A fin de que Adán y Eva pudiesen mantener siempre en ellos sus propiedades inmortales, perfectas y divinas, provenientes del soplo de vida, Dios plantó, en medio del paraíso, el árbol de la vida, en cuyos frutos El encerró toda la sustancia y la plenitud de los dones de Su divino aliento. Si Adán y Eva no hubieran pecado, habrían podido, ellos y sus descendientes, comer los frutos de este árbol y mantener en ellos la fuerza vivificante de la gracia divina, así como la plenitud inmortal, eternamente renovada, de las fuerzas corporales, psíquicas, y espirituales, perpetua juventud, un estado de beatitud que, actualmente, nuestra imaginación apenas puede representarse.
Pero habiendo gustado el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, antes de la hora y contrariando los mandamientos de Dios, conocieron la diferencia entre el bien y el mal y se convirtieron en el blanco de los desastres que se abatieron sobre ellos después de su desobediencia. Perdieron el don precioso de la gracia del Espíritu Santo y, hasta el advenimiento a la tierra de Jesucristo, Dios Hombre, el Espíritu no estuvo en el mundo.
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