† Padre Antonios Alevizopoulos
Dr. teología Dr. filosofía
ASUNTOS DE CATECISMO ORTODOXO
Dr. teología Dr. filosofía
ASUNTOS DE CATECISMO ORTODOXO
LA CAIDA Y LA RECUPERACION DEL HOMBRE
Dios creó al hombre y le dio la habilidad de la comunión con
el Creador a través de la gracia divina increada, es decir, a través de la
fuerza vivificante del Espíritu Santo.
En este ambiente del amor divino el hombre fue capaz de cultivar la comunión, desarrollando amor libre y desinteresado a Dios y al prójimo. Por lo tanto el mismo hombre se tuvo que llegar a la perfección, quedandose en el ambiente de Dios, pero habiendo siempre la posibilidad de negarla.
Por desgracia, el hombre, con el engaño del diablo, negó la relación amorosa con Dios y se alejó de la gracia del Espíritu Santo, que resultó en quedarse espiritualmente muerto, después de que él se separó de la energía vivificante de Dios.
La muerte física que siguió a la muerte espiritual fue un resultado natural del pecado. Así la muerte entró en la vida humana como un parásito, como resultado del acto libre del hombre: de su separación de Dios (Juan 3, 36, 8, 51. A' Juan 3, 10-14).
Dios no impidió la muerte, la permitió para que el mal no llegar a ser inmortal, para dar al hombre la oportunidad de arrepentimiento, para reconstruir el hombre y para hacerle nueva creación en Cristo. (B' Cor. 5, 17. Gal. 6, 15). «Porque Dios no ha hecho la muerte ni se complace en el perdición de los vivientes» (Sab. de Sol. 1, 13).
Ciertamente, Dios podría haber creado al hombre moralmente perfecto, a fin de no apartarse de Su amor, pero esto le quitaría la libertad, es decir, la capacidad de elegir libremente a su inmortalidad, sin prisa por nadie.
Todo esto muestra que la Iglesia Ortodoxa distingue entre la creación y la caída del mundo por el engaño de Satanás.
El hombre, con su caída, se alejó de la vida divina. Perdió la energía del Espíritu Santo que hace todo indestructible y su naturaleza se quedó enferma. Así «de la manera que el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y la muerte así pasó a todos los hombres en aquel en quien todos pecaron», es decir que toda la gente pecaron por el miedo a la muerte (Rom. 5, 12).
La salvación del hombre se encuentra en restaurar la inmortalidad, es decir, a lo restablecimiento del hombre en la comunión de Dios, a través de las energías divinas increadas.
Ciertamente, el apóstol dice que aunque somos «enemigos», «fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rom. 5, 10) pero, como se dice característicamente el San Juan Crisóstomo, Dios no era hostil al hombre, pero nosotros mismos éramos hostiles a Dios. La cruz de Cristo requiere no el odio, sino amor infinito (Juan 3, 16. B' Cor. 5, 19).
La salvación se refiere al tratamiento de la enferma naturaleza humana, a la descarga de la esclavitud del diablo y la muerte y a la restauración de nuestro camino a la inmortalidad.
La salvación se realiza en la persona de Cristo, quien “participó de lo mismo”, que recibió el humano en su totalidad, “para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre” (Heb. 2, 14-15. 12, 28. Luc. ω' 20).
Así, la salvación de la naturaleza humana se idéntica con su recepción por el Hijo y Palabra de Dios y su restauración a la Santa Comunión (B' Ped. 1, 4). Es el fruto de la energía del Espíritu Santo que hace todo indestructible (A' Cor. 15, 45-49. B' Cor. 3, 6).
El hombre no puede salvarse a sí mismo, ni con sus obras, ni siquiera con la fe: “la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios”
En este ambiente del amor divino el hombre fue capaz de cultivar la comunión, desarrollando amor libre y desinteresado a Dios y al prójimo. Por lo tanto el mismo hombre se tuvo que llegar a la perfección, quedandose en el ambiente de Dios, pero habiendo siempre la posibilidad de negarla.
Por desgracia, el hombre, con el engaño del diablo, negó la relación amorosa con Dios y se alejó de la gracia del Espíritu Santo, que resultó en quedarse espiritualmente muerto, después de que él se separó de la energía vivificante de Dios.
La muerte física que siguió a la muerte espiritual fue un resultado natural del pecado. Así la muerte entró en la vida humana como un parásito, como resultado del acto libre del hombre: de su separación de Dios (Juan 3, 36, 8, 51. A' Juan 3, 10-14).
Dios no impidió la muerte, la permitió para que el mal no llegar a ser inmortal, para dar al hombre la oportunidad de arrepentimiento, para reconstruir el hombre y para hacerle nueva creación en Cristo. (B' Cor. 5, 17. Gal. 6, 15). «Porque Dios no ha hecho la muerte ni se complace en el perdición de los vivientes» (Sab. de Sol. 1, 13).
Ciertamente, Dios podría haber creado al hombre moralmente perfecto, a fin de no apartarse de Su amor, pero esto le quitaría la libertad, es decir, la capacidad de elegir libremente a su inmortalidad, sin prisa por nadie.
Todo esto muestra que la Iglesia Ortodoxa distingue entre la creación y la caída del mundo por el engaño de Satanás.
El hombre, con su caída, se alejó de la vida divina. Perdió la energía del Espíritu Santo que hace todo indestructible y su naturaleza se quedó enferma. Así «de la manera que el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y la muerte así pasó a todos los hombres en aquel en quien todos pecaron», es decir que toda la gente pecaron por el miedo a la muerte (Rom. 5, 12).
La salvación del hombre se encuentra en restaurar la inmortalidad, es decir, a lo restablecimiento del hombre en la comunión de Dios, a través de las energías divinas increadas.
Ciertamente, el apóstol dice que aunque somos «enemigos», «fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rom. 5, 10) pero, como se dice característicamente el San Juan Crisóstomo, Dios no era hostil al hombre, pero nosotros mismos éramos hostiles a Dios. La cruz de Cristo requiere no el odio, sino amor infinito (Juan 3, 16. B' Cor. 5, 19).
La salvación se refiere al tratamiento de la enferma naturaleza humana, a la descarga de la esclavitud del diablo y la muerte y a la restauración de nuestro camino a la inmortalidad.
La salvación se realiza en la persona de Cristo, quien “participó de lo mismo”, que recibió el humano en su totalidad, “para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre” (Heb. 2, 14-15. 12, 28. Luc. ω' 20).
Así, la salvación de la naturaleza humana se idéntica con su recepción por el Hijo y Palabra de Dios y su restauración a la Santa Comunión (B' Ped. 1, 4). Es el fruto de la energía del Espíritu Santo que hace todo indestructible (A' Cor. 15, 45-49. B' Cor. 3, 6).
El hombre no puede salvarse a sí mismo, ni con sus obras, ni siquiera con la fe: “la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios”
(A' Cor. 15, 50). Esto no
significa que no se salva la carne humana. Por supuesto, la carne no puede
heredar el reino de Dios, pero puede ser heredada por el Espíritu Santo,
vestirse de incorrupción e inmortalidad y ser trasladado al reino de los cielos
(A' Cor. 15, 51-54.). Así que la salvación se refiere al humano en su totalidad
como una unidad psicosomática.
La salvación es un don de Dios (Hech. 2, 47. Rom. 8, 15. Efes. 2, 8-9). Pero Dios no actúa a ciegas. Respeta la libertad del hombre. El hombre decide finalmente si aceptar o rechazar la gracia de Dios, resistiendo a la acción del Espíritu (B' Cor. 6, 1).
Dios quiere la salvación del hombre, pero el hombre debe aceptar el llamado de Dios (Mat. 23, 37. Hech. 7, 51. Apoc. 3, 20), a creer conscientemente y coherente al don de Dios. Luego el Dios considera de esta fe por la justicia (Rom. 4, 2-11).
Sin una batalla espiritual con el fin de permanecer en el amor de Dios y del prójimo, la salvación es imposible (A' Juan 3, 14). E incluso si existe la fe, está muerta, conduce a la muerte, no la vida (Mat. 25, 31-46. Jac. 2, 26). Por lo tanto, las obras son necesarias, aunque no tienen carácter expiatorio. Reflejan el definitivo deseo humano para la salvación y
mantienen al hombre despierto contra la astucia del diablo que amenaza a quitarle la gracia (Efes. 6, 10-18). Mantienen el fiel “abierto” a la gracia y la fruición del Espíritu Santo, que no se lleva a cabo sin el consentimiento (cooperación) del hombre (Gal. 5, 22-25).
Por supuesto la salvación fue realizada “en Cristo” una vez por todas. Pero el cristiano que recibió la gracia debe estar constantemente alerto. Dios dona la salvación y el hombre puede estar seguro de lo que depende de Dios (Mat. 1, 21. Hech. 4, 12. 10, 43. A' Tim. 2, 5-6). Pero en todo lo concerniente a lo humano no hay certeza de la salvación, porque su naturaleza es veleidosa. El creyente puede caer en cualquier momento, aun cuando está ubicado en las alturas de la santidad un momento de presunción es suficiente. Es por eso que el salmista reza: «no quites de mí tu Santo Espíritu» (Salmo 50, 11), y el apóstol confirma: “el que piensa estar firme, mire que no caiga” (A' Cor. 10, 12), “no seas altanero, sino teme” (Ρωμ. Ια' 20).
El destino final del creyente es el “Cenáculo de Pentecostés”, dónde están los apóstoles y de toda la iglesia de los primogénitos (Heb. 12, 23). Por esta razón el cristiano debe emprender la lucha espiritual, para no perder el obtenido (B' Juan 8) y su lucha convertirse a lucha vanidosa (B' Cor. 6, 1. Gal. 2, 2. A' Tes. 3, 5).
La salvación no es un acontecimiento instantáneo e irreversible. La Biblia dice que el reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra y ella brota y crece y da frutos, “primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga” (Mar. 4, 26-28). La “iluminación” a través del santo bautismo ocurre “una vez”, porque sólo hay un solo bautismo (Efes. 4, 5. Hebr. 6, 4). Pero el creyente está llamado a proteger el legado de la gracia, para recibir el “premio de la llamada superior” y para “ser contados con los primogénitos, los que tienen sus nombres escritos en los cielos» (servicio divino del bautismo).
Si “abrimos” a nosotros mismos a la gracia de Dios, entonces el regalo que tomamos se desarrollará dentro de nosotros y se manifestara por el fruto del Espíritu, que son los dones del Espíritu Santo(Gal. 5, 22). Estos dones no están calificaciónes morales, que se mide a través de los ojos de la gente, que están lejos de Cristo. Cuando, por ejemplo, la Iglesia en su himnología utiliza el término “sabio” no implica la sabiduría del mundo, pero el “disparate de la Cruz” (A' Cor. 1, 21-25), las “doctas palabras enseñadas por el Espíritu Santo” (A' Cor. 2, 13).
La vida moral del hombre que es portador del espíritu no se mide por las medidas de este mundo, sino por las medidas de Dios. Es el fruto del Espíritu Santo y no el resultado del “cultivación” del hombre, fruto de procesos “autónomos”, independientemente de la gracia de Dios. El Espíritu Santo habita en el creyente. Es el espíritu de adopción, que "grita" con su propio espíritu, “Abba, Padre” (Rom. 8, 15) y ayuda al fiel "en su enfermedad", implorando “por nosotros con gemidos indecibles”
La salvación es un don de Dios (Hech. 2, 47. Rom. 8, 15. Efes. 2, 8-9). Pero Dios no actúa a ciegas. Respeta la libertad del hombre. El hombre decide finalmente si aceptar o rechazar la gracia de Dios, resistiendo a la acción del Espíritu (B' Cor. 6, 1).
Dios quiere la salvación del hombre, pero el hombre debe aceptar el llamado de Dios (Mat. 23, 37. Hech. 7, 51. Apoc. 3, 20), a creer conscientemente y coherente al don de Dios. Luego el Dios considera de esta fe por la justicia (Rom. 4, 2-11).
Sin una batalla espiritual con el fin de permanecer en el amor de Dios y del prójimo, la salvación es imposible (A' Juan 3, 14). E incluso si existe la fe, está muerta, conduce a la muerte, no la vida (Mat. 25, 31-46. Jac. 2, 26). Por lo tanto, las obras son necesarias, aunque no tienen carácter expiatorio. Reflejan el definitivo deseo humano para la salvación y
mantienen al hombre despierto contra la astucia del diablo que amenaza a quitarle la gracia (Efes. 6, 10-18). Mantienen el fiel “abierto” a la gracia y la fruición del Espíritu Santo, que no se lleva a cabo sin el consentimiento (cooperación) del hombre (Gal. 5, 22-25).
Por supuesto la salvación fue realizada “en Cristo” una vez por todas. Pero el cristiano que recibió la gracia debe estar constantemente alerto. Dios dona la salvación y el hombre puede estar seguro de lo que depende de Dios (Mat. 1, 21. Hech. 4, 12. 10, 43. A' Tim. 2, 5-6). Pero en todo lo concerniente a lo humano no hay certeza de la salvación, porque su naturaleza es veleidosa. El creyente puede caer en cualquier momento, aun cuando está ubicado en las alturas de la santidad un momento de presunción es suficiente. Es por eso que el salmista reza: «no quites de mí tu Santo Espíritu» (Salmo 50, 11), y el apóstol confirma: “el que piensa estar firme, mire que no caiga” (A' Cor. 10, 12), “no seas altanero, sino teme” (Ρωμ. Ια' 20).
El destino final del creyente es el “Cenáculo de Pentecostés”, dónde están los apóstoles y de toda la iglesia de los primogénitos (Heb. 12, 23). Por esta razón el cristiano debe emprender la lucha espiritual, para no perder el obtenido (B' Juan 8) y su lucha convertirse a lucha vanidosa (B' Cor. 6, 1. Gal. 2, 2. A' Tes. 3, 5).
La salvación no es un acontecimiento instantáneo e irreversible. La Biblia dice que el reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra y ella brota y crece y da frutos, “primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga” (Mar. 4, 26-28). La “iluminación” a través del santo bautismo ocurre “una vez”, porque sólo hay un solo bautismo (Efes. 4, 5. Hebr. 6, 4). Pero el creyente está llamado a proteger el legado de la gracia, para recibir el “premio de la llamada superior” y para “ser contados con los primogénitos, los que tienen sus nombres escritos en los cielos» (servicio divino del bautismo).
Si “abrimos” a nosotros mismos a la gracia de Dios, entonces el regalo que tomamos se desarrollará dentro de nosotros y se manifestara por el fruto del Espíritu, que son los dones del Espíritu Santo(Gal. 5, 22). Estos dones no están calificaciónes morales, que se mide a través de los ojos de la gente, que están lejos de Cristo. Cuando, por ejemplo, la Iglesia en su himnología utiliza el término “sabio” no implica la sabiduría del mundo, pero el “disparate de la Cruz” (A' Cor. 1, 21-25), las “doctas palabras enseñadas por el Espíritu Santo” (A' Cor. 2, 13).
La vida moral del hombre que es portador del espíritu no se mide por las medidas de este mundo, sino por las medidas de Dios. Es el fruto del Espíritu Santo y no el resultado del “cultivación” del hombre, fruto de procesos “autónomos”, independientemente de la gracia de Dios. El Espíritu Santo habita en el creyente. Es el espíritu de adopción, que "grita" con su propio espíritu, “Abba, Padre” (Rom. 8, 15) y ayuda al fiel "en su enfermedad", implorando “por nosotros con gemidos indecibles”
(Rom. 8, 26).
Manual de sectas y grupos para-cristianos
Padre Antonios Alevizopoulos
Dr. Teología, Dr. filosofía
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