esta guiado por el Espíritu Santo y prueba la piedra de toque de la Iglesia, en estos puntos que se trasladan a la fe común como enseñanza dogmática, entonces, lo que escribe, lo afirmamos, y es absolutamente verdad” (Respuesta de los latinos, 4; Pogodin, obra citada, pp.
94-95)
El fin lógico de esta búsqueda latina de la “perfección” en los Santos Padres es, bien entendida, la infalibilidad papal. Esta posición es exactamente la misma en su lógica que aquella defendida en otro tiempo contra San Focio como que, si Agustín y otros han enseñado incorrectamente sobre un punto cualquiera, entonces deben ser “rechazados junto con los herejes”.
San Marcos de Éfeso, en su nueva respuesta a esta declaración, repite el punto de vista ortodoxo de que “es posible para alguien ser un Doctor y al mismo tiempo no decir algo de una forma absolutamente correcta. ¿Con qué necesidad, si no, habrían convocado los Santos Padres, los Concilios Ecuménicos?”, y que tales enseñanzas privadas (en oposición a la infalibilidad de las Escrituras y de la Tradición de la Iglesia) “no debemos creerlas de una manera absoluta o aceptar sin examen”. Entra, entonces, en muchos detalles, con numerosas citas tomadas de su Libro, para mostrar que San Gregorio de Nisa no enseñó, de hecho, el error que le era atribuido (que no es nada menos que la negación del tormento eterno en el infierno, y el de la salvación universal), y da como propuesta que hacen definitivamente autorizada sobre la cuestión, a la del mismo Agustín.
“Que solamente las Escrituras Canónicas sean infalibles, esto es afirmado por el bienaventurado Agustín en las palabras que escribió a Jerónimo: “Conviene conceder tal honor y tal veneración solamente a los libros de la Escritura que son llamados “canónicos”, pues creo absolutamente que ninguno de los autores que las han escrito no han errado en nada
… Pero para otros escritos, aun cuando la excelencia de sus autores sea grande en santidad y
conocimiento, cuando los leo, no acepto su enseñanza como verdad sobre la única base de que es así como lo han escrito y pensado”. Después, en la carta a Fortunato: “No debemos considerar el juicio de un hombre, aun cuando este hombre haya sido ortodoxo y poseyó una alta reputación, de la misma manera que aceptamos la autoridad de las Escrituras canónicas, hasta el punto de considerar como inadmisible, en razón del respeto debido a este hombre, el desaprobar y rechazar alguna cosas en sus escritos si nos venía a descubrir que no había enseñado más que la verdad que, con ayuda de Dios, había sido alcanzada por otros o por nosotros mismos; y espero que los lectores actuarán igualmente así con mis propios escritos” (San Marcos de Éfeso, Segunda Homilía sobre el fuego del purgatorio, 15-16; Pogodin, obra citada, pp. 127-132).
Así pues, las últimas palabras sobre el bienaventurado Agustín, son las del mismo Agustín; y la Iglesia ortodoxa a través de los siglos no ha cesado, de hecho, de tratarlo exactamente como él deseó.
4ª parte
Opiniones de los tiempos modernos sobre el bienaventurado Agustín.
Los Padres ortodoxos de tiempos modernos han continuado viendo al bienaventurado Agustín de la misma manera que hizo San Marcos de Éfeso, y no hubo controversia particular unida a su nombre. En Rusia, al menos desde el tiempo de San Dimitri de Rostov (principios del siglo XVIII), la costumbre de referirse a él como “el bienaventurado Agustín” comenzó a estar bien establecida. Aquí, decimos justo una palabra sobre este apelativo.
En los primeros siglos del Cristianismo, la palabra “bienaventurado” en referencia a un hombre de vida santa era utilizada de una manera más o menos intercambiable con las palabras “santo” o “sagrado”. Esto no era el resultado de una cualquiera o formal “canonización”, que no existía en estos siglos, sino que estaba más bien basada, ante todo, en la veneración popular. Así, San Martín de Tours (siglo IV), un santo y taumaturgo probado, en escritos como los de San Gregorio de Tours (siglo VI), es calificado a veces como “bienaventurado” (beatus) y a veces como “santo” (sanctus). Y pues, cuando Agustín fue calificado en el siglo V, por san Fausto de Lerins, como “el mas bienaventurado” (beatissimus), en el siglo VI, por San Gregorio el Grande, como “bienaventurado” (beatus), en el siglo XIX, por san Focio, como “santo” (agios), estos títulos diferentes quieren decir la misma cosa: que Agustín era reconocido como formando parte de los que son remarcables por su santidad y su enseñanza. En Occidente, durante todos estos siglos, el día de su fiesta fue conservado; en Oriente (donde no se celebraban fiestas particulares para santos occidentales) fue simplemente visto como Padre de la Iglesia Universal.
En tiempos de San Marcos de Éfeso, la palabra “bienaventurado” fue utilizada para denotar menor autoridad que los grandes Padres; así, se refiere al “bienaventurado Agustín”, pero al “divino Ambrosio”, al “bienaventurado Gregorio de Nisa”, pero a “Gregorio el Teólogo, grande entre los santos”; pero esto no quiere decir que exista una constante en este propósito.
Incluso en los tiempos modernos, la palabra “bienaventurado” queda, de algún modo, vaga en su aplicación. Según el uso ruso, “bienaventurado” puede referirse a los grandes Doctores alrededor de los cuales hubo ciertas controversias (Agustín y Jerónimo, en Occidente, Teodoreto de Ciro en Oriente), pero también a los locos en Cristo (glorificados o no) así como en general a las personas santas pero no glorificadas en los siglos recientes. Incluso en nuestros días no hay definición precisa de lo que quiere decir “bienaventurado” en la Iglesia Ortodoxa (en oposición al catolicismo romano, donde la “beatificación” es parte entera de un proceso legal en sí mismo), y no importa que personas “bienaventuradas”, que tienen un lugar reconocido en el calendario ortodoxo de los Santos (como lo tienen Agustín, Jerónimo, Teodoreto, y muchos locos en Cristo) pueden igualmente ser llamados “santas”. En el uso ortodoxo ruso se habla raramente de “San Agustín”, pero más bien siempre del “bienaventurado Agustín”. En nuestros tiempos modernos hubo numerosas traducciones en griego y en ruso de los escritos del bienaventurado Agustín, y comenzó a ser bastante conocido en el Oriente ortodoxo. Algunos de sus escritos, a decir verdad, como los de sus tratados anti-pelagianos y “Sobre la Trinidad”, son leídos con prudencia, la misma prudencia con la que los creyentes ortodoxos leen “Sobre el alma y la resurrección”, de San Gregorio de Nisa y algunos otros de sus escritos.
El gran Doctor ruso del siglo XVIII, san Tikon de Zadonsk, cita algunos de los escritos del bienaventurado Agustín (principalmente tomados de los Soliloquios) como procedentes de un Padre ortodoxo, aunque su principal fuente patrística esté sobre los Padres de Oriente, y por debajo de San Juan Crisóstomo. “Las Confesiones” de Agustín ocupan un lugar respetable entre los libros espirituales ortodoxos en Rusia y han tenido incluso un efecto decisivo sobre el gran recluso del siglo XIX, Georges de Zadonsk, en cuanto a su renuncia al mundo. Cuando este último estaba en el servicio militar, en su juventud, y llevaba una vida cada vez más retirara para prepararse para entrar en un monasterio, fue atraído por la hija de un cierto coronel y tomó la decisión de pedirla en matrimonio. Recordando después el deseo profundo que había desarrollado de abandonar el mundo, se encontró en un estado crítico de indecisión y perplejidad, y resolvió finalmente haciendo uso del libro patrístico que estaba a punto de leer. Él mismo describió este momento: “Fui inspirado a abrir el libro que estaba sobre la mesa, diciéndome a mí mismo: seguiré al pie de la letra lo que me indique, sea lo que sea. Abrí las Confesiones de Agustín y leí: “El que se casa está preocupado por su mujer y cómo complacerla, pero el que no se casa está preocupado por el Señor y cómo complacer al Señor.
¡Ve la justicia de esto! ¡Qué diferencia! Razona profundamente, elige la mejor vía, no te retrases, decide, sigue; nada te pone trabas”. Decidí. Mi corazón se llenó de una bondad indecible. Mi alma estaba en júbilo. Y me parecía que mi espíritu estaba enteramente cubierto de un éxtasis paradisíaco”. Esta experiencia nos recuerda la propia experiencia del bienaventurado Agustín, cuando fue inspirado a abrir las cartas de San Pablo y siguió el consejo dado por el primer pasaje sobre el que cayeron sus ojos (Confesiones, VIII, 12). Debe ser notado que el mundo espiritual del bienaventurado Georges de Zadonsk era enteramente el de los Padres ortodoxos, como lo sabemos por los libros que leía: La vida de los Santos, San Basilio el Grande, San Gregorio el Teólogo, San Tikon de Zadonsk, y los comentarios patrísticos de las Escrituras.
En los tiempos modernos, la situación fue la misma para la Iglesia griega. El teólogo griego del siglo XVIII Eustratius Argenti, en sus tratados anti latinos como el tratado “Sobre el pan sin levadura”, utiliza a Agustín como autoridad patrística, pero anota igualmente que Agustín es uno de los Padres que cayó en ciertos errores, sin dejar por ello de ser un Padre de la Iglesia.
A finales del siglo XVIII, san Nicodemo el Hagiorita introdujo la vida del bienaventurado Agustín en su Sinaxario (Colección de vidas de santos), aunque no estaba, hasta entonces, incluida en los calendarios orientales y las colecciones de vidas de santos. Cosa que no tiene nada de remarcable en sí; Agustín fue uno entre algunos nombres que añadió San Nicodemo al calendario ortodoxo de Santos, muy incompleto, en su celo por dar una mayor y más grande gloria a los santos de Dios. En el siglo XIX, con un celo similar, la Iglesia Rusa tomó el nombre de Agustín a partir del Sinaxario de San Nicodemo y lo añadió a su propio calendario. Esto no era una clase de “canonización” del bienaventurado Agustín, pues no había sido visto nunca en Oriente como nada más que un Padre y un Santo; pero se trataba más bien de ensanchar el calendario de la Iglesia para hacerlo más completo: un proceso que todavía hoy está en vigor.
En el siglo XX, el nombre del bienaventurado Agustín puede ser encontrado en los calendarios ortodoxos estándar, habitualmente bajo la fecha del 15 de junio (junto con el bienaventurado Jerónimo), pero a veces bajo la fecha de su dormición, el 28 de Agosto. La Iglesia griega, en su conjunto, lo ha podido considerar con menos reservas que la Iglesia rusa, como se ve, por ejemplo, en el calendario oficial de una de las Iglesias griegas “viejo calendaristas”, donde es llamado, no el “bienaventurado Agustín” como en el calendario ruso, sino “San Agustín el Grande” (agios Augustinos o megas).
La iglesia rusa, sin embargo, le tiene un gran amor, incluso si no le concede el título de “grande”. El arzobispo San Juan Maximovitch, cuando fue nombrado obispo diocesano de Europa Occidental, se interesó en mostrarle una reverencia especial (como con numerosos santos occidentales); así, pidió la escritura de un oficio litúrgico particular en su honor (que hasta este día no había existido en el Menaion en eslavón), y este oficio fue oficialmente aprobado por el Sínodo de obispos de la Iglesia Rusa fuera de las fronteras, bajo la presidencia del metropolita Anastasio. El arzobispo Juan celebraba este servicio cada año, donde se encontrara, el día de la fiesta del bienaventurado Agustín.
Quizá la evaluación crítica más equilibrada del bienaventurado Agustín, en nuestra época, se encuentra en la Patrología del arzobispo Filaret de Chernigov, que ha sido citada numerosas veces más arriba. “Tuvo una larga influencia en su época y en los tiempos que le siguieron. Pero fue mal comprendido por un lado, y por otro no expresó sus pensamientos con precisión y dio lugar a controversias” (Vol. III, p. 7). “Poseyendo un espíritu lógico y una sensibilidad muy viva, el Doctor de Hipona no tenía, sin embargo, la misma riqueza de espíritu metafísico; en sus obras se encuentra mucha ingeniosidad pero poca originalidad de pensamiento, un cierto rigor muy lógico pero pocas ideas verdaderamente sublimes. Por más que sea, no se le puede atribuir una profunda educación teológica. Agustín escribió, sobre poco más o menos, de todo, exactamente como Aristóteles, y sus obras excelentes no podían ser más que sus estudios sistemáticos de temas y reflexiones morales. Su mayor cualidad reside en esta piedad tan sincera y profunda que impregna todas sus obras (Ibíd, p. 35)”. Entre sus escritos morales, que el arzobispo Filaret considera como los más elevados, se encuentran los Soliloquios, los Tratados, las cartas y los sermones sobre la lucha monástica y las virtudes, sobre el descanso de los muertos, sobre la oración a los santos, sobre la veneración de las reliquias; y sobre todo sus Confesiones justamente renombradas, “que sin ninguna duda pueden alcanzar a cualquiera hasta las profundidades del alma, por la sinceridad de su contrición y recalentar por el calor de la piedad que está esencialmente en el camino de la salvación” (Ibíd, p. 23).
Los temas de controversia, en los escritos dogmáticos del bienaventurado Agustín, de algún modo han retenido, a veces, la atención que el otro aspecto, el lado moral de sus obras, ha descuidado grandemente. Sin ninguna duda, su principal interés para nosotros hoy en día tiende al hecho de que provengan de un Padre de la piedad ortodoxa. Los eruditos modernos, en efecto, se afligen a menudo porque “tal gigante intelectual” haya podido ser “un niño típico de su edad, incluso en los dominios en los que deberíamos esperarlo como tal”, exclamándose “que es verdaderamente extraño que Agustín se acomodase en un paisaje lleno de sueños, de demonios y de espíritus”, y que esta aceptación de los milagros y las visiones “revele una credulidad que nos parece increíble hoy en día”. Allí hizo compañía a los “sofísticos” estudiantes de teología de hoy, pero no es más que uno con el simple fiel ortodoxo, como con todos los otros Padres de Oriente y Occidente que, a pesar de sus sentimientos variados y sus diferencias sobre puntos teóricos de doctrina, tuviesen en común un alma y un corazón profundamente cristianos. Es lo que lo hace indiscutiblemente un Padre ortodoxo y cruza un abismo infranqueable entre él y sus discípulos “heterodoxos” de los primeros siglos, pero lo asemeja a todos los que se acercan en nuestros días al cristianismo verdadero, a la Santa Ortodoxia.
Pero igualmente, sobre muchos puntos doctrinales, el bienaventurado Agustín se revela como un Doctor de la Ortodoxia. En principio, deberíamos mencionar su enseñanza sobre el milenarismo. Después de haber sido atraído por una forma demasiado espiritualista del quiliasmo (milenarismo) durante sus primeros años de cristiano, fue durante sus años de madurez uno de los principales combatientes de esta herejía, que en tiempos antiguos o modernos, ha seducido a tantos herejes en una lectura demasiado literal del Apocalipsis de San Juan, contraria a la tradición de la Iglesia. Según la verdadera interpretación ortodoxa, que profesó el bienaventurado Agustín, los mil años del Apocalipsis (cap. 20:1-6) corresponden al tiempo total que transcurre desde la primera venida de Cristo hasta su Segunda Venida, cuando el diablo esté, de hecho, “limitado” (restringido sobremanera en su poder de tentar a los fieles), y los santos reinen con Cristo en la vida de la gracia dada a la Iglesia (La Ciudad de Dios, libro XX, cap. 7-9).
En iconografía, la fisonomía del bienaventurado Agustín está bien tipificada. Sin duda, el icono más viejo de él, un fresco del siglo VI en la librería de Letrán, en Roma, está indudablemente basado en un retrato hecho de él en vida; el mismo rostro demacrado, ascético y barba rala, se encuentra en un icono del siglo VII, mostrándolo junto con el bienaventurado Jerónimo y San Gregorio el Grande.
El icono de un manuscrito de Tours del siglo XI, es más estilizado, pero basado incluso de forma indiscutible en el original. Más tarde los iconógrafos occidentales perdieron contacto con el original (como sucedió con la mayor parte de los santos en Occidente), esbozándolo más o menos como prelado latino medieval o moderno.
Nota sobre los detractores contemporáneos del bienaventurado Agustín.
La teología ortodoxa del siglo XX ha retomado una “renovación patrística”. Sin duda, hay muchos elementos positivos en esta “renovación”. Algunos manuales ortodoxos de siglos recientes han enseñado doctrinas que contienen parcialmente una orientación y un vocabulario occidental (en particular, romanos católicos), y no han sabido apreciar correctamente a
algunos de los Padres ortodoxos más profundos, especialmente a los de los tiempos más cercanos, como San Simeón el Nuevo Teólogo, San Gregorio Palamás o San Gregorio el Sinaita. La “renovación patrística” del siglo XX ha corregido al menos, parcialmente, estos defectos, y liberado las academias y seminarios ortodoxos de algunas de estas “influencias occidentales” de las que había que dispensarse. De hecho, esto prolongó el movimiento moderno de toma de conciencia ortodoxa que había comenzado en el siglo XVIII y principios del XIX con San Nicodemo el Hagiorita, San Macario de Corinto, el bienaventurado Paísios Velichkovsky, el metropolita Filaret de Moscú, y otros igualmente en Grecia como en Rusia. Pero hubo también un aspecto negativo en esta “renovación patrística”. En ciertos aspectos, en el siglo XX, ha habido y permanecido largamente un fenómeno “académico” abstracto, fuera de la vida real, llevando la marca de algunas de estas pasiones mezquinas del mundo académico moderno: la falta de caridad, la suficiencia, el orgullo superior en la crítica a otros, la formación de partidos o pandillas de los que están “al corriente” y saben si tal o cual idea está “de moda” o no. Algunos estudiantes poseen tal celo excesivo para la “renovación patrística”, que encuentran “influencia occidental” en todo lo que observan; llegan a ser supercríticos hacia la Ortodoxia “occidentalizada” de los siglos pasados, y tienen una actitud extremadamente desdeñada hacia ciertos instructores ortodoxos muy respetados durante siglos (como los de los tiempos presentes, o incluso de la antigüedad) a causa de sus miradas “occidentales”. De tales “celotes” sospechan poco los que se ocupan mismamente del terreno ortodoxo y reducen la tradición ortodoxa ininterrumpida a una pequeña “línea de partido” que un pequeño grupo entre ellos comparte, dicho sea de paso, con los Grandes Doctores del pasado. En este ejemplo, la “renovación patrística” se acerca peligrosamente a una clase de protestantismo.
El bienaventurado Agustín se ha convertido, en estos últimos años, en una víctima de este aspecto negativo de la “renovación patrística”. El crecimiento de un conocimiento teórico de la teología ortodoxa, en la época actual (en oposición a la teología de los Santos Padres, que estaba inseparablemente ligada a una vida cristiana) ha engendrado muchas críticas al bienaventurado Agustín por sus errores teológicos. Algunos estudiantes de teología se especializan incluso en el ejercicio de “poner en su lugar” a Agustín y su teología, no dejando a casi nadie el placer de creer que pueda aún ser un Padre de la Iglesia. A veces, tales estudiantes entran en conflicto con otros estudiantes de teología ortodoxa de la “vieja escuela”, que han estudiado en el seminario y tomado algunos defectos de la teología del bienaventurado Agustín, pero lo aceptan como un Padre entre otros, no dándole una especial atención. Estos últimos están más próximos a la opinión ortodoxa sobre el bienaventurado Agustín a través de los siglos, mientras que los primeros son culpables de exagerar las faltas de Agustín más bien que de excusarlas (como los Padres hicieron en el pasado), y en su “exactitud” académica, faltan, a menudo, a una cierta humildad interior y a la sutileza que son la marca de una auténtica transmisión de la tradición ortodoxa de padres a hijos (y no simplemente de profesor a alumno). Tomemos ejemplo de esta mala actitud hacia el bienaventurado Agustín entre algunos estudiantes actuales de teología.
Un sacerdote y profesor ortodoxo de una escuela de teología que experimentó esta “renovación patrística”, da una clase sobre las diferencias entre la mentalidad de Oriente y la de Occidente. Hablando de las “desastrosas distorsiones de la moral cristiana” en los países occidentales modernos, y en particular de un falso “puritanismo” y de un sentido de la “perfección”, afirma: “Yo no puedo remontar el origen de esta noción. Solamente sé que Agustín ya lo introdujo cuando, salvo error mío, dijo en sus Confesiones que después de su
bautismo ya no pudo tener deseos sexuales. Detesto poner en duda lo honestidad de Agustín, pero me es absolutamente imposible admitir esta afirmación. Supongo que afirmó eso porque tenía ya la idea de que, desde que se había hecho cristiano, ya no estaría dispuesto a tener pensamientos carnales. La concepción del cristianismo oriental en la misma época era totalmente diferente” (La Crónica Helénica, Nov. 11, 1976, p. 6)
Aquí, Agustín se ha convertido, simplemente en un chivo expiatorio sobre el que se puede cargar cualquier opinión juzgada como “no ortodoxa” u “occidental”; toda corrupción del Oeste debe provenir, como última fuente, de él. Y aunque sea incluso considerado como posible, contra todas las leyes de la equidad, el escrutar su cerebro y atribuirle un tipo de pensamiento tan primitivo que no pudiera ser aquel de nuestros más desgastados conversos a la ortodoxia.
En realidad, bien entendido, el bienaventurado Agustín, no hizo nunca tales afirmaciones. En sus Confesiones, habla con toda franqueza del “fuego de la sensualidad” que estaba aún el él, y de “cómo estoy aún turbado por esta clase de demonio” (Confesiones X, 360); y su enseñanza sobre la moral sexual y la batalla contra las pasiones es, en general, idéntica a la de los Padres orientales de su tiempo; las dos a la vez son muy diferentes de la actitud moderna occidental que el conferenciante ve como erróneo y no cristiano. (En verdad, sin embargo, la gracia de ser liberado de las tentaciones carnales fue concedida a algunos Padres, tanto en Oriente como Occidente; ver La Historia Lausíaca, cap. 29, donde el asceta Elías de Egipto, como resultado de su Visitación angélica, recibió tal liberación del deseo, que pudo decir: “Las pasiones ya no penetran en mi espíritu”.
No tenemos necesidad de decir, sin embargo, demasiadas durezas en nuestro juicio sobre tales distorsiones de la “renovación patrística”. Tantas ideas inexactas y contradictorias, de las que la mayor parte son en realidad extrañas a la Iglesia, son presentadas en nuestros días con el nombre de cristianismo e incluso Ortodoxia que se puede fácilmente excusar en aquellos cuyas evaluaciones y vistas ortodoxas carecen a veces de equilibrio, si es que verdaderamente es la pureza del cristianismo lo que buscan sinceramente. Este estudio incluso, sobre el bienaventurado Agustín, nos muestra en verdad cuál es, precisamente la actitud de los Padres Ortodoxos hacia los que han errado de buena fe. Tenemos mucho que aprender de la actitud generosa, tolerante e indulgente de estos Padres.
Donde se encuentre errores, por seguro, debemos procurar corregirlos; las “influencias occidentales” de los tiempos modernos deben ser combatidas, los errores de los Padres antiguos no deber ser seguidos. En lo que se refiere al bienaventurado Agustín, en particular, no se puede poner en duda el hecho de que a pesar de todos los esfuerzos, su enseñanza erró: sobre la Santa Trinidad, la gracia y la naturaleza, y otras doctrinas; su enseñanza no es “herética” sino exagerada, y fueron los Padres orientales los que enseñaron sobre estos puntos las verdaderas y profundas doctrinas cristianas.
Para algunos, el entendimiento de los fallos en la enseñanza de Agustín es debido a la mentalidad occidental, que en suma no ha entendido la doctrina cristiana tan profundamente como lo hizo el Oriente. San Marcos de Éfeso hizo a los teólogos latinos, en Ferrara (Florencia), hincapié particularmente en lo que puede ser considerado como el resumen de las diferencias entre Oriente y Occidente: “¿Veis con qué superficialidad vuestros instructores tocan la significación, y cómo no penetran en el sentido mismo, como lo hacen por ejemplo
San Juan Crisóstomo, San Gregorio el Teólogo y otras luminarias universales de la Iglesia? (Primera homilía sobre el fuego del purgatorio, cap. 8; Pogodin, p. 66)
Algunos Padres occidentales, seguro, como San Ambrosio de Milán, San Hilario de Poitiers o San Casiano, penetran más profundamente y están más en el espíritu oriental; pero como regla general son verdaderamente los Padres orientales los que enseñan de la manera más perspicaz y profunda la doctrina cristiana.
Pero eso no nos da el pretexto para un cualquier “triunfalismo oriental”. Si nos glorificamos en nuestros grandes Doctores, guardémonos de ser como los judíos que se gloriaban de los verdaderos profetas que habían lapidado (Mateo 23:29-31). Nosotros, los últimos cristianos, no somos dignos de la herencia que estos Santos Padres nos han legado, estamos en la indignidad de percibir incluso de lejos la teología sublime que a la vez han enseñado y vivido; citamos a los grandes Doctores pero no tenemos su espíritu. Por regla general, podemos incluso decir que son los que gritan más fuertemente contra la “influencia occidental” y que son los últimos en perdonar a aquellos cuya teología no es “pura”, que son los más infectados por las influencias occidentales, a menudo de una manera no sospechosa. El espíritu de denigración de todo lo que no concuerda con la forma “correcta”, sea en teología, iconografía, servicios litúrgicos, vida espiritual, o cualquier otro tema, es mucho más corriente en nuestros días, especialmente entre los nuevos conversos a la Fe Ortodoxa, en los que es particularmente inconveniente y da a menudo resultados desastrosos. Pero, incluso en los “pueblos ortodoxos”, esta mentalidad está demasiado expandida (evidentemente a causa de la “influencia occidental”), como se puede ver en Grecia en recientes y desgraciadas tentativas de negar la santidad a San Nectario de Egina (Pentápolis), un gran taumaturgo de nuestro siglo, porque enseñó de una manera, según dicen, errónea en algunos puntos doctrinales.
Hoy en día, todos los cristianos ortodoxos, que estén en Oriente u Occidente, si solamente son demasiado honestos y sinceros para admitirlo, están en una “cautividad occidental” peor que las que conocieron nuestros Padres en el pasado. En los primeros siglos, las influencias occidentales pudieron producir algunas formulaciones teóricas de doctrina que carecían de precisión, pero hoy en día, la “cautividad occidental” engloba y a menudo gobierna la atmósfera y el tono mismo de nuestra Ortodoxia, que es a menudo “correcta” teóricamente pero que carece de un verdadero espíritu cristiano, del sabor indefinible del verdadero cristianismo.
Seamos, pues, más humildes, más amantes y misericordiosos en nuestra aproximación a los Santos Padres. Que el sello de nuestra continuidad con la tradición cristiana ininterrumpida sea no solo nuestro esfuerzo por la exactitud en cuanto a la doctrina, sino también nuestro amor para con los hombres que nos la han transmitido hasta estos días, y de cuya fuente ciertamente participó el bienaventurado Agustín, como también San Gregorio de Nisa, a pesar de sus errores. Estemos en concordancia con nuestro gran Doctor San Focio el Grande siguiendo sus palabras: “No tomamos como doctrina los dominios en los cuales se han extraviado, sino que abrazamos a los hombres”.
Y el bienaventurado Agustín verdaderamente tiene algo que enseñar a nuestra generación de cristianos ortodoxos, “preciso” o “correcto, y no frío e indiferente. La enseñanza sublime de la Filocalía está ahora de moda, pero ¿cuántos de los que leen este libro han aprendido en principio el ABC del profundo arrepentimiento, del calor del corazón, y de la verdadera piedad
ortodoxa que brilla en cada página de las Confesiones de Agustín, renombradas en justicia? Este libro, la historia de la propia conversión del bienaventurado Agustín, no ha perdido hoy su significado; los conversos fervientes encontrarán mucho de su propio camino, a través del pecado y del error, hacia la Iglesia Ortodoxa, y un antídoto contra algunas “tentaciones de conversos” de nuestro tiempo. Sin el fuego de un celo y de una piedad auténticas que están contenidas en Las Confesiones, nuestra espiritualidad ortodoxa es una vergüenza y una broma, y participa del espíritu que precede a la venida del anticristo al igual que la apostasía doctrinal que nos rodea por todas partes.
“El pensamiento en Ti agita tan profundamente al hombre que no puede contentarse hasta que no Te clama, para que Te apresures a mirarnos cara a cara, pues nuestros corazones no encuentran el reposo hasta que no están Contigo” (Confesiones I, 1)
Hieromonje Serafín Rose
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