"Yo no moriré, viviré y contaré la obra del Señor"(Salmo 117:17).
Antes de mi tiempo en el seminario, tuve noticias del Arzobispo Juan, solo como Juan de Shangai. Yo no frecuentaba los círculos que lo conocían y ni siquiera sabía que no vivía más en Shangai. En mi familia había mucha tristeza debido a enfermedades, sabía de Juan de Shangai, de sus curaciones y ayudas. Sin embargo no tenía idea de cómo localizarlo y menos aun cómo dirigirme a él. En ese entonces tampoco sabía que era obispo. Finalmente conseguí su dirección, le escribí mi deseo de tener sus plegarias. No recibí respuesta a mis dos cartas. Solo cuando fuí seminarista en el Seminario de la Santa Trinidad en Jordanville, Nueva York, tuve la felicidad de encontrarlo. Esto ocurrió con la ayuda de mi verdadero benefactor el P.Vladimir, en las circunstancias que paso a relatar:
Fue en noviembre de 1959. Los seminaristas nos estábamos preparando para el onomástico de San Juan de Kronstadt. La canonización de este verdadero virtuoso se había prorrogado aunque los preparativos se iniciaron en 1952. La gente esperaba que en cualquier momento llegara la solemne glorificación para regocijo de todos.
Yo tenía por costumbre ir todas las mañanas a la oficina del P. Vladmir para recibir su bendición del día. Era una mañana fría, antes del desayuno corrí a su oficina. Golpeé con vigor su puerta, que abrió rápidamente y con un dedo cubriendo su labio en señal de silencio, me sorprendió al decir que el Arzobispo Juan había llegado de Europa la noche anterior. Cerró la puerta detrás de mi, tomo aliento y luego me relató lo que continua, que me dejó en estado de sorpresa e inspiración espiritual:
Tarde la noche anterior había visto desde la ventana de su celda, que estaba en el cuarto piso con vista hacía la iglesia, la llegada de un coche y la imagen familiar de la figura pequeña y encorvada del Arzobispo Juan descendiendo. Primero, el Arzobispo Juan se dirigió a la iglesia acompañado de varios de nuestros padres. Una leve nieve cubría la tierra y el padre Vladimir pudo ver claramente que el Arzobispo usaba sólo sandalias, mientras el viento soplaba fuerte vio sus piernas desnudas en el frío noviembre de Nueva York. Como era tarde, el padre Vladimir asumió que todos irían a la cama y que sólo a la mañana saludarían al bienvenido huésped. Con un sentimiento de gratitud a Dios se volvió hacía el rincón del icono y continuó sus oraciones monásticas. No podía dormir debido a la excitación interna, cuando en la quietud de la noche escuchó a alguien caminar lentamente en el piso inferior, parando cada cinco pasos y retomando su caminata. Escuchó los pasos subiendo las escaleras de peldaños de cemento que hacían que se sintieran más fuertes. Luego los escuchó en el cuarto piso, cerca de su puerta. Sabía que era el Arzobispo Juan que se detenía en la puerta de la celda de cada uno de los monjes para orar y darles su bendición. Todos estaban dormidos. El corazón del P. Vladimir palpitaba cuando lentamente el santo jerarca se detuvo ante su puerta. El P. Vladimir sosteniendo el aliento parado frente a la puerta cerrada, sintió el cuidado y el amor que el Arzobispo Juan sentía por cada uno de los miembros del monasterio y seminario. Cuando los pasos se detuvieron a centímetros de la puerta, P. Vladimir aprovechó la oportunidad para orar por los desafortunados y los necesitados. Luego, lentamente continuaron los pasos, deteniéndose en la puerta de cada hermano y desapareciendo hasta que finalmente descendieron al piso inferior, ya no se los escuchaba.
Observando desde su ventana, el padre Vladimir vio al santo jerarca visitar todos los edificios del monasterio donde moraba la hermandad: el granero alejado, el edificio del seminario cruzando la calle… y luego, para su sorpresa, los pasos nuevamente comenzaron a subir las escaleras, y nuevamente el Arzobispo Juan caminaba con lentitud por los largos corredores del edificio principal y así continuó toda la noche. En la mañana, el Arzobispo ofreció la liturgia, y bendijo a todos los que se acercaban pidiendo su oración.
Apenas terminó el P. Vladimir de relatarme la experiencia de la noche anterior me dijo que escuchaba nuevamente esos pasos familiares y que esa sería mi oportunidad. Si el Bendito Juan llegara a entrar en la oficina ahora, me dijo que le pidiera las plegarias para mi hermana enferma. Que al verlo debía arrodillarme ante él, pedirle su bendición, darle el nombre del enfermo por escrito y una pequeña donación para el orfanato del Obispo. Cuando dije que no tenía dinero, el P. Vladimir sacó de su escritorio un par de dólares. De pronto se abrió la puerta a mis espaldas y el P. Vladimir dijo con alegría " Santo Vladika, dénos su bendición ! " Me di vuelta y frente a mí estaba un extremadamente pequeño monje encorvado, con cabello blanco despeinado, con un klobuk torcido, de color negro y una expresión muy austera. En realidad, toda su apariencia era austera casi despiadada, mientras estaba parado justo frente a mi, con el aire invernal aún emanando de él, me hizo estremecer. Sabía que estaba ante un santo de otro mundo, un mártir vivo de la Rusia crucificada. Conocía muy poco de su vida y de sus milagros y labores ascéticas, pero sentía que algo rudo y extraordinario se concentraba en él, un anciano encorvado pero aún enérgico.
Recordé las palabras del P.Vladimir sobre la manera en que debía dirigirme al santo jerarca, me arrodillé ante él, pedí su bendición y con temor y prisa le pedí que rezara por mi hermana. No había nadie más con él, lo cual fue menos atemorizador, ya que sus primeras palabras fueron un rezongo por haberme arrodillado. Sin mirarme repitió tres veces que debía escribir el nombre de mi hermana en un papel y rechazó los dos dólares que dejé en sus manos. No recuerdo lo que sucedió luego, pues sentí temor y comencé a tartamudear. Al ver mi confusión y sentir el sudor de mis manos me miró con una sonrisa que me aseguraba que todo estaba bien. Entendí que el consejo del P.Vladimir de arrodillarme, no era de su agrado, y me alegró escucharle decir el nombre de mi hermana tres veces. Sacó de su bolsillo algunas notas con pedidos de oraciones y le agregó a ellas una pequeña nota que el P.Vladimir escribió rápidamente para luego dejar en mi mano. Luego hizo algunas preguntas sobre mí, también quiso saber si asistiría con los otros seminaristas al servicio del día siguiente en la iglesia en Utica, Nueva York dedicado a San Juan de Kronstadt. Después de unas palabras con el P.Vladimir que le entregó nuestras últimas publicaciones y de una discusión que surgió cuando se las quiso abonar, el Obispo se marchó.
Sentía alegría en mi alma por haber podido conversar con un santo, me volví hacia el P.Vladimir para que me contara algo más del Arzobispo Juan, pero no escuché nada de lo que mi apreciado benefactor P.Vladimir me dijo. Estaba bajo los efectos de la conmoción de haber encontrado un hombre que no era de este mundo. Fue por medio de la buena voluntad del P.Vladimir que encontré a mi padre espiritual de Optina, P. Adrian; mi Athonite mayor, Schemamonk Nikodim de Karoulia; mi futura conexión en Alaska con San Herman, Aichimandrita Gerasin; y finalmente el Arzobispo Juan quien pocos años después sería el fundador de la Hermandad de San Herman. Aquella tarde, el P. Joseph, nuestro director del coro estaba seleccionando los mejores cantantes para ir a Utica a cantar la divina liturgia en honor del onomástico de San Juan Kronstadt. Como no poseía grandes talentos musicales, tenía poca esperanza de que me seleccionaran pero para mi gran sorpresa, el padre Joseph me eligió como un "adecuado" barítono, y me sentí dichoso de que me llevaran y de poder escuchar el sermón del Arzobispo Juan.
Llegamos temprano y pudimos cantar toda la Liturgia bien y sin errores. Mi atención estuvo fija en la peculiar figura del Bendito Juan, quien se veía aún más pequeño que la primera vez que lo encontré en la oficina. Cuando le ponían las vestiduras, en el subsuelo de la iglesia, observé que estaba extremadamente enflaquecido, era muy poco lo que cubría sus huesos, excepto lo que parecía un estómago prominente y que resultó ser una bolsita con sus pertenencias. En ella llevaba un icono de aproximadamente 30 cm. enmarcado en terciopelo púrpura, con las reliquias de su distante pariente y santo patrono, San Juan Maximovitch de Tobolsk, también llevaba otros objetos como su epitrachelion, puños litúrgicos, etc. Su sotana era azul brillante hecha con una tela china delgada y barata. Las vestimentas que cubrían su sotana también eran peculiares, aunque correspondían a un jerarca, eran de lino blanco con pequeñas cruces púrpuras y naranjas bordadas en toda su extensión, daba la impresión de que habían sido bordadas por sus huérfanos de Shangai. Su mitra no era redonda y brillante, no tenía el esplendor de las que llevan los pontífices sino que era sencilla, se podía doblar para llevarla en sus viajes, se parecía más a una gorra de monje de extraña forma. Era también blanca y con pequeñas cruces de hilo púrpura y naranja y tenía pequeños iconos de papel pegados en los cuatro lados. Toda la vestimenta era más larga que su propia estatura, su cabello despeinado, la expresión de su rostro era de enojo, su labio inferior caído y sus pequeños ojos negros a menudo cerrados. Pero lo peor fue su discurso, no pude comprender ni una oración de su sermón. Entendí que combinaba el significado de San Juan de Kronstadt, San Juan de Rila, el santo profeta Joel, Cleopatra y su pequeño hijo Juan, y contaba como Juan escupió a su torturador quien lo mató ante los ojos de su madre. También habló de la resurrección de Cristo. Me daba cuenta de que el sermón era profundo, porque mencionó partes de troparion y kontakion. Por más que me esforzaba y me ubicaba más cerca, no pude comprender su sermón.
La mayor sorpresa, sin embargo, fue durante la procesión alrededor de la iglesia con la bendición del agua. Cuando el rociaba con el agua bendita se dirigía principalmente a los monaguillos. Los jóvenes sentían que eran el centro de su atención y se enorgullecían de ser santificados por su amado pastor. Volví al seminario en un estado de profunda satisfacción, como si un impacto marcara mi vida. El Arzobispo Juan regresó a Francia, y yo pensaba que no lo vería nunca más pero después de mi graduación, misteriosamente me llamaron para servir a la iglesia en California, gracias a su especial llamado.
Dos años más tarde, en el verano de 1961, el día de mi graduación en el seminario, partí en una peregrinación al hogar de San Herman y a las reliquias santas en Alaska. Me había dado la bendición el Metropolitano Anastasio, quien me dijo: "Dios te bendiga, ve e inclínate en nombre nuestro ante el Apóstol Herman ya que nuestra edad avanzada nos impide viajar. Reza por nosotros allí y lleva nuestra bendición a nuestro hermano el Archimandrita Gerasim". Esta memorable peregrinación me dio un claro cuadro de la realidad eclesiástica, y me puso para el resto de mi vida en el sendero bendecido de San Herman. Antes de mi partida, el Padre Vladimir bendijo mi viaje con un pequeño icono de los santos Sergio y Herman de Valaam que era una bendición de su Mayor, el Padre Philemon de Valaamite. También me entregó una soga de bendiciones que yo procedí a usar. Tanto el icono como la soga de oraciones fueron colocadas en las reliquias de San Herman.
En mi viaje de regreso paré por una semana en la rectoría de la iglesia en Seattle en un cuarto de huéspedes en el segundo piso. Durante mi estadía perdí la cuerda de oraciones. Luego fui a Canadá a visitar el desolado skete del santo Arzobispo Iosaph. Recorriendo las praderas canadienses y visitando los sketes, me lamentaba de haber perdido la cuerda de oraciones, no hallaba consuelo porque la bendición de Valaam y de San Herman estaban con ella. Perdí las esperanzas de encontrarlas y retorné a San Francisco vía Seattle, donde tenía programado dar al Arzobispo Tikhin, al obispo Nektary, a la Abadesa Ariadna y sus hermanas del convento, un show de diapositivas de mi viaje a Alaska. La Abadesa había anunciado mi disertación en el diario. El show de diapositivas sería muy importante, había invitado a todos los alumnos de su escuela parroquial y a la juventud de la zona.
Un día antes del evento me puse muy nervioso. La abadesa me preguntó si no me importaba compartir mi charla con el Arzobispo Juan que había llegado de Francia. También me dijo que había organizado una recepción. Me sentí halagado pero al mismo tiempo petrificado de dar mi charla en presencia de alguien tan importante como el Arzobispo Juan. Ella me aseguró que era muy amable y comprensivo, que tenía el alma de un niño, y si mi charla se desarrollaba de manera sencilla, iba a ser un éxito.
Llegué más temprano de lo que esperaba, apenas crucé la puerta me llamaron para atender un llamado de Seattle, de mi amigo George Kalfov. George había sido acólito del Arzobispo Juan en Shangai, el Arzobispo lo había curado cuando tenia catorce años. Me había contado muchas cosas del Arzobispo y dijo que había sido constantemente perseguido lo cual me costó comprender.
Mientras subía los escalones de la iglesia, la abadesa Ariadna me apuraba para atender la llamada de larga distancia que estaba en su habitación, debajo del balcón de la iglesia. Al entrar, vi al Arzobispo Juan sentado al teléfono, haciéndome señas para que me acercara. Me dio el auricular y lo primero que George me dijo fue: ¿Dónde esta tu cuerda de oraciones? , admití que la había perdido y que era irremplazable. En ese momento el Arzobispo Juan, aún sosteniendo el auricular contra mi oído, saco mi cuerda de oraciones de su bolsillo. George me contó que el Arzobispo se había hospedado en Seattle, en mi mismo cuarto, fue allí donde encontró la cuerda. Al verla en sus manos automáticamente intenté alcanzarla, él me dejo tocarla luego la alejó de mi alcance, como si no quisiera compartirla conmigo. Posteriormente dijo "¿vendrías conmigo a San Francisco para trabajar juntos?". Yo asentí y comencé a tirar de la cuerda, pero él mirándome a los ojos con una sonrisa la alejó de mi alcance. Mientras tanto George que escuchaba lo que sucedía me dijo que con este gesto el Arzobispo me ofrecía trabajar con él. Reconocí que la divina providencia me daba a mi, poco merecedor, tal gran honor de estar junto al Arzobispo. La abadesa Ariadna, al ver esto confirmó que había sido la voluntad de Dios que el Arzobispo encontrara mi cuerda de oración. Y no se equivocó, por el resto de mi vida estuve ligado a la bendición del Arzobispo Juan.
Mi discurso fue un éxito. Cuando finalicé también el Arzobispo concluyó su mensaje. Durante la recepción las hermanas del convento, hijas espirituales del Arzobispo de Shangai, me hablaban de él, yo escuchaba mientras comía pastelitos dulces, tan feliz como una alondra.
Durante el curso de la conversación, ese día el Arzobispo me insistió que diera una charla a sus antiguos huérfanos del orfanato de San Tikhon, en la calle Balboa y que me pusiera en contacto con la supervisora Alexandrovna Shakhmatova, para arreglar la fecha del encuentro. Sin demora arreglé para visitarla al día siguiente, mi encuentro con aquella mujer me dejó una profunda emoción para el resto de mi vida. La Sra. Shakhmatova era como una madre para cientos de niños. No perdía el tiempo con ellos, tenía un buen contacto psicológico con esas almas jóvenes. Quedé encantado por su buen sentido del humor y una aguda percepción de los jóvenes.
Mi preocupación en los viajes era el reclutamiento de nuevos seminaristas para el seminario de la Santa Trinidad, y no dudaba en cada uno de mis paraderos, de conversar sobre el tema. En el caso de la Sra. Shakhmatova, sin embargo era ella la que iniciaba la conversación, ella hablaba, yo escuchaba y respondía a sus preguntas. Me gustó desde el principio su personalidad dinámica, quería que yo tomara parte en su mundo, me veía como un amigo potencial para sus huérfanos que estaban perdiendo a Dios en la desalmada atmósfera Americana. También deseaba yo saber más acerca del Arzobispo Juan pero antes de avanzar con esas historias ella quería que yo influenciara a uno de sus muchachos para entrar en el seminario. La Sra. Shakhmatova quiso que me encontrara al día siguiente con él y así fue. Mas tarde, las historias que me contó del Arzobispo me hicieron ver que él representaba el más grande espectro de la rectitud. Mi estudio de su vida se inició con la visión de la Sra. Shakhmatova. Ella había sido testigo de la exigencia ascética del monje en Shangai desde su llegada, el día de la Festividad de la entrada de Theotokos en el templo en 1934, el año en que yo nací. La Sra. Shakhmatova había tenido un matrimonio difícil y se había incorporado al orfanato del Arzobispo en Shangai casi en sus comienzos. Sus hijos también estaban en el orfanato. Ella veía como el Arzobispo Juan se crucificaba a sí mismo en la fundación y administración del orfanato dedicado a su santo, San Tikhon de Zadonsk, de quien recibiera su inspiración. Las condiciones de vida eran terribles y las necesidades de los niños, cuyos padres habían escapado del comunismo eran sobrecogedoras. El joven Obispo, desde el comienzo, reunió a un grupo de señoras de su parroquia, les pidió que fundaran un comité, alquilaran una casa y abrieran un albergue para huérfanos o niños de padres necesitados. Nunca se escribió sobre los capítulos del orfanato de San Tikhon. La sorprendente manera en la que el Bendito Juan recogía y alimentaba a los niños requiere la habilidad de un escritor para que las capture por siempre. Muchos niños estaban desnutridos, habían sido abusados y atemorizados hasta que el Arzobispo Juan los llevaba a su albergue y escuela. Cada niño tenía una historia traumática y fueron más de tres mil los que pasaron por el hospicio.
La Sra. Shakhmatova compartió algunas conmigo. Una de ellas sobre un niño de nombre Paul que había presenciado como los comunistas mataron a sus padres cortándolos en pedazos. El trauma dejó al niño mudo, ni siquiera podía pronunciar su nombre. Era como un animalito enjaulado, miedoso de todo, escupía y solo confiaba en sus puños.
Lo dejaron en el hospicio cuando estaba repleto sin lugar para uno más. Como Paul era tan miedoso las señoras pensaron que era anormal y lo rechazaron por temor a que asustara a los otros niños. Cuando el Arzobispo Juan se enteró demandó que lo admitieran y dejó todo para recibirlo. Nadie sabía que era ruso y que hablaba ruso pues solo mascullaba y siseaba como un animal enjaulado. El Arzobispo Juan se sentó ante el niño que temblaba y le dijo mientras lo abrazaba: " Se que has perdido a tus padres, pero ahora tienes a uno en mí " Dijo esto con tanto poder que el niño estalló en lágrimas y su voz resurgió.
En los barrios bajos de Shangai había casos en los que perros devoraban a niñas bebés que arrojaban en los tachos de basura. Cuando el Arzobispo Juan escuchó esto, le dijo a la Sra. Shakmatova que comprara tres botellas de vodka china y que lo acompañara a esas barriadas, donde era de público conocimiento que mataban a gente mayor. Sin temor, como siempre el Arzobispo Juan insistió a la horrorizada señora que lo acompañara. Ella recordaba el espanto que sentía cuando caminaban en la oscuridad de la noche entre borrachos, personajes sombríos, maullidos y ladridos de perros. Ella sostenía las dos botellas en sus manos siguiéndolo con perturbación, cuando se escuchó la queja de un borracho sentado en un pasaje oscuro y el gemido de un bebé dentro de un tacho. El obispo se apresuró hacia el lugar de donde provenía el llanto, el borracho rezongó en señal de advertencia. "Pásame la botella" le dijo a la Sra. Shakhmatova. Elevó la botella y con la otra mano señalaba al tacho de basura. El bendito Juan, sin necesidad de palabras había transmitido su mensaje con la propuesta de canje. La botella terminó en manos del borracho y la Sra. Shakhmatova salvó al bebé. Esa noche volvieron al orfanato con dos bebés. Dicha valentía no se hubiese logrado sin una profunda lucha interior.
Desde sus comienzos el Bendito Juan nunca comía durante el día. Seguía la liturgia, comulgaba, pasaba una hora en silencio en el altar lavando los recipientes. Luego visitaba los hospitales y a los cristianos ortodoxos como así también a los que no lo eran y sin embargo deseaban verlo. Daba la comunión, la bendición a los enfermos. A veces ofrecía la Santa Liturgia en hospitales, en varios idiomas según la demanda: griego, árabe, chino y posteriormente en inglés. Cenaba solo después de media noche y nunca se recostaba, tampoco apoyaba su espalda en el respaldo de las sillas. A veces el esfuerzo lo doblegaba y se quedaba dormido. Durante su vigilia siempre rezaba por los que le pedían y a menudo sus plegarias recibían respuesta inmediatamente. Ya entonces se lo conocía como el trabajador de milagros.
Una vez, en la mitad de la noche, la Sra. Shakhmatova, subió al campanario, una puerta en el último piso de la vicaría conducía a el. Cuando la abrió vio al Bendito Juan congelándose en profunda oración, tiritando al aire libre, bendiciendo las casas de sus feligreses. Ella pensó, "mientras el mundo duerme, el vigila como Habakkuk, cuidando su rebaño con la ferviente intersección de Dios para que ningún daño pueda acercarse. Profundamente conmovida, se retiró. Así supo lo que él hacía durante las largas noches invernales. ¿Por qué era necesario? me preguntó la Sra. Shakhmatova, "¿quién se lo pedía? ¿por qué tanto sacrificio cuando se necesitaba su presencia en tantos otros lugares? para mi sorpresa ella misma dio la respuesta: " El tiene un inextinguible amor a Dios. Lo ama como Persona, como su Padre y como su más cercano Amigo. El anhelaba hablar con Dios, y Dios lo escuchó. No fue un sacrificio consciente. El simplemente amaba a Dios y no quería separarse de Él
"Una vez durante la guerra," continuó, "la pobreza en el orfanato alcanzó dimensiones tan grandes que no había nada para alimentar a los 90 niños. El personal se enojaba porque el obispo seguía trayendo niños, algunos con sus padres. Así era él. Una tarde vino a nosotros agotado, con frío y en silencio. No pude resistir decirle que nosotras no podíamos tolerar más la situación, que no podíamos soportar ver pequeños hambrientos y no tener nada para darles. Perdí el control y elevé mi voz con indignación. No sólo me queje, estaba llena de ira hacia él por habernos puesto en esto. El me miró con tristeza y dijo "¿Qué es lo que necesitas?". Contesté "Todo, pero al menos cereales, no tengo nada para darles en la mañana".
El Arzobispo Juan la miró con tristeza y se fue arriba. Luego ella lo escuchó arrodillarse tan vigorosamente que los vecinos se quejaban del ruido. Su conciencia la perturbaba, esa noche no pudo dormir. Dormitó algo en la mañana cuando la despertó el timbre. Abrió la puerta y en frente suyo tenía un caballero inglés que representaba una compañía cerealera que tenía un excedente de granos. Comenzaron a entrar las bolsas y bolsas del cereal, cuando el bendito Juan bajó las escaleras. Apenas pudo la señora Shakhmatova murmurar palabra ante él. Él no dijo palabra, con la mirada le reprochó su falta de fe. Ella le contestó que podía arrodillarse y besar sus pies pero el Obispo ya se había retirado para rezar a Dios en agradecimiento.
Después de contarme esta historia, la señora Shakhmatova me habló nuevamente del joven que ella quería que yo llevara al seminario. Me pidió que tuviera un especial cuidado hacia él. Este muchacho, me dijo, ha tenido una infancia difícil y ha tenido siempre una inclinación mística. Siempre está tranquilo, meditabundo y triste. Mientras otros muchachos salen a jugar, él se queda mirando en la distancia. Varias veces le pregunté en que piensa y siempre tuve la misma respuesta: "En Dios". Este joven esta designado a ser religioso.
El descubrimiento de este joven fue todo una historia. Un día, el Arzobispo Juan le dijo a la señora Shakmatova que se preparara a ir a un hotel de prostitución. Horrorizada, ella se negó pero el con una sonrisa dijo que tenían que ir. Una señora rusa se dedicaba a este oficio y tenía dos niños necesitados de todo y que vivían con ella en el hotel. La niña tenía 6 años y su hermanito 9. Debían ser sacados de ese ambiente. Cuando llegaron fueron directamente a la habitación de la señora. En ese momento ella no se encontraba, pero el niño estaba sentado allí, sin una escuela a donde ir sin alimentos. Alentaron al niño a ir con ellos diciéndole que tenían un orfanato donde había alimentos, una escuela y un lugar donde jugar. Persuadieron al niño, pero al llegar la madre protestó con indignación, insultándolos. Sin embargo pudieron rescatarlo, dejando a la pequeña con su madre.
Como mencioné antes, me reuní con este joven al día siguiente de hablar con la Sra. Shakhmatova. Reaccionó positivamente cuando le sugerí asistir al seminario. Allí trabajó como tipista, el solo completó los 5 volúmenes de la Philokalia en ruso. Más tarde sirvió como monje en Grecia.
Al verme esa vez, el joven me pidió que lo acompañara a visitar a un amigo, un americano graduado del colegio universitario que estaba trabajando en un libro de filosofía. Acordamos encontrarnos el día festivo de la Entrada de Theotokos al Templo. Como yo deseaba recibir la Santa Comunión ese día, quedamos en encontrarnos en la vieja Catedral de San Francisco.
Era un típico día de San Francisco, soleado y frío. Después de recibir la comunión caminamos durante largo rato hasta un departamento en el subsuelo. Fue allí donde conocí a quien sería mi futuro socio Eugenio Rose, posteriormente P. Serafin. En menos de un año Eugenio se hizo Ortodoxo Cristiano y unos meses más tarde fue hijo espiritual del Arzobispo Juan quien lo ordenó como lector de las sagradas escrituras un año antes de su eterno descanso. A menudo me he preguntado si el Arzobispo Juan y la señora Shakhmatova hubiesen tenido miedo de mancharse con la vergüenza de entrar a una casa de pecado para salvar almas perdidas, en tal caso yo no hubiera encontrado al Padre Serafín, tampoco se hubiesen conocido sus escritos. Por supuesto, el Arzobispo Juan, como un verdadero siervo de Dios, sabía lo que estaba haciendo. A través de su amor bondadoso a Dios y a la raza humana, el Padre Serafín pudo ofrecer sus talentos al Señor.
En el decir de la señora Shakhmatova, el Arzobispo Juan no era un fanático eclesiástico, el no creía en las jurisdicciones. Cuando llegó a Shangai, había muchas denominaciones eclesiásticas. El las unió, servía en todos los lugares, era accesible y amaba a todos. También salvó a muchos. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando estaban de moda las ideas pro soviéticas y, cuando todos los obispos rusos en el lejano oriente aceptaron el patriarcado de Moscú, el Arzobispo Juan, como verdadero hijo de la Iglesia Ortodoxa, también conmemoró al Patriarca de Moscú, Alexis I, pero no dejó de conmemorar el sínodo ruso a quien entregó sus votos como obispo. El representante del patriarcado de Moscú, Arzobispo Victor, demandó a todos los obispos del lejano oriente que no reconocieran al Metropolitano Anastasio, representante de la Iglesia Rusa en el exterior, insistiendo de este modo en el poder jurisdiccional del Patriarcado. Todos los jerarcas de la Iglesia Rusa en el exterior cedieron a esta demanda con excepción del Arzobispo Juan. El dijo que solo lo haría si le demostraban que era correcto renunciar a los votos. Al conmemorar a ambas iglesias demostró su aceptación a las jurisdicciones. Por rechazar conmemorar al Metropolitano Anastasio fue echado de su propia catedral en Shangai, sin embargo continuó con la liturgia, frente a las puertas cerradas de la catedral, rogando por la dirección de ambas iglesias. Si bien no se preocupaba por temas de jurisdicción el Arzobispo Juan era despiadado e intolerante con el clero poco firme e indiferente en temas de integridad espiritual. Por esto fue muy odiado, hasta quisieron envenenarlo en una Pascua en la que estuvo a punto de morir. La intolerancia hacia el Arzobispo era fruto de envidia y celos. Su integridad en cuestiones de la iglesia, en especial de precisión litúrgica indicaban que su preocupación por sus feligreses no era asunto de preferencia personal sino que provenía de una filosofía eclesiástica de vida, dogmática y pastoral que era parte de la sucesión preservada en la Ortodoxia. Era consciente de que vivía y trabajaba desde un reino de otro mundo formado a través de la historia por los Padres de la Iglesia, por ello sentía desprecio por las expectativas pragmáticas que los tiempos y las modas dejan en uno. Era enemigo de la moda y del chisme. Si no se entiende el modo en que trabajaba el Bendito Juan es imposible explicar su comportamiento extraño que evocaba a un tonto por Cristo.
Una vez asistí a una cena por invitación del Arzobispo Juan en la que presencié una escena difícil de aceptar como "normal" por los patrones contemporáneos de conducta. Debía hablar con el Arzobispo por mi permanencia en San Francisco, sobre la formación de la hermandad de San Herman, sobre el futuro de Serafín Rose como hermano y por mi hermana fiancЙ mentalmente enferma. También quería confesarme. La Sra. Shakhmatova preparó la cena de costumbre: borscht de repollo y un plato de verduras. En la cabecera de la mesa de la cocina estaba sentado el Arzobispo Juan, a su izquierda, contra la pared el P. Mitrophan y luego yo. Frente al P. Mitrophan estaba el Obispo Savva, de visita en San Francisco. Detrás del Obispo Savva cerca de la estufa estaba una señora con mucho maquillaje que se quejaba, murmurándole a la Sra. Shakhmatova. Mientras tomábamos la sopa observé que el P. Mitrophan se reía entre dientes mientras miraba a las mujeres por encima de los hombros del Obispo Savva. Luego, quedé horrorizado al ver que el Arzobispo Juan se inclinaba hacia su plato de tal forma que su barba se mojaba en la sopa. En lugar de llevar la cuchara a su boca, la usaba deliberadamente para volcar la sopa con hilos de repollo sobre su bigote. No podía creer lo que veían mis ojos, no había una explicación razonable para tal comportamiento. El obispo Savva que no podía ver a las mujeres desde su lugar, estaba muy confundido para emitir palabra. Gentilmente tomó su servilleta y se la ofreció al Arzobispo Juan, pero aquel, con un rezongo la dejó a un costado. El P. Mitrophan, quien obviamente disfrutaba la escena, me dio un codazo guiñándome el ojo. Yo no sabía que hacer, tosí y me hice el desentendido. La demostración era bastante asombrosa porque el Arzobispo Juan miraba fijo a la mujer maquillada. Luego la mujer suspiró y dejó de cuchichear. El show había terminado. El Arzobispo Juan tomó su servilleta y se dirigió al baño, dejando la puerta abierta. Lavó su barba y volvió a su lugar para terminar la cena. El Obispo Savva, absorto con la lección que el Arzobispo le había dado a la mujer, permaneció desconcertado mientras que el P. Mitrophan murmuraba que la mujer había comprendido el significado.
Por qué fue necesario crear tal espectáculo para enseñar a la mujer que no se dedicara a modas mundanas que resultaban tan ridículas como volcar sopa sobre la barba. Comprendí la actitud y francamente me gustó porque se había enseñado sin palabras.
Otra vez, estaba yo sirviendo en la iglesia cuando el Arzobispo Juan señaló mi corbata. No comprendí. Entonces un joven me apartó indicándome que me la sacara porque el Arzobispo no permitía llevar corbata en el altar. Observé entonces que ninguno de los subdiáconos la llevaban. Posteriormente conocí la razón: la corbata es un lazo colgante que representa a la muerte y el altar representa el paraíso y la vida. Años más tarde, el P. Seraphin y yo seguimos esta costumbre con nuestros acólitos en Platina.
El Arzobispo Juan nunca hablaba en el altar. Si algo estaba mal daba un chasquido con la lengua en señal de corrección, y continuaba hasta que se dieran por enterados de lo que se debía corregir.
Muchas veces escuché críticas porque el Arzobispo caminaba descalzo, lo cual yo mismo vi en varias oportunidades. Por lo general se lo acusaba de estar descalzo en el altar. Para mi esto no era motivo de tanto escándalo. Un día durante la liturgia matinal yo estaba por casualidad en San Francisco para la conmemoración de San Ioasaph de Belgorod, un santo de mi devoción que había sido patrón del grupo de jóvenes del Arzobispo Juan en Shangai. Ya que estaba en la ciudad decidí ir al Hogar Tikhon. Sabía que el P. Leonid Upshinsky daría los oficios religiosos a menos que estuviese el Arzobispo Juan, en cuyo caso el P. Leonid cantaría en el coro. Cuando entré la liturgia estaba a punto de comenzar. Éramos solo nosotros tres. El Arzobispo Juan en el altar, el P. Leonid cantando y yo sirviendo como acólito. El Obispo me dio su bendición en el momento de colocarme el sticharion y comenzó el oficio. Yo estaba concentrado en la oración pero al mismo tiempo tenía miedo de cometer algún error en el altar. De repente noté que el Arzobispo estaba descalzo y sorpresivamente en ese instante me vino a la mente que ese día se conmemoraba al profeta Moisés quien tuvo que sacarse las sandalias cuando estaba en el lugar santo. Yo tenía puestos mis zapatos en el altar, un lugar santo. Allí me di cuenta que son los que llevan zapatos los que demuestran insensibilidad en los lugares sagrados y no a la inversa como cree la mayoría. Recuerdo que comencé a sentir un calor muy fuerte en mis pies cuando le pedí a Dios que me perdonara por mi falta de tino.
Esa liturgia fue imposible de entender. El Arzobispo Juan casi mascullando durante todo el servicio, lo cual me parecía natural puesto que Moisés había tenido un impedimento para hablar también. El servicio fue corto y terminó pronto pero, a mí en su profundidad, me parecía como una ojeada a la eternidad. No había nadie en la iglesia excepto nosotros y los ángeles. A menudo deseo ahora poder rezar y llorar como lo hice sin ninguna vergüenza esa mañana. Si cometí algún error nadie lo notó, estábamos tan concentrados en la ceremonia como si estuviésemos en tierra santa. Cuando escucho a alguien hablar de la "extrañeza" del Arzobispo Juan descalzo en el altar, suspiro con nostalgia en recuerdo de esa bella liturgia y de la indescriptible paz de sentirse en otro mundo.
También se criticaba al Arzobispo Juan por llegar tarde a la iglesia, esto ocurría porque se demoraba visitando enfermos y rezando junto a sus lechos. También le reprobaban ser obstinado con la disciplina espiritual. Pero el juicio que más daño le hizo provenía de los jóvenes obispos que no toleraban sus "excesos".
La Sra. Shakhmatova vio todo esto, como mujer puesta por Dios para atender las necesidades de este hombre sobrenatural, que trabajaba con su cuerpo terrenal para hacer el bien a los que sufren. Su conocimiento de los deseos del Arzobispo le otorgaban una visión profunda de este príncipe de la Iglesia que ejercía un Pontificado espiritual inspirando y llamando a la gente a un reino superior. Durante mis inolvidables visitas, la señora Shakhmatova pudo infundirme amor por este gran ser humano, un hombre con un corazón capaz de abrazar cientos de necesitados para fortalecer sus conciencias con la realidad de un Dios viviente.
Después de mi show de diapositivas en el Hogar Tikhon, me dirigí al hall del subsuelo donde se habían reunido infinidad de jóvenes. Los Arzobispos Tikhon y Juan estaban presentes como también el futuro Obispo Nektary. Vi al Arzobispo Juan sonriendo por las tontas bromas que yo hacía a los adolescentes. Al final de la charla, el anciano Arzobispo Tikhon, muy encorvado, me agradeció de corazón. El Arzobispo Juan se sonreía diciendo: "Necesitamos más charlas como estas." Luego agregó: "Ven nuevamente a visitarnos", y murmuró algo que no pude entender. Yo agradecí a todos sintiendo que pertenecía a ese lugar. Y me fui de California con el propósito de volver nuevamente.
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