Thursday, September 3, 2015

¿Cómo, cuándo y por qué se separó la iglesia romana de la santa Iglesia Ortodoxa?




La unidad de las Iglesias es ante todo una unidad en la fe y no una unidad puramente administrativa; ciertamente, la unidad administrativa no puede ser más que una expresión de una fidelidad común frente a la verdad. Si la unidad en la fe pudiera ser determinada por un organismo visible y permanente, las controversias dogmáticas de los primero siglos, los sínodos y la lucha de los Padres no hubieran tenido ningún sentido. Todavía hoy, cualquier re-adhesión a la Iglesia de las comunidades separadas, presupone en modo único e inevitable, un acuerdo sobre la fe.

Entre la Iglesia de Roma y la Iglesia Ortodoxa, cualquier futuro diálogo necesitará así, inexorablemente, ser llevado a cabo más allá del rol que puede asignársele por parte del sistema eclesiástico romano en referencia a las Iglesias locales y al obispado.

Según el Concilio Vaticano I, el Papa es el máximo juez en materia doctrinaria y, asimismo, ejercita una jurisdicción “inmediata” sobre todos los católicos. Y, según el Concilio Vaticano II – defraudando todas las esperanzas puestas en dicho cónclave, y aunque a las afirmaciones categóricas de 1870 se les hace alguna corrección (especialmente en la definición de “obispado” que, en algunos aspectos coincide con los principios eclesiales ortodoxos) – el Papa Pablo VI “ha subordinado el colegio episcopal a la autoridad del primado papal”, algo que no sucedió en el Concilio Vaticano I, diciendo que “el colegio o cuerpo episcopal – se subraya en esta decisión del Concilio II – no tiene autoridad por sí mismo; únicamente junto al pontífice romano, sucesor de Pedro, y el poder del primado permanece íntegro sobre todos, tanto pastores como fieles”.

La Iglesia Católica enseña erróneamente los siguientes puntos doctrinarios más importantes:

a. Filioque.
La Iglesia Católica dice que el Espíritu Santo proviene del Padre y del Hijo. Este error dogmático es el punto más difícil. El Santo Evangelista Juan dice que “El Espíritu Santo procede del Padre” y es enviado al mundo a través del Hijo (Juan 15, 26).

b. Purgatorio.
Entre cielo e infierno, según la doctrina católica, existe un lugar “de limpieza” llamado Purgatorio, al cual van las almas de los que no expiaron determinados pecados, quienes luego van al cielo. Ni la Santa Escritura ni la Santa Tradición hablan de algo similar.

c. Supremacía papal.
El Papa es considerado la cabeza suprema de las Iglesias cristianas, más grande que todos los patriarcas, “vicario” de Cristo en el mundo, llamándose sucesor de San Pedro, posición no reconocida por la Iglesia Universal.

d. Infalibilidad papal.
El Concilio Vaticano I de 1870 reconoció la “infalibilidad papal”, diciendo que el Papa no puede equivocarse como persona, en materia de fe, cuando predica, haciéndolo igual a Dios, lo que constituye un dogma nuevo, rechazado por la Iglesia Ortodoxa*.

e. Pan ácimo.
Se utiliza pan ácimo para la Santa Eucaristía, cual hebreos, en lugar de utilizar pan con levadura.

f. Inmaculada Concepción.
Se enseña que la Virgen María nació del Espíritu Santo, sin pecado original.

g. Transubstanciación.
En la preparación de los Santos Dones, los católicos no realizan ninguna oración invocando al Espíritu Santo, como hace la Iglesia Ortodoxa en la Epíclesis. Ellos dicen que los Dones se santifican solos, cuando se dice “Toman y coman…” y las otras fórmulas. No tienen una oración para el descenso del Espíritu Santo sobre los Dones.

h. Celibato de los sacerdotes.
Los sacerdotes católicos no se casan. Son célibes, en contra de las decisiones de los Sínodos ecuménicos, que determinaron que los sacerdotes “de parroquia” deben tener familia. Asimismo, la ordenación que hacen de los nuevos sacerdotes no se lleva a cabo por imposición de manos – como enseñaron los Santos Apóstoles y los Santos Padres – si no por unción, como en la Ley Antigua.

i. Indulgencias papales.
La doctrina sobre las indulgencias, que explica que a través de la compra de determinados “billetes”, otorgados por el Papa, se perdonan los pecados. Ellos afirman que los santos tienen demasiadas obras buenas acumuladas, tanto que no saben qué hacer con ellas, y se las dan al Papa, para que él venda éstos “méritos” y así puedan perdonarse los pecados de aquellos que no han hecho suficientes buenas obras.

j. Unción (Confirmación)
Los católicos no ungen los niños inmediatamente después del bautizo, sino muchos años después, y únicamente el obispo tiene el derecho de hacerlo.

Además, la Iglesia Católica comete las siguientes equivocaciones:
- Los niños no pueden comulgar una vez que han sido bautizados, sino hasta después de un número determinado de años, por lo que muchos pequeños mueren sin haber comulgado en su vida.
- Se da la comunión sin exigir vehementemente una confesión previa de los pecados.
- Se da la comunión a los fieles únicamente con el Cuerpo, más no con la Sangre del Señor.
- Se administra el bautizo únicamente con aspersión de agua, sin sumergir a la persona.
- Tolerancia en el consumo de alimentos de origen animal en el Ayuno Mayor, en Cuaresma.
- Celebración de varias liturgias en el mismo día, en el mismo altar.
- Los sacerdotes y diáconos no comulgan del mismo cáliz que los fieles.
- Se puede comulgar en el nombre de otra persona.
- El cuerpo monacal, que según la ordenanza eclesial es sólo uno, ha sido dividido por la Iglesia Católica en multitud de congregaciones u órdenes.
- Debido al celibato obligatorio del clero, la moralidad pública se resiente.

Incluso en el culto, la Iglesia Católica ha introducido distintas innovaciones que le alejan de la Iglesia de los primeros siglos, como por ejemplo: ausencia de la Proscomidia en la misa, imágenes esculpidas, música instrumental, adoración del corazón de Nuestro Señor Jesucristo, y otros.

Así pues, debido a estas desviaciones dogmáticas, canónicas, litúrgicas y tradicionales, llamamos “cismáticos” a los católicos y no podrá existir unidad con ellos mientras continúen propagando las mencionadas herejías.

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* La infalibilidad papal fue combatida con fuerza incluso por algunos grandes teólogos católicos, como Friedrich, Döllinger, Hefele y otdos, incluso en el sínodo del Vaticano, lo que determinó que sucediera una escisión, de los que luego tomaron el nombre de “Vetero-católicos”. Asimismo, en contra de la infalibilidad papal se ha levantado también una corriente llamada “modernista” de la teología católica.
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Sin duda el Papa no podía, en estas condiciones, ufanarse de un privilegio de infalibilidad; aunque su presencia, o la de sus enviados era considerada necesaria para que un sínodo fuera “ecuménico”, es decir que fuera realmente representativo para el episcopado de todo el imperio, su opinión no era nunca entendida como verdadera “per se”.

Las Iglesias Orientales podían vivir siglos sin comulgar necesariamente con la Iglesia Romana, sin preocuparse mucho de esa situación, y el VI Sínodo Ecuménico no tuvo ninguna reticencia en condenar la memoria del Papa Honorio por sostener la herejía monotelita.

Para los bizantinos no se podía hacer un problema de interpretación de las palabras de Cristo, dirigidas a Pedro “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mateo 16, 18), “Apacienta mis ovejas” (Juan 21, 15-17), etc., como pudiéndose referir únicamente a los obispos de Roma. La interpretación romana no se ha podido encontrar, verdaderamente, en ningún comentario patrístico de las Santas Escrituras; los Santos Padres, quienes vieron en estas palabras el reconocimiento de la fe en Jesús, Hijo de Dios, atestiguada camino a Cesárea. Pedro es la “piedra de la Iglesia”, en la medida en que él atestigua aquella fe. Y todos aquellos que tienen a Pedro como modelo para su propio testimonio de fe, son también herederos de esa promesa: para ellos, para los creyentes, se ha erigido la Iglesia.

Esta interpretación general, que encontramos en los Santos Padres, recibe también una corrección eclesial en la literatura patrística: los obispos – todos los obispos – son verdaderamente investidos con un don especial de enseñar. Esa misma función consiste en proclamar la fe correcta. Ellos son, entonces, “ex officio”, sucesores de Pedro. Esta concepción, que encontramos expresada claramente en San Cipriano de Cartagena (siglo III) y que aparece repetida muchísimas veces en la entera historia de la Iglesia, fue asimismo sostenida por los teólogos bizantinos.

Entonces, en el fondo del conflicto que oponía a Occidente y Oriente se encontraba una profunda diferencia de carácter eclesial. Esta divergencia estaba ligada a la naturaleza del poder en la Iglesia y, en el fondo, a la naturaleza misma de la Iglesia.

Para Oriente, la Iglesia es, antes todo, una comunidad en la que Dios está presente por medio de los sacramentos; los Sagrados Sacramentos son la modalidad por la que se conmemora la muerte y resurrección del Señor y por medio de los cuales se anuncia y se anticipa Su segunda venida. La plenitud de esta realidad está presente en cada Iglesia local, en cada comunidad cristiana reunida alrededor de la mesa eucarística, teniendo al frente un obispo, sucesor de Pedro y de los otros apóstoles.

Verdaderamente, un obispo no es sucesor de un solo apóstol y no es de gran importancia el hecho de que la Iglesia fue fundada por Juan, Pablo o Pedro, o cuál tiene un origen más reciente o modesto. La función que ocupa presupone que su enseñanza está de acuerdo a las mismas enseñanzas de los apóstoles, de los cuales Pedro era el portavoz, porque el obispo ocupa en la mesa eucarística el mismo lugar del Señor, que es, según como escribía en el siglo I San Ignacio de Antioquia, “ícono del señor” en la comunidad que conduce. Estas características episcopales son esencialmente las mismas en Jerusalén, en Constantinopla o en Bucarest, y Dios no podría determinar privilegios separados para alguna Iglesia, porque Él le da a todos esa plenitud.

Las iglesias locales no son comunidades aisladas unas de otras; ellas se mantienen unidas a través de su identidad de fe y de testimonio. Esta identidad se manifiesta especialmente en ocasión de la santificación episcopal, que necesita la reunión de varios obispos. Para hacer más eficaz el testimonio de las Iglesias, para resolver problemas comunes, los sínodos locales se han reunido periódicamente, comenzando con el siglo III, estableciéndose un “orden” entre iglesias. Este “orden”, que comporta un primado honorífico – el de Roma y luego, el de Constantinopla – y primados locales (metropolitas, hoy conductores de las iglesias “autocéfalas”) es sin embargo susceptible de modificaciones; no tiene una esencia ontológica, no maltrata la identidad fundamental de las Iglesias locales y supone un testimonio unánime de una sola fe ortodoxa. Dicho de otra manera, un primado hereje perdería necesariamente cualquier derecho a ése primado.

De esta forma, se ve claramente en donde se encuentra la misma raíz del cisma entre Oriente y Occidente. En Occidente, el “papismo”, luego de alguna evolución a lo largo del tiempo, pretende, conforme a una decisión de 1870, una infalibilidad doctrinaria y, al mismo tiempo, una jurisdicción “inmediata” sobre los creyentes. El obispo de Roma sostiene que es el criterio visible de la verdad y único conductor de la Iglesia Universal, poseyendo también poderes sacramentales distintos a los de los otros obispos.

En la Iglesia Ortodoxa, ningún poder de derecho divino podría existir, fuera y sobre las comunidades eucarísticas locales constituidas por lo que hoy llamamos “diócesis”. La jerarquía de los obispos y las relaciones entre ellos son reguladas por cánones y no tienen un carácter absoluto. No existe un solo criterio visible de la verdad, fuera del consenso de las Iglesias, que encuentra su expresión más natural en un sínodo ecuménico. Aún así, incluso este sínodo – como hemos visto en párrafos anteriores – no tiene autoridad “per se”, fuera o sobre las Iglesias locales, y no es más que una expresión y testimonio de un acuerdo común. Una adición formalmente “ecuménica” puede incluso ser rechazada por la Iglesia (ejemplo: Éfeso 449, Florencia 439), La permanencia de la verdad en la Iglesia es, así, un hecho de orden supra-natural, similar a las realidades de los Santísimos Sacramentos. Su eficacia es accesible a la experiencia religiosa, talvez no al examen racional y no podría ser supuesta a las normas de derecho.

De las acusaciones en contra de los griegos, evidentemente infundadas, que llevaron al acta “anatemización” el 16 de julio de 1054, se observa claramente que los delegados papales un llegaron a Constantinopla a dialogar fraternalmente dentro de un sínodo, sino a imponer su criterio. El fondo de sus acusaciones eran simples pretextos, porque más allá de las diferencias dogmáticas, rituales y disciplinario-canónicas, además de cierta frialdad espiritual, problemas políticos y debilidades meramente humanas, el verdadero motivo de la división religiosa del 16 de julio de 1054 lo constituye una concepción eclesial equivocada de los católicos sobre el primado papal, a través del cual el obispo de Roma se sitúa por encima de todos los obispos y creyentes, error sostenido con insistencia por los subsiguientes papas.

El Patriarca de Constantinopla, convocando a sínodo, anatemizó, el 24 de julio de aquel año al cardenal Humberto de Silva, a toda la delegación romana, e incluso al Papa León IX.

Es evidente, como sostienen muchos investigadores, que aquellos contemporáneos no eran conscientes de la gravedad de los eventos de 1054 sino que, mucho más tarde, luego de la conquista de Constantinopla – en abril de 1204 - , cuando los caballeros de la IV Cruzada asaltaron y violentaron Bizancio, esta división se hizo aún más profunda.

En los siglos XIII-XV, bajo la creciente presión del Islam, que amenazaba cada vez más al Imperio Bizantino, se intentó la unificación entre Constantinopla y Roma, porque el Papa imponía, como primera condición para enviar ayuda militar desde Occidente, la unión con Roma. De esta forma, el intento más importante tuvo lugar con el Sínodo de Ferrara-Florencia, de 1438-1439, en el que los orientales se vieron obligados a aceptar los “cuatro puntos florentinos”: 1. El Papa es la cabeza de la Iglesia entera; 2. La preparación de la Santa Eucaristía se hace con pan ácimo; 3. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (Filioque); 4. La existencia del “Purgatorio”. Pero, aunque debido a presiones políticas la mayoría de los participantes firmaron este acto de unión, la Iglesia Ortodoxa nunca le ha reconocido.

Así, todos los intentos de unión entre Oriente y Occidente han sido y son condenados a fallar, toda vez que en Occidente no se acepta regresar a la tradición de los Santos Padres. Porque, en lo que concierne al primado papal, la crítica anti-romana no se refiere al mismo Apóstol Pedro y su posición personal en el grupo de los doce apóstoles o su posición en la Iglesia primaria, sino a la naturaleza de su sucesión. ¿Por qué la Iglesia Romana podría tener el privilegio exclusivo de esta sucesión, cuando en el Nuevo Testamento no se da ninguna información sobre el sacerdocio de Pedro en Roma? ¿No tendría que ser Antioquia o especialmente Jerusalén - donde Pedro, conforme a los Hechos de los Apóstoles, jugó un rol de primer plano – quienes podrían discutir con más razón el derecho de llamarse “Trono de Pedro”?

Por supuesto que los bizantinos reconocían a Roma un primado honorífico, pero aquel primado no tenía, como único origen, el hecho de que Pedro murió en Roma, sino un ensamble de factores, entre los cuales, los más importantes eran los que sostenían que Roma era una Iglesia “muy grande, antigua y conocida por todos”, según la expresión de San Irineo de León, porque en ella se guardan las tumbas de los apóstoles “corifeos”, Pedro y Pablo, y especialmente por el hecho de que era la capital del Imperio Romano; el famoso cánon 28 del IV Sínodo Ecuménico de Calcedonia insistía precisamente sobre este punto.

En otras palabras, el primado romano no era un privilegio exclusivo y divino, un poder que el obispo de Roma poseería en virtud de un mandato expreso de Dios, sino una autoridad formal, reconocida por la Iglesia a través de sínodos.

Por supuesto que estas pretensiones de los papas crearon tensiones entre Occidente y Oriente. Pero no era solamente eso. Los griegos acusaron a los occidentales de promover algunas prácticas no-canónicas: el celibato obligatorio para los miembros del clero, el consumo de carne de animales estrangulados y de su sangre, ayuno en sábados, consumo de alimentos de origen animal en los sábados y domingos de la cuaresma, introducción de la “misa” romana, más corta, en lugar de la Liturgia ortodoxa, la representación del Redentor con la forma de un cordero, y especialmente la doctrina sobre que el Espíritu Santo proviene “del Padre y del Hijo”, impuesta por el imperio carolingio.

También existió una disputa sobre las provincias de Italia del Sur (Calabria), Sicilia y Creta, que fueron trasladadas por el emperador León III “el Isaurio” bajo jurisdicción de Constantinopla, porque fue acusado del Papa de hereje, y territorios que el Papa pretendía permanentemente.

Otro foco de conflicto entre Oriente y Occidente era el hecho de que la mayor parte de países eslavos, aún estando a punto de adoptar el cristianismo, tenían ciertas dudas frente a las presiones políticas y religiosas que venían de parte de los dos imperios rivales: Bizancio y el Imperio Franco.

El Papa Juan VIII entendió el peligro que representaba para la unidad cristiana la actitud de sus predecesores e inmediatamente le dio la razón a los griegos en el problema del lenguaje litúrgico y en lo relativo al “Filioque”. Emisarios suyos enviados a Constantinopla condenaron junto a la Iglesia Oriental la famosa adición “y del Hijo” hecha al Credo. El Sínodo de los años 879-880 representa un modelo de la forma en la que la Iglesia Ortodoxa entiende la unidad de los cristianos: unidad en la fe, de la cual el primado romano puede ser un testigo.
No obstante, los dos pueblos, griego y romano, con predisposiciones e inclinaciones diferentes, especialmente en cuanto al idioma, cultura y civilización, arriban al siglo IX sin entenderse; se veían incluso con recelo y resentimiento.
El “papismo” se involucró también en las discusiones propias de Constantinopla sobre quién debía ocupar el sillón patriarcal, incrementando así el resentimiento de Oriente en contra de Occidente. Así, en el año 933, el emperador Romano I Lecapeno colocó a su hijo Teofilacto en la patriarquía, apartando al venerable Trifón. Para que este “movimiento” pareciera canónico, creyó adecuado dirigirse a la Iglesia de Roma, rogándole al Papa Juan XI que reconociera al nuevo patriarca. El Papa no tardó en satisfacer el deseo del emperador. Después de la muerte de Teofilacto, los patriarcas siguientes no quisieron plegarse a los intereses de Roma, haciendo más pronunciados los desacuerdos ya existentes.
En el año 1014, el emperador Enrique II de los germanos, visitó Roma para ser coronado por el Papa Benedicto VIII y además obtuvo que la ceremonia de coronación se realizara bajo el rito germánico, es decir, con la Liturgia modificada por el “Filioque”. Como consecuencia, bajo órdenes del Patriarca Sergio II, el nombre del Papa fue borrado de los dípticos de las iglesias de Constantinopla. Es decir, entonces, que desde los inicios del siglo XI la comunión entre las dos “romas” ya se había roto. Ese estado de fuerte tensión instalada entre Oriente y Occidente, llevaron a que el emperador Constantino Monómaco convocara un sínodo en Constantinopla.
Pero en el siglo XI, a diferenceia de los siglos anteriores, cuando las tensiones entre Roma y Constantinopla tendían a atenuarse constantemente, la situación adquirió incluso un tinte trágico, porque debido a una mutua ignorancia, Oriente y Occidente perdieron el criterio común que alguna vez les hizo entenderse. Para unos, el trono de Roma era el criterio único de la verdad, para los otros, el Espíritu de la Verdad descansaba sobre la Iglesia completa y se expresaba por medio de los sínodos.
El Papa Leon IX aceptó la propuesta del emperador Constantino Monómaco y envió, a principios de enero del año 1054, una delegación específica a Constantinopla, encabezada por el Cardenal Humberto de Silva. Desafortunadamente, aquél era un hombre orgulloso y engreído, que no podía soportar a los griegos – como ejemplo, podemos mencionar los epítetos injuriosos de “perro sucio, muérdete la lengua” dirigidos a Nicetas Stetathos, “stárets” del Monetario Studion, que había escrito algunas cartas en desacuerdo con los latinos – de muestra claramente el odio del cardenal de Silva en contra de los griegos; incluso, estudiosos católicos se han admirado de cómo pudo el Papa enviar a Constantinopla a alguien así de arrogante y prepotente.
El emperador recibió la delegación con honores, lo que incrementó el orgullo de los delegados romanos. El cardenal de Silva y los otros fueron hospedados en el Monasterio Studion de Constantinopla. El Patriarca Miguel Cerulario, sabiendo que no se podía esperar nada bueno de parte de los delegados latinos, les comunicó que todos los asuntos y malos entendidos eclesiales serían discutidos en sínodo (además, se dudaba de la autenticidad de las cartas oficiales de los delegados romanos, toda vez que el Papa en aquellos momentos era prisionero de los normandos y no podía, parece, firmar documentos oficiales).
Frente a las reticencias del Patriarcado bizantino, el cardenal Humberto de Silva redactó un acta de excomunión, misma que colocó sobre la Santa Mesa de la Iglesia de Santa Sofía, acta en la que aducía acusaciones graves en contra de los griegos, siendo la más absurda la que mencionaba que los griegos habían extraído del Credo la enseñanza que “el Espíritu Santo proviene también del Hijo” – Filioque – cuando cualquiera sabe que la Santa escritura, los Santos Padres de la Iglesia y los Sínodos ecuménicos hablan minuciosamente únicamente de la procedencia del Espíritu Santo de una sola fuente, Dios Padre, y no de dos orígenes, del Padre y del Hijo.

Por supuesto que estas pretensiones de los papas crearon tensiones entre Occidente y Oriente. Pero no era solamente eso. Los griegos acusaron a los occidentales de promover algunas prácticas no-canónicas: el celibato obligatorio para los miembros del clero, el consumo de carne de animales estrangulados y de su sangre, ayuno en sábados, consumo de alimentos de origen animal en los sábados y domingos de la cuaresma, introducción de la “misa” romana, más corta, en lugar de la Liturgia ortodoxa, la representación del Redentor con la forma de un cordero, y especialmente la doctrina sobre que el Espíritu Santo proviene “del Padre y del Hijo”, impuesta por el imperio carolingio.

También existió una disputa sobre las provincias de Italia del Sur (Calabria), Sicilia y Creta, que fueron trasladadas por el emperador León III “el Isaurio” bajo jurisdicción de Constantinopla, porque fue acusado del Papa de hereje, y territorios que el Papa pretendía permanentemente.

Otro foco de conflicto entre Oriente y Occidente era el hecho de que la mayor parte de países eslavos, aún estando a punto de adoptar el cristianismo, tenían ciertas dudas frente a las presiones políticas y religiosas que venían de parte de los dos imperios rivales: Bizancio y el Imperio Franco.

El Papa Juan VIII entendió el peligro que representaba para la unidad cristiana la actitud de sus predecesores e inmediatamente le dio la razón a los griegos en el problema del lenguaje litúrgico y en lo relativo al “Filioque”. Emisarios suyos enviados a Constantinopla condenaron junto a la Iglesia Oriental la famosa adición “y del Hijo” hecha al Credo. El Sínodo de los años 879-880 representa un modelo de la forma en la que la Iglesia Ortodoxa entiende la unidad de los cristianos: unidad en la fe, de la cual el primado romano puede ser un testigo.
No obstante, los dos pueblos, griego y romano, con predisposiciones e inclinaciones diferentes, especialmente en cuanto al idioma, cultura y civilización, arriban al siglo IX sin entenderse; se veían incluso con recelo y resentimiento.
El “papismo” se involucró también en las discusiones propias de Constantinopla sobre quién debía ocupar el sillón patriarcal, incrementando así el resentimiento de Oriente en contra de Occidente. Así, en el año 933, el emperador Romano I Lecapeno colocó a su hijo Teofilacto en la patriarquía, apartando al venerable Trifón. Para que este “movimiento” pareciera canónico, creyó adecuado dirigirse a la Iglesia de Roma, rogándole al Papa Juan XI que reconociera al nuevo patriarca. El Papa no tardó en satisfacer el deseo del emperador. Después de la muerte de Teofilacto, los patriarcas siguientes no quisieron plegarse a los intereses de Roma, haciendo más pronunciados los desacuerdos ya existentes.
En el año 1014, el emperador Enrique II de los germanos, visitó Roma para ser coronado por el Papa Benedicto VIII y además obtuvo que la ceremonia de coronación se realizara bajo el rito germánico, es decir, con la Liturgia modificada por el “Filioque”. Como consecuencia, bajo órdenes del Patriarca Sergio II, el nombre del Papa fue borrado de los dípticos de las iglesias de Constantinopla. Es decir, entonces, que desde los inicios del siglo XI la comunión entre las dos “romas” ya se había roto. Ese estado de fuerte tensión instalada entre Oriente y Occidente, llevaron a que el emperador Constantino Monómaco convocara un sínodo en Constantinopla.
Pero en el siglo XI, a diferenceia de los siglos anteriores, cuando las tensiones entre Roma y Constantinopla tendían a atenuarse constantemente, la situación adquirió incluso un tinte trágico, porque debido a una mutua ignorancia, Oriente y Occidente perdieron el criterio común que alguna vez les hizo entenderse. Para unos, el trono de Roma era el criterio único de la verdad, para los otros, el Espíritu de la Verdad descansaba sobre la Iglesia completa y se expresaba por medio de los sínodos.
El Papa Leon IX aceptó la propuesta del emperador Constantino Monómaco y envió, a principios de enero del año 1054, una delegación específica a Constantinopla, encabezada por el Cardenal Humberto de Silva. Desafortunadamente, aquél era un hombre orgulloso y engreído, que no podía soportar a los griegos – como ejemplo, podemos mencionar los epítetos injuriosos de “perro sucio, muérdete la lengua” dirigidos a Nicetas Stetathos, “stárets” del Monetario Studion, que había escrito algunas cartas en desacuerdo con los latinos – de muestra claramente el odio del cardenal de Silva en contra de los griegos; incluso, estudiosos católicos se han admirado de cómo pudo el Papa enviar a Constantinopla a alguien así de arrogante y prepotente.
El emperador recibió la delegación con honores, lo que incrementó el orgullo de los delegados romanos. El cardenal de Silva y los otros fueron hospedados en el Monasterio Studion de Constantinopla. El Patriarca Miguel Cerulario, sabiendo que no se podía esperar nada bueno de parte de los delegados latinos, les comunicó que todos los asuntos y malos entendidos eclesiales serían discutidos en sínodo (además, se dudaba de la autenticidad de las cartas oficiales de los delegados romanos, toda vez que el Papa en aquellos momentos era prisionero de los normandos y no podía, parece, firmar documentos oficiales).
Frente a las reticencias del Patriarcado bizantino, el cardenal Humberto de Silva redactó un acta de excomunión, misma que colocó sobre la Santa Mesa de la Iglesia de Santa Sofía, acta en la que aducía acusaciones graves en contra de los griegos, siendo la más absurda la que mencionaba que los griegos habían extraído del Credo la enseñanza que “el Espíritu Santo proviene también del Hijo” – Filioque – cuando cualquiera sabe que la Santa escritura, los Santos Padres de la Iglesia y los Sínodos ecuménicos hablan minuciosamente únicamente de la procedencia del Espíritu Santo de una sola fuente, Dios Padre, y no de dos orígenes, del Padre y del Hijo.

El cisma entre Bizancio y Roma ha sido, sin duda alguna, el evento más trágico en la historia de la Iglesia; el mundo cristiano se rompió en dos mitades, y esta escisión, que todavía duele, ha determinado en gran medida el destino del Oriente, como el del Occidente. La Iglesia de Oriente, que es esencialmente la verdadera Iglesia de Cristo, ha visto limitado su campo cultural y geográfico de acción, dando lugar a que históricamente se le confunda únicamente con el mundo bizantino.

En cuanto a la Iglesia de Occidente, ha perdido el equilibrio doctrinario y eclesial del cristianismo primario, y este desequilibrio también dio lugar a la Reforma del siglo XVI.

En los orígenes del cisma se encuentra, vinculados indisolublemente, causas o motivos teológicos y no-teológicos, pero vamos a ver que las razones propiamente “teológicas” resultan finalmente determinantes, porque impiden la solución de las dificultades aparecidas y provocan que las tentativas de reunificación fracasen. Ellas constituyen, hasta el día de hoy, el mayor obstáculo en el que tropieza la buena voluntad ecuménica.

Comenzando ya desde el siglo IV, entre Oriente y Occidente cristianos se sentía una tensión eclesiástica respecto al status del Papa romano en la Iglesia. Esta latente tensión siguió creciendo a lo largo del tiempo, transformándose, algunos siglos más tarde, en una oposición abierta.

La disputa tiene como fondo político la aparición, en Occidente, del Imperio Carolingio y el conflicto estalla cuando los intereses políticos de aquel Imperio franco se unen a las pretensiones de jurisdicción universal del Papa, asunto que no compartían los bizantinos*.

A finales del siglo VIII, Carlomagno, rey franco, comenzó a hacer públicas sus pretensiones de adquirir el título de “emperador romano”. Al no obtener el reconocimiento de Bizancio, decidió destruir la autoridad de Constantinopla. Uno de los medios a los que recurrió, fue a las acusaciones de herejía: el emperador de Oriente no podría aspirar a suceder a los emperadores cristianos, porque “rinde veneración a los íconos y confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre a través del Hijo” y no “del Padre y del Hijo”. Estas acusaciones, aducidas por Carlomagno en sus célebres “Libros carolinos” dirigidas al Papa en el año 792, se oponían claramente a las decisiones del séptimo Sínodo Ecuménico de Nicea (787) y abrían la interminable controversia greco-latina sobre el Filioque (expresión en latín agregada al Credo, en la fórmula “…y en el Espíritu Santo, que procede del Padre…”; con el término "Filioque" se agrega “y del Hijo”, algo que no existía en el Credo original). Muchos otros obispos y teólogos francos se lanzaron entonces en la controversia, patrocinados por la corte de Aix-la-Chapelle (Aquisgrán, en español. N. del T.).

Felizmente, la Iglesia de Roma, aceptando el patrocinio político que Carlos I le ofrecía, se opuso con vehemencia a los ataques doctrinarios en contra de Oriente. Los papas Adrián I (772-795) y Leon III (795-816) actuaron en protección del Sínodo de Nicea y rechazaron con fuerza la introducción del Filioque en el Credo. Aún así, en la noche de Navidad del año 800, el Papa Leon III coronó en Roma como “emperador romano de Occidente” a Carlomagno, lo que llevó al cisma político entre Occidente y Oriente.

En el siglo VIII y especialmente en los siglos X y XI, los obispos de Roma son casi completamente dominados por los emperadores francos; no obstante, los papas lograron mostrar alguna oposición. Pero, aunque los grandes papas reformadores buscaban la independencia de la Iglesia, eran también herederos de una civilización carolingia que se definía a sí misma a través de su oposición al Oriente y que se desarrollaba fuera de la tradición de los Santos Padres de la Iglesia; únicamente latina y occidental esta civilización era común a los papas y a los emperadores de Occidente.

El Papa Nicolás I (858-867), fue una especie de luchador tenaz. Él quiso cimentar un imperio espiritual mundial, al frente del cual estaría “el sucesor de San Pedro”. Él sostenía que el merecedor de la “Silla apostólica” recibiría de Jesucristo el derecho de “pastorear” a todos los creyentes, como único legislador de la Iglesia, que podía llamar ante él para justificarse ante su trono, no sólo a los clérigos de las diferentes diócesis, sino que también a obispos, metropolias, incluso patriarcas; sin embargo, él no podría ser juzgado por nadie y sus decisiones tendrían el valor y el poder de los cánones. Este punto de vista fue afirmado en el sínodo romano del año 863, en el que también se precisó que cualquier contradicción a las decisiones papales conllevan la declaración de “anatema”.

Aunque buscaba separar el poder espiritual del puramente “terrenal”, él se sintió juzgador y guía espiritual supremo e indiscutible de los principios terrenales, en cuestiones de naturaleza eclesial. Incluso, extendió sus pretensiones jurisdiccionales en contra del titular del trono de Constantinopla, amenazando deponer al Patriarca Focio.


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* Entre los años 754-755, el Papa se convirtió también en jefe de estado. El rey de los francos, Pipino el Breve, que fuera llamado por el Papa en busca de ayuda, le otorgó el territorio conquistado a los lombardos, en la Italia central, bajo la denominación de "Patrimonium Sancti Petri". De esta manera, creándose una especie de estado geográfico, el Papa se emancipaba del poder político de Bizancio, y aún más, hacía concurrencia con el Imperio Bizantino, en su - nueva - calidad de jefe de estado llamado Republica Romanorum.
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Para sostener y justificar la creación de un estado papal, los jerarcas de Roma se basaron en los siguientes documentos ilegítimos:
1. Donatio Constantini, por el cual pretendían que el emperador Constantino el Grande le habría donado al Papa Silvestre I, el territorio de Italia y sus fortalezas, justa recompensa por haberle curado de lepra por medio de las aguas bautismales. Tal documento fue probado como ilegítimo en el siglo XV por el canónico Lorenzo Valla, de Florencia, porque se sabe - según el historiador Eusebio de Cesárea - que el emperador Constantino el Grande fue bautizado en su lecho de muerte, falleciendo pocos días después, el 22 de mayo de 337, cerca de Nicomidia.

2. Decretos pseudo-isidorianos, una colección de cánones y decretos, en parte auténticos, en parte falsificados y en parte inventados, atribuidos incorrectamente a Isidoro de Sevilla. Estos decretos fueron utilizados por el Papa incluso para justificar la "supremacía papal".

Por supuesto que estas pretensiones de los papas crearon tensiones entre Occidente y Oriente. Pero no era solamente eso. Los griegos acusaron a los occidentales de promover algunas prácticas no-canónicas: el celibato obligatorio para los miembros del clero, el consumo de carne de animales estrangulados y de su sangre, ayuno en sábados, consumo de alimentos de origen animal en los sábados y domingos de la cuaresma, introducción de la “misa” romana, más corta, en lugar de la Liturgia ortodoxa, la representación del Redentor con la forma de un cordero, y especialmente la doctrina sobre que el Espíritu Santo proviene “del Padre y del Hijo”, impuesta por el imperio carolingio.

También existió una disputa sobre las provincias de Italia del Sur (Calabria), Sicilia y Creta, que fueron trasladadas por el emperador León III “el Isaurio” bajo jurisdicción de Constantinopla, porque fue acusado del Papa de hereje, y territorios que el Papa pretendía permanentemente.

Otro foco de conflicto entre Oriente y Occidente era el hecho de que la mayor parte de países eslavos, aún estando a punto de adoptar el cristianismo, tenían ciertas dudas frente a las presiones políticas y religiosas que venían de parte de los dos imperios rivales: Bizancio y el Imperio Franco.

El Papa Juan VIII entendió el peligro que representaba para la unidad cristiana la actitud de sus predecesores e inmediatamente le dio la razón a los griegos en el problema del lenguaje litúrgico y en lo relativo al “Filioque”. Emisarios suyos enviados a Constantinopla condenaron junto a la Iglesia Oriental la famosa adición “y del Hijo” hecha al Credo. El Sínodo de los años 879-880 representa un modelo de la forma en la que la Iglesia Ortodoxa entiende la unidad de los cristianos: unidad en la fe, de la cual el primado romano puede ser un testigo.
No obstante, los dos pueblos, griego y romano, con predisposiciones e inclinaciones diferentes, especialmente en cuanto al idioma, cultura y civilización, arriban al siglo IX sin entenderse; se veían incluso con recelo y resentimiento.
El “papismo” se involucró también en las discusiones propias de Constantinopla sobre quién debía ocupar el sillón patriarcal, incrementando así el resentimiento de Oriente en contra de Occidente. Así, en el año 933, el emperador Romano I Lecapeno colocó a su hijo Teofilacto en la patriarquía, apartando al venerable Trifón. Para que este “movimiento” pareciera canónico, creyó adecuado dirigirse a la Iglesia de Roma, rogándole al Papa Juan XI que reconociera al nuevo patriarca. El Papa no tardó en satisfacer el deseo del emperador. Después de la muerte de Teofilacto, los patriarcas siguientes no quisieron plegarse a los intereses de Roma, haciendo más pronunciados los desacuerdos ya existentes.
En el año 1014, el emperador Enrique II de los germanos, visitó Roma para ser coronado por el Papa Benedicto VIII y además obtuvo que la ceremonia de coronación se realizara bajo el rito germánico, es decir, con la Liturgia modificada por el “Filioque”. Como consecuencia, bajo órdenes del Patriarca Sergio II, el nombre del Papa fue borrado de los dípticos de las iglesias de Constantinopla. Es decir, entonces, que desde los inicios del siglo XI la comunión entre las dos “romas” ya se había roto. Ese estado de fuerte tensión instalada entre Oriente y Occidente, llevaron a que el emperador Constantino Monómaco convocara un sínodo en Constantinopla.
Pero en el siglo XI, a diferenceia de los siglos anteriores, cuando las tensiones entre Roma y Constantinopla tendían a atenuarse constantemente, la situación adquirió incluso un tinte trágico, porque debido a una mutua ignorancia, Oriente y Occidente perdieron el criterio común que alguna vez les hizo entenderse. Para unos, el trono de Roma era el criterio único de la verdad, para los otros, el Espíritu de la Verdad descansaba sobre la Iglesia completa y se expresaba por medio de los sínodos.
El Papa Leon IX aceptó la propuesta del emperador Constantino Monómaco y envió, a principios de enero del año 1054, una delegación específica a Constantinopla, encabezada por el Cardenal Humberto de Silva. Desafortunadamente, aquél era un hombre orgulloso y engreído, que no podía soportar a los griegos – como ejemplo, podemos mencionar los epítetos injuriosos de “perro sucio, muérdete la lengua” dirigidos a Nicetas Stetathos, “stárets” del Monetario Studion, que había escrito algunas cartas en desacuerdo con los latinos – de muestra claramente el odio del cardenal de Silva en contra de los griegos; incluso, estudiosos católicos se han admirado de cómo pudo el Papa enviar a Constantinopla a alguien así de arrogante y prepotente.
El emperador recibió la delegación con honores, lo que incrementó el orgullo de los delegados romanos. El cardenal de Silva y los otros fueron hospedados en el Monasterio Studion de Constantinopla. El Patriarca Miguel Cerulario, sabiendo que no se podía esperar nada bueno de parte de los delegados latinos, les comunicó que todos los asuntos y malos entendidos eclesiales serían discutidos en sínodo (además, se dudaba de la autenticidad de las cartas oficiales de los delegados romanos, toda vez que el Papa en aquellos momentos era prisionero de los normandos y no podía, parece, firmar documentos oficiales).
Frente a las reticencias del Patriarcado bizantino, el cardenal Humberto de Silva redactó un acta de excomunión, misma que colocó sobre la Santa Mesa de la Iglesia de Santa Sofía, acta en la que aducía acusaciones graves en contra de los griegos, siendo la más absurda la que mencionaba que los griegos habían extraído del Credo la enseñanza que “el Espíritu Santo proviene también del Hijo” – Filioque – cuando cualquiera sabe que la Santa escritura, los Santos Padres de la Iglesia y los Sínodos ecuménicos hablan minuciosamente únicamente de la procedencia del Espíritu Santo de una sola fuente, Dios Padre, y no de dos orígenes, del Padre y del Hijo.

El cisma entre Bizancio y Roma ha sido, sin duda alguna, el evento más trágico en la historia de la Iglesia; el mundo cristiano se rompió en dos mitades, y esta escisión, que todavía duele, ha determinado en gran medida el destino del Oriente, como el del Occidente. La Iglesia de Oriente, que es esencialmente la verdadera Iglesia de Cristo, ha visto limitado su campo cultural y geográfico de acción, dando lugar a que históricamente se le confunda únicamente con el mundo bizantino.

En cuanto a la Iglesia de Occidente, ha perdido el equilibrio doctrinario y eclesial del cristianismo primario, y este desequilibrio también dio lugar a la Reforma del siglo XVI.

En los orígenes del cisma se encuentra, vinculados indisolublemente, causas o motivos teológicos y no-teológicos, pero vamos a ver que las razones propiamente “teológicas” resultan finalmente determinantes, porque impiden la solución de las dificultades aparecidas y provocan que las tentativas de reunificación fracasen. Ellas constituyen, hasta el día de hoy, el mayor obstáculo en el que tropieza la buena voluntad ecuménica.

Comenzando ya desde el siglo IV, entre Oriente y Occidente cristianos se sentía una tensión eclesiástica respecto al status del Papa romano en la Iglesia. Esta latente tensión siguió creciendo a lo largo del tiempo, transformándose, algunos siglos más tarde, en una oposición abierta.

La disputa tiene como fondo político la aparición, en Occidente, del Imperio Carolingio y el conflicto estalla cuando los intereses políticos de aquel Imperio franco se unen a las pretensiones de jurisdicción universal del Papa, asunto que no compartían los bizantinos*.

A finales del siglo VIII, Carlomagno, rey franco, comenzó a hacer públicas sus pretensiones de adquirir el título de “emperador romano”. Al no obtener el reconocimiento de Bizancio, decidió destruir la autoridad de Constantinopla. Uno de los medios a los que recurrió, fue a las acusaciones de herejía: el emperador de Oriente no podría aspirar a suceder a los emperadores cristianos, porque “rinde veneración a los íconos y confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre a través del Hijo” y no “del Padre y del Hijo”. Estas acusaciones, aducidas por Carlomagno en sus célebres “Libros carolinos” dirigidas al Papa en el año 792, se oponían claramente a las decisiones del séptimo Sínodo Ecuménico de Nicea (787) y abrían la interminable controversia greco-latina sobre el Filioque (expresión en latín agregada al Credo, en la fórmula “…y en el Espíritu Santo, que procede del Padre…”; con el término "Filioque" se agrega “y del Hijo”, algo que no existía en el Credo original). Muchos otros obispos y teólogos francos se lanzaron entonces en la controversia, patrocinados por la corte de Aix-la-Chapelle (Aquisgrán, en español. N. del T.).

Felizmente, la Iglesia de Roma, aceptando el patrocinio político que Carlos I le ofrecía, se opuso con vehemencia a los ataques doctrinarios en contra de Oriente. Los papas Adrián I (772-795) y Leon III (795-816) actuaron en protección del Sínodo de Nicea y rechazaron con fuerza la introducción del Filioque en el Credo. Aún así, en la noche de Navidad del año 800, el Papa Leon III coronó en Roma como “emperador romano de Occidente” a Carlomagno, lo que llevó al cisma político entre Occidente y Oriente.

En el siglo VIII y especialmente en los siglos X y XI, los obispos de Roma son casi completamente dominados por los emperadores francos; no obstante, los papas lograron mostrar alguna oposición. Pero, aunque los grandes papas reformadores buscaban la independencia de la Iglesia, eran también herederos de una civilización carolingia que se definía a sí misma a través de su oposición al Oriente y que se desarrollaba fuera de la tradición de los Santos Padres de la Iglesia; únicamente latina y occidental esta civilización era común a los papas y a los emperadores de Occidente.

El Papa Nicolás I (858-867), fue una especie de luchador tenaz. Él quiso cimentar un imperio espiritual mundial, al frente del cual estaría “el sucesor de San Pedro”. Él sostenía que el merecedor de la “Silla apostólica” recibiría de Jesucristo el derecho de “pastorear” a todos los creyentes, como único legislador de la Iglesia, que podía llamar ante él para justificarse ante su trono, no sólo a los clérigos de las diferentes diócesis, sino que también a obispos, metropolias, incluso patriarcas; sin embargo, él no podría ser juzgado por nadie y sus decisiones tendrían el valor y el poder de los cánones. Este punto de vista fue afirmado en el sínodo romano del año 863, en el que también se precisó que cualquier contradicción a las decisiones papales conllevan la declaración de “anatema”.

Aunque buscaba separar el poder espiritual del puramente “terrenal”, él se sintió juzgador y guía espiritual supremo e indiscutible de los principios terrenales, en cuestiones de naturaleza eclesial. Incluso, extendió sus pretensiones jurisdiccionales en contra del titular del trono de Constantinopla, amenazando deponer al Patriarca Focio.


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* Entre los años 754-755, el Papa se convirtió también en jefe de estado. El rey de los francos, Pipino el Breve, que fuera llamado por el Papa en busca de ayuda, le otorgó el territorio conquistado a los lombardos, en la Italia central, bajo la denominación de "Patrimonium Sancti Petri". De esta manera, creándose una especie de estado geográfico, el Papa se emancipaba del poder político de Bizancio, y aún más, hacía concurrencia con el Imperio Bizantino, en su - nueva - calidad de jefe de estado llamado Republica Romanorum.
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Para sostener y justificar la creación de un estado papal, los jerarcas de Roma se basaron en los siguientes documentos ilegítimos:
1. Donatio Constantini, por el cual pretendían que el emperador Constantino el Grande le habría donado al Papa Silvestre I, el territorio de Italia y sus fortalezas, justa recompensa por haberle curado de lepra por medio de las aguas bautismales. Tal documento fue probado como ilegítimo en el siglo XV por el canónico Lorenzo Valla, de Florencia, porque se sabe - según el historiador Eusebio de Cesárea - que el emperador Constantino el Grande fue bautizado en su lecho de muerte, falleciendo pocos días después, el 22 de mayo de 337, cerca de Nicomidia.

2. Decretos pseudo-isidorianos, una colección de cánones y decretos, en parte auténticos, en parte falsificados y en parte inventados, atribuidos incorrectamente a Isidoro de Sevilla. Estos decretos fueron utilizados por el Papa incluso para justificar la "supremacía papal".


Es importante saber que no toda creencia en Dios es buena. Por ejemplo, veamos qué dice el apóstol Pablo: “Repréndelos con firmeza para mantenerlos en una fe sana” (Tito 1, 13). Puede que alguien crea en Dios y esa convicción no le sea útil, si no cree en la forma que lo hace la Iglesia, es decir, la fe ortodoxa verdadera. Porque también los demonios creen en Dios. Por esto, dice el apóstol Santiago “¿Tú crees que hay un solo Dios? Pues muy bien, pero eso lo creen también los demonios y tiemblan” (Santiago 2, 19). Pero, ¿Para qué les sirve a ellos esa creencia, si no hacen la voluntad de Dios?

El primer tipo de fe es la fe correcta, es decir, ortodoxa, única que obra y salva.

Luego, está la fe cismática. Este tipo de fe es la de los católicos. “Iglesia Católica” significa “Iglesia universal”, pero dejó de ser correcta, es decir, “ortodoxa”, porque han ido cambiando algunos de los dogmas establecidos por los Santos Apóstoles y los Santos Padres en los siete Sínodos ecuménicos. Por este motivo, se separaron de la fe y del credo ortodoxo y creen en el Papa.

Luego está la fe herética. También los sectarios creen, pero su fe es herética. Si alguien “retuerce” la fe ortodoxa, ésta deja de ser correcta y no es agradable a Dios. Porque el apóstol Pablo dice: “Que la paz y la misericordia acompañen a los que viven según esta regla” (Gálatas 6, 16), es decir, la fe correcta, “y sobre todos aquellos elegidos por Dios”- Y, nuevamente dice “Pelea el buen combate de la fe…” (I Timoteo 6, 16); “Soporta las dificultades como un buen soldado de Jesucristo (…) porque quien no lucha según lo establecido, no será premiado” (II Timoteo 2, 3-5).

Así, es una lucha y una fe que trabaja, cuando se hace según lo que ordena Dios. Esta es la fe correcta. Y cuando la fe no es correcta, es una convicción herética, cismática o retorcida, es decir, en perjuicio de la verdadera fe ortodoxa.

Los protestantes dicen “sola fide”, es decir salvación únicamente a través de la fe: el hombre se salva sólo con la fe, sin obras, dicen ellos. Pero, ¿No dice el apóstol Santiago que la fe sin obras está muerta, así como las obras sin fe? Entonces, la fe que no está unida a hechos buenos no salva; porque también los demonios creen, pero no hacen la voluntad de Dios.

Nuevamente, el apóstol Pablo dice que ésa fe es la que salva, la que trabaja a través del amor. Fe a través del conocimiento tienen también los demonios, pero fe que trabaja tienen únicamente los cristianos. Insisto, la fe que trabaja a través del amor, es la única que puede salvar al hombre.

Así que no se confundan con las ideas de los sectarios, que vienen del seno del Protestantismo, que dice que únicamente la fe (“sola fide”) es suficiente para la salvación. O “sola gratia”, es decir, la salvación por la “gracia”. Eso no es cierto.

Es cierto que el apóstol dijo “en gracia sois salvados” (Efesios 2, 8). Sí, pero el mismo apóstol que dijo eso, también afirmó que “Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir cada uno lo que ha merecido en la vida presente por sus obras buenas o malas” (II Corintios 5, 10; ver también Apocalipsis 20, 12). ¿Han observado que se piden obras?

También el Salvador dice en el Evangelio que “Sepan que el Hijo del Hombre vendrá con la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno según su conducta” (Mateo 16: 27, 19, 28); asimismo, dice el Salmo 61: “Que eres Tú quien retribuye a cada cual según sus obras”. Cada obra buena o mala será tomada en cuenta por Dios en el juicio particular. En muchas partes de la Escritura se encuentra exactamente lo mismo. Es decir, únicamente la fe correcta salva, si está unida a los hechos

Veamos qué dice el apóstol Santiago: “Si un hermano o una hermana no tienen con qué vestirse ni qué comer, y ustedes le dicen, ‘Que les vaya bien, caliéntense y aliméntense’, sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué les sirve eso?” (Santiago 2, 15-16). Incluso Dios podría ayudarles sin necesidad de enviarles a ti. Pero te los envía parar conocer cuánto amor tienes, para ver tu fe, para ver si tú los quieres ayudar, alimentarlos o recibir algún extraño en tu casa y hospedarlo. Luego, la fe que no te hace sentir el dolor de tu prójimo, es una fe yerma, inútil y no te lleva a la salvación porque la fe sin obras está muerta.

La fe mosaica es la del pueblo hebreo recibida a través de Moisés. Ellos no creen en Jesucristo, Salvador y Redentor, rechazando la Nueva Ley traída por Él y por eso rechazan también a los cristianos.

La fe pagana es la de aquellos que no creen en el verdadero Dios, sino que adoran a deidades extrañas. ¿Qué dice el salmista David? “Porque todos los dioses del mundo son ídolos” (Salmo 95, 5). Y, otra vez, “los ídolos paganos son plata y oro, objetos hechos por las manos del hombre; no tienen boca ni hablarán…” (Salmo 134, 15-17) y otros.

La fe cristiana puede también ser supersticiosa y otras veces fanática. Las personas que creen en brujos, en encantos, en sueños y otras cosas así, son supersticiosos y tienen una fe enferma o dañada.

La fe fanática es la que odia a los demás en el nombre de Dios. Tiene un gran ímpetu en todo: en el ayuno, en los trabajos, en la caridad, en el abandono de sí mismo, en inclinaciones, pero no tiene una justa medida en lo que hace. El fanatismo se parece a un hombre que llena un camión de muchos bienes y al final del camino se aproxima a un punto en el que no podrá frenar. Cuando llega, vuelca. Así es la fe fanática. Es una fe sin equilibrio, sin justa medida.



                Catecismo Ortodoxo 

          http://catecismoortodoxo.blogspot.ca/

Wednesday, September 2, 2015

La oración une a cada uno a Dios....San Nectario de Egina


La verdadera oración se hace sin distracción, es prolongada, ejecutada con un corazón contrito y una mente alerta. El vehículo de la oración es siempre la humildad y la oración es una manifestación de la humildad. Para ser conscientes de nuestra propia debilidad, invocamos el poder de Dios.

La oración une a cada uno a Dios, siendo una conversación divina y una comunión espiritual con el Ser más bueno y más elevado.

La oración es el olvido de las cosas terrestres, un ascenso al cielo. Por la oración huimos hacia Dios.

La oración es verdaderamente una armadura celeste y solo ella puede guardar a los que se han consagrado a Dios. La oración es la medicina común para purificarnos de las pasiones, para buscar protección contra el pecado y sanar nuestras faltas. La oración es un tesoro inagotable, un puerto tranquilo, la base de la serenidad, la raíz y la madre de miles de bendiciones.

Cada cristiano debe saber que si no eleva su espíritu y su corazón a Dios por el ayuno (el ayuno cristiano y no el fariseo) y por la oración, no puede alcanzar una conciencia profunda de su estado de pecador, ni buscar sinceramente la remisión de sus pecados. Es necesario saber que conocemos nuestro pecado solamente en la medida en la que somos iluminados de lo alto, que somos iluminados de lo alto en la medida en la que nuestro espíritu y nuestro corazón se elevan a Dios, y que nos elevamos por la medida en la que el alma se aleja por el ayuno y la oración. El ayuno y la oración son medios de conocimiento de sí mismo, de discernimiento de nuestro verdadero estado moral, de una apreciación precisa de nuestros pecados, y de un conocimiento de su carácter verdadero. Sin el ayuno y la oración nos faltan medios para adquirir este conocimiento y no podemos tener una imagen exacta de nuestros pecados, ni una conciencia perfecta de ellos, ni la contrición del corazón, ni, en consecuencia, una confesión verídica y fructuosa. Puesto que el ayuno cristiano y la oración son el único medio de preparación para una confesión verídica, debemos observar con diligencia estos decretos de la Iglesia, a fin de no fracasar en nuestro fin, sino de tener éxito en el alcance del supremo bien al cual aspiramos.

San Nectario de Egina

La genealogía de Jesús Cristo ( San Juan Crisóstomo )


           

Libro de la genealogía de Jesús Cristo, hijo de David, hijo de Abraham (Mt 1, 1)

¿Recordáis por ventura la exhortación que hace poco os hacía para que con silencio profundo y místico recogimiento escucharais todo lo que se os iba a decir? Pues bien: hoy tenemos que acercarnos a las sagradas puertas de aquella ciudad; y por este motivo os he traído a la memoria aquella exhortación. A los judíos que habían de acercarse al monte ardiente, al fuego y a la nube tenebrosa, o mejor dicho que ni siquiera debían acercarse, sino ver y oír de lejos, se les ordenó abstenerse del uso del matrimonio desde tres días antes y que lavaran sus vestidos; y ellos permanecían juntamente con Moisés en temor y temblor; mucho más nosotros que vamos a escuchar tan solemnes palabras, no permaneciendo lejos del monte envuelto en humo, sino penetrando en el cielo mismo, estamos obligados a mostrar mayor sabiduría y prudencia, no limpiando nuestros vestidos, sino la vestidura del alma, liberados ya de toda mezcla de las cosas mundanas.

Porque no vais a ver la tiniebla ni el humo ni la nube tempestuosa, sino al Rey en persona, sentado en el trono de su gloria inefable y a los ángeles y arcángeles que lo rodean, y junto con su corte incontable, a las multitudes del pueblo cristiano. Porque tal es la ciudad de Dios que en sí contiene la reunión de los antepasados, las almas de los justos, la multitud de los ángeles, la aspersión de la sangre que junta en uno todas las cosas: el cielo recibe en sí los cuerpos terrenos y la tierra los dones celestiales, y se da a los ángeles y a los santos la paz tan de antiguo deseada.

En esta ciudad está erigido aquel brillante y preclaro trofeo de la cruz, están los despojos ganados por Cristo, las primicias de nuestra naturaleza, el botín de nuestro Rey. Ahora bien, si cuidadosamente atendemos, todo lo encontraremos en los evangelios con plena justeza descrito. Si tú con el conveniente recogimiento vas siguiendo lo que se diga, podremos guiarte por todos los sitios y mostrarte en dónde yace traspasada la muerte con herida mortal, en dónde colgado el pecado ya muerto también, dónde se guardan los muchos y maravillosos despojos ganados en esta guerra, traídos de esta batalla. Verás ahí vencido al tirano y a la multitud de prisioneros que le siguen atados; verás la fortaleza desde la que el demonio impuro en los tiempos pasados asaltaba a todo el universo; contemplarás los escondrijos y cuevas de ese ladrón ahora ya destruidos y desmantelados, pues hasta allí llegó nuestro Rey.

Ni te vayas a cansar, carísimo. Si os contaran una guerra terrena, jamás os hartaríais de oír hablar de trofeos y victorias, y por tales victorias os olvidaríais de comer y beber. Pues si agradable te resulta semejante narración, mucho más lo es esta otra. Advierte qué cosa tan grande es escuchar cómo Dios allá en el cielo, se levantó de su trono y se lanzó hasta la tierra y aun a los mismos infiernos y se presentó a combatir; y cómo el diablo a su vez se encaró contra Dios; pero no contra Dios simplemente, sino contra Dios oculto en la humana naturaleza. Y lo admirable es que verás la muerte destruida por la muerte y la maldición invalidada mediante la maldición; y la tiranía del diablo destruida por medio de las mismas cosas que antes constituían su fortaleza.

¡Ea, pues! ¡despertemos, echemos de nosotros la somnolencia! Ya contemplo delante de nosotros cómo se nos abren las puertas. Entremos con orden y reverencia y pasemos inmediatamente entre los pórticos divinos. ¿Qué pórticos son estos? Libro de la genealogía de Jesús Cristo, hijo de David, hijo de Abraham ¿Qué dices? Anunciaste que ibas a tratar del Hijo Unigénito de Dios y nos sales con David, varón nacido tras de infinitas generaciones y éste nos dices que es su padre y progenitor?. . . ¡Espera! No quieras saberlo todo al mismo tiempo, sino despacio y con lentitud. Estás todavía en los pórticos, en el vestíbulo mismo. ¿Por qué te precipitas a introducirte en lo interior del santuario? Todavía no has contemplado bien todo lo de fuera. Tampoco te explico aún su generación eterna, ni siquiera la que a ésta se siguió, pues es también inexplicable e inefable. Esto mismo te le dijo, antes que yo, el profeta Isaías. Pues preanunciando su pasión y su providencia por todo el orbe de la tierra, y maravillado de quién era y quién se hizo y hasta dónde bajó, lanzó un grande y claro grito, diciendo: Su generación, ¿quién la explicará? (Is 53, 8)

Pero no voy a hablaros ahora de aquella generación eterna, sino de esta otra inferior y terrena, de la cual hay testigos infinitos. Y aún de ésta sólo os hablaré en la medida de lo posible con la gracia del Espíritu Santo. Aunque a la verdad, tampoco ésta podremos con toda claridad explicarla, pues también ella es de lo más terrible. No pienses, pues, que oyes cosas sin importancia cuando oyes hablar de la generación temporal.

Levanta tu mente y estremécete de un santo escalofrío con sólo oír que Dios ha venido a la tierra. Porque esto es tan admirable, tan inesperado, que los ángeles en coro reunidos cantaron por todo el orbe las alabanzas y la gloria de semejante acontecimiento. Y ya de antiguo los profetas quedaron estupefactos de contemplar que sobre la tierra fue visto y conversó con los hombres (Bar 3, 38). En realidad, maravillosa cosa es oír que Dios inefable, inenarrable, incomprensible, igual al Padre, viniera mediante un vientre virgen y se dignara nacer de mujer y tener por ancestros a David y Abraham. Pero ¿qué digo a David y Abraham? Lo que es más que escalofriante: a las meretrices que ya antes nombré.

Tú, al oír semejantes cosas, levanta tu ánimo y no tengas pesamientos humildes. Más bien admírate de que el Hijo de Dios, verdadero Hijo de Dios, que existe sin haber tenido principio, haya aceptado que se le llamara hijo de David, para hacerte a ti hijo de Dios.

Toleró el tener por padre a un esclavo para hacer que tú, esclavo, tuvieras a Dios por padre. ¿Adviertes lo que es el Evangelio, ya desde sus principios? Y si dudas de esa tu filiación, que te muevan a dar fe a ella las cosas que en él se refieren. Porque es mucho más difícil para el humano entendimiento que Dios se haga hombre que lo otro de que el hombre llegue a ser hijo de Dios. De modo que cuando oyes que el Hijo de Dios es hijo de David y de Abraham, ya no dudes de que tú también, hijo que eres de Adán, llegarás a ser hijo de Dios.

Pues a la verdad, nunca en tal forma se habría vanamente humillado y para nada, si no hubiera querido exaltarnos a nosotros. Nació él según la carne para que tú nacieras según el Espíritu; nació de mujer para que tú dejaras de ser hijo de la mujer. De modo que hubo una doble generación: una, que es como la nuestra; y otra, que es superior a la nuestra. Nacer de mujer es lo propio nuestro. Pero nacer no de sangre ni de voluntad de varón y ni de la carne, sino del Espíritu Santo, era anticipado anuncio del nacimiento que supera nuestra naturaleza y que Él nos había de dar por gracia del Espíritu Santo. Semejantes a estas fueron todas las demás cosas. Porque así fue también el Bautismo, que tuvo algo de antiguo y algo de nuevo. Porque ser bautizado por el profeta, pertenece a lo antiguo, pero que en el bautismo bajara el Espíritu Santo fué una novedad. Es como si uno se pusiera entre dos distantes entre sí y extendiendo sus manos los uniera a ambos; eso hizo Cristo, que enlazó el Antiguo y el Nuevo Testamento, la naturaleza divina con la humana, lo suyo con lo nuestro.

¿Has contemplado el resplandor de la ciudad de Dios y cómo su brillantez te ha deslumbrado desde el primer momento? Ahí tienes al Rey desde el comienzo en nuestra propia forma como si estuviera en pleno campamento militar ¡Ahí está, como si estuviera rodeado de su ejército! Porque ahí no siempre despliega el Rey su majestad; sino que, dejando a un lado la púrpura y la diadema, con frecuencia se reviste de simple soldado. En el caso del emperador terreno, esto se hace para no ser conocido y para que no atraiga a los adversarios sobre sí; en el caso del Señor, en cambio, lo hace en tal forma para que no por darse a conocer, rehuya el enemigo el combate y se espanten a la vez todos los suyos: porque todo su empeño no fue espantar sino salvar. Y este fue el motivo de que al punto y desde el comienzo fue llamado Jesús. Este nombre no es griego. Se le llamó así en lengua hebrea, que en griego significa Salvador. Y se le llamó Salvador porque es él quien salva a su pueblo.

¿Adviertes cómo el evangelista levantó el ánimo del oyente, hablándole al modo que nosotros acostumbramos; y cómo con lo que dice nos declara a todos cosas que superan en mucho nuestras esperanzas? Porque entre los judíos eran conocidísimos ambos nombres: Cristo y Jesús. Porque como las cosas por venir habían de ser tan maravillosas, hubieron de preceder las figuras de los nombres; de este modo, ya de antemano se quitaba toda ocasión de alboroto por las novedades que luego habían de venir. Josué o Ioshua (Ioshua es el nombre Jesús en hebreo) se llamó aquel que después de Moisés introdujo al pueblo en la tierra de promisión. Viste allá la figura: contempla ahora la realidad. Aquél introdujo en la tierra de promisión; éste, en el cielo y en los bienes del cielo. Josué, una vez muerto Moisés; Jesús, una vez muerta y cesada la Ley. Josué como caudillo del pueblo; Jesús, como su Rey. Y para que al oír el nombre de Jesús no te fueras a engañar a causa del parecido de los nombres, añadió: Jesús Cristo hijo de David. Aquel otro Jesús no era hijo de David, sino nacido de otra tribu.

Y ¿por qué titula el evangelista a su libro: Libro de la genealogía de Jesús Cristo, siendo así que no trata del nacimiento de Cristo, sino que abarca toda la economía de la encarnación? Porque el nacimiento de Cristo es como la síntesis de toda la economía y el principio y raíz de todos los bienes. Así como Moisés a su libro lo llamó Libro del cielo y de la tierra, aunque no trate únicamente del cielo y de la tierra, sino de todo lo que está entre medio, así aquí también Mateo titula su libro con la principal de las obras de Dios. Al fin y al cabo, lo estupendo y que supera toda expectación es que Dios se haga hombre: dado ese hecho, de ahí, por legítima consecuencia y lógicamente se deriva todo lo demás.

Pero ¿por qué no dijo primero: hijo de Abraham y después hijo de David? No fue porque quisiera, como algunos opinan, proceder de lo inferior a lo superior, pues entonces habría procedido como lo hizo Lucas. Pero Mateo va por el camino contrario. ¿Por qué pues nombró primero a David? Porque David andaba en boca de todos, así por el brillo de sus hazañas, como por razón del tiempo, pues murió muchos siglos después que Abraham.

Y aunque el Señor había hecho las promesas a ambos, la de Abraham, por ser más antigua, se callaba; la de David, en cambio, como más reciente y nueva, andaba en boca de todo el mundo. Así decían los mismos judíos: ¿Acaso el Cristo o Mesías no ha de venir de la descendencia de David y del pueblo de Belén de donde era David? (Jn 7, 42)

Y nadie lo llamaba hijo de Abraham, sino hijo de David, porque, como ya dije, David, a causa de ser de época más reciente y por la gloria de su reinado, era más recordado. El caso es que los judíos y Dios mismo, por David llamaban a los reyes que después de él vinieron y a quienes estimaban. Así Ezequiel y otros profetas dicen al pueblo que vendrá y se levantará David. Y no hablan del que había muerto, sino de quienes imitaban sus virtudes. Y así dice Dios a Ezequías: Protegeré a esta ciudad por honor mío y de mi siervo David (4 Reg 19, 34). Y a Salomón le dijo que por atención a David no dividiría el reino viviendo aún Salomón (3 Reg 11, 12). Porque grande era la gloria de aquel varón ante Dios y ante los hombres. Toma pues el evangelista en primer lugar al que era más conocido y luego pasa al progenitor más antiguo; y por tratarse de los judíos, cree ser inútil llevar más arriba su discurso. Al fin y al cabo, esos dos eran los más admirables: David como rey y profeta; Abraham como profeta y patriarca.

Preguntarás ¿cómo se demuestra que Cristo desciende de David? Habiendo nacido Jesús no de varón, sino de una Virgen; y no dándosenos la genealogía de la Virgen ¿cómo sabremos que él descendía de David? Porque hay aquí dos cuestiones. Una es por qué no se pone la genealogía de María, su madre; la otra, por qué trae a la memoria a José, quien para nada intervino en el nacimiento de Jesús. Lo uno parece superfluo, lo otro, descuido. ¿Por dónde debemos comenzar? Por investigar cómo la Virgen descendía de David.

¿Cómo sabremos, pues, que la virgen desciende de David? Pues oye a Dios que ordena a Gabriel que vaya a una virgen desposada a un varón llamado José, de la casa y familia de David (Lc 1, 27). ¿Qué mayor claridad exiges, pues oyes que la Virgen fue de la casa y familia de David? Pero de aquí se concluye que también José traía el mismo origen. Porque existía una ley que prohibía tomar por esposa a quien no fuera de la misma tribu. Y el patriarca Jacob había predicho que el Cristo nacería de la tribu de Judá: No faltará príncipe de Judá ni caudillo salido de sus entrañas, hasta que venga Aquel a quien el cetro está reservado; y él será la expectación de las naciones (Gen 49, 10). Semejante profecía asegura que Cristo nacerá de la tribu de Judá, pero no dice todavía que también hubiera de ser de la familia de David. ¿Acaso en la tribu de Judá no había otra familia que la de David? Muchas otras había; y podía suceder que fuera de la tribu de Judá sin ser de la familia de David. Pues para que no afirmaras esto, el evangelista suprime toda sospecha, añadiendo que es de la casa y familia de David.

Y si quieres conocer esto por otro camino, no faltan pruebas. Porque según la Ley no sólo no era lícito casarse con una mujer de otra tribu, sino ni siquiera de otra familia, o sea, de otro parentesco. Así pues, si aplicamos a la Virgen las palabras: de la casa y familia de David, queda todo probado. Y si las referimos a José igualmente se comprueba. Pues si José era de la casa y familia de David, ciertamente no tomó esposa de otra casa y familia, sino de su propia parentela. Quizás objetarás diciendo: Bueno, pero ¿y si José quebrantó la Ley?

Precisamente para que no alegaras esto, se adelantó el evangelista y dio testimonio de que José era varón justo, y así, conociendo su virtud y santidad, supieras que no había quebrantado la Ley. Pues quien tan virtuoso era y tan ajeno estaba a los torcidos afectos, que ni aun urgiéndolo la sospecha, quiso intentar nada en castigo contra la Virgen, ¿cómo iba a traspasar la Ley llevado por el placer? Quien daba pruebas de una filosofía que estaba por encima de la Ley (puesto que abandonar a su esposa y abandonarla a ocultas era filosofía superior a la Ley) ¿cómo iba a cometer una falta contra la Ley sin que necesidad alguna le forzara a ello? Queda, pues, manifiesto por lo que precede, que la Virgen era descendiente de David.

Pero ahora es necesario explicar por qué el evangelista no puso la genealogía de la Virgen, sino la de José. ¿Cuál fué el motivo? El motivo fue sencillamente que no entraba en las costumbres judías poner las genealogías de las mujeres. Por esto el evangelista, para ajustarse a semejante costumbre, y no parecer que ya desde el comienzo la quebrantaba, y al mismo tiempo para declararnos el origen de la Virgen, calló sus progenitores, y en cambio puso los de José. Si la hubiera puesto, hubiera parecido que hacía una novedad; y si hubiera callado la genealogía de José tampoco conoceríamos a los ancestros de la Virgen. Así pues, para que conociérmos quién era María y de quiénes descendía, y al mismo tiempo para no quebrantar las leyes, refirió la genealogía de José, el esposo de la Virgen y así demostró ser ésta descendiente de David. Pues una vez demostrado lo primero, juntamente quedaba demostrado que la Virgen traía su origen de la misma casa y familia; ya que, como dije, jamás hubiera querido aquel varón justo tomar esposa de otra familia. Hay además otra razón más profunda y misteriosa de que se hayan pasado en silencio los progenitores de la Virgen; pero no es oportuno el declararla aquí, porque ya bastante hemos dicho.

Por lo mismo dando por terminada, por hoy, la investigación, retengamos en la memoria cuidadosamente lo explicado. Es a saber: por qué ante todo y en primer lugar se hizo mención de David; por qué el libro se tituló Libro de la genealogía; por qué se añadió de Jesús Cristo; por qué su generación es común con la nuestra y sin embargo es diferente; cómo se demuestra que María desciende de David; por qué, pasando en silencio a sus antepasados, se pone en cambio la genealogía de José. Si esto recordáis, haréis que nosotros con mayor prontitud entremos a tratar de lo que sigue; pero si lo queréis olvidar y arrojar de vuestra memoria, nuestro fervor para adelante será forzosamente menor. Si la tierra corrompe las primeras semillas que se le echan, no hay labrador que de buena gana quiera continuar cuidándola. Os ruego, pues, que meditéis en lo dicho. Porque además, de la meditación de tales materias nacen para el alma grandes y saludables bienes. Agradaremos a Dios si en esto ponemos cuidado; y además nuestra boca se purificará de insultos, obscenidades y discusiones, pues se ejercitará en conversaciones espirituales. Podremos así tornarnos más temibles a los demonios, nos atraeremos mayor gracia de Dios y se hará más claro el ojo de nuestra alma. Dios puso en nosotros ojos, boca y oídos para que todos esos miembros los pongamos a Su servicio; de manera que de sus cosas hablemos, en sus obras nos ocupemos y continuamente con himnos lo celebremos, y en acciones de gracias pasemos el día, y de este modo purifiquemos nuestras conciencias. Pues así como el cuerpo que goza de aires puros se torna más vigoroso, así el alma nutrida con semejante ejercicio, a más alta filosofía se levanta.

¿No has notado cómo los ojos corporales derraman lágrimas cuando están en medio del humo? Y en cambio se tornan más perspicaces y sanos cuando están en un aire transparente y en un prado, junto a las fuentes y jardines? Lo mismo sucede con los ojos del alma.

Si ésta se pasea y se alimenta en el prado de las Sagradas Escrituras, su ojo será limpio, claro, perspicaz; mientras que si se sumerge en las humaredas de los negocios seculares, su ojo se cubrirá de llanto y lágrimas, así al presente como en lo futuro. Porque los humanos negocios son como el humo. Por lo cual alguien dijo: Mis días se han disipado como el humo (Sal 101, 4). El salmista trata ahí únicamente de la brevedad de la vida y velocidad con que huye nuestro tiempo fugaz. Pero yo creo que ha de aplicarse no a sólo eso, sino también a la fragilidad, como de tela de araña, de los negocios presentes. Pues no hay cosa que tanto afecte y perturbe al ojo del alma como el tumulto de las cosas del siglo y la multitud de las concupiscencias. Son éstas la leña de que brota aquel humo. Y así como cuando el fuego se aplica a unos maderos húmedos, se produce una gran humareda, del mismo modo la concupiscencia, ardiente como una llama, cuando topa con una alma húmeda y disoluta, produce mucho humo. Se necesita que el rocío del Espíritu Santo y su viento suave tales llamas extingan, disipen el humo y den alas a nuestros pensamientos.

Quien en semejantes males se encuentre enredado, no podrá, ¡imposible!, volar hacia el cielo. Debemos, pues, anhelar el poder tomar el camino sin impedimentos. Más aún: ni eso solo nos será posible, si no tomamos las alas del Espíritu Santo. Siéndonos necesaria una mente libre y además la gracia espiritual para poder subir a tan gran altura, cuando nada de eso tenemos y en vez de eso nos cargamos con todo lo contrario, con una carga satánica, ¿cómo podremos volar oprimidos con carga tan insoportable? Si alguno quisiera ponderar nuestros pensamientos como poniéndolos en una justa balanza, al lado de diez mil talentos de cuidados seculares, apenas podría poner cien denarios de palabras espirituales y aun quizá no llegaría ni a diez óbolos. ¿No es acaso reprobable y además ridículo que cuando tenemos un criado lo ocupemos de ordinario en las cosas que nos son necesarias y en cambio no utilicemos como siervo nuestra boca, miembro nuestro, sino al revés, la traigamos ocupada entre negocios inútiles? ¡Y ojalá fuera solamente en cosas inútiles!

Pues, por el contrario, la usamos para asuntos que nos dañan y de los que ninguna utilidad nos proviene. Si lo que hablamos nos acarreara utilidad sin duda que con ello agradaríamos a Dios. Ahora, en cambio, preferimos todo lo que el demonio nos sugiere, unas veces entre risas, otras diciendo bromas, ya lanzando maldiciones e insultos, ya jurando, mintiendo, perjurando, mostrando ira o narrando futilezas más vanas que las fábulas de las viejecitas y que para nada nos aprovechan. ¿Quién de vosotros, pregunto, si se le pide que recite un salmo es capaz de hacerlo, u otra parte cualquiera de la Sagrada Escritura? Nadie en absoluto. Ni es esto lo peor; sino que sois para las cosas espirituales perezosos, pero para las cosas del diablo sois más ardientes que el fuego. Si alguno quisiera preguntaros sobre las canciones diabólicas, sobre esas melodías de prostíbulo y disolutas, encontraría muchos que todo eso lo saben perfectamente y aun lo declaman con grandísimo placer. Y ¿cuál es la defensa que contra semejante acusación oponen? Responden: Yo no soy monje, sino que tengo mujer e hijos y necesito cuidar de mis asuntos domésticos. Pues precisamente lo que lo ha echado todo a perder es que os persuadís de que sólo a los monjes toca la lectura de las Escrituras Sagradas, siendo así que a vosotros os es más necesaria que a ellos. Los que andan en medio del mundo y diariamente reciben heridas son los que más necesitan de medicinas. De modo que es mucho mayor mal juzgar como inútil su lectura, que simplemente no leerlas. Semejante excusa no es sino invención del demonio.

¿No escucháis a Pablo que dice: Todo fué escrito para nuestra instrucción (1 Cor 10, 11)? ¿ Y tú, que no te atreverías a tocar el Evangelio sin lavarte las manos, no crees que es muy necesario lo que en él se contiene? Y en cambio, piensas que lo que en ellos se contiene no es cosa eminentemente necesaria. Por eso andan las cosas como andan. Si quieres saber cuan alta ganancia se obtiene de leer las Escrituras, examínate a ti mismo y observa en qué estado de ánimo te encuentras cuando oyes el canto de los salmos y en cuál cuando escuchas las canciones satánicas. En qué disposición de ánimo te encuentras cuando estás sentado en la iglesia, y en cuál cuando estás sentado en el teatro.¡Qué diferencia entre una alma y otra, no obstante ser una sola! Por esto dice Pablo: Las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres (1 Cor 15, 33).

Por tal motivo necesitamos continuamente de los cantos del Espíritu Santo. En esto superamos a los irracionales, aún cuando en otras muchas cosas les seamos inferiores. Esos cantares son el alimento del alma, su adorno y seguridad; y no escucharlos es el hambre y corrupción. Dice un profeta: Yo les daré hambre y no de pan; sed y no de agua; sino hambre de oír la palabra de Dios (Am 8, 11). Pues ¿qué desdicha puede haber mayor que lo que Dios amenaza como castigo, lo atraigas tú sobre tu cabeza voluntariamente, pues echas en tu alma grandísima hambre, con lo que la conviertes en la cosa más débil del mundo? Suele el alma mediante las palabras salvarse o corromperse; porque una palabra la enciende en ira y una palabra la devuelve otra vez a la calma; una palabra deshonesta la incita a la concupiscencia y una palabra casta la conduce a la templanza. Pues si tan grande poder tiene la simple palabra ¿por qué, dime, desprecias las Sagradas Escrituras? Si tanto puede una simple exhortación, ¿qué no podrán las que van acompañadas del Espíritu Santo? Una palabra tomada de las Escrituras Santas ablanda mejor que el fuego a una alma endurecida y la deja preparada para toda obra buena. Este fue el modo como Pablo, habiendo visto a los corintios hinchados y soberbios, los volvió más modestos y los redujo a la humildad. Ellos se gloriaban precisamente de lo que era motivo de vergüenza y de rubor. Pero en cuanto recibieron la carta de Pablo, oye cómo cambiaron, según lo testifica el mismo doctor de las gentes con estas palabras: Pues ved, esto mismo de haberos contristado según Dios, ¡qué solicitud ha producido en vosotros y qué empeño por justificaros; qué indignación, qué temor, qué anhelos, qué celo y qué vindicación! En toda forma os mostrasteis intachables en aquel asunto (2 Cor 7, 11).

Pues del mismo modo enseñemos a nuestros criados, hijos, esposas y amigos; hagamos, así, amigos a nuestros enemigos. Por esos caminos, aquellos excelentes varones, amigos de Dios, se tornaron mejores. Así David, después de su pecado, fue inducido, como fruto de las palabras de una exhortación, a una excelente penitencia. También del mismo modo los apóstoles llegaron a ser tales como los conocemos y conquistaron luego toda la tierra. Pero me dirás. ¿Cuál será el fruto si uno oye las sentencias, pero luego no las practica? Pues a pesar de todo, de sólo oírlas se sigue una no pequeña ganancia. Porque quien las oye se condenará a sí mismo y llorará, y finalmente llegará un día en que será llevado a poner en práctica lo que ha oído. En cambio, el que ni siquiera sabe que pecó ¿cuándo dejará de pecar? ¿cuándo se condenará a sí mismo?

En conclusión, no despreciemos la escucha de las Sagradas Escrituras. Pensamiento satánico es despreciarlas, y tal que nos impide ver el gran tesoro que tenemos para hacernos ricos. Por eso nos dice el diablo que nada vale la escucha de las leyes divinas. Es que no quiere que de oírlas pasemos a ponerlas en práctica. Sabiendo pues que tal perversidad y artimaña es del demonio, defendámonos por todas partes para que con tales armas prevenidos, permanezcamos invencibles y le aplastemos la cabeza. Así, ceñidos de brillantes coronas de victoria, conseguiremos los bienes futuros, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesús Cristo, a quien sea la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. 


Amén.

http://cristoesortodoxo.com/2012/11/28/la-genealogia-de-jesus-cristo/

Tuesday, September 1, 2015

¿Tenemos el mismo Dios que tienen los no-cristianos? ( Hieromonje Serafín Rose )




“LA GENTE HEBREA E ISLAMICA, Y LOS CRISTIANOS… estas tres expresiones de un monoteísmo idéntico, hablan con las mas autenticas y antiguas, e incluso las más audaces y cetreras voces. ¿Porqué no es posible que el nombre del mismo Dios, en lugar de engendrar una oposición irreconciliable, nos conduzca al respecto mutuo, al entendimiento y a una coexistencia pacífica? ¿Acaso no, la referencia al mismo Dios, el mismo Padre, sin prejuicios hacia la discusión teológica, un día nos conducirá a descubrir lo que es tan evidente, y tan difícil — que todos somos hijos del mismo Padre, y que, por lo tanto, todos somos hermanos?” (Papa Pablo VI, La Croix, Ago. 11, 1970)

En el jueves del 2 de 1970, se llevó a cabo una gran manifestación religiosa en Ginebra, Suiza. Dentro del marco de la Segunda Conferencia de la “Asociación del Religiones Unidas,” los representantes de las religiones que están en la mira fueron invitados a reunirse en la Catedral de San Pedro. Esta “oración en común” se baso en la siguiente motivación: “Los fieles de todas estas religiones fueron invitados a coexistir en el culto al mismo Dios” Veamos si esta aseveración es valida a la luz de las Santas Escrituras.

Para poder explicar mejor el asunto, nos limitaremos a las tres religiones que históricamente se han sucedido en este orden: Judaísmo, Cristianismo, Islam. Estas tres religiones reclaman, de hecho, un origen común: como adoradores del Dios de Abraham. Aunque está muy extendida la opinión de que ya que todos reclamamos la prosperidad de Abraham (los Judíos y Musulmanes de acuerdo a la carne y los Cristianos espiritualmente), todos tenemos como Dios al Dios de Abraham y los tres adoramos (cada uno a su manera, naturalmente) al mismo Dios. Y, este mismo Dios constituye de alguna manera nuestro punto de unidad y de “entendimiento mutuo,” y esto nos invita a una “relación fraternal,” como el Gran Rabino Dr. Safran enfatizó, parafraseando el Salmo: “Que bueno es el ver a los hermanos sentados juntos”

En esta perspectiva es evidente que Jesús Cristo, Dios y Hombre, el Hijo Co-eterno con el Padre sin principio, Su Encarnación, Su Cruz, Su Gloriosa Resurrección y Su Segunda y Terrible Venida — se convierten en detalles secundarios que no nos pueden impedir “fraternizar” con quienes lo consideran como “tan solo un profeta” (de acuerdo al Corán) o como “el hijo de una prostituta” (de acuerdo a algunas tradiciones Talmúdicas). De ese modo, pondríamos a Jesús de Nazaret y a Mahoma en el mismo nivel. No se como un Cristiano digno de llamarse así podría admitir esto en su conciencia.

Se podría decir que en estas tres religiones, sobrepasando al pasado, uno podría estar de acuerdo en que Jesús Cristo es un ser extraordinario y excepcional y que fue enviado por Dios. Pero para nosotros los Cristianos, si Jesús Cristo no es Dios, no lo podemos considerar tampoco como un “profeta” ni como alguien enviado por Dios, “sino como un gran impostor sin par, habiéndose proclamado así mismo “Hijo de Dios,” haciéndose de ese modo igual a Dios” (San. Marcos 14:61-62). De acuerdo con esta solución ecuménica a nivel supra-confesional, el Dios Trinitario de los Cristianos sería lo mismo que el monoteísmo del Judaísmo, del Islam, del antiguo hereje Sabelio, de los modernos anti-Trinitarios, y de algunas sectas Iluminísticas. No habría Tres Personas en una misma Divinidad, sino una sola Persona, inmutable para algunos, o sucesivamente cambiando de “máscaras” (Padre-Hijo-Espíritu) para otros. Y sin embargo uno pretendería que este fuese el “mismo Dios”

Aquí uno podría ingenuamente proponer: “Aún así existe un punto en común para las tres religiones: todas profesan a Dios el Padre “Pero de acuerdo con la Santa Fe Ortodoxa, esto es un absurdo. Siempre profesamos: Gloria a la Santa, consubstancial, Dadora de vida e Indivisible Trinidad.” Como podríamos separar al Padre del Hijo cuando Jesús Cristo afirma Yo y el Padre somos Uno (Sn. Juan 10:30); Y San Juan el Apóstol, Evangelista, y Teólogo, el Apóstol del Amor, claramente afirma: Quienquiera que niegue al Hijo, el mismo que no tiene al Padre (San. Juan 2:23).

Pero aunque los tres llamamos a Dios Padre: ¿De quién es Él realmente Padre? Para los Judíos y los Musulmanes Él es el Padre de los hombres en el plano de la creación; mientras que para nosotros los Cristianos Él es el Padre de nuestro Señor Jesús Cristo por adopción (Ef. 1:4-5) en el plano de la redención. ¿Qué semejanza hay, entonces, entre la Paternidad Divina en el Cristianismo y en las otras religiones?

Otros podrían decir: “Pero de igual manera, Abraham adoró al Dios verdadero; y los Judíos a través de Isaac y los Musulmanes a través de Hagar son descendientes de éste auténtico adorador de Dios.” Aquí uno tendría que poner muchas cosas en claro: Abraham de ninguna manera adoró a Dios en la forma que el monoteísmo impersonal de otros lo hace, pero en la forma de la Santa Trinidad. Leemos en la Santa Escritura: Y el Señor se le apareció en los Robles de Mambre… y él se postró hasta llegar al suelo (Gen. 18:1-2). ¿Bajo qué forma adoró a Dios Abraham? ¿Bajo la forma impersonal, o bajo la forma de la Divina Tri-unidad? Nosotros los Cristianos Ortodoxos veneramos a esta manifestación de la Santa Trinidad en el Antiguo Testamento en el Día de Pentecostés, cuando adornamos nuestras Iglesias con ramas representando a los robles antiguos, y cuando veneramos entre ellas al icono de los Tres Ángeles, tal y como nuestro padre Abraham lo veneró. La descendencia carne de Abraham no nos puede ser de ninguna utilidad si no somos regenerados por las aguas del Bautismo en la Fe de Abraham. Y en la Fe de Abraham estaba la Fe en Jesús Cristo, como el mismo Señor lo ha dicho: Vuestro padre Abraham se regocijó al ver Mi día; y lo vio y estuvo feliz (San. Juan 8:56). Así era también la Fe del Rey-Profeta David, quien escuchó al Padre celestial hablar de Su Hijo Consubstancial: El Señor le dijo a mi Señor (Ps. 109:1; Hechos 2:34). Así era la Fe de los Tres Jóvenes en el horno ardiente cuando fueron salvados por el Hijo de Dios (Dan. 3:25); Y la del santo Profeta Daniel, quien tuvo la visión de las dos naturalezas de Jesús Cristo en el Misterio de la Encarnación cuando el Hijo del Hombre vino en los Días de antaño (Dan. 7:13). Por esto el Señor al referirse a la posteridad (indisputablemente biológica) de Abraham. dijo: “Si fuesen los hijos de Abraham, harían las obras de Abraham,” (San Juan 8:39), y estas “obras” son el creer en quien Dios ha enviado (San. Juan 6:29).

Entonces, ¿Quienes son la posteridad de Abraham? ¿Los hijos de Isaac conforme a la carne o los hijos de Agar el egipcio? ¿Quiénes son la posteridad de Abraham es Isaac o Ismael? ¿Que es lo que la Santa escritura nos enseña a través de los labios del divino Apóstol? Ahora las promesas se les han hecho a Abraham y a su simiente. Él dijo que no, Y a la simiente, como por muchos; pero es uno, Y a vuestra simiente: que es Cristo (Gal. 3:16). Y si vosotros sois, Cristo Es, entonces sois simiente de Abraham, y herederos de acuerdo a la promesa (Gal. 3:29). Es entonces que en Jesús Cristo Abraham se convirtió en padre de muchas naciones (Gen. 17:5; Rom. 4:17). Después de tales promesas y tales certezas, ¿Qué significado tiene la descendencia carnal de Abraham? De acuerdo con la Sagrada Escritura, Isaac es considerado la simiente o posteridad, pero solamente como la imagen de Jesús Cristo. En contraste con Ismael (el hijo de Hagar, Gen 16:1ff), Isaac nació en la milagrosa “libertad” de una madre estéril, de edad avanzada y en contra de las leyes de la naturaleza, similar a nuestro Salvador, quien nació milagrosamente de una Virgen. Él subió la colina del Moriá tal y como Jesús subió al calvario, llevando sobre sus hombros los maderos de sacrificio. Un ángel libró a Isaac de la muerte, justo como el ángel rodó la piedra de la tumba para mostrarnos que estaba vacía, que el Resucitado ya no estaba ahí. Cuando estaba orando, Isaac se encontró con Rebeca en el llano y la llevó a la tienda de su madre Sarah, tal y como Jesús se encontrará con Su Iglesia en las nubes y ordenará traerla a dentro de las moradas celestiales, la Nueva Jerusalén, la tan deseada patria.

Y¡No! ¡Nosotros no tenemos ni en lo más mínimo al mismo Dios que tienen los no cristianos! El sine qua non para conocer al Padre, es el Hijo: Quien me ha visto ha visto al Padre; ningún hombre viene al Padre sino a través de mí (San. Juan 14:6,9). Nuestro Dios es un Dios encarnado, a quien hemos visto con nuestros ojos, y nuestras manos han tocado (1 Juan 1:1). Lo inmaterial se volvió material para nuestra salvación, como san Juan Damasceno lo dice, y Él se ha revelado a sí mismo en nosotros. Pero ¿Cuándo se reveló a sí mismo entre los Judíos y Musulmanes de hoy día para que podamos suponer que ellos conocen a Dios? Si ellos tienen un conocimiento de Dios fuera de Jesús Cristo, entonces, ¡Cristo se encarnó, murió, y resucitó en vano!

No, ellos no conocen al Padre. Tienen conceptos acerca del Padre; pero cada concepto acerca de Dios es un ídolo, porque un concepto es el producto de nuestra imaginación, una creación de un dios a nuestra propia imagen y semejanza. Para nosotros los cristianos dios es inconcebible, incomprensible, indescriptible, e inmaterial, como san Basilio el Grande lo dice. Para nuestra salvación Él se volvió (a la medida en que estamos unidos a Él) concebido, descrito y material, mediante la revelación en el Misterio de la encarnación de su Hijo. Sea para Él la gloria por los siglos de siglos. Amen. Y por eso San Cipriano de Cartago asevera que ¡Quien no tiene a la Iglesia como Madre, no tiene a Dios como Padre!

Que Dios nos guarde de la Apostasía y de la venida del Anticristo, de quien las señales preliminares se multiplican día a día. Que nos guarde de la gran aflicción que ni siquiera los elegidos serán capaces de soportar sin la Gracia de quien acortará estos días. Y que nos guarde en esa “pequeña grey,” los “recordatorios de acuerdo a la elección de la Gracia,” para que como Abraham podamos regocijarnos en la Luz de Su Rostro, por las oraciones de la Más Santa Progenitora de Dios y Siempre Virgen María, de todas las potestades celestiales, la nube de testigos, profetas, mártires, jerarcas, evangelistas, y confesores que han sido fieles hasta la muerte, quienes han derramado su sangre por Cristo, quienes nos han engendrado a través del Evangelio de Jesús Cristo en las aguas del Bautismo. Nosotros somos sus hijos — débiles, pecaminosos, e indignos, sin lugar a dudas; pero, ¡No extenderemos nuestras manos a un dios extraño! Amen.

Padre Basilio Sakkas

La Foi Transmise, Abril 5, 1970

Obtenido de “Ortodoxia y religión del futuro” por P. Hieromonje Serafín Rose

Los padres de antaño tenían una gran fe y una gran simplicidad .. ( San Paisios del Monte Athos )


Los padres de antaño tenían una gran fe y una gran simplicidad. Aunque la mayoría de ellos fuese esencialmente analfabeta, recibían, sin embargo, la iluminación divina constante a causa de su humildad y su celo por el combate espiritual. Y aunque, en nuestros días, el conocimiento ha aumentado, desgraciadamente la lógica ha quebrantado la fe de las gentes en sus fundamentos y ha llenado sus almas de preguntas y dudas. Así, es natural que estemos privados de milagros, pues los milagros son vividos y no pueden ser explicados por la lógica.

Este espíritu terriblemente secular que prevalece en el hombre moderno, que ha vuelto toda su atención hacia una vida mejor, con mayores facilidades y menos esfuerzo, ha afectado desgraciadamente a las personas más espirituales; también ellas intentan ser más santas con menor esfuerzo, pero eso nunca puede suceder, pues, “los santos han dado su sangre y han recibido el Espíritu”. Mientras que nos regocijamos ahora en este gran avance hacia los santos padres y la vida monástica, y admiramos a los jóvenes valientes que se consagran a elevados ideales, al mismo tiempo, sufrimos porque vemos todo este buen material no encontrando la levadura espiritual apropiada, de la que esta pasta espiritual no se alza y acaba como con un pan sin levadura.

Antaño, incluso hace veinte años, la simplicidad abundaba en el “Jardín de la Theotokos” (la Santa Montaña de Athos). El perfume de la simplicidad de los padres atraía a las gentes temerosas de Dios como a las abejas y las alimentaba, mientras que, a su vez, transmitían esta bendición espiritual a otros para su provecho. Allá por donde se iba, se oían historias sencillas de milagros y de acontecimientos celestiales, pues los padres los consideraban como perfectamente naturales.

Viviendo en esta atmósfera espiritual de la gracia, nunca nos vendría la idea de dudar de lo que se hubiese oído, pues se vivía una parte en sí mismo. No habríais pensado jamás en tomar notas de estos acontecimientos espirituales, ni conservarlos en vuestra memoria para las generaciones venideras, porque pensaríais que esta forma de vida patrística continuaría. ¿Cómo se podía saber que en algunos años, la mayor parte de estas personas serían deformadas por demasiada educación, sabiendo que se les educa en el espíritu del ateismo y no en el de Dios, que puede santificar la educación externa, igualmente, y que la incredulidad llegaría a tal punto que los milagros serían considerados como cuentos de hechos de otro tiempo?


 San Paisios

Monday, August 31, 2015

“Aquél que ama poco, da poco. ( San Porfirios del Monte Athos )


“Aquél que ama poco, da poco.

Aquél que ama más, da más

y aquél que ama muchísimo, ¿qué tiene digno de dar?

¡Se da a si mismo!”

Cristo es nuestra vida, nuestro amor

Cristo es la alegría, la luz, lo verdadero, la felicidad. Cristo es nuestra esperanza. La relación con Cristo es cariño, es amor, es entusiasmo, es anhelo de lo divino. Cristo es el todo. Él es nuestra vida, Él es nuestro amor. Es amor inalienable el amor de Cristo. Desde allí nace la alegría.

La alegría es el mismo Cristo. Es un alegría que te hace un nuevo hombre. Es un locura espiritual, pero en Cristo. Te emborracha como el vino más puro, este vino espiritual. Cómo dice David:”Me preparas una mesa ante mis enemigos, perfumas con ungüento mi cabeza y me llenas la copa a rebosar”.(Salmo 22, 5) El vino espiritual no está mezclado, no está adulterado, es muy fuerte y cuando lo bebes, te emborracha. Esta divina ebriedad es regalo de Dios, que se da a los “limpios de corazón”(Mat. 5, 8)

Ayunad tanto como podáis, haced todas las metanias que podáis, disfrutad de todas las agripnías que queráis; pero que estéis alegres. Que tengáis la alegría de Cristo. Es la alegría que dura eternamente, que tiene eterno regocijo. Es la alegría de nuestro Señor, que da el sosiego seguro, el placer sereno y la felicidad más agradable. La alegría, la máxima alegría, que supera cualquier alegría. Cristo quiere también alegrarse de esparcir la alegría, de enriquecer a Sus creyentes con la alegría. Deseo, “que nuestra alegría sea completa”(1ª Jn. 1, 4)

Ésta es nuestra religión. Allí tenemos que ir. Cristo es el Paraíso, mis niños. Qué es el Paraíso? Es Cristo. Desde aquí empieza el Paraíso. Es exactamente lo mismo; todos los que aquí en la tierra viven a Cristo, viven el paraíso. Es así ésto que os digo. Es correcto, es verdadero ésto, creedme! Es tarea nuestra el intentar encontrar la manera de entrar dentro de la luz de Cristo. No se trata de que haga uno lo formal, lo superficial. La esencia es que estemos junto a Cristo. Que se despierte tu alma y que ame a Cristo, que se vuelva santa. Que se entregue al amor divino. Así nos amará también Él. Será entonces la alegría inalienable. Ésto lo quiere muchísimo Cristo, llenarnos de alegría, porqué Él es la fuente de la alegría. Esta alegría es regalo de Cristo. Dentro de esta alegría conoceremos a Cristo. No podemos conocerle, si el no nos conoce. Cómo lo dice David? “Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los que la construyen; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigila el centinela”.(Salmo 126, 1)

Esto quiere conseguir nuestra psique. Si nos preparamos en función de esto, la gracia nos lo dará. No es difícil. Si cogemos la gracia, todo es fácil, alegre y bendición de Dios. La divina gracia llama continuamente la puerta de nuestra psique y espera a que abramos, para entrar en el corazón sediento y llenarlo. La culminación es Cristo, nuestra Panaguía, la Santa Trinidad. Qué cosa más bonita!

Si amas, vives en la plaza Omonia (plaza del centro de Atenas) y no sabes que te encuentras en la plaza Omonia. No ves coches, ni gente, ni nada. Estás dentro de ti con la persona que amas. Lo vives, te alegras con ello, te inspira. ¿No es verdad ésto? Pensad que esta persona que amáis sea Cristo. Cristo en tu espíritu, Cristo en tu corazón, Cristo en todo tu ser, Cristo en todas partes.

Cristo es la vida, la fuente de la vida, la fuente de la alegría, la fuente de la luz, de lo verdadero, el todo. El que ama a Cristo y a los otros, éste vive la vida. Vida sin Cristo es muerte, es infierno, no es vida. Éste es el infierno, el no amor. Vida es Cristo. El amor es la vida de Cristo. O estarás en la vida o en la muerte. De ti depende el escoger.

Que uno sea nuestro objetivo, el amor a Cristo, a la Iglesia, al prójimo. El amor, la adoración a Dios, el anhelo, la unión con Cristo y con la Iglesia es el Paraíso sobre la tierra. El amor a Cristo es el amor al prójimo, a todos, también a los enemigos. El cristiano sufre por todos, quiere que se salven todos, que todos saboreen la Realeza de Dios. Ésto es el cristianismo. A través del amor hacia el hermano, lograremos amar a Dios. Cuando lo deseamos, cuando lo queremos, cuando somos dignos, la divina gracia viene a través del hermano. Cuando amamos al hermano, amamos a la Iglesia, por lo tanto a Cristo. Dentro de la Iglesia estamos también nosotros. Entonces, cuando amamos a la Iglesia, nos amamos a nosotros mismos.