Sunday, July 17, 2016

Vida de San Apóstol Pablo


Vida, obra y sufrimientos del santo y glorioso Apóstol Pablo, digno de toda alabanza

Antes de convertirse en apóstol, San Pablo se llamaba Saulo. Nacido en Tarso, Cilicia, era de raza judía y pertenecía a la tribu de Benjamín. Sus nobles padres vivieron en principio en Roma y a continuación se establecieron en Tarso, con el título honorífico de ciudadanos de Roma. Por ese motivo, Pablo recibió el calificativo de “romano”. Se puede señalar aquí que entre su familia se contaba al primer mártir, Esteban. En su juventud, sus padres lo enviaron a Jerusalén para que aprendiera los libros sagrados y la Ley de Moisés, bajo la dirección del célebre maestro Gamaliel. En el transcurso de sus estudios, tuvo como compañero a su amigo Bernabé, que también se convertiría en apóstol de Cristo. Tras haber estudiado profundamente la Ley de sus padres, mostró por ella un celo ardiente, y se unió a los fariseos.

En esta época, los santos apóstoles propagaban la Buena Nueva de Cristo en Jerusalén y en las ciudades y regiones de los alrededores, suscitando grandes discusiones con los fariseos, los saduceos, los escribas y los doctores de la ley. Estos predicadores del cristianismo fueron odiados y perseguidos rápidamente por todos estos judíos. Saulo odiaba igualmente a los santos apóstoles, y ni siquiera quería escucharlos predicar a Cristo. Discutía con Bernabé, convertido en apóstol, y no cesaba de blasfemar contra la Verdad. Cuando su familiar, San Esteban, fue lapidado por los judíos, no sólo no mostró ningún pesar viendo vertida la sangre inocente de su propia familia, sino que aprobó el asesinato y guardó las espaldas de los judíos que habían golpeado al mártir. Habiendo recibido así, plenos poderes de los sacrificadores y ancianos, Saulo persiguió a la Iglesia de Cristo, haciendo irrupción en las casas de los fieles, arrastrando a hombres y mujeres a prisión.

No contento con perseguir a los fieles de Jerusalén, se dirigió a Damasco con las cartas de los sacrificadores. Respirando amenazas y derramamiento de sangre, tenía la intención de localizar a los hombres y mujeres que creían en Cristo, para apoderarse de ellos y conducirlos encadenados a Jerusalén. Esto sucedía durante el reinado del emperador Tiberio.

Cuando Saulo se aproximaba a Damasco, una luz procedente del cielo brilló repentinamente cerca de él. Cayó en tierra y escuchó una voz que decía:

-Saulo, Saulo, ¿por qué Me persigues?.

Presa del pánico, respondió:

-¿Quién eres, Señor?.

-Soy Jesús, a quien persigues.

Temblando de espanto, Saulo añadió:

-Señor, ¿qué quieres que haga?.

-Levántate, entra en la ciudad, y te dirán lo que tienes que hacer.

Los soldados que acompañaban a Saulo se atemorizaron al escuchar esta voz sin ver a nadie. Cuando Saulo se levantó, no veía nada. Sus ojos carnales fueron cegados, pero sus ojos espirituales comenzaban a abrirse. Se le llevó por la mano hasta Damasco, donde permaneció tres días en constante oración, sin ver, ni comer, ni beber.

En Damasco, vivía el santo apóstol Ananías. El Señor se le apareció en una visión, ordenándole que fuera a buscar a Saulo a la casa de un cierto Judas, para darle la luz a sus ojos carnales por la imposición de manos, y a sus ojos espirituales, por el bautismo. Ananías respondió igualmente:

-Señor, he escuchado a mucha gente hablar de este hombre y decir todo el mal que ha hecho a Tus santos en Jerusalén. Ha venido aquí con plenos poderes de los grandes sacerdotes para encadenar a todos los que invoquen Tu Nombre.

-Ve sin temor, pues él es el vaso que he elegido para llevar Mi Nombre ante las naciones paganas, los reyes y los hijos de Israel. ¡Le diré lo que tendrá que sufrir por Mi Nombre!.

Obedeciendo el mandato del Señor, Ananías fue en busca de Saulo y le impuso las manos. Una especie de escamas cayeron de sus ojos. Bautizado al instante, fue lleno del Espíritu Santo, que le santificó para el ministerio apostólico. Su nombre fue cambiado por el de Pablo.

Pablo predicó pronto a Jesús Hijo de Dios en las sinagogas. Todos los que le escuchaban, se asombraban: “¿No es este el que perseguía en Jerusalén a los que invocaban el Nombre de Jesús?. ¿No había venido aquí para apresarlos y conducirlos antes los principales sacrificadores?”.

Con el tiempo, Pablo tomaba mayor seguridad y perturbaba a los judíos de Damasco, demostrándoles que Jesús es el Cristo. Llenos de cólera, se aliaron para matarlo e hicieron vigilar noche y día las puertas de la ciudad para que no pudiera escapar. Pero Ananías y los discípulos de Damasco se enteraron del complot. Lo condujeron de noche a las murallas de la ciudad y lo hicieron descender por ella en una cesta.

Pablo abandonó Damasco por Arabia, así como lo escribió más tarde a los gálatas: “Desde aquel instante no consulté más con carne y sangre, ni subí a Jerusalén, a los que eran apóstoles antes que yo, sino que me fui a Araba, de donde volví otra vez a Damasco. Después, al cabo de tres años, subí a Jerusalén para conversar con Cefas” (Gálatas 1: 16-18).

En Jerusalén, Pablo deseaba encontrarse con los discípulos del Señor, pero estos le temían, sin poder creer que fuera de los suyos. Finalmente, se encontró con el santo apóstol Bernabé, que conoció su conversión, regocijándose de este cambio, y lo condujo ante los apóstoles. Pablo les contó como había visto a Cristo en el camino a Damasco, lo que Él le había dicho, y cómo se enardeció por el Nombre de Jesús. Su relato llenó de un santo gozo a los apóstoles y glorificaron al Señor Jesús Cristo.

En Jerusalén, San Pablo intervino en la controversia con los judíos y los griegos. Un día, mientras hacía oración en el templo, tuvo un éxtasis y vio al Señor, que le decía:

-Apresúrate a salir de Jerusalén, pues no recibirán aquí tu testimonio sobre Mí.

-Los judíos saben muy bien que yo hacía encarcelar a los que creían en Ti, y que los hacía golpear en las sinagogas. Saben también que cuando se derramó la sangre de Esteban, Tu testigo, yo estaba presente, aprobé su muerte y guardé las espaldas de los que le asesinaron.

-Ve, te enviaré lejos de aquí, a las naciones.

Después de esta visión, aunque él hubiese preferido quedarse aún algunos días más en Jerusalén para gozar de la vista y de la conversación con los apóstoles, Pablo debía partir, pues aquellos con los que había hablado sobre Cristo estaban furiosos y pretendían matarlo. Los hermanos lo condujeron, pues, a Cesarea, desde donde partió para Tarso.

Pablo predicó la Palabra de Dios en esta ciudad hasta la llegada de Bernabé, que le condujo a Antioquía. Permaneció allí un año entero enseñando a la Iglesia, y convirtió a Cristo a mucha gente, a quien se les dio el nombre de “cristianos”. Después de este año, Pablo y Bernabé regresaron a Palestina para anunciar a los santos apóstoles que la gracia de Dios obraba en Antioquía, lo cual alegró mucho a la Iglesia de Jerusalén. Traían consigo los numerosos dones de los fieles de Antioquía para los hermanos pobres o enfermos de Judea. En efecto, según la profecía de San Agabo (uno de los Setenta y Dos), una gran hambruna se había declarado bajo el reinado del emperador Claudio.

A continuación, Pablo y Bernabé abandonaron nuevamente Jerusalén para ir a Antioquía, donde vivieron cierto tiempo en ayuno y oración, celebrando la Divina Liturgia y predicando la Palabra de Dios, hasta que el Espíritu Santo los enviara a predicar a las naciones. El Espíritu Santo declaró en efecto a los ancianos de la Iglesia de Antioquía: “Apartadme a Bernabé y Pablo para la obra a la que les He llamado”. Después de haber ayunado y rezado, les impusieron las manos y los dejaron partir.

Llenos del Espíritu Santo, descendieron a Seleúcida y se embarcaron para Chipre. En Salamina, anunciaron el Evangelio en las sinagogas. Habiendo atravesado la isla hasta llegar a Pafos, se encontraron con un mago y falso profeta judío llamado Elimas o Barjesús, que vivía con el procónsul Sergio Paulo, un hombre prudente. Este procónsul hizo llamar a Pablo y Bernabé y manifestó su deseo de escuchar la Palabra de Dios. Habiendo escuchado a los apóstoles, creyó. Pero Elimas se interpuso y buscaba apartarlo de la fe. Entonces Pablo, lleno del Espíritu Santo, miró al mago y dijo: “Oh, hombre lleno de toda clase de engaño y maldad, hijo del diablo. ¿No dejarás de pervertir los rectos caminos del Señor?. He aquí ahora está la mano del Señor sobre ti, y quedarás ciego, sin poder ver el sol durante un tiempo”. La oscuridad y las tinieblas cayeron sobre el mago, que buscó a alguien que lo guiase. Pero he aquí, el procónsul creyó en la enseñanza del Señor. Numerosas personas creyeron así, y la Iglesia de Cristo se engrandeció (ver Hechos 13:4-12).

Pablo y sus compañeros se embarcaron en Pafos, camino de Perge de Pisidia, desde donde partieron para Antioquía de Pisidia (que no hay que confundir con Antioquía la Grande, de Siria). Allí, predicaron a Cristo. Como numerosas personas creían, los judíos envidiosos incitaron a los ancianos de la ciudad (que vivían en la impiedad griega) para que expulsaran a los santos apóstoles de la ciudad y de sus límites. Estos últimos, sacudiendo el polvo de sus pies, se dirigieron a Iconio, donde predicaron con seguridad, conduciendo a la fe a una multitud de judíos y de griegos, no sólo por sus palabras, sino también por los signos y milagros que realizaban sus manos. Allí fue donde convirtieron a Santa Tecla, la virgen, que se convirtió en novia de Cristo. Los incrédulos judíos incitaron de nuevo a los griegos y a los jefes para que expulsaran a los apóstoles y los lapidaran. Sin embargo, estos últimos se apercibieron del asunto y pudieron escapar a Licaonia, a Listra, a Derbe y a sus alrededores, donde también predicaron.

Había allí un cojo de nacimiento que no podía andar. Por el Nombre de Cristo lo pusieron de pie, y de un salto, anduvo. Ante este milagro, el pueblo proclamó en alta voz en lengua licaonia: “Los dioses han descendido entre nosotros con forma humana”. Llamaron a Bernabé, Zeus, y a Pablo, Hermes, y los jóvenes trajeron toros y coronas para ofrecerles sacrificio. Viendo esto, Pablo y Bernabé desgarraron sus vestiduras y gritaron a la multitud: “¿Por qué obráis así?. Somos hombres de la misma naturaleza que vosotros”. Y les hablaron del Dios único, Creador de la tierra y del mar, que ofrece la lluvia del cielo y las estaciones fértiles, que da alimento en abundancia y llena de júbilo el corazón de los hombres. Pero a pesar de estas palabras, continuaron en su empeño de ofrecerles un sacrifico.

Mientras permanecieron el Listra, los judíos venían de Iconio y de Antioquía para incitar a la multitud para que se apartaran de los apóstoles acusándolos de mentirosos. Los incitaron a tal extremo que condujeron a los habitantes a cometer un gran mal: lapidaron a Pablo, que era quien hablaba, y lo dejaron por muerto en el exterior de la ciudad. Sin embargo, pudo levantarse, volver a la ciudad y encontrar a Bernabé, con quien partió a la mañana siguiente para Derbe. Después de haber predicado allí la Buena Nueva e instruido a numerosas personas, regresaron a Listra, a Iconio y a Antioquía de Pisidia, fortificando las almas de los discípulos y exhortándolos a permanecer firmes en la fe. Rezando y ayunando, nombraron a ancianos para cada Iglesia y los encomendaron al Señor en quien habían creído. A continuación, atravesaron Pisidia para dirigirse a Panfilia, anunciaron la Palabra del Señor en Perge y después bajaron a Atalía. Desde allí, se embarcaron hacia Antioquía de Siria, donde el Espíritu les había enviado al principio de su misión para predicar la Palabra del Señor. En Antioquía, reunieron  la Iglesia y contaron lo que Dios había hecho de ellos y de los paganos que se habían convertido a Cristo.

Poco tiempo después, los judíos conversos y los griegos de Antioquía tuvieron una discusión sobre la circuncisión. Unos decían que era imposible salvarse sin ser circuncidados, y los otros encontraban esto muy triste. Pablo se dirigió a Jerusalén con Bernabé para tratar esta cuestión con los apóstoles y los ancianos, anunciándoles cómo Dios había abierto a los paganos las puertas de la fe, noticia que alegró mucho a los hermanos de Jerusalén. Los santos apóstoles y los ancianos se reunieron entonces y decidieron abrogar la circuncisión del Antiguo Testamento, en adelante inútil ante la gracia. Mandaron abstenerse de la carne sacrificada a los ídolos y de la impudicia, y de no ofender en nada al prójimo.

Tras esto, enviaron de vuelta a Pablo y Bernabé a Antioquía con Judas y Silas, donde permanecieron bastante tiempo antes de separarse de nuevo para ir a los paganos. Bernabé se dirigió a Chipre con Marcos, son pariente. En cuanto a Pablo, eligió a Silas y partió a las ciudades de Siria y Cilicia para fortificar las Iglesias. Llegados a Derbe y Listra, tuvo que circuncidar a su discípulo Timoteo a causa de las murmuraciones de los judíos. Desde allí, llegó a Frigia y Galacia, después atravesó Misia hasta Troas, con la intención de llegar a Bitinia, cosa que el Espíritu Santo no le permitió hacer.

Cuando Pablo estaba en Troas con sus discípulos, tuvo una visión nocturna: un hombre que tenía apariencia de macedonio se puso ante él para rogarle que viniera a ayudar a su país. Pablo comprendió que el Señor lo llamaba allí para predicar la Buena Nueva.

Habiendo abandonado Troas con sus discípulos, Pablo llegó a Samotracia, y después, a Neapolis. Llegó después a la ciudad de Filipos, en Macedonia, donde vivían romanos. Allí bautizó a una vendedora de tejidos de púrpura llamada Lidia, después de haberle enseñado la fe en Cristo. Ella lo invitó a permanecer en su casa con sus discípulos.

Un día, cuando Pablo se dirigía a la iglesia con sus discípulos para la oración, una joven vino a su encuentro. Esta joven estaba poseída por un espíritu maligno adivinador, del que sus amos sacaban provecho. Siguiendo a Pablo y a sus compañeros, ella gritaba: “Estos hombres son siervos del Dios Todopoderoso que nos anuncian el camino de salvación”. Ella acosó a Pablo de esta forma durante numerosos días. Este, sobrepasado, terminó por darse la vuelta y expulsar al espíritu invocando el Nombre de Cristo. Los amos de la muchacha, viendo evaporarse la fuente de sus ganancias, atraparon a Pablo y Silas y los condujeron ante los príncipes y los estrategas diciendo: “Estos hombres perturban la ciudad. Son judíos que enseñan costumbres que, para nosotros los romanos, no conviene ni aceptar ni seguir”. Los estrategas arrancaron sus vestiduras y los hicieron azotar, ocasionándoles numerosas heridas, y después los llevaron a prisión. Hacia media noche, mientras rezaban, la prisión tembló, las puertas se abrieron y las cadenas de los prisioneros se rompieron. Viendo esto, el carcelero creyó en Cristo y condujo a los prisioneros a su casa, lavó sus heridas y se hizo bautizar con toda su casa. A continuación, les preparó una comida, tras lo cual regresaron todos a la prisión. Por la mañana, los estrategas se arrepintieron de haber hecho golpear a inocentes y enviaron hombres para que los liberaran, dándoles la posibilidad de partir donde quisieran. Pero Pablo les dijo: “Después de habernos golpeado públicamente y sin juicio, a nosotros, que somos ciudadanos romanos, nos condujeron a prisión. Y he aquí que ahora, nos hacen salir en secreto. ¡No será así!. ¡Que vengan ellos mismos a liberarnos”. Los mensajeros regresaron ante los estrategas para contarles las palabras de Pablo. Estos tuvieron miedo sabiendo que los prisioneros a quienes habían golpeado eran ciudadanos romanos. Vinieron, pues, a suplicarles que abandonaran la ciudad. Al abandonar su celda, Pablo y sus compañeros se dirigieron a la casa de Lidia donde habían permanecido tras su llegada; consolaron a los hermanos que estaban allí reunidos y los abrazaron. Y después, partieron hacia Anfípolis y Apolonia.

Después, llegaron a Tesalónica donde convirtieron a una gran multitud de personas, predicando la Buena Nueva. Los judíos celosos reunieron a algunos hombres malvados y atacaron la casa de Jasón donde habitaban los apóstoles. Sin haberlos encontrado, se apoderaron de Jasón y de algunos hermanos, y los arrastraron ante los magistrados. Los acusaron de oponerse al Cesar invocando a otro Rey llamado Jesús. Y Jasón pudo liberarse de esta calamidad. Por su parte, los santos apóstoles se ocultaron esperando poder abandonar la ciudad de noche para dirigirse a Berea. Pero también allí, el celo maligno de los judíos no dejaba a Pablo en paz. En efecto, los judíos de Tesalónica supieron que Pablo también predicaba la Palabra de Dios en Berea, y vinieron para sublevar a la gente contra él. El santo apóstol tuvo que huir de nuevo en dirección al mar, no por temor a la muerte, sino porque los hermanos le rogaban insistentemente que preservara su vida para la salvación de la multitud. Silas y Timoteo permanecieron en Berea para reafirmar la fe de los prosélitos, pues los judíos únicamente querían la cabeza de Pablo.

Pablo se embarcó en un navío que partía hacia Atenas. Constatando que la ciudad estaba llena de ídolos, se irritó por ver que tantas almas se perdían. Así pues, se puso a debatir con los judíos en las sinagogas y con los griegos y sus filósofos en las plazas públicas. Estos últimos lo condujeron al Areópago (así es como se llamada el lugar situado cerca del templo de Ares, donde se pronunciaban las condenas a muerte). Algunos tenían en mente escuchar novedades, pero otros, como lo dijo San Juan Crisóstomo, esperaban la ocasión para entregarlo a juicio, a los sufrimientos y a la muerte, en caso de que vinieran a escuchar de su boca algo que mereciera el castigo. Entabló su discurso con una alusión a un altar de Atenas dedicado a un Dios desconocido, y les habló del verdadero Dios al que no conocían, diciendo: “El Dios al que veneráis sin conocerlo, es al que yo os anuncio”. Y les presentó al Dios que había creado el mundo entero. Después abordó el tema del arrepentimiento, del juicio y de la resurrección de los muertos. Al escuchar hablar de la resurrección de los muertos, algunos se burlaron, pero otros quisieron saber más… Al final de este discurso, Pablo abandonó el Areópago sin condena, y la Palabra de Dios se apropió de algunas almas: algunos hombres se unieron en efecto al apóstol, entre los cuales estaba Dionisio el Areopagita, una mujer honorable llamada Damaris, y otros, que pidieron recibir el bautismo.

Pablo abandonó a continuación Atenas para dirigirse a Corinto, donde permaneció en casa de un judío llamado Aquilas. Timoteo y Silas vinieron de Macedonia para unirse a él y juntos predicaron la Palabra. Aquilas y su mujer Priscila eran fabricantes de tiendas. Pablo conocía su oficio y pudo así ganar su alimento y el de sus compañeros mediante el trabajo de sus manos. Como lo diría más tarde a los Tesalonicenses: “De nadie comimos pan de balde, sino que con fatiga y cansancio trabajamos noche y día para no ser gravosos a ninguno de vosotros” (2ª Tesalonicenses 3:8). Cada sábado, discutía con los judíos en las sinagogas, demostrando que Jesús es verdaderamente el Cristo, el Mesías. Pero los judíos se oponían y le injuriaban, y por eso terminó por sacudir sus vestiduras y dijo: “¡Que vuestra sangre caiga sobre vuestra cabeza!. ¡Yo soy inocente!. ¡Desde ahora iré a los gentiles!”. Cuando se apresuraba a abandonar Corinto, el Señor se le apareció de noche en una visión y le dijo: “No temas, pues Yo estoy contigo, y nadie te pondrá la mano encima para hacerte daño, porque tengo un pueblo numeroso en esta ciudad”. Así pues, Pablo permaneció un año y seis meses en Corinto y enseñó la Palabra de Dios a los judíos y griegos. Muchos se hicieron bautizar, y notablemente Crispo, jefe de la sinagoga, que creyó en el Señor con toda su familia. Pero algunos judíos se pusieron de acuerdo para atacar a Pablo y traicionarlo en el tribunal del hermano del filósofo Séneca, el procónsul Galión, que declaró: “Si hubiera cometido alguna injusticia, lo habría juzgado, pero no puedo tomar partido en las controversias sobre las palabras de vuestra ley”. Y los expulsó del tribunal sin juzgar a Pablo. Este permaneció aún mucho tiempo en Corinto, y después se despidió de los hermanos y se embarcó para Siria con sus compañeros. Aquilas y Priscila le siguieron, y se aproximaron a Éfeso.

Allí, predicaron la Palabra de Dios. Pablo realizó numerosos milagros, no sólo imponiendo las manos a los enfermos, sino también por medio de tejidos empapados en su sudor. Se aplicaban estos tejidos sobre enfermos, que eran así sanados de sus enfermedades o bien eran liberados de los demonios. Viendo esto, algunos exorcistas judíos ambulantes decidieron invocar a su vez el Nombre de Jesús para liberar a una persona poseída por espíritus malignos. Dijeron: “Te conjuramos por este Jesús del que predica Pablo”. Pero los espíritus malignos respondieron: “ Conocemos a Jesús y sabemos quién es Pablo, pero vosotros, ¿quiénes sois?”. Y el poseído se lanzó sobre ellos, los dominó, los golpeó y los hirió de tal forma que huyeron desnudos. Esta anécdota fue conocida en todo Éfeso, sembrando el miedo entre los judíos, si bien el Nombre de Jesús fue magnificado y numerosas personas creyeron en Él. Así mismo, se encontraba un cierto número de los que habían practicado el arte de la magia, pero puesto que creyeron, reunieron sus libros de magia y los quemaron ante los ojos de todos. Se calcula que el valor de estos libros estaba sobre las cincuenta mil piezas de plata. Así, la Palabra de Dios crecía con poder.

Después de esto, Pablo concibió el proyecto de dirigirse a Jerusalén y precisó: “ Después de ir allí, tengo que visitar también Roma”. Abandonó, pues, Éfeso tras una estancia de tres años, que se terminó con importantes desórdenes provocados por los adoradores de Artemisa. Después se dirigió a Tróade con sus compañeros y permaneció allí siete días. Mientras estaban en esta ciudad, los discípulos se reunieron el primer día de la semana para la fracción del pan, tras lo cual Pablo tuvo con ellos una larga conversación que se prolongó hasta medianoche. La habitación en la que tuvo lugar la reunión estaba fuertemente iluminada; un hombre se durmió en el borde de una ventana, cayó desde el tercer piso y murió. Pablo descendió, se recostó sobre él, y tomándolo en sus brazos dijo: “No os inquietéis. Su alma está en él”. Subió de nuevo a la habitación y trajo al joven vivo. La conversación se prolongó hasta el alba y Pablo partió después de haberse despedido de los fieles. Llegado a Mileto, envió a buscar a los ancianos de la Iglesia de Éfeso, pues no quería detenerse en exceso allí para no retrasar más su llegaba a Jerusalén. Cuando los ancianos llegaron, les dijo: “Tened cuidado de vosotros y velad por todo el rebaño del cual el Espíritu Santo os ha establecido obispos, y apaciguad la Iglesia que el Señor se adquirió por su propia Sangre!. Y les dijo que se introducirían lobos crueles en medio de ellos tras su partido. Les habló igualmente del viaje que pretendía realizar: “Voy a Jerusalén, encadenado en el Espíritu Santo, sin saber qué me espera. El Espíritu Santo sólo me ha prevenido de que me esperan cadenas y tribulaciones. Sin embargo considero mi vida como nada, siendo lo importante cumplir con alegría mi carrera y el ministerio que he recibido del Señor”. Y después añadió: “Ahora, ninguno de vosotros me volverá a ver más”, por lo cual todos lloraron y se echaron a su cuello, lo abrazaron y se afligieron tras haber dicho que ya no verían más su rostro, y lo acompañaron hasta su barco. Dio a cada uno un último beso y comenzó su viaje. Tras haber atravesado numerosas ciudades y regiones costeras, y haber atracado en numerosas islas, se dirigió a Tolemaida y después llegó a Cesarea. Allí se alojó en casa del apóstol San Felipe, uno de los siete diáconos, donde recibió la visita de un profeta llamado Ágabo. Este tomó el cinturón de Pablo, se ató las manos y los pies y dijo: “Así habla el Espíritu Santo. Los judíos de Jerusalén atarán así al hombre al que pertenece este cinturón. Lo entregarán en manos de los gentiles”. Al decir esto, los hermanos, llorando, rogaron a Pablo que no fuera a Jerusalén. Pero este respondió: “¿Por qué  tenéis que llorar y destrozar mi corazón?. No sólo quiero ser atado, sino que estoy dispuesto a morir en Jerusalén por el Nombre del Señor Jesús”. Los hermanos dejaron de insistir y terminaron diciendo: “Hágase la voluntad de Dios”.

Después, Pablo subió a Jerusalén con sus discípulos, entre los cuales se encontraba Trófimo de Éfeso, un griego convertido a Cristo. En Jerusalén fue recibido con amor por el santo apóstol Santiago, hermano del Señor y por todos los fieles de la Iglesia. En aquellos días, los judíos de Asia vinieron a Jerusalén para la fiesta. Odiaban a Pablo y se alzaron en su contra en toda Asia. Habiéndolo visto en la ciudad en compañía de Trófimo de Éfeso, fueron a buscar a los principales sacerdote, a los escribas y a los ancianos, acusándolo de destruir la ley de Moisés al ordenar no circuncidar y predicar por todas partes a Cristo crucificado. Todos se alborotaron entre sí. El día de la fiesta, los judíos de Asia lo vieron en el templo, lo acusaron, sublevaron al pueblo contra él y lo apresaron, clamando: “Pueblo de Israel, socorrednos!. He aquí al que predica en todas partes contra nuestro pueblo, contra la ley, contra este lugar, y blasfema. Igualmente ha profanado este santo lugar introduciendo a griegos”. Pensaban en efecto que Pablo había entrado en el templo con Trófimo. Toda la ciudad se alborotó, la gente acudió y se apoderaron de Pablo, lo arrastraron fuera del templo y cerraron las puertas detrás de él. Su intención era matarlo en el exterior para no manchar el lugar santo. En ese momento, el tribuno de la cohorte que guardaba la ciudad supo que toda Jerusalén se había sublevado. Acudió con sus soldados y los centuriones. Viendo a los soldados y al tribuno, la gente dejó de golpear a Pablo. El tribuno ordenó que lo detuvieran, y lo atasen con cadenas, y le preguntó qué mal había cometido. La gente pedía matarlo. El tumulto era tal, que el tribuno no podía entender la falta de Pablo. Así pues, hizo conducir al prisionero a su fortaleza. Los soldados obedecieron, atravesando esta multitud que reclamaba la muerte. Entonces, cuando llegaron a lo alto, Pablo pidió al tribuno autorización para decir unas palabras al pueblo. Pablo se dirigió al pueblo en lengua hebrea, diciendo: “Hermanos y padres. Escuchad lo que ahora os digo como defensa….”. Y les habló de su celo de antaño por la ley de Moisés. Luego contó cómo, en el camino hacia Damasco, fue iluminado por una luz celestial y vio al Señor que lo envió a los gentiles. Pero el pueblo ya no quiso escuchar más tiempo y gritaron al tribuno: “Hazlo desaparecer de la tierra. No es digno de vivir”. Gritaban, agitaban sus vestiduras al aire y exigían con furor la muerte de Pablo. El tribuno hizo entrar a este en la fortaleza y le hizo azotar para saber por qué motivo clamaba el pueblo contra él. Mientras se le azotaba, Pablo se dirigía al centurión que estaba a su lado:

-“¿Os está permitido azotar a un ciudadano romano sin haberlo juzgado?”.

Tras estas palabras, el centurión se acercó al tribuno y le dijo:

-“¿Qué vas a hacer?. Este hombre es ciudadano romano”.

El tribuno se acercó a Pablo y le dijo:

-“¿Eres romano?”.

-“Sí”.

-“Con mucho dinero adquirí este derecho de ciudadanía”, dijo el tribuno.

-“Yo lo soy de nacimiento”.

Tras esto, el tribuno hizo desatar a Pablo. A la mañana siguiente, convocó a los principales sacerdotes y a los ancianos e hizo llamar al prisionero. Fijando la mirada en el sanedrín, Pablo dijo:

-“Hermanos. Me he comportado con buena conciencia ante Dios hasta este día”.

Tras estas palabras, el sumo sacerdote Ananías ordenó a los que estaban cerca de Pablo que le golpearan en la boca. Entonces Pablo le dijo:

-“Dios te golpeará a ti, pared blanqueada. Te sientas para juzgarme siguiendo la ley y violas la ley ordenando golpear a un inocente”.

Pablo contempló que esta asamblea estaba compuesta por fariseos y saduceos y por eso clamó ante el sanedrín:

-“Hermanos. Soy fariseo e hijo de fariseos. Es por causa de la esperanza en la resurrección de los muertos por lo que soy juzgado”.

Cuando dijo esto, se alzó una viva discusión entre fariseos y saduceos y la asamblea se dividió. Los saduceos decían que no hay resurrección, ni ángeles ni espíritus, mientras que los fariseos afirmaban lo contrario. No tardó en elevarse un gran clamor, pues los fariseos evitaban encontrar ningún mal en este hombre mientras que los saduceos pensaban lo contrario, y se produjo una gran discordia. El tribuno, temiendo que Pablo fuera despedazado, ordenó hacerlo salir y conducirlo a la fortaleza. A la noche siguiente, el Señor se apareció a Pablo y le dijo: “Ten valor. Así como has dado testimonio de Mí en Jerusalén, también tendrás que dar testimonio de Mí en Roma”.

Al día siguiente, algunos judíos urdieron un complot e hicieron voto de abstenerse de alimento y bebida hasta que hubieran matado a Pablo. Eran más de cuarenta hombres. Habiendo conocido el asunto, el tribuno envió a Pablo con buena escolta a Cesarea, a casa del gobernador Félix. Los sacerdotes, también advertidos, se dirigieron a Cesarea para calumniar a Pablo ante el gobernador. Más aun así, no consiguieron obtener su muerte, pues no podían imputarle ninguna falta que justificara tal sentencia. Sin embargo, el gobernador envió a Pablo a la prisión para agradar a los judíos. Pasaron dos años así, hasta que Félix fue sustituido por Porcio Festo. Los principales sacerdotes pidieron al nuevo gobernador que enviara a Pablo a Jerusalén, preparando una emboscada para matarlo en el camino. Festo preguntó a Pablo si quería dirigirse a Jerusalén para ser juzgado allí, y este respondió: “Me encuentro aquí ante el tribunal de Cesar, donde debo ser juzgado. Si he cometido algún crimen que merezca la muerte, no rechazo morir. Pero si no se encuentra en mí ninguna culpa por tales acusaciones, entonces nadie puede entregarme a ellos, por lo que apelo al Cesar”. Después de esto, Festo deliberó con el consejo y declaró a Pablo: “Has apelado al Cesar, pues ante el Cesar irás”.

Algunos días más tarde, el rey Agripa llegó a Cesarea y pidió ver a Pablo. Una vez ante él y Festo, Pablo habló del Señor Jesús Cristo, y les contó como había sido conducido a la fe. Puesto que Agripa le decía: “Por poco me convences para hacer de mí un cristiano”, Pablo replicó: “Quiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino todos los que me escuchan hoy, llegaran a ser tales como yo soy, a excepción de estas cadenas”. Tras estas palabras, el gobernador, el rey y su corte se retiraron, diciéndose unos a otros: “Este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte o la prisión”. Agripa dijo a Festo: “Este hombre podría haber quedado en libertad, si no hubiera apelado al Cesar”. Así pues, se decidió enviar a Pablo a Roma ante el Cesar, y fue enviado con otros prisioneros al cargo del centurión Julio, de la cohorte Augusta. Embarcaron en un navío y comenzó el viaje.

El camino no estuvo exento de dificultades, a causa de los vientos adversos. Llegados a un lugar cerca de Creta, llamado “Buenos Puertos”, Pablo conoció el futuro y sugirió detenerse allí para pasar el invierno. Pero el centurión prefirió escuchar el consejo del piloto y del patrón, y continuaron su camino. De nuevo en alta mar, se alzó una tempestad muy violenta. No se vio ni el sol ni las estrellas durante dos semanas, hasta el punto de perder toda idea del lugar en el que se encontraban. A merced de las olas, desesperados, los viajeros no comían nada, esperando la muerte. El navío contaba con unas doscientas setenta y seis almas. Una noche, Pablo los consoló: “Amigos, más valdría que me hubierais escuchado y no haber abandonado Creta. Pero aun así, os exhorto a no perder el valor, pues ninguno de vosotros perecerá. Sólo se perderá el barco. Esta noche, un ángel de Dios se me ha aparecido y me ha dicho: ‘¡No temas, Pablo, pues es necesario que comparezcas ante Cesar y he aquí que Dios te ha preservado junto con todos los que navegan contigo!’. Por eso, amigos, tened valor. Confío en Dios y se hará como ha dicho”. Después, los exhortó a tomar un poco de alimento y añadió: “No temáis, porque ningún cabello de vuestras cabezas se perderá”. Habiendo dicho esto, tomó pan, dio gracias a Dios y comió. Todos, reconfortados, tomaron algo de alimento. Como se alzaba el día, vieron tierra sin saber de qué lugar se trataba. Dirigieron el barco hacia la costa. Llegados cerca de la orilla, la nave encalló. La proa, apresada en un arrecife, quedó inmóvil, mientras que l popa se balanceaba con violencia a merced de las olas. Los soldados se dispusieron a matar a los prisioneros a fin de que ninguno huyera, pero el centurión, que quería salvar a Pablo, les impidió ejecutar su deseo y ordenó a los que sabían nadar que se echaran al agua los primeros para llegar a tierra. Los otros abandonaron la nave a continuación, algunos en botes, otros en tablones. Todos llegaron vivos a tierra. Supieron que la isla a la que habían llegado se llamaba Malta. Los nativos que vivían en la isla les mostraron una gran humanidad. Hicieron un gran fuego a causa del frío y de la lluvia que caía, para que los náufragos se calentaran. Mientras Pablo reunía ramas para avivar el fuego, una víbora, huyendo del calor, le mordió en la mano. Cuando los nativos vieron a la serpiente en su mano, se dijeron: “Seguramente, este es un asesino y la justicia de Dios no ha querido dejarlo vivo aunque haya escapado del mar”. Pero Pablo sacudió la serpiente en el fuego sin sufrir ningún mal. La gente esperaba que se hinchara y muriera por el efecto del veneno. Pero tras esperar mucho tiempo sin que pasara nada, cambiaron de opinión y pensaron que tenían trato con un dios.

El personaje principal de la isla, un cierto Publio, recibió a los náufragos y se ocupó de ellos durante tres días. Su padre, que sufría de fiebre y disentería, se hallaba en cama. Entrando en su casa, Pablo rezó al Señor, le impuso las manos y lo sanó. Después de esto, los demás enfermos de la isla acudieron y fueron sanados por Pablo. Permanecieron tres meses en la isla, y después tomaron otro navío que les condujo a Siracusa, y de allí a Regio y a Pozzuoli, tras lo cual llegaron a Roma.

Conociendo la llegada de Pablo, los hermanos de Roma vinieron a su encuentro hasta el Foro Apio y a Tres Tabernas. Pablo se regocijó al verlos, y dio gracias a Dios. En Roma, el centurión que acompañaba a los prisioneros desde Jerusalén los envió a los demás a prisión, y permitió a Pablo permanecer en una casa particular, bajo la custodia de un soldado. Pablo residió en Roma dos años, recibiendo a los que venían a visitarlo y predicando el Reino de Dios y todo lo que concierne a nuestro Señor Jesús Cristo, sin obstáculo y con gran valor.

Todo lo que hemos contado aquí de la vida y las obras de San Pablo, procede de los Hechos de los Apóstoles, escrito por San Lucas. Él mismo habla de sus sufrimientos ulteriores en la carta a los Corintios: “En los trabajos más que ellos, en prisiones más que ellos, en heridas muchísimo más, en peligros de muerte muchas veces más: recibí de los judíos cinco veces cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas, una vez apedreado, tres veces naufragué, una noche y un día pasé en el mar, en viajes muchas veces (más que ellos)” (2ª Corintios 11:23-26)´. Así como recorrió la tierra y el mar en todas sus dimensiones durante sus viajes, contempló al Autor Divino siendo elevado hasta el tercer cielo. Pues el Señor, para consolar a su Apóstol de las penosas labores soportadas en Su Nombre, le reveló los bienes celestes que el ojo no ha visto, y le hizo escuchar palabras inefables que el hombre no puede escuchar ni pronunciar.

Eusebio de Panfilia, obispo de Cesarea de Palestina, copió los Hechos de la Iglesia. Nos ha dejado el relato de las últimas obras de San Pablo. Cuenta que tras haber sido encarcelado dos años en Roma, fue finalmente declarado inocente, y liberado. A continuación, predicó la Palabra de Dios, tanto en Roma como en otras regiones de occidente.

San Simeón Metafraste cuenta que tras su encarcelamiento, San Pablo permaneció algunos años en Roma predicando a Cristo, luego abandonó la capital para emprender viaje a la Galia, a España e Italia, iluminando con la luz de la fe a numerosos gentiles de los que sacó del error de los ídolos. Mientras estuvo en España, una noble y rica mujer que había escuchado hablar de la predicación de los apóstoles, quiso verlo, y exhortó a su esposo Probo a invitarle a su casa. Cuando San Pablo entró en su morada, esta mujer, llamada Jantipa (Xantipa), vio sobre la frente de Pablo esta inscripción en letras de oro: “Pablo, apóstol de Cristo”.Habiendo visto que nadie podía verlo, se echó con temor a sus pies, confesó a Cristo como el único Dios verdadero, y pidió el bautismo. Así pues, ella lo recibió, junto con su marido Probo, toda su casa, la del gobernador de la ciudad, y numerosas personas.

Tras haber visitado estos países occidentales y haberlos iluminado con la luz de la santa Fe, Pablo regresó a Roma, donde escribió una carta a su discípulo Timoteo, diciendo: “Porque yo ya estoy a punto de ser derramado como libación, y el tiempo de mi disolución es inminente. He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe. En adelante me está reservada la corona de la justicia, que me dará el Señor, el Juez justo, en aquel día” (2ª Timoteo 4:6-8).

El suplicio del santo apóstol es descrito de formas diferentes por los diversos autores eclesiásticos. Nicéforo Kallisto, en su libro de historia eclesiástica, capítulo 56, escribe que San Pablo sufrió el mismo año y el mismo día que el santo apóstol Pedro, ayudando a este a vencer al mago Simeón. San Simeón Metafraste cuenta, en cuanto a él, que San Pablo sufrió muchos años después de la muerte de Simón el mago, por haber convertido a dos concubinas de Nerón a una vida pura. Otros autores dicen bien que los apóstoles sufrieron el mismo día, un 29 de junio, pero con un intervalo de un año: Pablo al año siguiente de la crucifixión de Pedro. Se cuenta también que Pablo fue muerto por haber exhortado a las mujeres y a las vírgenes a llevar un vida casta y pura.

Sea lo que sea, puesto que San Pablo y San Pedro vivieron muchos años juntos en Roma y en occidente, es muy posible que Pablo viniera a ayudar a Pedro en Roma en su combate contra el mago Simeón durante el transcurso de su primera estancia en Roma, y después, durante el transcurso de su segunda estancia, lo ayudara de nuevo en su obra de salvación enseñando tanto a hombres como mujeres a llevar una vida casta y pura. Estas exhortaciones enfurecieron al emperador Nerón, hombre impío y malvado, aunque hizo buscarlos para matarlos. Pedro, como extranjero, fue crucificado, y Pablo, como ciudadano de Roma, fue condenado a la decapitación, pues no convenía que muriese de forma vergonzosa. No se sabe si murieron el mismo año, pero en todo caso, sus muertes tuvieron lugar un veintinueve de junio.

Cuando la santa cabeza de Pablo fue cortada, salió sangre y leche. Los fieles tomaron su santo cuerpo para ponerlo en el mismo lugar que el de San Pedro. Así es como murió el vaso escogido por Cristo, el maestro de los gentiles, el predicador universal, el visionario de las alturas celestiales y de los bienes del paraíso, ofreciendo a los ángeles y a los hombres un espectáculo asombroso. Gran asceta y gran sufridor, Pablo llevó en su cuerpo las marcas de su Señor, él, el príncipe de los apóstoles, y fue puesto de nuevo, esta vez sin su cuerpo, en el tercer cielo, para ser presentado a la Luz Trinitaria con su colaborador y amigo, este otro príncipe de los apóstoles, el santo apóstol Pedro. Abandonaron así la Iglesia que clama a Dios por la Iglesia victoriosa, y festejaron con aclamaciones el gozo del testimonio y de la adoración al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, Dios Uno en la Trinidad, a Quien conviene que nosotros pecadores, ofrezcamos honor, gloria, adoración y gratitud, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.

(Sinaxario de San Dimitri de Rostov, 29 de junio)

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