Nuestra segunda lucha es contra el espíritu de la fornicación y de la concupiscencia de la carne, que, desde la más temprana edad del hombre, empiezan a atormentarlo. Ésta es una gran lucha, ardua y doble, porque mientras los otros vicios declaran una guerra. al alma, solamente éste se presenta bajo una doble forma que acecha al alma y al cuerpo: por tanto la batalla es doble. El solo ayuno del cuerpo no es suficiente para adquirir la perfecta templanza y la verdadera castidad, si no hay también contricción del corazón, una perseverante oración a Dios, una asidua meditación de las Escrituras, una dura fatiga y trabajo manual: estas cosas tienen el poder de contrarrestar los impulsos inquietos del alma, apartándola de turbias fantasías. Sin embargo, lo que más beneficia es la humildad del alma, sin la cual no se puede salir ni de la fornicación ni de las otras pasiones.
Por lo tanto, es fundamental ser vigilantes y apartar nuestro corazón de los pensamientos sórdidos. Pues es del corazón, según la Palabra del Señor, de donde provienen los malos razonamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, y cosas de la calle. Y el ayuno nos ha sido prescrito, no solamente para tratar duramente al cuerpo, sino para ayudar a la sobriedad del intelecto, para que éste no se oscurezca por el exceso de alimento y no pierda su fuerza en la vigilancia de sus pensamientos. Debemos ser solícitos, pues, no sólo en el ayuno corporal, sino que debemos prestar atención a nuestros pensamientos y ejercer la meditación espiritual: sin todo esto, es imposible llegar a la cima de la verdadera castidad y pureza. Es pues necesario -como dice el Señor- que purifiquemos antes la parte interior del vaso y del plato, para que se torne puro también su exterior (Mt 23:26). Así es como, si nos preocupamos -como dice el Apóstol- por luchar según las reglas para recibir la corona, no presumamos de haber vencido al espíritu impuro de la fornicación con nuestra capacidad y ascesis: la ayuda de Dios nuestro Señor es invalorable. El hombre no cesa de estar en lucha con este espíritu, hasta que no cree en verdad que no es por su prisa ni por su fatiga, sino por la protección y la ayuda de Dios, que nos alejamos de este vicio y accedemos a la cima de la castidad. Se trata, de hecho de una cosa que supera a la naturaleza, y aquel que pisotea los estímulos de la carne y sus voluptuosidades, se sale de alguna manera de su cuerpo.
Por este motivo es imposible que el hombre vuele, por así decirlo, con alas propias hacia ese excelso y celeste premio de santidad, y se torne en imitador de los ángeles, a menos que la gracia de Dios lo eleve de la tierra y del fango. Los hombres, atados a la carne, con ninguna otra virtud imitan mejor a los ángeles, seres espirituales, que con la virtud de la templanza. Se debe a ella que, mientras aún están y viven sobre la Tierra, los hombres tienen su Ciudadanía en los Cielos, como dice el Apóstol.
La demostración de la perfecta posesión de esta virtud ocurre cuando el alma, durante el sueño, no atiende a alguna imagen de turbia fantasía. En efecto, aunque este tipo de actitud no es considerada como pecado, es síntoma de que el alma se encuentra enferma y no se ha alejado de la pasión. Y por esto debemos creer que las turbias fantasías que nos aquejan durante el sueño, denotan el descuido precedente y la enfermedad que está en nosotros; porque la enfermedad escondida en las zonas recónditas de nuestra alma, se torna manifiesta al sobrevenir el flujo durante el relajamiento del sueño. Y así es como el médico de nuestras almas ha colocado el fármaco en las zonas más recónditas de la misma: porque conocía las causas de la dolencia. Nos dice: El que mira a una mujer para desearla, ya ha cometido con ella adulterio en su corazón (Mt 5:28). Y con esto no está corrigiendo los ojos curiosos y malvados, sino más bien al alma que está adentro y que usa malamente sus ojos, recibidos de Dios para el bien. También por este motivo el sabio proverbio no nos dice que pongamos toda nuestra vigilancia en custodiar nuestros ojos, sino que dice: pon toda tu vigilancia en custodiar tu corazón (Pr 4:23), aplicando a éste el cuidado de la vigilancia, pues es el corazón el que se servirá luego de los ojos para lo que realmente desea.
Custodiaremos, pues, así nuestro corazón, cuando, por ejemplo, se forma en nuestra mente la imagen de una mujer, producida por la astucia diabólica, aunque se trate de nuestra madre, o de una hermana o de cualquier otra mujer pía, ahuyentémosla de nuestro corazón enseguida, para que no suceda que, si nos entretenemos mucho en tal memoria, el Seductor que nos empuja hacia el mal, a partir de estas imágenes, haga a posteriori resbalar y precipitar nuestra mente en pensamientos turbios y perniciosos. El mandamiento mismo que Dios había dado al primer hombre ordenaba cuidarse de la cabeza de la serpiente, es decir, de la primera aparición de los pensamientos peligrosos, mediante los cuales trata de meterse dentro de nuestras almas. Si acogemos su cabeza, es decir, el primer estímulo del pensamiento, terminaremos por aceptar el resto del cuerpo de la serpiente, esto es, daremos nuestro consentimiento al placer. Y después de esto, el llevará nuestra mente a realizar la acción ilícita.
Nos conviene, sin embargo, como está escrito, matar cada mañana todos los pecadores de la tierra (Sal 100:8), es decir, discernir con la luz del conocimiento y destruir los pensamientos pecadores en la tierra de nuestro corazón, como enseña el Señor, y cuando los hijos de Babilonia, es decir, los malos pensamientos, son aún niños, hay que abatirlos y deshacerlos contra la piedra que es Cristo. Porque si, gracias a nuestra indulgencia, se convierten en adultos, no podrán ser vencidos sin grandes gemidos y fatiga.
Y además de lo dicho por las Sagradas Escrituras, es bueno recordar lo dicho por los santos Padres. Nos dice san Basilio, obispo de Cesarea de Capadocia: "Aunque no conozca mujer, no soy virgen. A tal punto sabía que el don de la virginidad no se consigue mediante la simple abstención corporal de la mujer, sino por la santidad y pureza del alma que suele actuar en el temor de Dios. Y los santos Padres dicen también que no podemos adquirir perfectamente la virtud de la castidad, si antes no poseemos en nuestro corazón la verdadera humildad, ni nos hacemos dignos del verdadero conocimiento hasta tanto la pasión de la fornicación no sea arrinconada en un lugar recóndito de nuestra alma.
Para demostrar la obra de la templanza, recordaremos alguna expresión alusiva dicha por el Apóstol, y con esto terminaremos nuestro discurso: Buscad la paz con todo, sin la cual nadie verá al Señor (Hb 12:14). Y es claro que habla de esto cuando agrega: Ningún fornicador o contaminado como Esaú (Hb 12:16), etc. Justamente porque la obra de la santificación es celestial y angélica, combate a los pesados ataques de los adversarios. Y por esto debemos ejercitarnos no solamente en la continencia del cuerpo, si no también en la contrición de nuestro corazón y en continuas postraciones con gemidos: de este modo apagaremos, con el rocío de la presencia del Espíritu Santo, las brasas de nuestra carne, que el rey de Babilonia enciende cada día, excitando nuestra concupiscencia.
Además de todo esto, el arma más poderosa que nos ha sido dada para la batalla es la vigilia según Dios. Así como la custodia durante el día prepara la santidad de la noche. así la vigilia nocturna según Dios, predispone el alma a la pureza durante el día.
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