Os diré ahora... como debéis guardar vuestro espíritu, es decir, el acto (energía) de vuestro espíritu y vuestro corazón. Sabéis que todo acto mantiene una relación natural con la esencia y la potencia que lo ejercita y que (una vez ejecutado) retorna naturalmente hacia ella para unírsele y reposar. Por eso una vez que se ha liberado el acto del espíritu - que tiene por órgano al cerebro - de todos los objetos exteriores del mundo por medio de la guardia sobre los sentidos y la imaginación, deberéis llevar nuevamente este acto (energía) a su esencia y a su potencia propia. En otros términos llevaréis el espíritu al centro del corazón -que es, como hemos dicho, el órgano de la esencia y de la potencia del espíritu- y contemplaréis entonces, mentalmente, al hombre interior en su integridad. Esta conversión del espíritu, los principiantes acostumbran practicarla, según la enseñanza de los santos Padres «sobrios», inclinando la cabeza y apoyando el mentón sobre el pecho. Que el retorno del espíritu al corazón esté exento de desviaciones.
Dionisio el Areopagita, en su pasaje sobre los tres movimientos del alma, llama, a esta conversión, el movimiento circular y sin desviación del espíritu. Del mismo modo en que la periferia del circulo vuelve sobre ella misma y se une a ella misma, así el espíritu, en esta conversión, vuelve sobre si mismo y se hace uno. Por eso Dionisio, el más excelente de los teólogos, ha dicho: «El movimiento circular del alma, consiste en su entraña en ella misma por el desprendimiento de los objetos exteriores y en la unificación de sus potencias intelectuales, la que le es conferida por su ausencia de desviación, como en un circulo» (Noms divins, cap. 4). Por su lado, el gran Basilio nos dice: «El espíritu que no está disperso entre los objetos exteriores ni extendido sobre el mundo por los sentidos, vuelve hacia si mismo y sube por si mismo hacia el pensamiento de Dios» (Carta 1).
El espíritu, una vez en el corazón, no se detenga solamente en la contemplación, sin hacer nada más. Allí encontrará la razón, el verbo interior gracias al cual razonamos y componemos obras, juzgamos, examinamos y leemos libros íntegros en silencio, sin que nuestra boca profiera una palabra. Que vuestro espíritu, entonces, habiendo encontrado el verbo interior, sólo le permita pronunciar la corta oración llamada monológica: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, tened piedad de mi».
Pero esto no basta. Debéis, además, poner en movimiento la potencia volitiva de vuestra alma, en otros términos, decir esta oración con toda vuestra voluntad, con toda vuestra potencia, con todo vuestro amor. Más claramente, que vuestro verbo interior aplique su atención, tanto con su vista mental como con su oído mental, a esas únicas palabras, y mejor aún, al sentido de las palabras. Así, permaneciendo sin imágenes ni figuras, sin imaginar ni pensar ninguna otra cosa, sensible o intelectual, exterior o interior, se producirá algo bueno. Pues Dios está más allá de todo lo sensible y lo inteligible. Por lo tanto, el espíritu que quiere unirse a Dios por la oración debe salir también de lo sensible y de lo inteligible y trascenderlo para obtener la unión divina. De allí, las palabras del divino Nilo (Evagrio): «En la oración, no te figures la divinidad, no dejes a tu espíritu sufrir la impronta de una forma cualquiera, permanece en cambio, inmaterial ante el Inmaterial, y tú comprenderás» (Acerca de la oración, 56). Que vuestra voluntad se aplique enteramente, por el amor, a las palabras de la oración, de ese modo vuestro espíritu, vuestro verbo interior y vuestra voluntad, esas tres partes del alma, serán uno y la unidad comprenderá a los tres. De este modo el hombre, que es la imagen de la santa Trinidad, adhiere y se une a su prototipo. Según la expresión de ese gran héroe y doctor de la oración y de la sobriedad mental, Gregorio Palamas de Tesalónica: «Cuando la unidad del espíritu se hace trinitaria permaneciendo una, entonces se une a la mónada trina de la divinidad, cerrando toda salida a la desviación, manteniéndose por encima de la carne, del mundo y del príncipe del mundo» (Acerca de la oración, 2).
Razones por las cuales se debe retener la respiración durante la oración
Dado que vuestro espíritu -el acto de vuestro espíritu - tiene por costumbre extenderse y dispersarse sobre los objetos sensibles y exteriores del mundo, es necesario que, al pronunciar esta santa oración, no respiréis continuamente como se acostumbra según la naturaleza. Retened un poco vuestra
respiración hasta que vuestro verbo interior haya dicho una vez la oración. Entonces respirad, según la enseñanza de los Padres.
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Porque la retención mesurada de la respiración atormenta, comprime y, además, hace penar al corazón que no recibe el aire reclamado por su naturaleza. El espíritu, por su lado, gracias a este método, se recoge más fácilmente y retorna al corazón, por causa, a la vez, del esfuerzo, del dolor del corazón y del placer que nace de ese recuerdo vivo y ardiente de Dios. Pues Dios procura placer y alegría a aquellos que lo recuerdan según las palabras: «Cuando de Dios me acuerdo, gimo» (Sal 76, 4). Aristóteles señaló, por otra parte, que el espíritu se localiza y se recoge en el órgano que experimenta la sensación de pena o de placer.
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Porque la retención mesurada de la respiración vuelve sutil al corazón endurecido y pesado. Los elementos húmedos del corazón, convenientemente comprimidos, calentados, se vuelven más tiernos, más sensibles, humildes, mejor dispuestos para la compunción y más aptos para derramar fácilmente las lágrimas. El cerebro también se utiliza y, al mismo tiempo, el acto del espíritu se hace uniforme, transparente y más apto para la unión que procura la iluminación sobrenatural de Dios.
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La retención mesurada de la respiración comprime y hace sufrir al corazón, y la pena y el dolor le hacen vomitar el anzuelo envenenado del placer y del pecado que había tragado. Según el adagio de los antiguos médicos, lo contrario cura a lo contrario, de allí las palabras de Marco: «El recuerdo de Dios es una pena de Cristo abrasada por la piedad» «cualquiera que olvida a Dios se hace amigo del placer e insensible»; y aún, «el espíritu que ora sin distracción comprime al corazón»; y «a un corazón contrito y humillado, Dios no lo desprecia».
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Mediante esta retención mesurada de la respiración, todas las otras potencias del alma se unen también y vuelven al espíritu y, por el espíritu, a Dios, lo que es admirable. Así el hombre ofrece a Dios toda la naturaleza sensible e intelectual, de la que él es el lazo y la síntesis según Gregorio de Tesalónica (Vida de san Pedro, el Atonita).
Afirmo además, que son los principiantes quienes, cuando oran, tienen mayor necesidad de esta retención mesurada de la respiración. Puesto que, si bien pueden penetrar en el corazón a través del verbo interior y permanecer allí, cuando llega el momento de hacer reentrar al espíritu en el corazón, y fijarlo con mayor celo - sobre todo en la etapa de la guerra con las pasiones y los pensamientos- y, por ese retorno orar más integralmente, deben hacerlo recurriendo a la retención mesurada de la respiración.
Tal es, en resumen, la célebre oración a la cual los santos Padres han dado el nombre de oración mental y cordial. Si deseáis saber más, leed en el libro de la santa Filocalia el tratado de san Nicéforo, el discurso de Gregorio de Tesalónica sobre los santos hesicastas y la Centuria de Calixto e Ignacio Xanthopoulos.
Os exhorto calurosamente, fuera de la lectura de las siete horas canónicas cotidianas fijadas por la antigua legislación de la Iglesia, a dedicaros a esta oración cordial y mental y hacer de ella vuestra obra incesante y perpetua. A pronunciar en vuestro corazón el nombre, suave y amable entre todos, de Jesús, a pensar en Jesús en vuestro espíritu, a desear a Jesús y amarlo con vuestra voluntad. A dirigir hacia Jesús todas las potencias de vuestra alma. A buscar cerca de Jesús la misericordia en toda contrición y humildad. Si os es imposible, a causa de las preocupaciones y las inquietudes de este mundo dedicaros a ello sin cesar, por lo menos fijaos una hora o dos, de preferencia hacia la tarde y en un lugar tranquilo y oscuro, para consagraros a esta santa y espiritual ocupación.
Filocalia
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