El obispo Nicolás, dotado teólogo que combinó un alto nivel de erudición con la simplicidad de un alma llena de amor por Cristo y de humildad, es a menudo llamado como el “nuevo Crisóstomo” por su inspirada predicación. Como padre espiritual del pueblo serbio, constantemente los exhortó a cumplir su llamamiento como nación: servir a Cristo. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue encarcelado en el campo de concentración de Dachau. Más tarde sirvió como jerarca en América, donde murió.
Una vez, el amante Señor estaba sentado en frente del templo en Jerusalén, alimentando los corazones hambrientos con sus dulces enseñanzas. “Y todo el pueblo vino a Él” (Juan 8:2). El Señor hablaba al pueblo sobre la felicidad eterna, sobre la alegría sin fin de los justos en la patria eterna, el cielo. Y el pueblo se deleitaba en sus palabras. La amargura de muchas almas frustradas y la hostilidad de muchos de los ofendidos se desvanecía como la nieve bajo los brillantes rayos del sol. Quién sabe cuánto tiempo habría continuado esta maravillosa escena de paz y amor entre el cielo y la tierra, si algo inesperado no hubiera ocurrido en ese momento. El Mesías, amante de la humanidad, nunca se cansaba de enseñar a la gente, y la gente piadosa nunca se cansaba de escuchar esta sanadora y maravillosa sabiduría.
Pero algo aterrador, salvaje y cruel sucedió. Se originó como incluso hoy en día sucede, con los escribas y fariseos. Como todos sabemos, los escribas y los fariseos aparentemente guardaban la ley, pero normalmente la transgredían. Nuestro Señor los reprendía con frecuencia. Por ejemplo, les dijo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera tienen bella apariencia, pero por dentro están llenos de osamentas de muertos y de toda inmundicia. Lo mismo vosotros, por fuera parecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad” (Mateo 23:27-28).
¿Qué hicieron? ¿Habían atrapado, quizá, al líder de una banda de malhechores? Nada de eso. Trajeron a la fuerza a una desgraciada mujer pecadora, sorprendida en el acto del adulterio; la trajeron con triunfante jactancia y grotesco y estrepitoso estruendo. Habiéndola puesto ante Cristo, clamaron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. Ahora bien, en la Ley, Moisés nos ordenó apedrear a tales mujeres. ¿Y Tú, qué dices?” (Juan 8:4-5).
El caso fue expuesto de esta forma por pecadores, que denunciaban los pecados de otros y eran expertos en ocultar sus propios defectos. La asustada multitud se apartó, dejando paso a los ancianos. Algunos huyeron atemorizados, porque el Señor estaba hablando de la vida y la felicidad, mientras que las clamorosas voces pedían su muerte.
Habría sido apropiado preguntar: ¿por qué estos ancianos y guardianes de la ley no apedreaban a la mujer pecadora por sí mismos? ¿Por qué la llevaron ante Jesús? La ley de Moisés les daba el derecho a apedrearla. Nadie habría objetado. ¿Quién protesta, en nuestros días, cuando la sentencia de muerte es pronunciada sobre un criminal? ¿Por qué los ancianos judíos trajeron a esta mujer pecadora ante el Señor? No para obtener una conmutación de su sentencia o su clemencia. ¡Nada de eso! Se la trajeron con un plan premeditado y diabólico de coger al Señor con palabras contrarias a la ley, pues también querían acusarlo. Tenían la esperanza de acabar de un solo golpe con dos vidas, la de la mujer pecadora y la de Cristo. “¿Y Tú, qué dices?”.
¿Por qué le preguntaron a Él, cuando la ley de Moisés era tan clara? El evangelista explica su intención con las siguientes palabras: “Esto decían para ponerlo en apuros, para tener de qué acusarlo” (Juan 8:6). Levantaron sus manos contra Él una vez, anteriormente, para apedrearlo, pero los eludió. Pero ahora han encontrado una oportunidad para llevar a cabo su deseo. Y era allí, frente al Templo de Salomón, donde las tablas de los mandamiento habían sido guardadas en el Arca de la Alianza, era allí donde Él, Cristo, iba a decir algo contrario a la ley de Moisés; así pues, su fin sería alcanzado. Querían apedrear hasta la muerte a Cristo y a la mujer pecadora. Mucho más ansiosos iban a apedrearlo a Él que a ella, así como más tarde le increpaban con celo a Pilatos que liberara al bandido Barrabás en lugar de a Cristo.
Todos los presentes esperaban que sucediera una de las dos cosas: o bien, que el Señor, en su misericordia liberara a la mujer pecadora, violando con esto la ley, o que cumpliera la ley, diciendo: ‘haced lo que está escrito en la ley’, y romper así su propio mandato de misericordia y bondad. En el primer caso sería condenado a muerte, y en el segundo, se convertiría en un objeto de burla y escarnio.
Cuando los tentadores hicieron la pregunta: “¿Y Tú, qué dices?”, sobrevino un silencio sepulcral: el silencio entre la multitud que estaba allí congregada, el silencio entre los jueces acusadores de la mujer pecadora, y el silencio y la respiración contenida en el alma de la mujer acusada. La misma clase de silencio se produce en el circo cuando los domadores de fieras conducen a mansos leones y tigres y les ordenan realizar diferentes movimientos, asumiendo varias posiciones y haciendo trucos por mandato suyo. Pero vemos ante nosotros, no a un domador de animales salvajes, sino al Domador de los hombres, una tarea mucho más difícil que la primera. Pues a menudo es más difícil domar a los que se han convertido en salvajes a causa del pecado, que domar a los que son salvajes por naturaleza. “¿Y Tú, qué dices?”, se le presiona una vez más, ardiendo con malicia, y con sus rostros retorcidos.
Así pues, el legislador de la moralidad y de la conducta humana, “inclinándose, se puso a escribir en el suelo, con el dedo” (Juan 8:6). ¿Qué escribía el Señor en el suelo? El evangelista mantiene silencio sobre esto y no escribe nada al respecto. Era demasiado repugnante y vil para ser escrito en el Libro del Júbilo. Sin embargo, esto se ha preservado en nuestra santa Tradición Ortodoxa, y es horrible. El Señor escribió algo inesperado y sorprendente para los ancianos, aquellos que acusaban a la mujer pecadora. Con el dedo reveló sus secretos pecados, para aquellos que señalan los pecados de otros, mientras que eran expertos en ocultar sus propios pecados. Pero no tiene sentido tratar de ocultar nada ante los ojos de Aquel que lo ve todo.
“M(eshulam), ha robado los tesoros del templo”, escribió el dedo del Señor en el polvo.
“A(sher), ha cometido adulterio con la mujer de su hermano”.
“S(halum), ha cometido perjurio”.
“E(led), ha golpeado a su propio padre”.
“A(marich), ha cometido sodomía”.
“J(oel), ha adorado a los ídolos”.
Y así, una afirmación tras otra fue escrita en el suelo por el impresionante dedo del justo Juez. Y aquellos a los que se referían estas palabras, inclinándose, leían lo que estaba escrito, con indecible horror. Temblaban de miedo y no se atrevían a mirarse a los ojos. No tenían ya el pensamiento de la mujer pecadora. Pensaban solo en sí mismos y en su propia muerte, que estaba escrita en el suelo. Ninguna lengua era capaz de moverse, de pronunciar esa pregunta molesta y mala, “¿Y Tú, qué dices?”. El Señor no dijo nada. Aquello que es tan sucio solo tiene condición para ser escrito únicamente en el polvo del suelo. Otra razón por la que el Señor escribió en el suelo es aún mayor y más maravillosa. Lo que estaba escrito en el suelo era fácil de borrar. Cristo no quería que sus pecados fueran conocidos por todos. Si hubiera deseado esto, los habría anunciado ante el pueblo, y los habría acusado y apedreado hasta la muerte, según la ley. Pero Él, el inocente Cordero de Dios, no contemplaba la venganza o la muerte para aquellos que le habían preparado mil muertes, que deseaban su muerte más que cualquier otra cosa en sus vidas. El Señor sólo quería corregirlos, hacerlos pensar en sí mismos y en sus propios pecados. Quería recordarles que mientras llevaban el peso de sus propias transgresiones, no podían ser jueces estrictos de las transgresiones de otros. Solo esto deseaba el Señor. Y cuando lo hizo, movió la arena para borrarlo, y lo que había escrito desapareció.
Después de esto nuestro gran Señor se levantó y les dijo amorosamente: “Aquel que de vosotros esté sin pecado, tire el primero la piedra contra ella” (Juan 8:7). Esto fue como si alguien les quitaras las armas a sus enemigos y les dijera: ¡Ahora, disparad! Los jueces que ahora se disponen contra la mujer pecadora, están desarmados, como los criminales ante el juez, sin palabras y prendidos. Pero el benevolente Salvador “inclinándose de nuevo, se puso otra vez a escribir en el suelo” (Juan 8:8). ¿Qué escribía esta vez? Quizá sus otras transgresiones secretas, para que no pudieran abrir sus labios sellados durante mucho tiempo. O quizá escribía qué clase de personas eran los ancianos y líderes del pueblo. Esto no es necesario que lo sepamos. Lo más importante aquí es que por su escritura en el suelo consiguió tres cosas: en primer lugar, detuvo y aniquiló la tormenta que los ancianos de los judíos habían levantado contra Él; en segundo lugar, despertó su conciencia adormecida en sus endurecidas almas, aunque solo durante un corto tiempo; y tercero, salvó a la mujer pecadora de la muerte. Así se desprende de las palabras del Evangelio: “Pero ellos, después de oír aquello, se fueron uno por uno, comenzando por los más viejos, hasta los postreros, y quedó Él solo, con la mujer que estaba en medio” (Juan 8:9).
La plaza de delante del templo quedó repentinamente vacía. No quedó nadie, a excepción de los dos ancianos que la habían sentenciado a muerte, la mujer pecadora y el Único sin pecado. La mujer estaba en pie, mientras Cristo permanecía agachado en el suelo. Reinaba un profundo silencio. De repente el Señor se levantó de nuevo, miró alrededor y, no viendo a nadie más que a la mujer, le dijo: “Mujer, ¿dónde están ellos? ¿Ninguno te condenó?” (Juan 8:10). El Señor sabía que ninguno la condenaría; pero con esta pregunta esperaba darle confianza para que fuera capaz de escuchar y entender mejor lo que quería decirle. Actuó como un experimentado doctor, que primero alienta a su paciente y solo entonces le da su medicina. “¿Ninguno te condenó?”. La mujer recuperó la capacidad de hablar y respondió: “Ninguno, Señor” (Juan 8:11). Estas palabras fueron pronunciadas por una criatura deplorable, que justo antes no tenía la esperanza de volver a pronunciar otra palabra; una criatura que, muy probablemente, sentía el aliento de la verdadera alegría por primera vez en su vida.
Finalmente, el buen Señor dijo a la mujer: “Yo no te condeno tampoco. Vete, desde ahora no peques más” (Juan 8:11). Cuando los lobos dejan a su presa, así pues, tampoco el pastor desea la muerte de su oveja. Pero es esencial tener en cuenta que la “no acusación” de Cristo significa mucho más que la “no acusación” de los seres humanos. Cuando la gente no nos juzga por nuestros pecados, significa que no asignan un castigo por el pecado, sino que dejan el pecado con y en nosotros. Cuando Dios no acusa, sin embargo, esto significa que perdona nuestros pecados, los saca fuera como la podredumbre y hace nuestra alma limpia. Por esta razón, las palabras: “Yo no te condeno tampoco”, significan lo mismo que “Tus pecados son perdonados; vete, hija, y no peques más”.
¡Qué inesperado júbilo! ¡Qué gozo de verdad! Pues el Señor reveló la verdad a los que estaban perdidos. ¡Qué gozo en la justicia! Pues el Señor creó la justicia. ¡Qué júbilo en la misericordia! Pues el Señor mostró misericordia. ¡Qué gozo de vida! Pues el Señor preservó la vida. Este es el Evangelio de Cristo, que significa Buena Noticia; esta es la Noticia jubilosa, la Enseñanza de la alegría; esta es una página del Libro del Júbilo.
Por San Nicolás Velimirovich
Catecismo Ortodoxo
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