Hermosas son las tres virtudes de fe, esperanza y caridad (1Co 13, 13). En fe ciertamente es testigo Abraham, que por ella fue alabado como justo (Gn 15, 6). En la esperanza, Enós, el primero que por la esperanza fue llevado a invocar el nombre del Señor (Gn 4, 26); y con él, todos los justos que por la esperanza sufren penas. Testigo de la caridad es el bienaventurado Apóstol, que por causa de Israel no dudó en aceptar para sí más graves daños (Rm 9, 3) (…).
Hermosa es la hospitalidad. Entre los justos lo testifica Lot, cuando habitaba en Sodoma (Gn 19, 3) ajeno a los vicios de sus moradores; y entre los pecadores, Rahab, la ramera (Jos 2, 1 ss), que brindó hospedaje a los exploradores sin intención de pecado, y con su diligente protección a los huéspedes se ganó la alabanza y la salvación. Hermoso es el amor fraterno, y de él tenemos por testigo a Jesús mismo, que no sólo consintió ser llamado hermano nuestro, sino que también sobrellevó el suplicio por nuestra eterna salud. Hermosa es la benevolencia hacia los hombres, y de nuevo Jesús lo atestigua, pues no sólo creó al hombre para que practicara buenas obras (Ef 2, 10), uniendo su imagen a la carne para guiarnos a las más altas virtudes y procurarnos los supremos bienes, sino que por nosotros se hizo hombre.
Hermosa es la longanimidad, como Él mismo testifica, pues no sólo rehusó el auxilio de legiones deángeles contra sus violentos ofensores (Mt 26, 53), o reprendió a Pedro por empuñar la espada (Mt 26, 52), sino que incluso restituyó la oreja al herido (Lc 22, 51). La misma virtud manifestó después Esteban, imitando como discípulo a Cristo, cuando elevó sus plegarias por quienes le apedreaban (Hch 7, 59). Hermosa es la mansedumbre, y son testigos Moisés (Nm 12, 3) y David (Sal 131, 1), a quienes, por encima de todos en esta virtud, tributa alabanza la Escritura; y especialmente el Maestro de todos ellos, que no disputa ni grita, ni vocifera en las plazas (Is 42, 2; Is 53, 7), ni resiste a sus verdugos (…).
Hermoso es castigar el cuerpo. De ello te persuada Pablo, que sin cesar lucha y se sujeta con violencia (1Co 9, 27), e inspira santo terror, con el ejemplo de Israel, a cuantos confían en sí mismos y condescienden con su cuerpo. Que te persuada el mismo Jesús, con su ayuno, su sometimiento a la tentación y su victoria sobre el tentador (Mt 4, 1 ss).
Hermoso es orar y velar. De esta virtud te vuelve a dar fe Jesús, que vela y suplica antes de la Pasión (Mt 26, 36). Hermosa es la castidad y la virginidad. Da crédito a Pablo, cuando determina normas sobre estas virtudes, solucionando con plena equidad la controversia sobre virginidad y matrimonio (1Co 7, 25). Cree también a Jesús mismo, que nace de una Virgen, para adornar de honor la generación y anteponer en honra la virginidad. Hermosa es la templanza.
Que te mueva la autoridad de David el cual, cuando le consiguieron agua abundante del pozo de Belén, de ningún modo bebió (2S 23, 15 ss), sino que la derramó en libación a Dios, no aceptando apagar su sed a costa de la sangre de sus capitanes.
Hermosos son el recogimiento y la paz. Así me lo enseñan el Monte Carmelo, con Elías (1R 18, 42), el desierto de Juan Bautista (Lc 1, 80), y por fin aquel monte (Mt 14, 23) al que frecuentemente Jesús se retiraba, y donde sabemos que prolongaba su recogimiento. Hermosa es la parquedad en los recursos. Me ofrecen ejemplo Elías (1R 17, 9) sustentado en casa de la viuda; Juan, vestido con pieles de camello (Mt 3, 4); y Pedro, que se nutría de la comida más pobre.
Hermosa es la humildad, de la que por doquier abundan los ejemplos. Por encima de todos, el Salvador y Señor, que no sólo se abajó hasta la condición de siervo (Flp 2, 6), y expuso su rostro al escarnio de salivazos e injurias, hasta el extremo de ser contado entre los malhechores (Is 50, 6; 53, 12) mientras purificaba al mundo de las manchas del pecado, sino que también, con quehacer de esclavo, quiso lavar los pies de sus discípulos (Jn 13, 5).
Hermosa es la pobreza y el desprendimiento de las riquezas. Testigo es Zaqueo, al regalar casi toda su hacienda cuando en su casa entró Cristo (Lc 19, 8) (…). Y para resumir aún más mi enseñanza, si hermosa es la contemplación, hermosa igualmente es la acción. Mientras que una se eleva de este mundo para penetrar en el Santo de los Santos, reconduciendo nuestra mente a su genuina vida, la otra acoge a Cristo y, en su servicio, le muestra por las obras la intensidad del amor.
Cada una de estas virtudes constituye la misma vía para la salvación que conduce a alguna de las felices y eternas mansiones: ciertamente cuantos son los modos de vida virtuosa, tantas moradas hay junto a Dios (Jn 14, 2), las cuales se distinguen unas de otras y se distribuyen a cada uno según el propio mérito y dignidad. Por consiguiente, que éste cultive una virtud, ése otra, aquél varias, y otro, si puede, todas ellas; en cualquier caso, obre de tal modo que progrese, y procure con esfuerzo avanzar más, perseverando en pos de las huellas de Aquél que, al mostrarnos el verdadero camino, dirige nuestros pasos y, haciéndonos pasar por una puerta estrecha, nos lleva a la amplitud de la bienaventuranza celestial.
Por lo que respecta a la caridad, que según Pablo, y también por la autoridad del mismo Cristo, ha de ser tenida como compendio y fin de la Ley y los Profetas, siendo el primero y mayor de los mandamientos (Mt 22, 36 ss). Encuentro que su principal ejercicio radica en acoger a los necesitados con amor benevolente, de modo que nos conmuevan y duelan las desgracias del prójimo. Pues no hay ningún otro culto tan grato a Dios como la misericordia; y por cierto, no hay perfección alguna que convenga mas propiamente a Dios, ya que la misericordia y la verdad le preceden como heraldos (Sal 88, 15), y prefiere la ofrenda de la misericordia a la de la simple justicia (Os 12, 6). Por tanto, no hay otra virtud mejor para el hombre que aquella benignidad que será pagada por la benignidad de Quien recompensa con justicia y establece con abundante medida su misericordia (Is 28, 17).(…)
Reconoce de dónde te viene la existencia, la respiración, la inteligencia, la sabiduría y – lo que es más importante – el conocimiento de Dios, la esperanza de la Realeza de los cielos, el honor que compartes con los ángeles, la contemplación de la gloria que esperas, ahora como en un espejo y de modo confuso, pero a su tiempo del modo más pleno y puro. Reconoce, además, que te has convertido en hijo de Dios, coheredero con Cristo y, por usar una imagen atrevida, ¡eres el mismo Dios! ¿De dónde te vienen tantas y tales prerrogativas?
Si, además, queremos hablar de los dones más humildes y comunes, dime, ¿quién te permite ver la belleza del cielo, el curso del sol, los ciclos de la luz, las miríadas de estrellas y toda esa armonía y orden que siempre se renueva maravillosamente en el mundo, haciendo alegre la creación como el sonido de una cetra?
¿Quién te concede la lluvia, la fertilidad de los campos, el alimento, el gozo del arte, el lugar donde habitas, las leyes, el estado y, añadamos, la vida de cada día, la amistad y el placer de tu parentela? ¿Quién te ha colocado como señor y rey de todo lo que hay sobre la tierra? Y, para detenerme en cosas más importantes, te pregunto aun: ¿quién te regaló esas características tuyas que te aseguran la plena soberanía sobre los seres vivientes? Fue Dios. ¿Y qué te pide Él, a cambio de todo esto? El amor. Te pide constantemente, primero y sobre todo, amor a Él y al prójimo. El amor a los demás loexige lo mismo que el primero. ¿Vamos a ser tacaños para ofrecer este don a Dios, después de los numerosos beneficios que de El hemos recibido y que nos ha prometido? ¿Nos atreveremos a ser tan desvergonzados? Él, que es Dios y Señor, se hace llamar Padre nuestro; ¿y nosotros vamos a renegar de nuestros hermanos?
Estemos atentos, queridos amigos, para no convertirnos en malos administradores de lo que se nos ha regalado. Mereceríamos en ese caso la advertencia de Pedro: avergonzaos quienes os quedáis con las cosas de los otros; imitad más bien la bondad divina, y así nadie será pobre.
No nos fatiguemos acumulando o conservando riquezas, mientras los demás sufren hambre, si no queremos merecer las recriminaciones duras y cortantes que ya hizo antes el profeta Amós, cuando decía: ¡Ah vosotros!, que decís: ¿cuándo habrá pasado la luna nueva y podremos vender el trigo; cuándo habrá pasado el sábado, para poder abrir nuestros almacenes? (Am 8, 5).
Comportémonos de acuerdo con aquella suprema y primordial ley de Dios, que hace bajar la lluvia sobre justos y pecadores, y hace surgir el sol igualmente para todos; que ofrece a todos los animales de la tierra el campo abierto, las fuentes, los ríos, los bosques; que da el aire a las aves y el agua a los animales acuáticos; que a todos reparte con gran liberalidad los bienes de la vida, sin restricciones ni condiciones, sin ningún límite.
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