Wednesday, July 8, 2015

El Velo de las Pasiones


El punto de partida es la oscuridad y la ignorancia. Una ignorancia muy diferente de la que se encontrará al término del camino. Porque la ignorancia de los inicios está envuelta en tinieblas, mientras que la otra, la sublime Ignorancia del término, está envuelta en luz, en una deslumbrante Luz divina, tal como veremos.
La ignorancia del comienzo no es accidental, sino que es un estado en que se encuentra el mundo tras la Caída Original. Para los Padres filocálicos, esta Caída no es una hipótesis teológica, sino un dato de la experiencia. Sin embargo, ese estado «caído» de nuestra naturaleza, ese nuestro estado de pecado, separados de Dios, sólo se puede descubrir precisamente a partir de la experiencia de Dios.
Percibir esta separación u opacidad inicial no es evidente por sí mismo, porque estamos sumergidos en las tinieblas, que nos impiden tomar conciencia de ello. Sólo cuando el hombre tiene la experiencia de la Luz de Dios, puede descubrir cuál es su origen y a qué destino está llamado: creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 2,26-27), está destinado a restaurar esa imagen y semejanza y a convertirse en
Dios por adopción, hijo en el Hijo de Dios.
Dos obstáculos se interponen a este destino: el velo de las pasiones y la espesura de una carne que debe ser liberada, transformada. Las pasiones son una carga pesada que retiene al hombre en los bajos fondos y le impide ver a Dios y verse a sí mismo. Las pasiones habitan la carne, pero la carne es otra realidad distinta de las pasiones. La carne, como el mundo, no es mala por sí misma, sino que está
llamada a transfigurarse ya en esta vida, a participar de la irradiación del Cuerpo resucitado de Cristo. El mal está sólo en las pasiones, que retienen a la carne en su tiranía:
«A causa de la pasión por el dinero, de la vanagloria y del placer, es por lo que hemos recibido la orden de no amar al mundo ni nada de lo que hay en el mundo; no para odiar sin discernimiento a las criaturas de Dios, sino para extirpar de raíz las causas de estas tres pasiones», dice Marcos el Asceta con toda claridad.
El alma que está atrapada por sus pasiones «no siente sus heridas y, llevada por un gran vicio y un endurecimento sin medida, es incapaz de ver el gran mal que hay en ella». Este endurecimiento de corazón es lo que Jesús tantas veces había deplorado en los escribas y fariseos, incapaces de reconocer sus propias faltas, incapaces de percibir la viga que hacía de pantalla en sus propios ojos (Lc6,42).
Los Padres difieren a la hora de identificar la raíz última de este endurecimiento de corazón, de esta tiniebla que hay en el hombre. Tres son las causas que aparecen a lo largo de sus escritos: la avidez de placeres, el amor de sí mismo y el orgullo. Aquí trataremos de mostrar que, a pesar de sus acentos diferentes, se trata de una misma y única causa, que se desplaza, de la zona más exterior del hombre (el cuerpo y su avidez de placeres), a la zona más profunda (el corazón endurecido por el orgullo), a causa de la absolutización de uno mismo.
Lo importante es percibir la unidad que constituye al ser humano y, a la vez, tratar de descubrir las conexiones de las pasiones (y de las virtudes) con sus diferentes partes. No se trata de separar ni desmembrar la naturaleza humana, sino de distinguir las causas de sus males, para sanarlas, y descubrir las fuentes de sus virtudes, para abrirlas y permitir que fluyan todas sus potencialidades. Tal es la sabiduría de los Padres: son médicos del género humano, perspicaces observadores de ese misterio que somos nosotros para nosotros mismos.

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